Por: Blanca Heredia
Los desplantes y el tono hostil de Trump hacia nuestro país han suscitado en México numerosos reflejos, actos y discursos a favor de la unidad nacional. No es nuevo ni extraño el que ataques o amenazas externos produzcan reacciones nacionalistas. De hecho, el apelar a la “unidad nacional” es y ha sido históricamente la respuesta más inmediata y más socorrida frente a las agresiones del exterior en muchísimos países y comunidades a lo largo de la historia.
Dos preguntas obligadas en relación a este asunto en México hoy, con todo, son ¿cuánta unidad? y ¿unidad en torno a qué?
En relación a la primera pregunta, suscribo lo argumentado por Jesús Silva Herzog Márquez en su columna del periódico Reforma la semana pasada. En suma, unidad sí, pero con límites claros. Dicho en otras palabras: bienvenida la unidad, siempre que respete y no ahogue la diversidad y la crítica.
En lo que se refiere a la segunda pregunta –¿unidad en torno a qué, a cuáles valores, a cuáles prácticas y objetivos comunes?–, me temo que, en el mejor de los casos, la discusión apenas comienza. Limitada y balbuceante aún, esa conversación resulta fundamental y tendríamos que darle máxima prioridad.
Como bien recordaba Rolando Cordera en un foro reciente sobre México frente a Trump, al fin de la guerra de 1847 vs los Estados Unidos, Mariano Otero señalaba que la derrota era el resultado de la falta de unidad entre los mexicanos y que esa misma derrota obligaba al país, si acaso quería ser un proyecto viable a futuro, preguntarse sobre los valores fundamentales que vinculaban a los mexicanos.
A casi siglo y medio de distancia, nos toca volver a identificar, discutir y acordar cuáles valores, prácticas y objetivos compartidos en concreto nos vinculan y pudiesen darle sustento a México como comunidad política independiente de cara al futuro. ¿La libertad sin responsabilidad? ¿Máximas y guías para la acción tales como “obedézcase, pero no se cumpla”? ¿Privilegios sin fin para unos cuantos y falta de los derechos y las oportunidades más elementales para los más? ¿Usufructo privado de los bienes y recursos públicos?
¿Desdén y falta de cuidado por lo que es de todos? ¿Discriminación sistemática por género, por color de piel y por condición socioeconómica?
Todo lo anterior abunda en México como práctica regular y cotidiana. Estos patrones de comportamiento y los valores que los orientan no ofrecen, evidentemente, un catálogo de rasgos distintivos de México que sea defendible o siquiera pronunciable en público. Tampoco dan, desde luego, para cimentar una comunidad de propósitos que nos permita sobrevivir y, sobre todo, prosperar en conjunto como integrantes de una misma colectividad nacional, digna de autogobernarse.
Diversos políticos han expresado en días recientes que valores tales como la igualdad y la justicia, contenidos en la Constitución mexicana, son los que nos unen y fundamentan nuestra existencia como nación.
¿De veras? Si así es, ¿cómo explicar el que nuestro sistema de justicia sea tan extremadamente precario y fragmentario, y el que México siga siendo, a pesar de la Revolución Mexicana y a un siglo de promulgada la Constitución de 1917, uno de los países más desiguales del mundo?
Si la igualdad y la justicia son los valores que más nos vinculan, ¿cómo explicar que de toda la infinidad de reformas “estructurales” que han impulsado diversos gobiernos y coaliciones en las últimas décadas, la de acceso a la justicia, sobre la que ha escrito tan insistente y lúcidamente Ana Laura Magaloni, no haya siquiera entrado en la agenda? Si tanto nos une y nos importa a todos la igualdad, por qué causó tanta oposición y tanto conflicto la propuesta de elevar el salario mínimo, mismo que, como sabemos todos, hace rato no da para acceder a ningún mínimo de nada?
Irnos, como venimos haciéndole, en particular desde la época de la Reforma, por lo puro aspiracional al momento de definir los valores que supuestamente nos unen, ha terminado, una y otra vez, reproduciendo la brecha entre el país ideal (legal) y el país real. Esa brecha ha dado para medio gobernar el país a base de excepciones, discrecionalidad y corrupción. Mantener hoy esa distancia entre aspiración y realidad como argamasa fundamental para mantenernos juntos no dará para mucho más y ni siquiera queda claro que nos alcance para enfrentar con mediano éxito las amenazas y desafíos que tenemos delante.
Sería hora de invertir tiempo en pensar, colectivamente y en serio, qué nos une efectivamente y qué de eso que nos une valdría la pena mantener.
A reserva de ir construyendo alguna narrativa que pudiera ayudar a pegarnos, considero que, la coyuntura crítica que enfrentamos, tendría que llevarnos a enfocarnos en tres tareas centralísimas: construir las vías para darle a todos los mexicanos acceso a la justicia; reconocer que el sistema educativo está roto y comenzar, en los hechos, a refundarlo; y diseñar nuevos mecanismos institucionales efectivamente capaces de procesar nuestros conflictos y diferencias. En suma: empezar a armar en la realidad el piso mínimo indispensable que pudiera unirnos para poder imaginar, desde ahí y entre todos, una unidad nacional distinta a la de unos cuantos lucrando con ella a expensas del resto.
Fuente: http://www.educacionfutura.org/unidad-en-torno-a-que/