Por: Víctor Manuel Rodríguez
La educación va más allá de las materias instrumentales, que tiene docentes que escuchan las voces de sus alumnos y saben escarbar en sus silencios.
Cuando hablamos de educación y de escuela, cada vez mencionamos menos a sus principales protagonistas: los niños y las niñas. Sé que es una afirmación bien poco original y que a algunos les puede parecer un tanto naif, pero no puedo evitar que de tiempo en tiempo me asalte una cierta tristeza cuando -de nuevo- lo constato.
Leo sesudos o no tan sesudos artículos en los que se vierten en aluvión grandes y pequeños números, estadísticas complejas, tasas de fracaso o éxito e índices irrefutables sobre cualquier cosa susceptible de ser medida; informes en los que se comparan con gran competencia países, comunidades autónomas, ciudades, barrios y contextos, y en los que se analizan curvas y elípticas, diagramas e histogramas, inversiones en dólares o euros; también la descripción de fastuosos proyectos, planes y programas nacionales, locales o particulares de un centro, de una comunidad de centros o de una red de centros, física o virtual (esto significa de centros cuyos integrantes igual ni se conocen, pero están en red).
Contemplo con desasosiego cómo proliferan los nuevos gurús que han descubierto la piedra filosofal del aprendizaje y la enseñanza; lo último en organización y gestión; lo más moderno en coaching, mentoring o formación de profesorado; o las últimas tendencias pedagógicas -avaladas por cualquier entidad que nos quiera vender algo- que vienen del frío norte de Europa o de oriente, como Papá Noel o los Reyes Magos.
Me pierdo en discusiones con colegas sobre los recortes en recursos materiales o personales (dinerarios en definitiva); sobre los planes de mejora de sus administraciones educativas; sobre los protocolos, leyes, programas, directrices, instrucciones, indicaciones, consejos y sugerencias para poder hacer todo lo que hay que hacer y organizar todo lo que hay que organizar.
Y me pasmo sin paliativos cuando escucho -a veces me consta que de voces bienintencionadas- que hay que abandonar la visión individual, el foco en la alumna, la mirada profunda y directa… que lo que importan son las políticas, los marcos de acción, las prácticas, los métodos, los artilugios.
Y tras las lecturas, el desasosiego, la desorientación y el pasmo, casi siempre me angustian las mismas preguntas: en definitiva, ¿de qué estamos hablando? ¿No convendría pararnos un poco a mirar lo que tenemos delante o justo al lado? ¿No cabría dedicar un poco de tiempo y energía a tratar de escrutar o simplemente a escuchar lo que nuestros alumnos y alumnas tienen que decirnos? ¿No estamos perdiendo una valiosa oportunidad no solo para volver a centrarnos en lo que de verdad importa, sino incluso para poder disfrutar de lo único de lo que merece la pena disfrutar de verdad en nuestra profesión, a veces tan maltratada? Me consta que estas interrogantes no son un dechado de originalidad, pero me invaden, no obstante, de vez en cuando y me parece que no está de más escribirlas y compartirlas.
En algunos colegios convivimos con nuestras criaturas prácticamente desde sus primeros balbuceos hasta su marcha a la universidad, al mundo del trabajo o al mundo que hayan decidido explorar. Eso quiere decir que estamos directamente presentes, o cuando menos muy cerca, de todos los sucesos importantes que van a experimentar a lo largo de una parte esencial de sus vidas.
Claro que ante todo y sobre todo estarán sus familias, esas familias con las que a veces no mostramos complicidad ninguna y a las que a menudo también ignoramos. Pero nosotros también estaremos ahí: estaremos cuando empiecen a correr o saltar; cuando controlen sus esfínteres o descubran el mundo de la lectura y abran los ojos y los oídos como platos; estaremos cuando comiencen a darse cuenta de que los juegos se convierten en tareas pero también cuando descubran que esas tareas y juegos los catapultan a espacios insólitos.
Los tendremos muy cerca cuando consoliden sus amistades -a veces para gran parte de su vida-, cuando se enamoren por primera vez y también cuando se peleen por vez primera, con sus amores o con esas amigas que parecían ser para toda la vida. Vendrán a clase al día siguiente de hacer el amor, quizá de forma torpe y angustiada, y también tras su primer cigarro, su primera cerveza o su primer botellón. Vendrán también a vernos tras cualquier discusión familiar, tras cualquier noche de llanto desconsolado, tras alguna muerte o pérdida imprevista y siempre cruel. Vendrán enfermos, tristes, exultantes u orgullosos. Disfrutarán de la vida o la sufrirán justo ahí al lado, a muy pocos centímetros de donde nos encontramos.
Y no sé si la mayoría de nosotros lo veremos. No sé si experimentaremos la capacidad de asombrarnos de nuevo y de contar a nuestras compañeras la sensación que hemos experimentado. No sé si seremos capaces de darnos cuenta de que todas esas cosas están ahí, aunque no sean tan mensurables, tan evaluables, tan comparables o tan evidentes siempre. Seguramente no lo escribiremos en ningún sitio, nunca podremos publicarlo en una revista de impacto y puede que tampoco constituya el eje central de nuestra próxima charla, tertulia o debate educativo. Nos centraremos en otras muchas cosas que también son importantes, que son sin duda esenciales en nuestro trabajo y en nuestra condición de enseñantes. Pero mucho menos emocionantes.
La buena noticia es que también sé que, aunque no aflore tanto en artículos o tertulias pedagógicas, muchos maestros y maestras siguen dirigiendo su mirada cada día al sitio correcto y siguen siendo capaces de disfrutar de la emoción de ese viaje en el que cuentan con los mejores acompañantes. Sé que hay muchos profesionales que aún piensan que la educación va más allá de las materias instrumentales, del genitivo sajón o la tabla periódica, por importantes que todas ellas sean; que viven su acción tutorial con independencia de que el DOC les atribuya o no esa función; que escuchan las voces de sus alumnos y también saben escarbar en sus silencios o en sus páginas en blanco. Sé que hay profesoras a las que importa más quienes son las personas que tienen delante o al lado que las personas que serán en el futuro; maestros que piensan que no tiene ningún sentido preparar para la vida ignorando que la vida, justamente la vida, bulle también cada día en las aulas, los pasillos y los patios de nuestros colegios.
Y, tras esa constatación, siempre pienso: ¡qué suerte tienen esos alumnos y alumnas! ¡qué privilegio tienen esas maestras y maestros!
Fuente artículo: http://eldiariodelaeducacion.com/blog/2017/05/29/enfocar-la-mirada-hacia-el-alumno-para-disfruta-la-profesion/
Fuente imagen: http://www.elcorreo.com/noticias/201603/18/media/cortadas/carrera–575×350.jpg