Por: Elena Ledda
- El acoso escolar es una epidemia que puede afectar a cualquier centro y que concierne a toda la comunidad educativa
Seis mujeres y seis hombres intentan que otra mujer, que acaba de llegar al aula, no entre dentro del círculo que han formado con sus cuerpos. Tienen pactado un código que permitiría a la recién llegada acceder a él -debería pedir tres veces por favor- pero ella no lo sabe ni, de momento, se le ocurre. La impotencia que siente es parecida a la que sufren un 4% de los alumnos españoles, según datos del Ministerio de Educación, que son víctimas de bullying, una lacra que acompaña cada curso escolar y que puede tener consecuencias funestas.
Las 13 personas que esa tarde soleada de finales de final de curso están experimentando la exclusión, una de las múltiples formas de acoso escolar, son madres y padres de una clase de quinto de primaria de la escuela La Salle de Montcada i Reixac, un pueblo en la periferia de Barcelona. Todas participan del taller de educación emocional para la prevención del bullying que la asociación SEER organiza desde 2004.
El ‘bullying’ es un problema que se puede detectar en todos los centros educativos y que, en su forma más extrema, tiene consecuencias fatales. Como sucedió con Lucía, una niña de 13 años de Murcia que puso fin a su vida en enero de este 2017, pocas semanas después de escribir una carta de despedida. Según su entorno, el ‘bullying’ que padecía Lucía se venía produciendo desde hace tiempo, tanto que la familia la acababa de cambiar de instituto.
Sabe muy bien qué significa esa violencia Alex Estivill, de 22 años, técnico de farmacia de Ascó (Tarragona). Atacado “por maricón”, aislado y aterrorizado hasta el punto de no atreverse a entrar durante años en el vestuario de la escuela. Así es como se ha sentido durante todo el instituto Alex. Quien solo ahora, después de muchos años, se siente con fuerzas suficientes para compartir una experiencia que ha cambiado totalmente su vida. “Yo creo que todo empezó porque no me gustaba jugar al fútbol y en el patio todos los niños jugaban. Entonces un grupo de niños y niñas empezaron a decirme que era gay. Yo al principio no sabía ni qué quería decir”, recuerda una mañana de primavera sentado en el sofá color verde manzana del apartamento moderno donde vive en Barcelona.
En la pared de la habitación de Alex hay un póster de Lady Gaga, “la primera persona que puso la palabra bullying en mi vida”, y en una esquina un libro de fotos de David Bowie, “mi referente masculino, el que me da la seguridad de que ser diferente es bueno”.
“Todo empezó porque no me gustaba jugar a fútbol en el patio y todos los niños jugaban”
Como muchas de las personas que sufren ‘bullying’, Alex no lo compartió con su familia, y pronto se encerró en sí mismo. El joven farmacéutico recuerda que sí se lo dijo, en varias ocasiones, a la directora y a la jefa de estudios de su centro pero, según relata, las dos siempre disculpaban las agresiones. “No sé si también tuve la mala suerte de que las hijas de ambas estaban en mi quinta y eran de las que observaban los ataques”, añade.
Cuando se habla de acoso escolar, o ‘bullying’, un fenómeno que ocupa cada vez más la atención mediática en España, no se está hablando de una agresión en la que dos personas buscan el daño mutuo, sino de una forma continuada de violencia “entre iguales” en la que una o varias personas, que gozan de mayor poder, someten a otra persona de su clase o de su escuela.
Como le sucede cada día a cientos de Ramon, nombre falso usado como ejemplo, a los que perseguían cada día a la salida del colegio y eso les provocó que ya no pudieran dormir por las noches. El caso ficticio de Ramón es utilizado en la escuela Petit Món, uno de los cuatro centros catalanes que, desde hace un par de cursos escolares, implementa el método finlandés KiVa, posiblemente el más reconocido a nivel internacional en la prevención, intervención y monitoreo del acoso escolar.
Un instructor de Petit Món interpela a los alumnos de cuarto de primaria que asisten a la sesión de KiVA en una aula en Castelldefels. “¿Cómo se siente Ramón? ¿Qué le están haciendo? ¿Cómo nos sentiríamos si nos pasara eso? Y, ¿qué podríamos hacer?” Muchas manos se levantan al unísono. Comparten ideas y entre todos escogen uno entre los muchos dibujos que el tutor les enseña y que representan sentimientos. En este caso, el dibujo elegido es el del miedo a lo que pueda pasar.
La naturaleza del acoso puede ser física, verbal, digital (el así llamado ‘ciberbullying’) o basada en la exclusión social, y puede ser directa (quien agrede da la cara) o indirecta. En España se empezó a hablar del fenómeno en 2004 sobre todo a raíz del suicidio de Jokin Ceberio, de Hondarribia (Guipúzcoa) que acabó con su vida a los pocos días de cumplir 15 años por el acoso escolar al que era sometido. La familia de Jokin emprendió una lucha en los tribunales que concluyó en febrero de 2011 con un fallo del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco que exculpaba de toda responsabilidad al instituto donde ocurrió el acoso y condenaba a los padres de los menores que acosaron a Jokin a indemnizar a la familia de este.
“Las familias tienen un rol fundamental en la intervención y resolución del conflicto, pero normalmente empiezan con la negación de que tu hija o hijo esté agrediendo, y también hay incomprensión y dolor de que esté siendo acosada”, apunta Miriam Aleman, de la asociación Candela, otra de las entidades que hacen prevención del ‘bullying’ en los centros escolares de Catalunya.
El ‘bullying’ es un fenómeno del que se empezó a hablar en 2004, tras el suicidio de un joven vasco de 15 años.
“Cuando los adultos hablamos de acoso escolar siempre ponemos el foco en quienes tienen el rol de víctimas. En cambio deberíamos ver cómo proteger a nuestros hijos para que no tomen el de agresores”, dice Oriol Julià de SEER (Salut i Educació Emocional i de la Raó).
Julià nunca habla de agresores y de víctimas sino de personas que, en un determinado momento, toman un rol u otro. “A menudo hablamos de agresores que tienen ocho años, y se los considera malísimos para toda la vida…En realidad son papeles que se toman, y por lo tanto, se pueden dejar”.
Según Maite Garaigordobil, catedrática de la facultad de Psicología de la Universidad del País Vasco, normalmente las familias se preocupan de que sus hijos puedan padecer pero no tanto de que puedan ejercer u observar “porque no son conscientes de que el bullying tiene muchas consecuencias negativas para todos los implicados: si no, seguro que darían más importancia al hecho de que su hijo o hija sea un agresor o un observador”.
Entre los principales efectos nocivos, la experta señala, en relación a quienes lo padecen, bajo rendimiento académico, inseguridad, baja autoestima, somatizaciones, ansiedad, síntomas depresivos, hasta llegar a casos extremos de suicidio. Pero también en relación a quienes acosan destaca el bajo rendimiento académico, además de dificultades en el cumplimento de las normas y de control de la ira, conductas antisociales, ausencia de empatía, impulsividad (entre otras).
Los principales efectos nocivos del acoso escolar son el bajo rendimiento académico, la baja autoestima y la ansiedad, pero pueden ser más extremos.
“También ser testigo puede generar consecuencias negativas, como desarrollar una personalidad insensible al dolor ajeno, a veces con sentimientos de miedo y conductas de sumisión ante los violentos e, incluso, llegar a considerar que la agresividad aporta beneficios”, añade Garaigordobil.
La conciencia por parte de las familias de la que habla la experta es lo que movió a Regina Liñán, trabajadora de los servicios sociales de 47 años, a actuar enseguida cuando, hace dos años, recibió un correo inesperado. Se lo enviaba, a ella y a unas cuantas otras madres, la mamá de un compañero de su hija Claudia (nombre ficticio), que hoy tiene casi 13 años, para avisarlas de que sus niñas estaban acosando al hijo de esta: le decían feo, se reían de él, le quitaban sus cosas y no se las querían devolver.
Tras un primer momento de incredulidad, “yo siempre había pensado que Claudia era una niña empática”, Regina decidió hablar con su hija. Esta admitió los malos tratos pero aseguró que ella “solo miraba”. Regina recuerda: “Yo le dije que mirar también era participar, que tenía que pensarse bien si le convenía tener amigas que hacían cosas así y que tenía que pedirle perdón al niño”.
Por su parte Regina fue a hablar con la mamá del niño acosado. La madre, según Regina, le dio las gracias y le dijo que las otras destinatarias del correo ni le habían contestado. “Eran cosas de niños”, para las otras madres, en palabras de Regina. “Claramente no lo eran dado que el pequeño acosado ya no quería ir a la escuela”, apunta sentada ante la impresionante colección de muñecos Playmobil que ocupan una pared de su piso del barrio popular de Sant Andreu de Barcelona.
Ahora Claudia ha cambiado de grupo y Regina está más tranquila ya que, según ella, lo que movió a su hija en ese momento fue la presión de grupo, “las ganas de gustar y de pertenecer”.
Este último es un elemento que vuelve también entre los 13 adultos que acaban de terminar la dinámica propuesta por la asociación SEER en la escuela La Salle. De vuelta a sus sillas, colocadas en círculo en el centro del aula, comparten qué han sentido al excluir a su compañera. Un sentimiento prevalece: si no la han dejado entrar era para no ser excluidos a su vez.
Claudia, que al volver a la época de los insultos al compañero habla de su “yo del pasado” y asegura de que no era consciente de lo que estaba haciendo, recuerda también que por ese entonces veía la serie Patito feo: “había un grupito de ‘guays’ que insultaba al resto. Creo que eso me influyó un poco”, apunta mirando seria tras sus grandes gafas atigradas. Y añade: “A veces ves que están tratando mal a alguien y quieres hacer algo, pero no puedes por miedo a que se vuelvan en contra tuyo. También creo que por mucho que una persona intervenga, tampoco se solucionan las cosas”.
A veces ves que están tratando mal a alguien y quieres hacer algo, pero no puedes porque temes que se vuelva en contra tuyo”