Por: Lidia Falcón
En Barcelona, esa ciudad tan preocupada por proclamar la independencia de Cataluña —aunque sólo en broma, ya nos hemos enterado— y donde los recursos económicos se han dedicado profusa y generosamente a difundir y afianzar el procés, varios niños –en octubre eran doce- se pudren días enteros en los calabozos de la Ciudad de la Justicia.
Son marroquíes, no tienen papeles –esos objetos preciosos que ahora valen más que la vida de las personas-, no saben hablar español, han llegado solos, atravesando quién sabe cuántos peligros y humillaciones, hambrientos y desorientados, porque su situación familiar debía ser tan precaria que madres y padres prefirieron enviarlos allende los mares, embarcados en pateras, con riesgo de naufragio, de heridas, de esclavitud, de muerte, antes de ver como perdían toda esperanza de mejora en su país natal. Por tanto, no merecen más que un colchón en el suelo de los pasillos del Palacio de Justicia de Barcelona.
Allí, encerrados, en silencio, sin ver la luz del sol, pasan días y días mientras los poderosos funcionarios o jueces o fiscales, que disponen de su vida deciden donde acabarán alojados. La DGAIA, la Dirección General de Atención a la Infancia y la Adolescencia de la Generalitat no tiene ni albergues ni, al parecer dinero, para instalarlos en alguna pensión.
Hace años, en Barcelona, a las mujeres maltratadas en riesgo inminente de ser asesinadas por el hombre con el que convivían, las metían en pensiones del Barrio Chino donde no había ni ducha. Incluso con niños y bebés. Tampoco tenían entonces casas de acogida suficientes.
Ahora se trata de los menores emigrantes que han logrado arribar a Barcelona, tierra de promisión, con la ingenua esperanza de que en esta ciudad, “archivo de la cortesía, albergue de los extranjeros, hospital de los pobres, patria de los valientes, venganza de los ofendidos y correspondencia grata de firmes amistades, y en sitio y en belleza, única” (Cervantes dixit), los protegerían y les darían la oportunidad de estudiar y trabajar. Pero la Generalitat, que ha gastado millones en las 18 embajadas que montó en otros tantos países para difundir la opresión que vive Cataluña por el Estado español, no tiene recursos ni para pagarles habitaciones en esos tugurios del Raval –nombre más elegante que el de Barrio Chino de toda la vida.
Estos menores viven la misma situación de los inmigrantes adultos encerrados en los centros de internamiento de extranjeros (CIE) por no tener los papeles en regla. No son delincuentes y por tanto no pueden detenerlos, pero lo hacen. Encerrados en lugares peores que cárceles. Porque los retienen en calabozos, cubículos de pocos metros cuadrados, con tres literas cada uno –lo escribo con conocimiento de causa- que no disponen de más aseo que un váter.
Jesús García de El País informa que “el área de custodia de los Mossos está en la planta -1 de la Ciudad de la Justicia, que alberga los juzgados de Barcelona. Es un calabozo. Se accede a través de una puerta barrada. Hay dos tipos de celdas, aunque idénticas: unas para los menores que han delinquido —aporrean la puerta y exigen, en árabe y español, que les dejen salir— y otras para los menores “bajo protección”. Duermen sobre delgadas colchonetas azules, como las de los gimnasios escolares. No pueden salir y el teléfono móvil se les requisa. Dos mesas para jugar al parchís y a las damas rompen la monotonía de una sala donde pasan las horas”.
“Hay menores que llegan a pasar aquí 100 horas, más que el tiempo máximo que cualquier persona puede estar detenida[72 HORAS]. Al estar con la puerta cerrada, muchos sufren ataques de ansiedad. Golpean las puertas y hay que reducirles. También se han peleado entre ellos”, explica una funcionaria.
Los chicos acuden por su propio pie a las comisarías de los Mossos o son localizados en la calle y llevados ante la policía. Su primer destino es la Ciudad de la Justicia. Se les abre una ficha y se les practican las pruebas (de muñeca o mandíbula) para determinar que, efectivamente, tienen menos de 18 años. Se les ofrece un bocadillo y un zumo. Desde el primer minuto se avisa a la DGAIA, que debe activar el mecanismo para buscarles plaza. “El procedimiento está tasado y es rápido. En cuestión de horas se resuelve. No tendrían que estar en celdas ni dormir aquí siquiera una noche”, admite Francisco Tabuenca, fiscal de menores de Barcelona.
Tabuenca es autor del informe que ha hecho emerger el problema. Los menores pasan un tiempo “excesivo” (más de tres días, en algunos casos) en el área de custodia, donde no reciben “la atención y protección integral que merecen”. Los calabozos solo pueden acoger como a 20 chicos y en los últimos meses se han quedado pequeños, por lo que se les ha trasladado a la planta baja del edificio de la Fiscalía, donde “duermen en colchones” en la sala de espera “para atender la llegada de público en general”, denuncia el fiscal. Así pasan las noches, en las mismas colchonetas y tapados con una manta naranja, hasta que la DGAIA les encuentra sitio en un “centro de protección”.
La DGAIA, de siniestro recuerdo, depende de la Consellería de Asuntos Sociales donde reinan la consellera y las funcionarias de Esquerra Republicana de Cataluña desde que José Montilla en 2006 alcanzara la Presidencia de la Generalitat y firmara un pacto contra natura en un gobierno tripartito con el PSC y ERC. Las conselleras y las funcionarias que han gestionado desde entonces la atención a los menores y adolescentes se han comportado como los personajes de Dickens en Oliverio Twist, David Cooperfield, La Pequeña Dorrit, Los Papeles de Mr. Pickwick, que describieron magistralmente la crueldad de la sociedad inglesa del siglo XIX con los niños y niñas.
La Consellería de Asuntos Sociales de ERC se ha dedicado a vigilar estrechamente a las madres pobres, prostitutas, solas, sin recursos, para declarar a sus hijos en abandono y arrebatárselos. Sobre todo cuando son bebés o de pocos años. Mientras las gitanas rumanas pedían limosna sentadas en la calle con bebés en el regazo, sin que nadie hiciera nada ni por ellas ni por sus bebés, la DGAIA se dedicaba a perseguir a las madres pobres con residencia y alojamiento en Cataluña.
Las asistentes sociales, fieles cómplices que por ello cobran, hacen informes denigratorios de las madres desamparadas, y las psicólogas, fieles cómplices que por ello cobran, hacen informes denigratorios de las madres desamparadas diagnosticándolas como enfermas mentales, inestables emocionalmente e incapaces de ocuparse de sus hijos. En consecuencia, la DGAIA se los incauta, los encierra en centros de acogida y muchas veces las madres no vuelven a verlos.
Los centros de acogida son empresas privadas, como en toda España, que pertenecen a los complejos empresariales que obtienen la concesión, entre los que destaca el de Florentino Pérez. Un buen negocio rentable, si pensamos que por cada niño la Consellería paga 4.000 euros mensuales. Cuando las madres, pobres, desamparadas e ignorantes, pueden recurrir a un abogado –la mayoría no saben ni que tienen derecho a justicia gratuita- se enteran de que los han entregado en adopción. Ya sabemos que las adopciones están muy buscadas.
En consecuencia, teniendo tantos niños pequeños “en abandono”, a los que hay que alojar en los centros de acogida, la DGAIA no puede atender a los menores emigrantes que arriban a la anhelada ciudad de Barcelona: “archivo de la cortesía, albergue de los extranjeros, hospital de los pobres, patria de los valientes, venganza de los ofendidos y correspondencia grata de firmes amistades, y en sitio y en belleza, única” (Cervantes dixit).
No puede atenderlos porque no le interesan ni a la Consellera, tan ocupada como está con apoyar el procés y la independencia de Cataluña, ni a las funcionarias, tan ocupadas como están haciendo informes para quitarles los niños a las madres pobres y desamparadas. No les interesan porque no son bebés ni tan pequeños que sirvan para adoptarlos. No les interesan porque a esa edad nadie va a quererlos, son extranjeros, y no hablan ni español ni catalán.
Son un estorbo y cuesta dinero mantenerlos. Por eso se les encierra en un calabozo sin luz natural y se les da un bocadillo y un jugo de naranja. Así durante cuatro, cinco días, hasta que la Consellera y las funcionarias encuentran algún hueco en algún lugar que desconozco. Y de ellos no se vuelve a saber nada más.
Tras la denuncia del fiscal, la DGAIA emitió una nota en la que admite que se ha visto desbordada por el “alud de llegadas” en julio, agosto y septiembre. Anunció que había adecuado unas “instalaciones más confortables”, también en la Ciudad de la Justicia: la tercera planta de la Fiscalía, una sala semivacía y con luz natural. Pero la juez decana de Barcelona, Mercè Caso, paró la iniciativa porque el espacio “no reúne ninguna garantía ni para su salud ni para su seguridad”. Caso recuerda que solo hay un baño (compartido con el público) y que los educadores tuvieron que abrir las ventanas para ventilar, una “maniobra prohibida” por riesgo de caídas.
Caso alerta de que los menores vienen directamente de la calle y no se ha garantizado “su salud ni su adecuada higiene”. Y recuerda que “vienen de situaciones muy complejas, con un importantísimo grado de tensión y con una experiencia vital de enorme violencia”. En una entrevista, la decana subraya que el uso de los calabozos por tiempo prolongado también es “inaceptable”. “Son menores, no delincuentes, la DGAIA debe protegerles desde el momento en que son localizados, no es una tarea ni de los Mossos ni de la Fiscalía”.
La información de que dispongo dice que “Aunque el problema viene de lejos, la denuncia de jueces y fiscales ha activado algunos resortes. La DGAIA ha anunciado su intención de ubicarles en un edificio no judicial pegado a la Ciudad de la Justicia, mientras que en los últimos días se está evitando que los chicos duerman en las celdas.”. ¿Y saben ustedes cómo se consigue eso? Pues ya no se les dan colchonetas para dormir en los pasillos, sino que se les hace esperar en los bancos de la sala de espera.
Menos mal que la Consellería de Asuntos Sociales de Cataluña y la DGAIA están regidas por ERC, el partido más demócrata, más independentista y más republicano.