Por: Rodrigo J. García
Existen muchas motivaciones profesionales que nos hacen sentirnos orgullosos de ser docentes, sin necesidad de asociarse siempre a las políticas de incentivos monetarios para unos pocos.
No hay viento favorable para el que no es consciente de a qué puerto se dirige (Séneca)
Cualquiera que transite entre aulas y pasillos de un centro escolar podrá observar el esfuerzo y la energía que despliega la mayor parte del profesorado. Particularmente, aquellos profesionales que se involucran en el desarrollo de proyectos colectivos de mejora de su práctica.
Este observador se sorprenderá de que las administraciones no reconozcan esta dedicación adicional; más bien, parece ‘incomodarles’. También se extrañará al comprobar que este trabajo no está apoyado con recursos, formación… y tampoco considerado como ‘mérito preferente’ en el dossier laboral del docente.
Nos encontramos instaurados en esta lógica, y sin embargo, de tanto en tanto, y últimamente con insistencia, se plantea la ‘apremiante’ necesidad de incentivar las buenas prácticas de enseñanza, demandándose en los medios de comunicación, por grupos políticos y expertos el impulso de la ‘mal’ llamada, a nuestro juicio, ‘carrera docente’. Nos tememos que esta premura, tal y como se formula, consigue que la opinión pública se olvide de la necesidad de reformas más estructurales, globales e inclusivas, de mejora de la inversión pública, racionalización de los recursos, otras concepciones del currículo básico y su enseñanza, reorganización de los centros como promotores de ambientes de aprendizaje… Obviando todo esto, se califica de ‘urgente’ la puesta en marcha de otra vertiginosa ‘carrera’, en este caso, la docente.
El término ‘carrera’ parece sancionar la ‘competición’ como ‘método idóneo’, como el mejor camino de mejora profesional. Para sus defensores, impulsar esta carrera incentiva la selección de los ‘mejores’ profesionales (los docentes más competitivos) en los que invertir ‘provechosamente’ formación y gratificaciones.
Los profesionales así ‘distinguidos’ (lógicamente pocos, en otro caso no sería necesaria dicha selección) alcanzarían la ‘excelencia’ y la correspondiente recompensa económica. El resto (otros muchos), que atendería a la mayor parte de la población estudiantil, quedaría relegado (‘¡no han ganado la carrera!’) a la categoría de ‘ordinarios’, del ‘montón’, los que ‘no se esfuerzan’…
Esta forma de entender la actualización permanente y la promoción del profesorado, sinceramente, no nos gusta. No parece la más adecuada, ni la más idónea para contribuir a una mejora real de las condiciones de enseñanza. No hay evidencias de que pretenda y consiga mejorar los aprendizajes, especialmente de los estudiantes con mayores dificultades. De hecho, los docentes ‘excelentes’, que resulten de este proceso selectivo, según sus valedores, habitualmente no impartirían docencia en las etapas educativas más profesionalizadoras y más sustanciales en el desarrollo madurativo de nuestros estudiantes (las primeras etapas del sistema educativo), sino que su mejor posicionamiento les haría candidatos para elegir vías alternativas de ejercicio de la docencia en otros tramos más prestigiados del sistema educativo, para el desempeño de funciones orgánicas mejor retribuidas y valoradas o de puestos técnicos en la administración, alejados de la enseñanza directa y del ejercicio de aquellas habilidades, que se supone que dominan en grado de ‘excelencia’… ¡Qué desperdicio y qué despropósito!
De todos es conocida, además, la burocrática fórmula que se ha venido utilizando para reconocer los méritos de esa carrera docente (número de horas de asistencia a cursos, títulos académicos y otras actividades de formación, asistencia a jornadas, años de antigüedad…) y su ineficacia para ‘garantizar’ una mejora real de la competencia profesional de un docente y de la labor global de un determinado centro en el servicio educativo que presta a los estudiantes. Si bien hay que reconocer su capacidad para mantener el statu-quo, el inmovilismo institucional y el poder habitual de determinadas élites profesionales y de gerencia.
Desde el análisis y la reflexión pedagógica se considera completamente desafortunada la formulación de planes de formación y cualificación docente reservados a determinados desempeños profesionales de ‘élite’, para excelentes, para minorías privilegiadas… Este tipo de ‘méritos’, tienen sentido en una sociedad que persiste en aumentar la brecha de la desigualdad. “Actualmente, se insiste constantemente en que ‘todos somos iguales ante las leyes’. Pero con algunas [propuestas] habría que decir ‘todos somos iguales ante leyes que establecen desigualdades económicas, sociales, políticas y culturales entre ciudadanos’ ” (José Domínguez, 2018; pendiente de publicación).
Preferiríamos, por tanto, eliminar la palabra ‘carrera’ y buscar, entre todos, otra denominación unida a un concepto más valioso de cualificación profesional. Por proponer algunas, quizá, aquellas que se mantienen con cierta tradición en la investigación educativa como ‘desarrollo’, ‘mejora’… (Bolívar y Bolívar-Ruano, 2016; Marcelo, 2011; Bolívar, 2003; Darling-Hammond, 2001…). En este caso, hablaríamos de ‘desarrollo profesional docente’, ‘mejora profesional’, ‘comunidades de profesionales de aprendizaje’… tareas consideradas necesarias, de responsabilidad y obligación en todo desempeño docente y que afectan a todo el profesorado; en ningún caso sería un recorrido diseñado para unos pocos, los más hábiles y motivados para la competición, los ‘mejores competidores’.
Pero no nos equivoquemos; lo importante no es ‘cambiar de nombre’ sino acordar, definir y establecer colectivamente un significado diferente de lo que supone el ejercicio ético, fundamentado y justo de la tarea docente y su perfeccionamiento continuo.
Conseguir que la denominación ‘desarrollo profesional docente’, por ejemplo, adquiera sentido y esté justificada exige disponer de más oportunidades para que los docentes puedan investigar sobre su práctica y reflexionar individual y colectivamente. El desarrollo de estas tareas debe formar parte de las expectativas profesionales de todo docente, sin que se asocie siempre a una ‘mal entendida promoción’, al cambio de etapa educativa o al dominante y casi exclusivo incentivo de mejor retribución para unos pocos, para los ‘ganadores’.
Los docentes ‘experimentados’ podrían, desde esta otra concepción, seguir ejerciendo la docencia en las etapas educativas en que se encuentran destinados. Aquellas, donde han demostrado su capacitación y se ajustan a sus habilidades e intereses profesionales. Podrían convertirse en referencia de profesores ‘noveles’, a los que tutorizarían en sus primeros pasos profesionales; colaborar con las universidades en la formación de futuros docentes, ejercer el liderazgo de actividades de ‘apoyo entre iguales’, mejores condiciones para dirigir proyectos de centro, promover el intercambio y el trabajo en red con otros centros, participar en la definición, desarrollo y evaluación de las políticas educativas… etc. En otros términos, disponer de más oportunidades para, junto a otros profesionales, construir una mejor educación, una mejor escuela, un mejor aprendizaje y una mejor cualificación profesional en continua revisión.
Estas tareas deberían estar acompañadas de tiempo disponible, dentro del horario escolar, para el desempeño de actuaciones que repercuten en la mejora del funcionamiento global del centro, aumentando, al mismo tiempo, el reconocimiento profesional y, como incentivo subsidiario, acompañadas de complementos económicos. Hoy sabemos que los cambios institucionales necesitan, además, la reconstrucción de ideas, creencias y rutinas profesionales, la mejora y cualificación de las habilidades y capacidades docentes, no sólo de forma individual, sino como resultado del trabajo en colaboración en ‘comunidades de aprendizaje profesionales’ en los propios centros escolares. Parafraseando a Ortega y Gasset, todos somos pocos… para hacer bien las cosas.
Existen muchas motivaciones profesionales que nos hacen sentirnos orgullosos de ser docentes, sin necesidad de asociarse siempre a las políticas de incentivos monetarios para unos pocos. Estas políticas, no dejan de ser una ‘coartada’ para la redistribución salarial y para afianzar un comportamiento profesional individualista del tipo… ‘sálvese quien pueda’. Sin embargo, el éxito de los aprendizajes es un elemento muy poderoso que mantiene interesado al profesorado en un trabajo intenso y de transformación de su práctica. De hecho la investigación apunta que la oportunidad para sentirse eficiente es el motivo más poderoso para entrar y permanecer en la enseñanza, así como para el compromiso y el esfuerzo.
Cuando el éxito de los estudiantes está unido a una mayor disponibilidad de recursos y apoyos estructurales que permiten el establecimiento de una relación más sincera y más auténtica de colaboración con las familias y los agentes sociales del barrio, el profesorado percibe recibir una doble recompensa por su trabajo, y adquiere cuerpo un compromiso radical por garantizar que ningún estudiante haga frente a las exigencias escolares y a su adolescencia desde la soledad.
El profesorado que se siente parte de un proyecto, que percibe el centro como un espacio propio, participa abiertamente en sus decisiones, se siente ‘escuchado’ por las administraciones en sus demandas de mejora profesional… considera el tiempo que dedica al centro, a la mejora de su tarea profesional… una inversión en sí mismo y es generoso en su dedicación una y otra vez. “Es similar a lo que siente el propietario de una bodega cuando asea los estantes y barre el suelo, por contraposición a lo que puede sentir el trabajador de McDonald’s” (Darling-Hammond, 2001: 230). Algo mucho más auténtico, eficaz y justo que la promoción de carreras de éxito individuales para unos pocos y cuya máxima aspiración es abandonar la docencia.
Fuente: http://eldiariodelaeducacion.com/blog/2018/10/18/cual-es-la-meta-de-la-carrera-docente/