Redacción: ABC
El pensador británico, recientemente fallecido, alzó múltiples casas del saber: escribió libros y música, defendió la naturaleza, amó la Inglaterra eterna y fue constructor de una reserva moral.
Si todo sistema filosófico -por acordarnos de Nietzsche– termina por vivirse a modo de unas memorias, pocos pensadores habrán encarnado sus ideas en su vida con la feliz fecundidad de Sir Roger Scruton (1944-2020). A lo largo de cincuenta libros, en efecto, el filósofo británico iba a alzar múltiples casas del saber que, más grandes o más pequeñas, siempre terminaría por hacer habitables para sí. Así, si su querencia por la música y la teología le llevaron a escribir óperas o ser organista de su parroquia, su amor por la Inglaterra eterna -otro tema de sus libros- le llevó a vivir en el campo o ser un competente jinete en la caza del zorro, y si la centralidad de la belleza en la arquitectura le permitió asesorar al Gobierno en la materia, su preocupación por el medio ambiente le condujo a la fundación de una granja. En fin, el filósofo que afirmaba ser un hombre metódico por abrir cada noche, a eso de las ocho, una botella de claret, incluso iba a dejarnos un rapto, inteligente y cordial, de amor al vino en las páginas de Bebo, luego existo.
Pagar un precio
De las difíciles congruencias de la vida de Scruton, sin embargo, da fe el Guardian -que no era precisamente su periódico- cuando subraya cómo el gran filósofo conservador fue de todo menos un socialista caviar. No hay ningún bien por el que Scruton no tuviera que pagar un precio. En los ochenta se arriesgó a todos los males posibles por ayudar -fundamentalmente en Checoslovaquia- a la disidencia intelectual en el Este. También entre los setenta y los ochenta tuvo que dejar de lado su vida académica en Gran Bretaña ante el boicot de sus pares. Solo con el tiempo ese valor le rendiría: en países como Polonia o Chequia ha tenido algo de héroe nacional, y en su propio país la Reina terminaría por incluirlo en su lista de honores con el título de «Sir», en un gesto no menor para un Scruton amante de la deferencia y un ideal gentlemanesco que poco tiene que ver con la prosapia: él mismo, con cierto esnobismo inverso, cantaría la modestia de sus orígenes familiares.
Incluso en una obra -y en una vida- articulada en torno al amor y la belleza, Scruton terminaría por formar una familia, en su segundo intento, con una joven y elegantísima historiadora de la arquitectura, Sophie Jeffreys. Amor y pedagogía: cada verano, y aprovechando su consolidación como estrella internacional del pensamiento, Sir Roger todavía abría su granja para pasar unos días junto a sus discípulos en una Scrutopia menos parecida a un congreso de filosofía que a un ágape intelectual. Y nunca dejó de vigilar la marcha de su revista, The Salisbury review.
La interminable respetabilidad de Scruton, sin embargo, no sólo tenía que ver con su integridad personal o su eco intelectual: ante todo, derivaba de ser depositario de una cultura y una sabiduría universales, de las de antes, por las que podía tratar con Platón, Dante o Conrad con familiaridad perfecta. Quizá, quienes lo hemos tenido por compañía durante años, sólo hemos echado en falta una cosa: que se le reconociera -más allá de sus incursiones en la ficción- por la extraordinaria calidad del escritor que fue, como memorialista, como retratista, como humorista y polemista. A su muerte, muchos le han llorado como la pérdida de una reserva moral o un maestro del espíritu: alguien a quien volver los ojos, un consuelo en tiempos de zozobra. Pero, a despecho de las polémicas que tantas veces le rodearon, también sus adversarios intelectuales le han despedido con magnanimidad, siquiera sea, por citar al Burke que tan caro le fue a Scruton, por aquello de que nuestro antagonista es nuestra ayuda pues nos fuerza a ser mejores.
Fue en The Guardian donde Scruton dio razón de su conservadurismo y le puso fecha y hora: mayo del 68. «Estaba en el Barrio Latino de París», decía Scruton, «viendo a los estudiantes volcar coches, romper ventanas y lanzar adoquines, y por primera vez en mi vida sentí una oleada de indignación política. De repente me di cuenta de que estaba en el otro bando. Vi una multitud ingobernable de hooligans de clase media encantados de haberse conocido. Cuando pregunté a mis amigos qué querían, qué intentaban lograr, todo lo que me contestaron fue un centón de perezosos tópicos marxistas. Me irritó y pensé que debía de haber un camino de regreso a la defensa de la civilización occidental. Fue entonces cuando me convertí en conservador: quería conservar las cosas en lugar de derribarlas».
En realidad, hasta alguna izquierda iba a terminar leyendo con atención a Scruton, quien -justamente- iba a proyectar la tradición burkeana en nuestro tiempo. Alejado en el espíritu de un thatcherismo que vio antropológicamente cojo por su insistencia en lo económico, la preocupación por la belleza, por la esfera sentimental, por la arquitectura y el medio ambiente, así como por el legado civilizatorio occidental, entroncaban con el sentido de comunidad y la continuidad de Burke, frente a tantas filosofías contemporáneas que él criticaba por su nihilismo y relativismo. Como escribió Bossuet y Scruton pudo haber firmado, «lo propio de la misericordia es conservar»: el conservadurismo scrutoniano estaba basado en esta órbita afectiva, frente a su crítica de tantas posiciones de supuesto progresismo por tener sus raíces en el resentimiento.
La vida es gratitud
En el último texto que publicó en vida, al terminar 2019, Sir Roger Scruton escribía en el Spectator que «durante este año es mucho lo que se me ha quitado: mi reputación, mi posición como intelectual público (…), mi salud». En efecto, una entrevista manipulada llevó a su despido como asesor del Gobierno en materia de construcción. La revista en cuestión, The New Statesman, pediría perdón a posteriori y publicaría las conversaciones originales a petición de Scruton. El Gobierno le volvió a contratar como asesor, y si sus paisanos se habían mostrado cicateros con él, checos y polacos iban a condecorarle.
Tras el sabor de ceniza de la humillación pública, nunca del todo compensada por la reparación, al filósofo se le detectó un cáncer cuya trayectoria ha sido fulminante. Aunque se le quitara mucho, reflexionaba Scruton, «se me ha dado mucho más» -de sus médicos a sus amigos o el hecho de que «tras tocar fondo en mi propio país, otros me han llevado a la cima, y estoy contento de haber vivido lo suficiente como para ver que esto ocurría»-. Su frase final parece un involuntario -o quizá no- compendio de su obra: «Al acercarte a la muerte empiezas a saber cuál es el significado de la vida. Y lo que significa es gratitud».
Fuente: https://www.abc.es/cultura/cultural/abci-roger-scruton-amor-y-pedagogia-frente-resentimiento-202001190039_noticia.html?ref=https%3A%2F%2Fwww.google.com%2F