Este texto, consta de dos entregas. En esta primera se disecciona críticamente la modalidad virtual o digital. Y en la próxima se presentan el modelo de escuela institucional-presencial, tal como se conoce hoy día, y un tercer modelo de escuela expandida, donde la educación se traslada a la realidad natural, urbana y cultural.
El modelo online: sin escuela y menos educación
¿Cambiará el mundo tras el confinamiento debido a la Covid-19 y el regreso a la “normalidad”? Esta es una de las preguntas más recurrentes ante la que se dan todo tipo de respuestas: optimistas, escépticas y pesimistas. El futuro alberga muchas incertidumbres, pero sí se puede sostener, con datos fiables y sólidas argumentaciones, que algunas realidades y tendencias anteriores van a agravarse o a tomar una mayor relevancia. Entre ellas, la pobreza y la desigualdad, los intentos para frenar la deslocalización de empresas, el teletrabajo y, por supuesto, el uso intensivo de las nuevas tecnologías en la enseñanza. La urgencia de la situación ha pillado a contrapié a buena parte del profesorado que ha tenido que improvisar y manejarse con mejor o peor fortuna con los distintos recursos tecnológicos.
Detrás de la digitalización se esconden poderosos intereses económicos e ideológicos
Pero esta situación coyuntural de improvisación, donde se ha puesto una vez más de relieve la brecha digital no puede despistarnos de la ofensiva estratégica de las grandes plataformas digitales para imponer su dominio económico -el negocio es extraordinariamente suculento- e ideológico, tratando de colonizar la enseñanza mediante un pensamiento único (entre las megacorporaciones multinacionales cabe citar, entre otras: Apple, Google, Microsoft, Disney, Netflix, Prisa/Santillana). Para ello se vale de estudiadas y, cada vez más sofisticadas, técnicas de persuasión e influencia social para modificar actitudes y comportamientos de los usuarios.
Algo semejante ocurrió en nuestro país, aunque de forma menos perfeccionada y con más control sobre los contenidos, al desarrollarse la industria de los libros de texto a partir de la Ley General de Educación de 1970. Se convirtió en el artefacto que definía y condicionaba -más allá de las orientaciones bienintencionadas de algunas reformas- la cultura escolar: lo que todo alumnado debía aprender y cómo debía aprenderlo. La hegemonía del manual escolar proporcionaba una estabilidad al sistema educativo y una enorme seguridad al profesorado en su zona de confort, aunque siempre ha habido colectivos docentes que han encontrado alternativas con otro tipo de materiales curriculares, sin dejar de utilizar, en algunos casos, los libros de texto como un recurso más entre otros muchos. (Sobre esta cuestión recomendamos dos lecturas imprescindibles: El libro de texto y la política cultural, de M. Apple, Morata, Madrid, 1990; y Políticas del libro de texto escolar, de J. Martínez Bonafé, Morata, Madrid, 2002).
La doctrina del shock de Naomi Klein siempre planea en estas situaciones de crisis y excepcionalidad que son aprovechadas para imponer a la ciudadanía nuevas relaciones y estructuras de poder más invisibles y subterráneas. Para ello recurre a diversos mecanismos de dominio y control, y uno de los más efectivos hoy día son las nuevas tecnologías. El otro es, sin duda, el creciente control de datos y algoritmos, bien sea amparándose en razones sanitarias con una aplicación de geolocalización en el móvil que controle todos nuestros pasos o mediante otras intervenciones sociales y administrativas, o entrando directamente en los centros donde se obtiene gran cantidad de información del alumnado que puede venderse en el futuro a empresas o al mejor postor. Se dice, y no sin razón, que en Google y en Facebook ya saben más de ti que la policía. En la práctica, se hace difícil regular el uso perverso de la información sobre nuestra privacidad, en un momento en que lo ético y lo inmoral se difuminan y se destruyen los procesos democráticos (lo cuentan muy bien M. Peirano en El enemigo conoce el sistema, Debate, Madrid, 2019; y Y. Noah Harari en 21 lecciones para el siglo XXI, Debate, Barcelona, 2018).
¿Hasta qué punto el imperio tecnológico condicionará la agenda gubernamental y la práctica docente?
En nuestro entorno conocemos algunos antecedentes de aprendizaje virtual online como la UNED -Universidad Nacional a Distancia- o la UOC -Universitat Oberta de Calalunya-, pero las nuevas universidades -la mayoría privadas- se apuntan a esta modalidad, y muchas otras, públicas o privadas, realzan estos días las excelencias de este nuevo aprendizaje en línea, asegurando incluso que mejora el rendimiento estudiantil (véase el libro de E. Díez, La universidad en venta, Octaedro, Barcelona, 2020). Por ello proponen el sistema mixto o híbrido, que combina presencialidad con virtualidad. Puede ser una situación transitoria para más adelante dar la estocada final, con la desaparición definitiva de los estudiantes de las aulas y la reconversión de la universidad en una mera sede virtual.
Hay más ejemplos preocupantes de la digitalización universitaria: la ampliación de la oferta de estudios de Magisterio online, la oferta exclusiva de másteres en internet, de titulaciones obtenidas a través de cursos online masivos, abiertos y estandarizados (MOOOC), la programación de prácticas en diversos estudios, o el plan por parte de la Conselleria de Educación de la Xunta de Galicia de delegar en el sector privado el futuro digital de las universidades privadas, iniciativa que ha sido paralizada, al menos por el momento, ante las protestas de sectores del profesorado. También arrecian las resistencias desde algunas universidades, como la movilización de la de Sevilla “en defensa de la educación pública presencial en todos los niveles educativos” y de otros colectivos estudiantiles. Ante este panorama inquietante subyacen tres interrogantes básicos: ¿Acaso la modalidad virtual responde a las necesidades de la infancia y de la juventud, respeta sus derechos y entre ellos el de la educación? ¿Hasta dónde llegará la dependencia y/o sumisión del Ministerio de Universidades y de las consejerías de Educación a la intromisión de los imperios tecnológicos en la enseñanza en la ocupación de la centralidad virtual: desde la escuela infantil a la universidad? ¿Y cúal será la capacidad real de la comunidad educativa para oponerse a esta oferta estandarizada y uniformizadora, y para elaborar otro tipo de contenidos más diversos, interactivos, con una visión crítica, innovadora y más adaptados a cada entorno. (En este mismo diario se han publicado un montón de artículos con propuestas y recursos que apuntan en esta dirección).
Los límites y miserias de la virtualidad como modelo escolar
Los apologistas de la virtualidad ven en el uso intensivo de las nuevas tecnologías la panacea del futuro de la educación, enfatizando sus enormes ventajas. Estas son obvias e indiscutibles y por supuesto que existen ofertas de contenidos de un valor extraordinario en las que muchos docentes saben sacar el mejor provecho de ellas, incluso en clave de una enseñanza renovadora y transformadora. Ahora bien, no dejan de ser recursos y estrategias: en ningún caso puede considerarse un modelo de escuela y menos de educación, no sólo porque la institución escolar -tanto la que acoge a la infancia como a la juventud- no es sólo instrucción sino también educación, una distinción que desde tiempos lejanos siempre se ha subrayado, incluso porque desde la óptica de mero aprendizaje instructivo contiene carencias sustantivas
Veamos todo esto con un poco de detenimiento. En primer lugar, la escuela -siempre considerada en su acepción más amplia que incluye a todas las edades- es un lugar de encuentro relacional y grupal, donde se socializa la experiencia humana, donde se fraguan vínculos sociales y emocionales -ambos son inseparables-, a través de la palabra y del cuerpo, de la conversación y de todo tipo de manifestaciones gestuales y sensoriales. Es la fuerza y la magia del cara a cara, la mirada, la proximidad, el afecto y la empatía que nunca la más sofisticada tecnología podrá sustituir. Carlos Skliar señala muy gráficamente, algunas de las ausencias de la isla digital: ¿Qué queda del educador que toma la palabra y la democratiza a través de los sinuosos caminos de las miradas y las palabras de los estudiantes? ¿Qué queda de los foros conjuntos de traer arte y artesanía, de tocar la tierra, de jugar, bajo la forma titánica de la pantalla siempre encendida?
Es un lugar de encuentro donde se cruzan, conviven y aprenden alumnos y alumnas muy diversas y donde se puede prestar un apoyo más directo y eficaz a los que tienen más dificultades y, por tanto, donde la inclusión y la equidad se afrontan con más recursos y de forma más directa y cercana. Es también un espacio donde se aprende colectivamente a experimentar, manipular objetos, pensar, razonar, debatir, dudar e intercambiar. Un entorno donde se practica el arte socrático y espontáneo de la conversación, con preguntas y respuestas que con frecuencia se entrecortan.
Por otro lado, hay rituales insustituibles como las entradas y salidas con abrazos, sonrisas y algunos besos. Con actividades de grupo con un movimiento constante por el aula, transitando por rincones o espacios de aprendizaje. Con debates que se prolongan en el bar. O incluso con clases magistrales -tampoco son lo mismo- que terminan con preguntas y aclaraciones entre aulas, pasillos y patios.
Paradojas de presente y futuro
Durante este período de confinamiento se ha puesto de relieve que un porcentaje de alumnado no podía conectarse a la red. Con ser esto importante, más lo es la competencia cognitiva y también digital de que dispone y más aún, si cabe, la ayuda que le pueden prestar sus madres. Es evidente que esta brecha digital es otro factor que agrava la dificultad. ¿Pero qué ocurrirá dentro de unos años cuando todo el mundo disponga de la cacharrería digital necesaria? Quizás la brecha digital habrá desaparecido pero dudo que se vaya diluyendo la diferencia social y cultural. Si así fuera, se harían realidad algunas utopías largamente anunciadas. Pero se me antoja que, lamentablemente, los tiempos son más propicios a las distopías.
Un ejemplo emblemático de lo que pueda suceder en el futuro de nuestro país –donde los fenómenos llegan siempre con retraso- lo tenemos en Estados Unidos. En diversos artículos y reportajes se muestra cómo sus élites, empezando por los tecnólogos del Silicon Valley -la joya de la corona del imperio tecnológico- empiezan a huir del mundo digital -una cosa es el negocio y otra es la vida- y envían a sus hijos a centros como los de Pedagogía Waldorf donde la tecnología es inexistente durante la educación infantil y tampoco está demasiado presente a lo largo de la escolaridad. Buscan la interacción humana, los libros analógicos y todo cuanto atañe a la presencialidad. Para estas élites privilegiadas su futuro es, en cierto modo, un regreso al pasado, mientras piensan que la digitilización actual va dirigida a la masa social más baja, a los nuevos esclavos digitales. Es el mundo futurista de 2038 ficcionado en la serie Black Mirror. Evoca asimismo el Mundo feliz de Aldous Huxley. (El País, Madrid, 2003), donde la casta minoritaria de alfas que ostenta el poder programa por incubación una masa de seres humanos uniformes, los épsilon cuyo comportamiento uniforme y privado de libertad garantiza la necesaria seguridad y estabilidad social. Está presente también el Gran Hermano orweliano (G.Orwel, 1984, Debolsillo, Barcelona, 2018) que lo controla todo, ya no con las pantallas y micrófonos de las viejas y duras dictaduras, sino a través de artefactos y sistemas más indirectos y sofisticados. Y quizás algún cineasta piense en una réplica actualizada de Tiempos modernos.
Como ha ocurrido frecuentemente en la historia de la humanidad los relatos utópicos pugnan con los distópicos, y los movimientos sociales y de resistencia tratan de frenar o amortiguar la embestidas de los grandes poderes económicos e ideológicos. De ahí la importancia del empoderamiento digital por parte del profesorado: para hacer un uso liberador y no sumiso de las nuevas tecnologías; y para que estas devengan excelentes herramientas de aprendizaje, aunque sin llegar a colonizar la enseñanza para convertirse en un nuevo modelo escolar. En la antieescuela y la antieducación.