Por: Mariela Silva
La tan controvertida situación de dos maestras uruguayas que fueron despedidas días pasados de los colegios donde desempeñaban funciones por mostrar aspectos de sus vidas cotidianas, privadas, en las redes sociales nos lleva a relacionar lo sucedido con algunas temáticas literarias.
Si bien José Saramago expresó que “la literatura no ha cambiado un ápice la historia de la humanidad”, sí nos permite, sin embargo, reflexionar sobre nuestra condición humana. Desde la antigua Grecia sentimos las voces de las mujeres de Troya, las oímos gritar todo su dolor por no ser dueñas de sus cuerpos ni de sus decisiones, por ser esclavizadas, por no lograr el respeto de sus elecciones de vida. Entre Las troyanas de Eurípides, la figura de Casandra, que siendo una virgen sacerdotisa es elegida por Agamenón para ser su esclava y “secretamente servirle en su cama”, ejemplifica la vulneración de todos los derechos femeninos: al cuerpo, a la libertad de elección, a la libertad sexual. O el caso de Andrómaca (la fiel esposa de Héctor, uno de los héroes troyanos) que habiendo hecho todo lo que una “mujer ideal de su época” debía hacer, de todos modos, se ve condenada a servir de esclava de otro hombre que sólo la quería para tener hijos. Por supuesto, hablamos del siglo V antes de Cristo.
Mucho ha cambiado la historia, pero en nuestro siglo no es menos llamativa la escritura de Margaret Atwood, quien retoma los temas relacionados con las injusticias vividas por las mujeres. El abuso sufrido por no poder tomar decisiones libres sobre sus cuerpos es un tema recurrente en su literatura. Lo que más teme Atwood es “[…] lo que ocurre cuando alguien toma el mando y decide que las cosas serán mejor si se hacen a su manera”, como plantea Laura Fernández en su artículo de El País de Madrid del 30 de mayo de 2021.1 Esa cita es la base de su obra, no sólo de El cuento de la criada, sino de Los testamentos, también de Alias Grace e incluso de Penélope y las doce criadas: alguien toma el mando y decide sobre los derechos femeninos.
En las narraciones de esta autora canadiense contemporánea aparecen mujeres que no se conforman con su posición de oprimidas, sus historias recuperan prácticas sociales de resistencia y supervivencia. En Gilead, tierra de la protagonista de El cuento de la criada, a quien se le niega su identidad, incluso su nombre, para pasar a ser Offred (“de Fred”, nombre de su amo), se castigan y aterrorizan cuerpos femeninos predominantemente, para arrasar con las subjetividades que, entonces, se vuelven vulnerables, manipulables.
Otro factor esencial en este sentido es la desconfianza que todos los habitantes sienten entre sí: existe un sistema de espías que empuja a la inseguridad permanente frente a cada gesto, aun mínimo, de desobediencia. No existen las redes sociales en ese mundo distópico del futuro atwoodiano, porque es un mundo sin tecnología, aunque con “ojos” encargados de espiar y delatar a los “traidores”. Ojos que funcionan casi como nuestras redes, prontos a juzgar y controlar las vidas de los otros.
En el inicio de la novela todo es muy parecido a nuestro mundo actual, pero en su evolución genera la pérdida total de los derechos de las mujeres. Primero, pierden sus trabajos sin explicación; inmediatamente, el gobierno totalitario les cierra sus cuentas bancarias; y de ahí en más, el siguiente paso es la pérdida definitiva de la identidad, con esto se pierde la libertad e incluso la decisión sobre sus propios cuerpos.
Hemos asistido como espectadores al despido de dos maestras uruguayas por el único defecto de tener una vida privada compartida en redes y por defender sus ideas.
Dice Atwood en una entrevista, sobre esta novela, que no se escriben este tipo de libros para que lo ficcionado suceda, sino más bien lo contrario: “Los escribes deseando que nunca se hagan realidad”, como una especie de advertencia o alerta de lo que nos podría suceder. De todos modos, El cuento de la criada se ha hecho extremadamente popular porque las cosas en el mundo nunca han estado más cerca de la realidad que presenta el libro. Continúa diciendo la autora: “Una de las reglas que me marqué para escribir ese libro fue no poner nada que no esté sucediendo ya en algún lugar o que haya sucedido en algún momento”.
En la actualidad, nunca hemos resignificado la ficción literaria como en estos días, en los que hemos asistido como espectadores al despido de dos maestras uruguayas por el único defecto de tener una vida privada compartida en redes y por defender sus ideas.
El caso de estas docentes despedidas de sus funciones –repito: no por ejercer mal su trabajo, sino por tener un cuerpo, libertad sobre este y opciones sobre sus vidas privadas– recuerda que la distopía no ocurre sólo en la literatura, y podrá ser posiblemente inspiración atwoodiana o situarnos en un país que empieza a parecerse a Gilead.
Y además, por supuesto, toda distopía nos habla del presente. No hay más que mirar a nuestro alrededor y atender lo dicho, por ejemplo, por el consejero de la Administración Nacional de Educación Pública (ANEP) Juan Gabito, quien expresó en un diario de circulación nacional que la docencia es un “estilo de vida”. ¿A qué se refiere con esto? ¿Al apostalado? Me recuerda el libro de didáctica que estudiábamos a fines de los 80, en el que se planteaba que las profesoras debían pararse frente al espejo y preguntarse: ¿estoy vestida para ir a un centro educativo o a una discoteca?
El consejero defendió el proceder de ambas instituciones educativas con el argumento de que “cuando una persona toma la decisión de ser docente, requiere formación profesional y actitud ante la vida y la comunidad”, lo que conlleva al control. ¿A cuánto estaremos de vestirnos como en El cuento de la criada, con caperuzas que nos tapen las caras y largos vestidos que escondan el cuerpo?
Y a todo esto, conviene recordar que los hombres acosadores de adolescentes que trabajan en la educación han sido expulsados sólo cuando la Justicia intervino.
Fuente: https://ladiaria.com.uy/opinion/articulo/2021/6/estamos-viviendo-una-distopia-atwoodiana/