Por: Marcelo Colussi
Las cosas no funcionan… cuando hay voluntad en que no funcionen…. Son numerosos los ejemplos que evidencian que lo público puede funcionar, si se desea hacerlo funcionar.
Desde hace ya algunas décadas, aproximadamente alrededor de los 70/80 del siglo pasado, es decir: desde que se instaló en todo el mundo la ideología neoliberal, hoy día entronizada globalmente con fuerza apabullante, todo lo que sea público pasó a ser sinónimo de malo, deficiente, corrupto, incapaz, paquidérmico. Junto a ello, lo privado se exhibe como super eficiente, rápido, de alta calidad.
Las generaciones crecidas en este caldo de cultivo identifican sin más «Estado» con «despilfarro y corrupción, ineficiencia y burocratismo extremo». Idea, por cierto, que es muy difícil de criticar, dado que la experiencia empírica confronta por todos lados con esa realidad: los servicios públicos son deficientes. ¿Quién podría negarlo acaso? La realidad pintada por Franz Kafka hace un siglo -la lentitud enfermante y los laberínticos procesos que se hacen interminables- son la moneda corriente en cualquier trámite en una oficina pública.
¡¡Pero hay ahí una falacia bien montada!! Si se quiere ejemplificar: Chile era el modelo por antonomasia de «eficiencia» privatizadora. Allí, supuestamente, las privatizaciones que impulsó la sangrienta dictadura del general Augusto Pinochet convirtieron al país en un «modelo de éxito» (con Milton Friedman en persona supervisando las políticas fondomonetaristas). Según repetía insistente la corporación mediática internacional, la nación trasandina había entrado ya en el selecto club del Primer Mundo. La experiencia del 2019, con formidables explosiones populares que demandaron el final de los planes neoliberales, vinieron a demostrar que todo eso era un repugnante engaño, una monstruosa campaña de desinformación mediática. Hace años que esa machacona prédica privatista neoliberal nos inunda, habiendo convertido lo estatal en sinónimo de fracaso. Pero no es así. Si lo público quiere funcionar, si quienes deciden la marcha de las cosas (los grandes capitales, tanto en lo interno de cada país como a nivel planetario), desean que el Estado funcione, pues funciona.
Ejemplos al respecto sobran por todos lados. ¿Quién salvó a las grandes empresas en quiebra en los países capitalistas dominantes (Estados Unidos y Europa Occidental)?: General Motors, Lufthansa, Citigroup, Wells Fargo, Bank of America, Iberia, Alitalia, Adidas, KLM, Boeing, Puma, American Airlines, etc. ¡Fondos públicos manejados por los Bancos Centrales! Como suele decirse: se socializan las pérdidas, pero se privatizan las ganancias.
¿Quiénes llevaron adelante todas las guerras sucias que enlutaron Latinoamérica estos últimos años para beneficiar a las clases dominantes? ¡Los ejércitos estatales! Y sin duda funcionaron. Ejércitos públicos financiados con los impuestos que pagan los ciudadanos. Por eso se dijo -correctamente- que las tropelías cometidas por esas fuerzas armadas a lo largo y ancho de América Latina -cualquier nación latinoamericana puede ser un fiel ejemplo, con ejecuciones extrajudiciales, cárceles clandestinas, desaparición forzada de personas, torturas, masacres en poblaciones rurales, violaciones sexuales a granel- deben considerarse «terrorismo de Estado». Era el Estado, la cosa pública, la que hizo funcionar la maquinaria bélica contra el enemigo interno, según rezaba la Doctrina de Seguridad Nacional -diseñada por Washington y fielmente cumplida por los gobiernos latinoamericanos-. Sin dudas, la guerra contrainsurgente funcionó. Y funcionó a la perfección. Los países quedaron libres de la «amenaza comunista». En muchos sitios, no solo se terminó con el supuesto «cáncer pro-soviético» (la militancia local, los activistas de izquierda) sino con la población civil no combatiente que servía como su base de apoyo, destinataria final del proceso revolucionario de transformación.
Las cosas no funcionan… cuando hay voluntad en que no funcionen. ¿Acaso, por poner un ejemplo concreto, en Guatemala el grupo Kaibil no funcionó a la perfección, pasando a ser una referencia internacional por su profesionalismo? ¡Por supuesto que funcionó!, y es estatal. Ese grupo militar es una vanguardia en la lucha contrainsurgente… y lo paga la población con sus impuestos. ¿Cómo que no funciona bien?
¿Cuál es la avanzada científica del mundo capitalista, la instancia que reúne lo más adelantado de la inteligencia creativa, con los planes de investigaciones más osadas? La NASA, una empresa pública. ¡Y funciona! Luego, muchos de los descubrimientos surgidos de esa institución en su investigación espacial, son comercializados por la iniciativa privada en nuestro planeta. ¿Cómo seguir repitiendo entonces que lo público, por el solo hecho de ser tal, es ineficiente? En la República Popular China, modelo sin precedentes de avance económico y científico-técnico que ha dejado atónito al Occidente capitalista (preparando ya viajes no tripulados a Júpiter, un «sol» artificial para reemplazar el petróleo, avanzada ya en tecnologías 6G), es el Estado el que timonea ese crecimiento. ¿No funciona el Estado? ¿Por qué decir eso? Y en Cuba socialista, las vacunas contra el COVID-19 las produce el Estado (¡único país del Sur global que lo está haciendo!).
Son numerosos los ejemplos que evidencian que lo público puede funcionar, si se desea hacerlo funcionar. El mecanismo COVAX, para distribuir las vacunas contra el COVID-19, es público para financiar la investigación, pero privado para repartir las ganancias de las farmacéuticas. Su objetivo final, no declarado, es impedir la expansión de las vacunas rusa, china y cubana, lo que quitaría negocio a las farmacéuticas capitalistas occidentales. ¿Cómo que lo público no funciona?
Veamos esto con otro ejemplo de Guatemala. Aquí los índices sanitarios son muy malos, no muy distintos a los que presenta la población del África subsahariana -la región más empobrecida del planeta-. ¿Por qué? Por la desnutrición crónica (50% de la niñez) y por la falta de agua potable. Las enfermedades más recurrentes son las diarreicas y las respiratorias, trastornos asociados indefectiblemente a las precarias condiciones de vida. Esa situación de empobrecimiento no lo puede arreglar ni el sector salud público ni privado. ¡Es un tema político mucho más estructural! Hay que cambiar de raíz el modelo socioeconómico vigente. En todo caso, una política pública realmente efectiva en el ámbito de la salud debe enfocarse en los aspectos preventivos. Esa es la única clave; en otros términos: una población bien alimentada, bien informada, y con las condiciones de habitabilidad mínima suficientemente satisfechas, tal como pedía la Estrategia Global de Salud 2000 surgida de Alma-Ata en 1978, priorizando la Atención Primaria (preventiva) y no la asistencial (que sí es gran negocio para el sector privado, que vende tecnología médica y fármacos). ¿Por qué Cuba socialista tiene los mejores índices sanitarios del continente? Porque el Estado se ocupa de ello con un criterio preventivo. La salud en manos de la iniciativa privada es efectiva… ¡para la iniciativa privada!
El sector público en salud en Guatemala (que atiende al 70% de la población, junto al seguro social que cubre al 18%) resuelve positivamente el 99% de las consultas que recibe, pese a la falta de recursos y precariedad con que trabaja. Importante remarcar eso: es exactamente la misma proporción de «éxito», de eficiencia en la evacuación de consultas, que presenta el sector privado en las atenciones que brinda, cubriendo solo a un 12% de guatemaltecas y guatemaltecos. En otros términos: el resultado final, más allá de lo desembolsado por el público usuario y de «los buenos modales» de las clínicas privadas, no difiere. Hay un mito, maliciosamente mantenido por toda la ideología privatista dominante, que muestra casi con obstinación que «ir a un hospital o un centro de salud público es la muerte». Y no es así.
También sucede eso con la educación superior. La Universidad de San Carlos, estatal, era de alta calidad (el pensamiento crítico más excelso del país salió de sus aulas). ¿Por qué ahora descendió tanto, atendiendo solo a la mitad del alumnado universitario? Porque hay una voluntad explícita de que así suceda: muchas autoridades de las privadas son la quinta columna en la estatal, trayendo alumnos para sus «comercios». No está de más decir que en Guatemala, con 18% de población abiertamente analfabeta y donde solo el 3% de sus habitantes llega a la educación superior, existen 11 universidades privadas. Universidades concebidas, ante todo, como negocio, con discutible nivel académico. El mito de lo «privado = buena calidad» es insostenible.
También en Guatemala, la Policía Nacional Civil, pública, pagada con los impuestos ciudadanos, es continuamente atacada por corrupta, ineficiente, inservible. Y sí, de hecho, se dan siempre casos de corrupción. Ahora bien: el quíntuple de policías privados que existe ¿acaso brinda mayor seguridad ciudadana? No, de ningún modo. Es sabido que las agencias de seguridad privada -uno de los negocios que más han crecido en Latinoamérica al final de las «guerras sucias»- se alimentan de la inseguridad reinante. En los países nórdicos, o en Cuba socialista, no son necesarias esas agencias privadas. Por el contrario, en la gran mayoría de países, y en Latinoamérica ni se diga, se necesitan climas de violencia -ahí está la delincuencia desatada- para justificar tantos policías privados. Elocuentemente lo dijo un ex pandillero: «No hay que ser politólogo ni sociólogo para darse cuenta de esto: hay una relación, una vinculación entre el chavo marero, al que mandan a extorsionar a toda esta cuadra, y la agencia de seguridad que al día siguiente pasa repartiendo la tarjeta para brindar servicios de seguridad.» A buen entendedor, pocas palabras. Lo privado, no importa en qué área sea, no es sinónimo de calidad: es sinónimo de buen negocio.
Por tanto: ¡¡terminemos de una vez con esa cantinela que lo público no sirve!!
Fuente e imagen: https://www.alainet.org/es/articulo/212632