Ya va llegando el tiempo de que las aulas, los patios y las instalaciones escolares se inundan de la alegría, de la pasión, de la energía que esas comunidades de aprendientes que quieren reencontrarse. Llegó la hora de volver a educar sin mascarillas (o tapabocas, o como le llamen).
Pero esto no es tan fácil de asimilar porque me he ido encontrando con que volver a la realidad presencial puede ser más complejo de lo que creímos. Puede que fuera más fácil adaptarnos a la vida educativa a distancia que retomar la vida educativa en la cercanía, después de los miedos, terrores e incertidumbres. Solo es una llamada de atención sobre la necesidad de que no creamos que el regreso solo está marcado por la alegría, el reencuentro, la necesidad el otro. También hay un acomodamiento y una cierta nueva fascinación por la distancia, la intimidad exagerada, el anonimato, la excusa para la falta de afectividad.
Vamos a educar sin mascarillas, pero no me refiero a las que nos ayudan a que el coronavirus no llegara a nuestro cuerpo (o que no lo enviáramos a cuerpos ajenos). Hablo de ciertos ocultamientos que necesitamos ya superar:
- La mascarilla que oculta el intercambio emocional. Para mucha gente, ha sido maravilloso poder ocultar emociones, sentimientos ante hechos o circunstancias. La mascarilla ha ocultado la sonrisa, pero también la molestia, el enojo, la incomodidad. Y nos fuimos acostumbrando a ello. Hasta para ocultar el rostro en hechos anómalos ha servido. Quienes vivimos con emoción la tarea de educar, no podemos darnos el lujo de ocultar emociones, de dejar de practicar la sana gestión emocional. Necesitamos reconocer las emociones propias, pero también reconocer, cuidar y respetar las emociones de los demás, sobre todo las de nuestros estudiantes, que merecen y necesitan interactuar en espacios emocional y socialmente sanos.
- La mascarilla que impide la interacción conflictiva, cotidiana y cercana. Los intercambios didácticos, mediados por plataformas y pantallas, han ayudado a que no tuviéramos ya la responsabilidad pedagógica de prevenir, mediar o gestionar conflictividades. De lejos parece que todo es más tranquilo, más manejable. De cerca, la interacción humana es compleja y difícil, sobre todo para quienes la educación tiene la naturaleza verticalista e impositiva de quien enseña a quienes no saben. Se trata, entonces, de abandonar esa mascarilla de la distancia física, social y emocional y aprender a vivir la educación como un intercambio físico, sensual, cotidiano.
- La mascarilla de una pandemia que nos golpeó sin enseñarnos. Lo peor que nos puede pasar, o que nos puede estar pasando ya, es que la pandemia pasara y que regresemos a la “nueva normalidad” como si aquello hubiera sido solo un gigantesco paréntesis en la vida de la humanidad. La pandemia nos permitió aprender a reconocer, valorar y apreciar mucho que no atendíamos antes de ese 2020. Volver sin tomar en cuenta lo diferente que podemos ser, las nuevas maneras de interactuar con estudiantes, es seguir con la mascarilla de una pandemia que solo nos ha pegado, que solo nos ha obstaculizado, pero no la hemos asumido como una lección poderosa de vida.
- La mascarilla de los graves problemas estructurales. La pandemia no causó, solo develó los graves problemas estructurales de regiones enteras del mundo, como la latinoamericana. Los sistemas de salud, educativos, de protección, tan precarios, fueron los que más evidenciaron esa historia previa a la pandemia. Por supuesto, mucho del discurso oficial atribuye ahora a la pandemia todos los males educativos y sanitarios, incluso de desempleo e inseguridad. Como si todo eso, antes del 2020, no fuera ya muy precario y claramente indicador de negaciones estructurales e históricas de derechos humanos. Antes del coronavirus, la mascarilla de la negación histórico-estructural de la negación de derechos humanos era muy fuerte. Hoy parece que seguirá así, pero con doble mascarilla.
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