Unidad latinoamericana-caribeña, ¿cuándo, si no ahora?

Por Javier Tolcachier 

Hay ocasiones en la historia que deben ser aprovechadas. Son ventanas de oportunidad que indican que el momento de avanzar con decisión ha llegado. La indecisión en tales circunstancias es desaconsejable y hasta reprochable. Tal es el caso actual en relación a la posibilidad de producir un salto cualitativo hacia la unidad de América Latina y el Caribe.

La oportunidad

La historia da suficientes ejemplos sobre coyunturas en las que los pueblos suelen dejar atrás yugos y moldes perimidos. Estas encrucijadas ocurren cuando se evidencia el declive de las fuerzas opresoras o en tiempos en que los conflictos entre poderes dejan abierta una rendija de liberación.

En el primer caso, los problemas acumulados por las contradicciones internas debilitan a la otrora potencia invencible, mostrando sus pies de barro. En esos instantes, se afirma y extiende la certeza sobre un fin de ciclo próximo. En el segundo, crecen en paralelo otras construcciones que desafían la potestad única de la hegemonía precedente.

Así sucedió en la caída del imperio romano de Occidente, en la que diversas tribus invasoras aprovecharon la decadencia producida por divisiones intestinas, corrupción y las dificultades propias de mantener milicias y poder en territorios vastos. Emergieron entonces distintos reinos (franco, turingio, anglo, sajón, visigodo, ostrogodo, bávaro, etc.), que conformarían la base cultural de lo que luego serían los estados europeos. Sin embargo, también aparecía un nuevo imperio, que colocaría su sello de dominación sobre aquellas tierras, el de la iglesia cristiana bicéfala con sus centros en Roma y Constantinopla.

Siglos después, en el desmembramiento del imperio otomano y luego de algunas décadas de nuevo expolio por parte de Francia y Gran Bretaña, alcanzaron su independencia nacional los Estados que hoy configuran el mapa político del Medio Oriente y parte de los Balcanes. Del mismo modo, la mayor parte de los pueblos del Asia, del África y del Caribe, sometidos, explotados y esclavizados por los imperios europeos se abrieron paso a su autodeterminación en la segunda mitad del siglo XX, luego del desvencije que significó la guerra entre las potencias del Eje y las fuerzas aliadas.

El mundo pasó entonces de las 51 entidades nacionales firmantes de la Carta original de Naciones Unidas en 1945, a contar con 127 estados en 1970, hasta llegar a los 193 países soberanos (197 reconocidos) de la actualidad.

Algo similar había ocurrido en el siglo anterior en América Latina, donde la segunda y tercer década del siglo XIX signaron el período de la independencia de la corona española. La precursora Haití ya había conseguido expulsar a los franceses en 1804, República Dominicana se separaría de ésta en 1844, Panamá de Colombia en 1903 y Cuba lograría desembarazarse de España en 1902 y de la asfixiante tutela estadounidense recién a partir de la Revolución de 1959. Tutela que los Estados Unidos de América intentaron arrogarse en toda la región a través de la doctrina Monroe, para suplantar con su hegemonía la de los imperios predecesores. A casi un siglo del discurso con que el quinto presidente estadounidense la diera a conocer, aquella vana e ilegítima pretensión de dominio parece a punto de esfumarse para siempre, lo que ofrece la posibilidad de superar las artificiales divisiones impuestas por las élites republicanas en la América poscolonial.

Balance de fuerzas en la actualidad

Luego de la victoria de Lula en Brasil, el mapa político de América Latina y el Caribe puede agruparse sumariamente del siguiente modo: En Sudamérica, de los doce países independientes (sin contar la Guayana Francesa), nueve califican firmemente en la categoría integracionista (Venezuela, Bolivia, Argentina, Colombia, Chile, Guyana, Surinam, Perú y Brasil) y tan solo tres gobiernos responden todavía al orden neoliberal desintegrador alineado con el imperialismo (Ecuador, Paraguay y Uruguay).

En Centro y Norteamérica, México, junto a Honduras y Nicaragua son hoy firmes pilares de la integración, mientras que otros países, gobernados por derechas variopintas mantienen serias disputas con los Estados Unidos, en gran parte ocasionadas por diferencias de interés geopolítico en torno a las ventajas que otorga la presencia y el apoyo de China, entre otras cuestiones.

En el Caribe, junto a una indomable Cuba, las naciones emancipadas del colonialismo inglés, forman un bloque relativamente compacto de apoyo a procesos de hermandad y comunidad, más allá de sus matices políticos. Probablemente su estatus insular, las dimensiones de su territorio, población y economía, junto a un espíritu de libertad emanado de un pasado de cruel esclavitud, han convencido tempranamente a sus dirigencias que la unidad es el único camino posible de soberanía.

Este panorama propicio se acentúa al observar cómo los anteriores gobiernos adictos al vasallaje en lugares como México, Chile, Colombia o Perú han colapsado, vaciando las instancias de desarticulación. Entidades como la Alianza del Pacífico, el Grupo de Lima o el engendro ProSur han perdido a sus pivotes y hoy se alzan las voces por el definitivo reemplazo de la OEA, el “ministerio de las Colonias” subordinado a las ordenanzas de la diplomacia estadounidense.

En este último caso, el pretendido imperio está buscando maquillar la escena para impedir el ocaso final de una organización surgida al calor de la guerra fría con el objeto de dictar las reglas de alineamiento del continente con la potencia capitalista del Norte. El montaje en marcha pretende resolver la situación con la sustitución del actual secretario general Luis Almagro, por su relación amorosa con una subordinada, frivolizando y obscureciendo la complicidad de la OEA en el golpe en Bolivia de 2019, la final convalidación del doble fraude en la elección inconstitucional y viciada de Juan Orlando Hernández en Honduras y, sobre todo, el feroz y persistente ataque contra el gobierno de la República Bolivariana de Venezuela y su presidente Nicolás Maduro, por solo mencionar algunas de las fechorías de un largo prontuario reciente.

A la par del deterioro irreversible de las instancias creadas para minar las nuevas estructuras de cooperación y concertación regional nacidas de la oleada de gobiernos populares en la primera década del nuevo siglo, se elevan hoy las voces por la institucionalización de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) y la recomposición de la UNASUR, paralizada desde Abril de 2018, por una acción concertada de seis de sus países miembros, por entonces gobernados por la derecha.

Resistencias a encarar nuevos modelos

El multilateralismo emergente en un mundo interconectado implica una decidida y valiente voluntad de colaboración y reparación, tendiente a superar, de una vez por todas, el capitalismo financiarizado y la crisis sistémica y multidimensional que ha producido.

Los estados nacionales, otrora proyectos de unidad de las diferencias en el marco de una creciente autodeterminación de los pueblos, hoy carecen de la fuerza necesaria para resistir por sí solos la continuidad de la depredación de corporaciones transnacionales. De allí que la constitución de bloques regionales con sentido de soberanía y redistribución equitativa sea imprescindible para equilibrar las asimetrías que ha generado la concentración de poder excesivo a partir de políticas neoliberales.

Pero cabe la pregunta si un mero asociacionismo interestatal será suficiente en esta nueva etapa de integración que se avecina. Toda vez que la misma esencia de la democracia liberal al interior de cada uno de los Estados es torpedeada y desarticulada por la propia acumulación del poder real, económico, mediático y sus largos tentáculos al interior de los estamentos militar y judicial, éste último agente principal de un segundo Plan Cóndor regional contra los principales liderazgos populares.

Junto a las premisas desestabilizadoras del declinante hegemón del Norte y sus aliados locales, destaca en el horizonte un nuevo vector opuesto a la integración. Es la tendencia ultraderechista, que escudada en supuestos nacionalismos y apoyada en valores conservadores, logra hoy adhesión en capas poblacionales excluidas y sometidas. De un talante similar, aunque con designios secesionistas, es la otra variante reaccionaria que usa el poder para impedir el avance de las transformaciones.

Previo a acometer posibles salidas a estas encerronas retrógradas, se hace preciso profundizar en la comprensión del fenómeno. Por un lado, en el marco de una mera administración del sistema capitalista, es evidente que solo cabe desesperanza o rebelión para millones de pobres, hambrientos y sufridos habitantes, en particular para jóvenes sin futuro en el esquema vigente. La tibieza del discurso reformista no logra convencer ante los alaridos de la jauría radical cuyo relato simplista, al igual que lo sucedido en otras épocas históricas, conecta de manera eficaz con la irritación y justa indignación popular.

Por otra parte, la derecha ha logrado naturalizar su despreciable argumentación, ha sabido amalgamarse local- e internacionalmente, ha aprovechado (y fomentado) el divisionismo en las filas que propugnan transformaciones sociales verdaderas y cuenta ya con una ola de efectos demostración – otrora poco factibles – de personeros que logran llegar a la cúspide del poder político.

Obviamente, nada de esto hubiera sido posible sin una estrategia definida desde un sector del poder real, que ha visto en esta radicalización conservadora de cariz populista, la táctica apropiada para contrarrestar (o al menos demorar) cualquier intento de cambio sistémico de carácter evolutivo.

Pero también hay factores subjetivos profundos que allanan el terreno para la incursión de las ideologías y las prácticas violentas de la derecha. De modo resumido, son dos las tendencias que operan simultáneamente creando incertidumbre y desestabilización en la conciencia colectiva. Una de estas tendencias es la velocidad de las transformaciones del paisaje externo motorizadas por los rasantes cambios tecnológicos, que modifican los entornos de producción, de organización social y de relación humana, chocando con hábitos arraigados en el paisaje de formación de amplios sectores sociales.

Y por otro lado, la fragmentación social que socava la solidaridad, el lazo cálido y fraterno, dejando a millones de personas en una soledad desgarradora, carentes de cercanía y contención.

Es en este escenario psicosocial de incertezas y sufrimiento en el que proclamas de redención regresivas, aunadas con la sensación de cobijo identitario, encarnan con facilidad en los sectores más vulnerables. Sectores que han sido desatendidos no solo por los Estados neoliberales, sino también por el culto hegemónico, que intenta ahora con una suerte de “contrarreforma” moderna, recuperar parte del arraigo perdido en los sectores populares. Sin embargo, el vacío de sentido y de futuro que experimentan los pueblos, no puede ser llenado con moldes perimidos.

La unidad de los pueblos hacia una nueva revolución

No hay revolución posible sin una masiva participación popular. Este principio se refiere no solo a la bisagra de cambio histórico que suele fecharse en los libros de manera precisa, sino a la continuidad y permanencia de la transformación en el seno del propio pueblo y su orientación de vida.

Sin embargo, “pueblo” es hoy un concepto multiforme, que si bien denomina de manera inequívoca a las mayorías, también engloba una amplia categoría de segmentos socioeconómicos, culturales, de género, generacionales, entre otros. Diversidades que deben encontrar un nuevo denominador común para amalgamarse creativamente en este nuevo tiempo, en el que pertenencias anteriores no ofrecen asidero sólido.

La convergencia de esta diversidad ha surgido como una necesidad táctica fundamental para conquistar la preeminencia política en distintos lugares y asoma en el horizonte como una dirección certera para construir un futuro incluyente desde la base social.

Una democracia real, participativa, una pluriculturalidad de múltiples y variados colores y creencias, el fin de las violencias, la reparación de injusticias y la búsqueda de un nuevo paradigma económico equitativo socialmente y proporcionado en términos medioambientales, constituyen sin duda parte del programa que potenciará las posibilidades de desarrollo humano en América Latina y el Caribe.

Un programa revolucionario que podrá ser realizado desde el reconocimiento de la común humanidad más allá de las diferencias, trascendiendo ficticias fronteras hacia una unidad latinoamericana y caribeña de carácter humanista con la participación directa de sus mayorías.

(*) Javier Tolcachier es investigador del Centro Mundial de Estudios Humanistas y comunicador en agencia internacional de noticias con enfoque de paz y no violencia Pressenza.

Comparte este contenido:

Javier Tolcachier

Investigador del Centro de Estudios Humanistas de Córdoba, Argentina y comunicador en agencia internacional de noticias Pressenza.