En el mundo, 222 millones de niños y adolescentes que viven afectados por crisis humanitarias no tienen acceso a una educación adecuada. Priorizar la cobertura de sus necesidades básicas debe incluir a la educación.
Dentro de un mes, celebraremos el triste aniversario de la guerra de Ucrania. Una guerra que ya hemos normalizado en nuestras vidas, pero que sigue ahí. Con solo 13 años, Olga ya sabe lo que es esconderse de las bombas. Vive en Kiev con su familia. Tiempo atrás, huyó de Ucrania y junto a su madre viajaron hasta Moldavia. Sin embargo, a los pocos meses regresaron a su país. Vive con inquietud su vuelta, porque no sabe cuándo empezarán a sonar las sirenas y tendrá que esconderse, una vez más, en un refugio antibombas. Esta es la vida de Olga ahora, no muy diferente a la de Ticoro o Adama, que han tenido que salir huyendo de Malí a causa de los ataques de grupos armados, o la de Momtazul, que ahora vive en el campo de refugiados rohingya de Cox’s Bazar, en Bangladés.
La lista con los nombres de los niños y niñas que viven en un contexto de crisis, ya sea por las consecuencias de la emergencia climática, las guerras o la falta de oportunidades, no es interminable pero casi. Se calcula que en el mundo 222 millones de niños y adolescentes afectados por crisis humanitarias de todo tipo no tienen acceso a una educación adecuada. La cifra se ha incrementado de manera exponencial en solo seis años, si se tiene en cuenta que en 2016 eran 75 millones. Cada vez esas crisis son más largas y complejas. Estamos hablando de generaciones enteras que solo conocen lo que es vivir en condiciones precarias, inseguras y con un futuro nada alentador.
La experiencia nos muestra que el derecho a la educación, muchas veces, es un derecho olvidado.
En estos contextos, lo primero y lo más urgente es asegurar lo más básico, como comida, agua o refugio. Poco se piensa en la educación, cuando esta es la principal herramienta para acabar desde la raíz con las desigualdades sociales. La educación también es urgente. Cuando hay una crisis humanitaria, la infancia deja de ir a la escuela, pero estos niños rara vez tendrán una segunda oportunidad para retomar sus estudios si no se ponen las medidas adecuadas. Es más, corren el riesgo de convertirse en víctimas de todo tipo de violencias: los niños pueden ser reclutados por grupos armados y las niñas, ser obligadas a casarse antes de tiempo con un hombre mucho mayor que ellas.
El derecho a la educación es un derecho de la infancia. No es un derecho que se pierda por vivir en medio de una guerra, por tener que cambiar de país o porque la situación legal no esté regularizada. Los niños que huyen de la guerra de Siria, del régimen talibán de Afganistán, de las maras en El Salvador o de la hambruna en la región africana del Sahel siguen teniendo ese derecho. Y hay que asegurar que se cumpla.
Poco se piensa en la educación, cuando esta es la principal herramienta para acabar desde la raíz con las desigualdades sociales. La educación también es urgente
Perder este derecho afecta a su futuro y también al de toda la sociedad, que pierde un capital social básico y su capacidad para recuperarse de la crisis por la que está pasando ese país.
Pero hablemos del presente, de lo que implica que puedan seguir aprendiendo. Ir a clase es una manera de recuperar cierta “normalidad” —con comillas—, porque vivir en un contexto de crisis alimentaria o de guerra no tiene nada de normal. Es relacionarse con sus amigos y seguir aprendiendo, ya sea presencialmente en el aula o a través de la educación a distancia en caso de que sea imposible ir al centro educativo. Estar en la escuela es estar en un lugar seguro y protegido, porque el derecho humanitario las protege y no deberían ser atacadas. En muchos casos, allí reciben alimentación y tienen agua potable, además de poder hacer algo tan importante como jugar con sus compañeros, olvidar por un rato la realidad que les rodea y, al mismo tiempo, aprender a convivir con ella.
Lamentablemente, la experiencia nos muestra que el derecho a la educación, muchas veces, es un derecho olvidado. A pesar del compromiso de la Comisión Europea, de la Oficina de Naciones Unidas para la Coordinación de Asuntos Humanitarios o de países como Estados Unidos, que son los mayores donantes económicos a la educación en situaciones de emergencias, el apoyo no llega a toda la infancia que lo necesita. En 2022, solo se cubrió el 28,9% de las necesidades educativas en situaciones de crisis. Eso significa que, en los últimos cinco años, un 40% de niños y adolescentes que viven en contextos de emergencia no han podido seguir estudiando.
El alcance de las cifras es tremendo y plantea retos enormes. Cada año que pasa, estamos más lejos de cumplir con el objetivo de garantizar que en 2030 todo el mundo pueda acceder a una educación inclusiva, equitativa y de calidad. Es urgente tomar medidas, concretas y efectivas, ya no para cumplir con este objetivo en siete años, sino para empezar a revertir la situación. Es necesario que la educación en emergencias sea vista como algo a largo plazo. Es decir, cuando se quiere asegurar este derecho en un contexto humanitario, hay que hacerlo con base en una estrategia a largo plazo, coherente con las medidas más inmediatas que se están tomando. De nada sirve dar libros a los niños y niñas si no formamos a los profesores que les acompañan.
Esta estrategia también pasa porque los Estados y las organizaciones internacionales se comprometan a incrementar su inversión en educación en emergencias, aumentando el porcentaje de ayuda humanitaria a la educación hasta al menos el 10% de sus presupuestos, como pide la Campaña Mundial por la Educación, de la que Educo forma parte. Este tipo de decisiones deben tomarse de manera urgente, porque la educación lo es, para el presente de cualquier sociedad y para todos niños del mundo.
https://elpais.com/planeta-futuro/red-de-expertos/2023-01-24/la-educacion-no-puede-parar.html