Educación socioemocional: ¿una nueva forma de domesticación escolar?

Por Carolina Dome

En los últimos años, la “educación socioemocional” o “bienestar socioemocional” se fue instalando con fuerza en las agendas educativas argentinas. La Ciudad de Buenos Aires la incorporó como eje prioritario en el plan Buenos Aires Aprende 2025; la Provincia de Buenos Aires está a punto de convertirla en ley con media sanción casi unánime. Misiones, Jujuy, Corrientes y Chaco ya cuentan con normativas similares. Todas las propuestas coinciden en un diagnóstico alarmante: altos niveles de ansiedad, depresión y pérdida de sentido entre estudiantes y docentes. Y todas las propuestas acuerdan en entrenar “habilidades” como autorregulación emocional, resiliencia, empatía y trabajo en equipo mediante talleres, recurseros y “cajas de herramientas” que los docentes deberán aplicar en contextos disímiles.

La importancia de la dimensión emocional en los procesos de aprendizaje es indudable, el asunto es debatir qué se entiende por ello, dado que en la mayor parte de propuestas sobre “educación socioemocional, éstas quedan reducidas a la biología de un individuo. La dimensión afectiva de los vínculos y las tramas escolares, tan reparadoras como subjetivantes en muchos casos, son fundamentales en cualquier horizonte político con sentido comunitario, pero parecen quedar por fuera de los “nuevos” enfoques.

Al respecto, los textos del Ministerio de Educación porteño son elocuentes: El bienestar socioemocional aparece como “condición fundamental” para el aprendizaje, por encima incluso de los contenidos disciplinares y de la propuesta pedagógica.

El material porteño se organiza en tres dimensiones —“soy”, “somos”, “actuamos”— que incorporan el uso de la primera persona del plural, pero que rápidamente se revelan como una suma de individuos que, en el mejor de los casos, cooperan. Lo grupal no trasciende la interacción interpersonal y no incluye la institución escolar: sus normas, sus desigualdades de poder, sus códigos disciplinarios quedan fuera de escena. Los problemas diagnosticados —soledad, ansiedad, depresión, polarización— se presentan como fallas en la gestión emocional de cada uno/a, nunca como efectos de condiciones materiales, de pobreza estructural, de precarización laboral docente o de un currículum que expulsa sentido.

La propuesta es profundamente instrumental: se ofrecen “herramientas” (semáforo de los conflictos, mapa interno, circuito del yo) que supuestamente cualquier docente puede aplicar para modificar la biología emocional de sus estudiantes. Se cita, con ligereza, que la plasticidad cerebral permitirá “mejorar competencias como la empatía o la resiliencia” mediante mindfulness o entrenamiento en inteligencia emocional. Así, el cerebro pasa a ser el protagonista del aprendizaje, reducido a un órgano que se reconfigura con recetas didácticas, ignorando que incluso la neuroplasticidad está mediada cultural e históricamente desde el nacimiento.

El sujeto que emerge de esta matriz es un sujeto adaptable, flexible, capaz de regular sus emociones “negativas” (ira, frustración, tristeza) para mantener la productividad en contextos de amenaza permanente. Un sujeto que no cuestiona las condiciones que generan su malestar, sino que aprende a gestionarlo individualmente. Un sujeto resiliente ante la precariedad, empático pero no solidario en el sentido político, colaborativo pero no colectivo. En definitiva, un sujeto funcional al mercado laboral actual y a la naturalización de la desigualdad.

Comparado con la Educación Sexual Integral (ESI), la diferencia es abismal. La ESI parte de una unidad de análisis relacional y sistémica: los cuerpos, los géneros, las sexualidades se constituyen en tramas de poder atravesadas por dinámicas de clase, raza y patriarcado. Propone una subjetividad que se construye reconociendo al/a otro/a como sujeto de derecho, habilitando legalidades que promueven el cuidado colectivo y la crítica a las desigualdades. La escuela aparece como lugar de ampliación simbólica, donde la sexualidad deja de ser tabú familiar para inscribirse en una red más democrática de saber y reconocimiento.

La educación socioemocional, en cambio, parte de una unidad de análisis individual-cerebral. El malestar no es efecto de relaciones asimétricas de poder, sino de una mala gestión emocional. No interpela la institución escolar ni sus prácticas cotidianas; al contrario, refuerza el disciplinamiento al convertir al docente en un aplicador de técnicas y al alumno en un auto-entrenador de su propia docilidad.

Mientras la ESI habilita la politización del sufrimiento, la educación socioemocional lo despolitiza y cae en la ilusión de que se puede auto-regular.

En un país donde más del 66% de niños y adolescentes viven en la pobreza, donde el suicidio juvenil es la segunda causa de muerte y donde la Ley de Salud Mental sigue sin presupuesto suficiente, la respuesta estatal no puede ser enseñar a respirar profundo o dibujar un “mapa interno”. Necesitamos más equipos de orientación escolar, más trabajadores sociales, implementación plena de la ESI y de la Ley de Salud Mental, presupuesto educativo real y, sobre todo, un debate colectivo con docentes, estudiantes y familias sobre qué sujetos se forjan en nuestras aulas.

Porque la escuela sigue siendo un organizador simbólico de gran centralidad en nuestras sociedades, aún con sus dinámicas conflictivas y su crisis histórica. La cuestión es si ésta es capaz de producir sujetos críticos, solidarios y con derecho a la indignación, o sujetos resilientes que aprendan a sonreír en un mundo en crisis.

Carolina Dome es psicóloga. Magíster en psicología educacional. Docente e investigadora en UBA.

https://www.pagina12.com.ar/2025/12/25/educacion-socioemocional-una-nueva-forma-de-domesticacion-escolar/

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