Ciencia prefabricada

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Hacer ciencia con el objetivo de “probar” que ciertas actividades son perjudiciales para el ambiente no es ciencia, es activismo interesado. Lo que hay que construir son buenas hipótesis para evaluar su nivel de inocuidad, que nunca será cero: todo modifica algo.

Crece la modalidad de hacer investigación con los resultados escritos de antemano, escudada en la condición (inobjetable) de que la ciencia no es apolítica y cada marco teórico produce sus preguntas de manera consecuente con un cuerpo de paradigmas. Pero si la contaminación del agua derivada del fracking se presenta aún antes de que haya un proceso de fracking, hay motivos para pensar que los expertos (¿?) están viajando en el tiempo y plantando evidencia, al mejor estilo del Dr. Who. No de otra manera se interpretan los descubrimientos de que las cosas que no gustan a ciertos grupos de opinión sean, curiosamente, coincidentes con la evidencia a la que los encaminan sus prejuicios.

El mundo reclama decisiones basadas en evidencia. Y la evidencia no es lo que se percibe por la calle ni lo que se ha dado por llamar, de manera equívoca, el conocimiento ancestral o popular. Las comunidades tienen derecho a utilizar cualquier mecanismo para defender sus intereses, por supuesto, o exigir claridad acerca de los riesgos a los que eventualmente se exponen, pero hay que establecer un umbral entre lo que “nos parece”, el argumento de hígado o de miedo que usan muchos e imponen desde sus puestos de poder o impotencia, y lo plausible que define la ciencia dentro de sus márgenes de certidumbre. Y si la investigación acción participativa (IAP) generó parámetros para la construcción de conocimiento robusto en este ámbito, nunca pregonó la invención colegiada de opinión para ello.

 La mala ciencia es la peor aliada del ambientalismo (o de cualquier cosa) y por eso hay que ser implacables con el tema de las evidencias y la calidad y consistencia de los procedimientos con los que se juzga la conveniencia de algo. Para tomar decisiones de política nacional, la revelación o las percepciones no son el mecanismo, a lo sumo una fuente de preguntas, la evidencia de una preocupación lícita. La preventa de resultados científicos se está convirtiendo también en un problema de calidad en las instituciones universitarias, donde el “compromiso social” de los investigadores, léase su particular manera de entender la política, se conjuga con la arrogancia para declarar en Yo mayor la Verdad. Y hagámonos pasito, en vez de exponer hipótesis, métodos y discusiones al arbitrio de pares utónomos, no correligionarios.

Hacer ciencia con el objetivo de “probar” que ciertas actividades son perjudiciales para el ambiente no es ciencia, es activismo interesado: lo que hay que construir son buenas hipótesis para evaluar su nivel de inocuidad, que nunca será cero: todo modifica algo. Medir qué tanto, qué tan irreversible, a cambio de qué, quién se ve más o menos afectado es lo adecuado. Hacer ciencia para probar que una empresa, una institución o una comunidad hacen mal las cosas ya ronda en la difamación encubierta, un hecho tan grave como que las mismas empresas, instituciones o comunidades la utilicen para conseguir ventajas en un eventual juicio de responsabilidades. Y utilizar el principio de precaución como excusa para expandir rumores o hechos incompletos es una falla ética muy delicada.
¿Academias: será que la estratagema de los resultados prefabricados no nos pone en alerta?

Fuente: http://www.semana.com/opinion/articulo/la-importancia-de-hacer-buena-ciencia-columna-de-opinion-de-brigitte-baptiste/557890

 

 

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