Por: Carlos Aldana
Afirmar que la educación es la clave central o fundamental para el desarrollo es negar la necesidad de justicia e igualdad económica, de pago de impuestos, de sostenibilidad de las políticas sociales de bienestar o desarrollo social.
Los pedagogos hemos colocado esta trampa en el discurso y el lenguaje más cotidiano sobre educación, aunque provenga del mundo sociológico y economista: La educación es la clave para el desarrollo.
Su énfasis siempre ha sido en relación a la educación escolar, y sí, por supuesto, es un factor importante para el desarrollo de cualquier sociedad. Pero que sea “el” factor o “la” clave central para que un país alcance el desarrollo, ya es realmente muy discutible.
Cuando los grandes poderes económicos y políticos de nuestros países insisten en que “la educación es la clave para el desarrollo” lo hacen con la intención de ocultar que estos elementos tienen que comprenderse de manera dialéctica. No se atreven a cambiar el orden de los factores y decir que “el desarrollo es la clave de la educación”.
Cuando las condiciones económicas, sociales, políticas y culturales reflejan el acceso igualitario y sostenido de toda la población a todos los derechos humanos (principalmente los llamados de “segunda generación”), el acceso, la permanencia y el egreso satisfactorio del sistema educativo aparece como una de sus consecuencias. Para tener un sistema educativo de calidad, necesitamos previamente de unas condiciones generalizadas de vida, también, de calidad. El círculo virtuoso que precisa de unas condiciones concretas básicas.
En países, como los latinoamericanos, la riqueza se encuentra desigualmente distribuida de manera muy plena y evidente. El desarrollo no ha tenido lugar porque se ha privilegiado el crecimiento económico que concentra la riqueza y amplía la pobreza.
Afirmar que la educación es la clave central o fundamental para el desarrollo es negar la necesidad de justicia e igualdad económica, de pago de impuestos, de sostenibilidad de las políticas sociales de bienestar o desarrollo social. Es ocultar que la pobreza exagerada en nuestros pueblos se deriva de una riqueza también exagerada y concentrada en pocos. Es evitar la revolución. La trampa funciona porque se oye bien, porque casi nadie se atreve a negar el postulado en mención. Y porque también falta por discutir de qué desarrollo se habla.
Que no existan suficientes escuelas públicas de calidad, con docentes calificados y suficientes, que sus recursos e inmuebles sean tan precarios, son muestras del subdesarrollo económico y social que no podrá transformarse con más graduados que se sumen al ejército de desempleados ya existente.
Tómese en cuenta, además, que países con altos niveles de escolarización nos vienen sirviendo de ejemplo de cómo las condiciones económicas y políticas son cruciales y centrales más allá del romanticismo de pensar en la educación como salvadora o palanca de los cambios de la vida cotidiana. Lancemos una mirada a países con historia de alto nivel educativo formal, y veremos que sus pueblos sufren de empobrecimiento, de exclusión y sobre todo, de violencia en todas sus formas. En el otro polo, en el área centroamericana, principalmente en el llamado “Triángulo Norte” (Guatemala, El Salvador y Honduras), la realidad educativa es muy precaria y demuestra el subdesarrollo histórico y estructural, del que se aprovechan unas élites que cuentan con sistemas e instituciones educativas muy diferentes. Que, además, patrocinan las investigaciones y discurso público que insiste en que la educación va a salvar al país. Claro, piensan en la educación privada y en la educación acrítica que no lanzan miradas políticas sobre la realidad.
No puede negarse que la educación no crea los cambios sociales, pero también que estos no pueden llegar sin la educación. Eso sí, solo en la medida que esta es interdependiente con los procesos económicos, sociales y culturales que aseguren una vida digna de cada persona.
Y solo en la medida que educarnos represente la capacidad de comprender y transformar los fenómenos y circunstancias que niegan el acceso igualitario a lo que hoy es exclusivo de unos pocos.
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