Reaccionarismo mágico

Por: Elvira Lindo

Es inaudito que preocupe más una charla sobre sexualidad impartida en el colegio que lo que un niño recibe por un dispositivo electrónico

Hay padres, hay madres, que experimentan de manera tan violenta el amor hacia sus hijos que lo gritan a los cuatro vientos como una amenaza, como si desearan partirse la cara con alguien para demostrarlo. Hay padres, hay madres, que construyen su relación con los hijos sobre una absoluta desconfianza hacia el mundo. No pueden evitar inmiscuirse de mala manera en la vida escolar, les inquieta no controlar ese camino a la independencia que el niño emprende en la escuela. Hay padres y madres que creen reunir condiciones para ser pedagogos, entrenadores, consejeros espirituales, coleguitas de sus hijos. Hay padres y madres asfixiantes, que vigilan los juegos de los niños, que quisieran colocar cámaras en las aulas y corregir al docente. Hay padres y madres que viven solo para eso, para ser padres y madres, y se olvidan de sus aspiraciones, si alguna vez las tuvieron, renuncian a los placeres adultos, se olvidan del sexo y de su propia cara ante el espejo. Por fortuna, viví mi maternidad cuando aún no existía el WhatsApp y no tuve que pasar por el trance de abandonar el grupo. Abandonaba o más bien esquivaba a esos corrillos de madres y padres irreductibles que me hacían sentir en falta, porque yo, aparte de ser madre, deseaba ser muchas cosas más y no lo ocultaba. No necesitaba que mi vanidad se inflara leyendo un boletín de notas. Me enorgullecía en cambio de que me dijeran que estaba criando un niño digno de ser querido. Tal vez fui poco exigente, confié en los maestros y en la escuela. Era un descanso compartir la educación de un niño con terceros: ser yo el único ejemplo a seguir me atormentaba.

Esa ultraderecha, que arrastra a la derecha a precipitarse por el abismo, ha enseñado los colmillos al entender que parte del contenido escolar se escapa de su control. Esos contenidos que les enfurecen son tan inocentes que solo una mente sucia puede malinterpretarlos. Se imparten para que las criaturas atesoren algunas nociones sobre su naturaleza y respeto al diferente. Nosotros, en el patio del colegio, nos íbamos enterando de cómo se hacían los niños de manera absurda y a trompicones, así que durante un tiempo cuando volvíamos a casa observábamos a nuestros padres sintiendo vergüenza ajena.

Hay varias cosas que me sorprenden en este culebrón del pin parental. Por un lado, las declaraciones melodramáticas sobre la protección a nuestros niños. Ese nacionalismo familiar me hace sospechar que hay otra infancia que les importa un rábano. Por otro, la ilusa idea de que la enseñanza moral que reciben los hijos es patrimonio exclusivo de los padres se contradice con la deseable autonomía de los niños, que comienza en el momento en que no son los progenitores los únicos que les narran el mundo. Es inaudito que preocupe más una charla sobre sexualidad impartida en el colegio que lo que un niño recibe por un dispositivo electrónico. Se trata de un desconocimiento flagrante de cuáles son hoy los canales de información de la infancia.

Resulta irritante, por encima de todo, esa voluntad de generar desconfianza hacia una escuela pública que solo preocupa para manosearla como argumento de confrontación. No hay que olvidar que los españoles subvencionamos la enseñanza católica estemos o no de acuerdo. Y todo este circo para prohibir charlas sobre sexo, respeto al diferente, vacunas y medio ambiente. Lo cual resulta un buen resumen del nuevo reaccionarismo mágico.

Fuente: https://elpais.com/elpais/2020/01/25/opinion/1579973639_079512.html

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Oficios de niños

Por: Elvira Lindo

En lo que a educación se refiere, sigue separándose lo intelectual de lo manual. Me irrita

Arturo Barea era huérfano de padre, hijo de lavandera, gracias a sus tíos recibió una educación primaria, pero la fidelidad a su origen lo devolvió a la calle, donde fue niño repartidor de periódicos y recadero en una tienda de tejidos. Por eso no puedo evitar imaginármelo como uno de los protagonistas de este libro increíble que tengo en las manos: Lo que cuentan los niños. Entrevistas a niños trabajadores (1930-1931), aunque los chavalillos que aquí aparecen vivieron su infancia dos décadas después. Las entrevistas las realizó Elena Fortún para el semanario infantil Gente Menuda.Tuvo la genial idea de dar a conocer a sus lectores, hijos de clase acomodada, a esos otros chiquillos que, habiendo abandonado la escuela, ayudaban en casa con un sueldecito y aprendían a la vez un oficio. Son criaturas de la gran ciudad, a veces llegan del pueblo y han de aprender rápido de lo que ven y oyen. No parecen infelices en un sentido dickensiano, pero pasan el día callejeando. Hay una castañera, un botones, un diminuto trompeta, una aprendiz de modistilla, otro de cajista, un caramelero, un vendedor de periódicos como el pequeño Barea, hasta un cocinero hay en las páginas de esta curiosa recopilación en la que Fortún da cuenta del buen oído que tenía para el habla y del acopio de ingenio que hacía para animar a esos niños a que contaran su trabajo y sus sueños. Sin pretenderlo, Fortún narra cómo se formaban en los oficios los niños de clase humilde. Seguro que los pequeños burgueses leían estas entrevistas y soñaban con ser traperos, taberneros, carpinteros, porque, contadas por sus protagonistas, sus vidas estaban hechas a medida de los sueños infantiles, ya que se omiten el cansancio, los sopapos, la dureza.

Es algo habitual que los niños imaginen su vida como trabajadores de oficios en los que se tocan materiales, se construyen objetos, se experimenta la acción. Luego, el propio sistema educativo, en el que se descarta injustamente lo artístico y lo manual, va desplazando esas habilidades y fomentando la idea de lo que es prestigioso y lo que está por debajo en el escalafón social. Pero la infancia ama los oficios. Escucho en la radio a Isabel Celaá, ministra de Educación, hacer una defensa de la Formación Profesional. En los comentarios de los tertulianos al respecto hay una involuntaria condescendencia. Escucho cómo sigue separándose lo intelectual de lo manual. Me irrita. Como si se tratara de compartimentos estancos que no establecieran comunicación mental. No sé cómo creen que un carpintero construye una estantería sin imaginarla en el espacio, sin contar con su conocimiento de los materiales. Y así todo, hablamos de oficios entre los que hoy se encuentran las nuevas tecnologías, el cuidado de los bosques, el de la tierra, las plantas, el funcionamiento de máquinas y motores, la alimentación, la belleza, el diseño, la sanidad. ¿En qué lado me coloco yo, en el de los intelectuales? A mí me gusta reivindicar mi actividad como un oficio. Pienso en cómo me fui formando desde los 19 años. Aprendí a trabajar trabajando. Justo este oficio mío gana mucho saliendo a la calle, tratando de entender el ruido del mundo, siempre confuso. No es posible hacerlo bien si te quedas en lo especulativo. Se queda en pura palabrería. Observar es un oficio de acción y reflexión. Y mi habitación propia, el taller donde construyo esta columna.

Fuente: https://elpais.com/elpais/2020/01/17/opinion/1579285146_677305.html

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Nos han cateado

Por: Elvira Lindo.

Lo que irrita es que haya que esperar a los resultados del informe PISA para que hablemos más de lo que está pasando

España siempre se ha llevado regular con la educación. Tome usted una tertulia política al azar y observará que mientras los contertulios se mueven como peces en el agua en su hábitat natural, el de las conjeturas politiqueriles, todo va sobre ruedas. A mí, que conozco a los analistas más que a mis hijos, porque siempre adivino por dónde van a salir, me sigue asombrando el conocimiento que muestran de lo que se susurra en despachos, pasillos y whatsapps. Da la impresión de que políticos y cronistas beben juntos. O algo más. Pero, ay, su brillantez patina cuando abarcan otros universos. El día en que por mandato del informe PISA sobre el nivel escolar hay que abordar el sistema educativo da la misma impresión que cuando nos preguntaban en historia sobre Fernando VII y escribíamos sobre la Constitución de Cádiz, a ver si colaba. Año arriba año abajo, qué más da.

La cuestión es que sabemos poco. Diría que porque, en general, no prestamos la atención que debiéramos a un asunto capital que articula la igualdad social, la justicia y la movilidad de clases. Nos encontramos ahora con que los resultados en ciencias de la Comunidad de Madrid, donde los recortes, la segregación y algunas medidas de mera palabrería propagandística, como someter asignaturas a un bilingüismo para el que no están preparados ni los docentes ni los alumnos, se desploman; nos encontramos con que el nivel de los alumnos ha caído escandalosamente, y para justificarlo, el consejero de Educación nos habla de pruebas mal diseñadas que contagian en sus malos resultados a las otras. No acabo de entenderlo. Entiendo, sí, que si esto hubiera ocurrido en Andalucía habría habido una especie de consenso de aceptación, pero Madrid, que se ha ido salvando del suspenso milagrosamente a pesar de la creciente desigualdad social, está en shock.

Lo que irrita es que haya que esperar a esos resultados del informe para que hablemos más de lo que está pasando. Basta con visitar colegios públicos que, ubicándose incluso en el mismo barrio, no cuentan con los mismos recursos, o bien precisan que esos recursos sean reforzados porque tienen necesidades especiales. Hay muchos centros públicos en donde reina la interinidad, escasean los profesores de refuerzo, y se ha impuesto un bilingüismo que puede llevar a los críos a ser ignorantes en dos idiomas. También se diserta sobre la preparación del profesorado. Efectivamente, un maestro o una profesora se enfrentan hoy a desafíos en mi opinión de enorme envergadura, y también los padres y las madres pueden sentirse perdidos. Hace unos años afirmábamos que un profesor no tenía por qué ejercer de asistente social o de psicólogo, pero hoy está comprobado que es preciso que exista una conexión estrecha entre las características socioculturales de un barrio y cómo aborda un claustro la enseñanza. Los colegios que han entendido que es más provechoso trabajar integrados en la comunidad obtienen mejores resultados.

Sospecho que los políticos a los que se les llena la boca con la palabra excelencia o bien provienen de clases privilegiadas o bien desconocen nuestro presente. Si la escuela deja de ser el motor del ascensor social estaremos reforzando el clasismo; si el bachillerato deja de ser la mayor fuente de cultura de nuestra vida educativa estaremos rebajando el nivel de todo un país. Hablemos de ello, sí, pero todos los días, y preguntando a quien sabe.

Fuente del artículo: https://elpais.com/elpais/2019/12/06/opinion/1575649693_063411.html

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Defensa de la educación

Por: Elvira Lindo. 

Si a los niños no se les enseña en la justicia social, ¿cómo van a comprender que están siendo clasistas?

El año 2018 se acaba y nos deja la sensación de que la realidad nos empuja inclemente a pocos metros de un abismo que no sabemos si sabremos sortear. Mi naturaleza no es apocalíptica, muy al contrario, pero no dejo de pensar en que el futuro del planeta está en manos de cuatro imbéciles a los que les importa bien poco el futuro del planeta. Tal vez siempre haya sido así, pero ahora tienen más recursos tecnológicos para acelerar el final. Dicho esto, exijo a mi carácter optimista algunas razones para celebrar este año carcamal y encuentro, como siempre, algunas experiencias artísticas reveladoras. Una de ellas me la proporcionó la película Roma, de Alfonso Cuarón. Me irrita el arte que solo pretende adoctrinar, pero ocurre a veces la maravilla de aprender algo que se te muestra sin olvidar que toda historia también es una experiencia estética. Lo que aprendí con Roma, o lo que Roma confirmó valiéndose de un lenguaje visual y acústico poderosamente poético, fue que hasta para la desgracia hay clases.

La historia confronta la vida de Sofía, una mujer de clase media alta, madre de cuatro niños, con la de Cleo, la sirvienta de la casa. Cuarón, que construye el cuento con sus recuerdos de niño, se entrega a seguir los pasos de esa criada, casi adolescente, que trabaja sin tregua para que el hogar funcione. Cleo, lejos de su pueblo, entrega todo su amor a esos niños a los que acuna con nanas en mixteco, su lengua indígena. Tiene la delicadeza el director de describir un mundo de privilegio en el que nadie reparaba en el esfuerzo físico y anímico de unas muchachas que, alejadas de su lugar de origen, atendían con la fuerza de cinco electrodomésticos los caprichos de los señoritos. Me recordó a ese momento en las memorias de la fotógrafa sureña Sally Mann, cuando confiesa que habiendo crecido a los pechos de una tata negra jamás se preguntó cuáles eran sus necesidades, ni si echaba de menos a sus hijos cuando acunaba a los hijos de la señora. Si a los niños no se les educa en la justicia social, ¿cómo van a comprender que están siendo clasistas?

Cleo y su señora, Sofía, sufren a lo largo de la película sendos desengaños amorosos. Eso de alguna manera las aproxima, como suelen acercarse las mujeres que sufren desengaños en el marco de una sociedad que no exige a los hombres el mismo compromiso para abordar los deberes familiares. Son víctimas las dos de una sociedad machista, cruel por sistema con las mujeres, pero inevitablemente su origen social las sitúa en universos que no llegan a rozarse. Cleo es pobre, depende de la bondad de la señora; es indígena, lleva escrita la postergación en la piel; Cleo no tiene recursos para plantearse una vida libre e independiente: seguirá velando el sueño de los niños ajenos. Tal vez un día encuentre a un hombre con el que tenga los suyos propios, pero también su suerte estará cautiva de cómo la trate ese tipo que de ser amoroso puede transformarse de pronto en un cabrón.

En este presente en el que tanto se cuestiona la educación que habría de prepararnos para ser justos y considerados hay que apelar a ella todavía con más encono. Con lo fácil que es mostrarle a cualquier niño cómo influye en nuestro bienestar la casilla de salida de la que partimos. Y no es adoctrinamiento, como suele decirse. Es tan fácil como enseñarle a valorar la desgracia ajena tanto como la propia.

Fuente del artículo: https://elpais.com/elpais/2018/12/29/opinion/1546101315_888233.html

 

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