Cerebro de tiza

‘Chicos, les agradezco de todo corazón. Después de más de 30 años al frente de un aula, ustedes me hicieron abrir los ojos. Realmente es la primera vez que me doy cuenta de que LOS ALUMNOS TIENEN CEREBRO’.

Tragamos saliva y sostuvimos miradas cómplices por más de 43 nanosegundos, que fueron percibidas por más de 200 educadores que participaban de la capacitación docente. Agradecimos, caminamos unos pasos para alejarnos de la situación y, con una infrecuente tranquilidad, nos volvimos a mirar.

Pedro Bekinschtein: –Vos escuchaste lo que dijo del cerebro y los alumnos, ¿no?
Yo: –Vos escuchaste lo que dijo del cerebro y los alumnos, ¿no?

Esa simultaneidad en la sorpresa nos provocó una profunda risa nerviosa y, en mi caso, una inestable sensación de incertidumbre que hasta el día de hoy formulo como ejercicio vivo de cuestionamientos filosóficos, educativos y, por supuesto, científicos.

No quiero mentirles con una frase inspiradora. Después de tantas charlas motivacionales y con el mundo casi igual, ya sabemos a esta altura que de poco sirven. Sí quiero confesar que lo primero que se me vino a la cabeza fue ‘Todo lo que estamos haciendo no sirve para nada (seguido por un par de puteadas)’. Pero para ser justo debo también decir que, luego de más de 30 años de racinguista y 15 de terapia (puede que haya un causa y efecto en ello), el primer pensamiento que se me viene a la prefrontal siempre es negativo. Con lo cual no me alarmé, sabiendo que, en el fondo—inconscientemente (cuak)— mis neuronas iban a seguir masticando esa bendita (otro cuak) afirmación.

¿Era tan terrible esa frase? ¿Estaba todo perdido? Igual, aclaro que ni a palos ofrezco mi corazón, lo necesito para la jodita esa de bombear sangre y vivir. Pero, digo, ¿cerramos todo? ¿O acaso esa confesión era tan docente como genial?

Sin darme cuenta, mi búsqueda por esas respuestas había comenzado allá por el 2009, más precisamente en un hermoso poblado de la fernetera provincia de Córdoba, llamado Huerta Grande. HG es famoso en el ámbito neurocientífico por reunir todos los años a cientos de investigadores, becarios y estudiantes dedicados al cerebro para hablar de cosas que nos gustan en el marco de un bello, sindicalista y setentoso hotel que sólo puede explicarse gracias a un agujero de gusano. Allí, presentando un póster  —mínima expresión de comunicación científica que un becario doctoral puede tener de cara a una multitud de no más de 3 personas—, logré algo absolutamente obvio: advertir que los resultados sobre la formación de memorias en roedores quizás podrían observarse también en humanos.

Sí, hasta el mismísimo Darwin podría haber revivido sólo para cagarme a palos al grito de ‘Evolución, papa frita, Evolución’ (o, más probablemente, ‘Evolution, french frie, Evolution’. Y es que hasta ese momento de brillante lucidez (ponele), no me había dado cuenta de que la mejora en la memoria que evidenciaba a través de una experiencia novedosa en ratas, era muy pero muy similar a la forma por la cual otros humanos y yo guardábamos información sobre hechos sorprendentes o inesperados (a.k.a. caída de las torres gemelas, Racing campeón, gol del Diego a los ingleses o mi hermana prendiendo fuego nuestra casa). Entonces, ¿podía la sorpresa ayudar a consolidar recuerdos también en humanos? ¿Es una de las formas por la cual logramos guardar información?

Como una mamushka de preguntas que se meten dentro de otras preguntas, esa primera capa de incógnitas me llevó vertiginosamente a tratar de responder la duda científica, adentrándome en un ambiente tan desconocido como es un aula de escuela.

Y así fue que pasaron las sorpresas educativas, las cientos de maestras increíblemente predispuestas a hacer ciencia, los directivos con su empuje vigoroso por querer cambiar la educación y, por supuesto, los miles y miles de estudiantes. Pasaron las risas y los nervios, y quedaron los resultados. Gráficos fríos que representan kilómetros de experiencias y que, gracias a ellos, hoy sé —sabemos—que las experiencias novedosas ayudan a consolidar recuerdos cercanos previos y posteriores que, de otra forma, se hubiesen ahogado en el mar del olvido (boeena).

Una respuesta científica se había desdoblado en estrategia educativa.

Ahora y después de más de 6 años de entender la ciencia como una posible máquina formuladora de estrategias educativas, me pregunto: ¿por qué no sentir como una bocanada de aire fresco que el sistema educativo encuentre en el cerebro algunas respuestas? ¿Por qué la ciencia no intenta buscar nuevos interrogantes dentro de las escuelas?

Si la ciencia hoy sabe, por ejemplo y gracias al estudio de los movimientos oculares de los estudiantes durante la lectura fluida, que el tiempo que transcurre durante la lectura es relativamente independiente del número de letras de cada palabra. Esto podría interpretarse erróneamente como que la mejor forma de enseñar a leer es haciendo foco en palabra completas en lugar de centrarse en leer letra por letra. Dicha inferencia, llamada lectura holística, ha llevado a implementaciones concretas en el ámbito educativo, resultando ser uno de los fiascos más grandes de la pedagogía.

Si las últimas investigaciones sobre diagnóstico prematuro de la dislexia a partir de estudios encefalográficos (perciben la actividad eléctrica cerebral) realizados a bebés con riesgos hereditarios de dislexia mostraron un patrón de respuesta anormal a cambios de sonido (incluso previo a la comprensión total del lenguaje), lo que permite la detección precoz de trastornos típicos de aprendizaje.

Si los conocimientos sobre la importancia del sueño en procesos cognitivos tan grosos como la memoria y el aprendizaje han llegado a que la Academia Americana de Pediatría alentara que el comienzo de clases se realice, por lo menos en adolescentes, luego de las 8:30 horas.

Si se ha comprobado que el ejercicio físico no sólo genera un beneficio cardiovascular y lúdico a los estudiantes, sino que también aumenta la generación de nuevas neuronas y astrocitos (células copadas que ayudan al transporte de nutrientes y dan sostén a las neuronas).

Si el grupo argentino conducido por Mariano Sigman encontró una increíble mejora en el rendimiento en lengua y matemática cuando los estudiantes de escuelas primarias afilan sus funciones ejecutivas (funciones como el razonamiento, la flexibilidad, la resolución de problemas, la planificación y ejecución, y la memoria de trabajo) a través de unos hermosos juegos de computadora.

Si todo esto está y no llega a las aulas, quizás aquella docente no estaba tan errada. Quizás todos nosotros aún no nos dimos cuenta de que, detrás de la frente bajita manchada con tinta, hay un cerebro.

Todavía falta mucho. Pero puede que lo más importante no sea lo que falta, sino lo que ya empezó. Quizás haya que mirar como cientos de educadores se levantan un sábado a las 6 de la mañana para asistir a casi 10 horas ininterrumpidas y agotadoras de ciencia por vocación, por las ganas de aprender, por las ganas de cambiar algo.

Quizás haya que valorar que decenas de científicos, comunicadores y profesionales de distintas áreas hacen miles kilómetros sin cobrar un peso (lo cual es más preocupante que enorgullecedor), con la mismas ganas y vocación, sólo para juntarse y construir, en un un ruidoso silencio, una nueva forma de hacer educación.

Quizás, quizás, quizás.

Fuente: https://elgatoylacaja.com.ar/cerebro-de-tiza/

Imagen: https://elgatoylacaja.com.ar/wp-content/uploads/2015/10/122.-Fab-1050×604.jp

Comparte este contenido:

Salud, dinero y cerebro: por qué vale la pena estudiar

Por. Fabricio Ballarini

La formación impacta en la calidad de vida de las personas y de los pueblos. La importancia de acortar las brechas de acceso.

¿Vale la pena estudiar una carrera en la universidad? Disparaba una nota hace un par de días bajo una chorrera de estadísticas que vinculan el grado de estudio y la chances de obtener trabajo. El artículo plantea algo que probablemente sea real, puede que la universidad no esté formando personas para los trabajos que se necesitan hoy o se necesitarán en el futuro. Ocurre que los cambios en los planes de estudio de las carreras universitarias son mucho más lentos que los cambios en la tecnología que afecta a la sociedad y al tipo de capacidades que debería tener un ciudadano que entra al mundo laboral. Será por eso que, en un intento por alcanzar las necesidades sociales, se crean nuevas universidades con nuevas carreras, pero esto, evidentemente no es suficiente. O sea, hay que tener una discusión sobre lo que se enseña en la universidad, de eso no tenemos dudas, pero de ahí a preguntarse si vale la pena estudiar una carrera universitaria (o desaconsejarlo, como una madre estadounidense a sus hijos en una carta que se viralizó) hay un trecho, probablemente tan largo como la muralla china o una manada de 400 elefantes tomados de sus colitas. El problema está en suponer que la educación solamente sirve para conseguir un trabajo. Quizás nos traten de jipis anticapitalistas, pero creemos que la educación va mucho más allá de lo laboral. Pero ¿hay evidencias para sostener esto? Bueno, veamos.

«Querido lector, tu formación educativa influye directamente en el tamaño del cerebro de tu hijo»

Si bien a simple vista la respuesta a si vale la pena estudiar parecería muy obvia, es saludable, en principio, entender que existen correlaciones que vinculan conceptos muy simples y específicos. Conceptos e ideas que si bien parecen lógicas y demasiado obvias, a veces pasan desapercibidas para una parte grande la humanidad. Es por ese motivo que es importante comprender y enseñar el por qué es importante estudiar.

Para comenzar este entramado educativo arrancaremos por uno de los conceptos más estudiados estadísticamente que dice “cuantos más años de estudios tenemos, mejor dicho, cuantos más años de educación tienen los individuos de los países, más ricos son esos países”. O lo que es igual pero más terrible, cuando menor es el acceso a la educación más pobres son los países. Seguramente muchos podrán argumentar que es una simple correlación y probablemente van a tener razón.

Pero qué pasa si a esta mera correlación le sumamos otra que dice que el grado de riqueza varía con la salud de los pueblos. Es lógico y también está muy estudiado, pero está bueno parar un segundo y deducir quemás educación es más riqueza y más riqueza es mejor salud, en ese u en otro orden, así que como mínimo estaría siendo muy copado el hecho de ponerse guardapolvo y aprender.

Mirá también: 10 aportes de la neurociencia para aprender a pensar

Ahora bien, con esta información quizás podamos reformular la pregunta inicial y preguntarnos: ¿está bueno estudiar para vivir mejor? Si vivir mejor es tener más esperanza de vida, salud y dinero. Parecería que sí.

Entonces ¿tener dinero me acerca de alguna u otra forma una mejor calidad de vida? No necesariamente, pero existen evidencias científicas que confirman que poseer un mínimo de dinero nos proporciona la suficiente liberación de carga mental que es necesaria para tomar buenas decisiones. Cobrar un sueldo no solo puede aliviar tu situación financiera, sino también liberar un gasto de «energía mental» que puede ser empleada en resolver otros problemas que tienen que ver con inhibir impulsos que nos llevan a tomar malas decisiones una y otra vez. En otras palabras, cuando el bolsillo te urge y cada día tenés que apretar el cinturón un poco más, la demanda cognitiva por la supervivencia es tan elevada que le quita la posibilidad redistribuir parte de esa «energía o nafta» en resolver otras demandas cognitivas.

Si a esta altura del texto seguís dudando sobre la importancia de la educación te puedo contar que desde hace unos años la humanidad tiene la posibilidad de espiar cómo funciona el cerebro, gracias a un aparato llamado resonador magnético funcional. Este avance tecnológico además de generar miles de datos para mejorar el diagnóstico de enfermedades, nos permite empezar a comprender qué partes de nuestro cerebro son activadas ante determinados estímulos, situaciones o decisiones.

Esta tecnología, por ejemplo, les permite a los científicos medir la superficie de la corteza (o sea la parte externa de nuestro cerebro). Estructura que funcionaría como una posible área del cerebro a ser candidata como indicador sensible sobre las capacidades cognitivas. Es decir que más desarrollo cognitivo correlacionaría con el crecimiento de esta región periférica y fundamental de nuestro cerebro.

Mirá también: Así influye la música en la salud del cerebro

Fue así que a partir del uso de esta tecnología hace muy poco muchos neurocientíficos se preguntaron ¿qué tal si analizamos el nivel educativo de los padres y lo comparamos con el tamaño de las regiones relacionadas con el lenguaje, la lectura y las funciones ejecutivas (razonar, tomar de decisiones) de sus hijos? Quizás de esa forma podremos comprender por qué vale la pena estudiar.

La respuesta fue realmente bastante abrumadora. Cuando los padres no fueron a la universidad (tuvieron 12 años de educación formal) los científicos hallaron que sus hijos tenían la corteza cerebral más pequeña (aproximadamente 3 %) que los hijos de padres que sí habían ido. Así es querido lector, tu formación educativa influye directamente en el tamaño del cerebro de tu hijo.

Pero no termina ahí. Para sumar culpa al desarrollo cerebral de tus hijos, los investigadores hicieron la misma evaluación pero separando a los padres según los ingresos. De nuevo, encontraron una correlación entre el tamaño de la corteza y los recursos económicos. Esta vez, con diferencias cercanas al 6% cuando comparamos las cortezas de los hijos de familias pobres con las de las familias de clase media. Cuanto más pobre sos, más jíbaros son tus hijos. Terrible.

Pero entonces, ¿necesito ser rico para tener más capacidades cognitivas? Definitivamente no. Porque no se observan diferencias entre los cerebros de personas de recursos medios y altos. A partir de la clase media, tener más dinero no mejora tu cognición.

Entender que tener el cerebro más pequeño a causa de la marginalidad está vinculado directamente a déficits cognitivos es comprender una parte importante de la condena social. En simples palabras, justificar científicamente que las deficiencias económicas y sobre todo educativas producen un deterioro intelectual, por el que seguramente se perpetúe infinitamente la pobreza. Tomar malas decisiones, no tener la capacidad para comprender, no poder razonar correctamente o tener problemas de aprendizaje se asocia con los niveles terribles de desigualdad. Acotar esa brecha es brindar la posibilidad de poder crecer.

Por vos, por tu salud, por tu cerebro, por tus hijos, por un mundo mejor definitivamente VALE LA PENA ESTUDIAR.

Fuente: http://www.clarin.com/buena-vida/psico/Salud-dinero-cerebro-pena-estudiar_0_1624037607.html

Imagen:http://images.clarin.com/buena-vida/psico/menor-acceso-educacion-pobres-paises_CLAIMA20160801_0034_28.jpg

Comparte este contenido: