Por: Lised Garcia.
En el año 2016 se firmó en Colombia un acuerdo de paz entre el Estado y la insurgencia más grande y vieja del continente. Era un acuerdo histórico por la beligerancia que adquirió la confrontación armada en los últimos 20 años, pero también por ser la cuarta vez[1] que se intentaba salir de la guerra por medio de una mesa de diálogos.
El silencio de los fusiles dejó entrever, como se sospechaba por parte de muchos analistas e historiadores del conflicto, que la gasolina de la guerra iba más allá de unos salvajes locos y con fusiles en el monte… que el conflicto no era solo armado, era principalmente social: es decir, unas demandas por parte de sectores sociales como los campesinos que nunca fueron subsanadas por el Estado colombiano en cincuenta años.
Parte de lo que quedó escrito en el acuerdo no hacía más que reafirmar esta verdad de a puño: que la tierra[2] en Colombia era uno de los botines de viejas y recicladas violencias, y que, en muchas regiones, la gente solo pedía lo que cualquier ciudadano debería esperar de sus gobernantes en un Estado socialmente responsable: vías, puestos de salud, colegios, vivienda y tierra para cultivar.
El acuerdo, entonces, y la neutralización de la confrontación armada, después, permitieron que emergiera esa vertiginosa realidad de las regiones que durante mucho tiempo nos hemos negado a mirar a la cara: que somos un país tan potentemente diverso, como profundamente desigual. Y estas dos caras de la moneda hacen que las conflictividades en las regiones transiten por la vía de la resolución violenta cuando de definir quiénes han de gozar de las riquezas de la tierra se trata. Y todo esto ocurre en la medida en que, muchas veces, lo que para el Estado y los sectores privados nacionales y extranjeros son recursos naturales, para las comunidades de los territorios afro o indígenas, son patrimonios ancestrales.
Pero el problema va más allá, como lo evidencia la problemática constante de que las riquezas del subsuelo no han logrado llevar desarrollo sostenible a los territorios, como por ejemplo las regalías del carbón en La Guajira, en donde los indígenas se mueren de hambre. Y ni que decir de los sectores campesinos, quienes en el último paro, el de 2013, aducían que desde hacía por lo menos veinte años no se discutía seriamente el problema rural en la agenda estatal.
Es así como la realidad nacional, una vez más, superaba todos nuestros entendimientos sobre los conflictos regionales y las formas de gestionarlos. No era solo un problema de armas; era, en esencia, una serie de situaciones de desigualdad social e inequitativo acceso a los recursos del Estado, lo que había llevado a miles de colombianos a la vorágine de la guerra, viéndose muchos involucrados en problemáticas relacionadas con el derecho a la tierra que terminaron en enfrentamientos violentos o despojo, como el caso del desplazamiento masivo a raíz de la violencia paramilitar.
En medio de este contexto, unos actores se abrieron paso en este largo periodo de conflictividad social y armada: los profesores y profesoras dispersos haciendo su trabajo por toda la geografía colombiana. No en vano se calcula, gracias a un informe de la Fundación Compartir de 2019, que más de 1500 maestros y maestras fueron víctimas de asesinato, desplazamiento y desaparición forzada, un alto porcentaje de los casos acontecido en los sectores rurales.
Por eso es justo hacer un reconocimiento al sector docente, uno de los grandes sobrevivientes de este ciclo de violencias en Colombia. Y esta también es una razón suficiente para admirar a todas aquellas personas que aún hoy optan por Licenciarse, en los lugares más recónditos del país. Como los señala el informe y muchos otros estudios: los profesores y profesoras se convierten, en muchos casos, en el único acceso de los niños y niñas al conocimiento, en lugares donde no hay otras ofertas culturales y científicas.
Y si a esto se le suma la falta de infraestructura (vías, plantas físicas, agua potable, etc.), y los hechos de violencia, la docencia en Colombia se hace en condiciones de heroísmo extraordinario. Por eso el Politécnico Grancolombiano quiere reconocer esta labor de los docentes y quiere, también, sensibilizar a los colombianos acerca de los retos de ser maestro hoy en las zonas rurales y urbanas en Colombia. De igual forma, también se busca promover un sentimiento de solidaridad con todos estos profesores y profesoras que le han apostado a construir paz con su quehacer diario, en medio de todo tipo de violencias.
Nuestros estudiantes de Licenciaturas -en ciencias sociales y primera infancia-, hacen parte de estos docentes de las zonas rurales. Ellos, con sus trabajos de indagación, son quiénes nos permiten saber lo que piensan y sienten los estudiantes en sus territorios acerca de los problemas de los programas de alimentación, las dificultades para las políticas de inclusión, el abandono estatal y la deserción escolar por falta de transporte para los estudiantes, y en fin, un sinnúmero de situaciones más en las que se ven involucrados por estar en un país al que le parece poco importante la educación de la población afectada por la inequidad social.
Por eso, tanto como lo expusieron los acuerdos de paz, pero también como lo han venido reclamando los docentes, la educación debe ser un tema de la agenda nacional que se posicione como salida a los ciclos de violencia, como una meta posible para los niños y jóvenes de las zonas rurales, quienes deben ver en la escuela un camino para romper los círculos de la desigualdad social, y obtener una vida digna y plena de desarrollo individual.
Son los docentes los que, nuevamente, tendrán un papel importante en el posacuerdo, con toda su experiencia del conflicto en los territorios. Por eso hay que contar con su voz y apoyar firmemente la implementación del pleno derecho a la educación en el sector rural.
Fuente del artículo: http://blogs.eltiempo.com/vocesdelaacademiapoli/2019/07/26/la-educacion-posacuerdo/