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Hacer y pensar la nación

Por: Graziella Pogollotti

Tan activa y trabajadora era Francisca que la muerte salió a buscarla y terminó su jornada, exhausta, sin haberla  encontrado. Así transcurre un conocidísimo cuento de Onelio Jorge Cardoso. Pero hay temporadas en que la señora de las sombras, a pesar de todo, logra buena cosecha. Acabamos de transitar por una de ellas. La siega ha afectado de manera particular los ámbitos del pensamiento y la cultura.

Durante muchos años, Beatriz Maggi fue profesora de literatura. Dejó su impronta en generaciones de graduados universitarios. Su propósito era ante todo, enseñar a leer,  descubrir, tras la palabra, las intenciones soterradas del texto. Acababa de fallecer cuando salió de la imprenta Las palabras y los días, recopilación de ensayos con el sello de Ediciones Unión, un texto útil para quienes se interesan por conocer su método de trabajo. También dedicado a las letras, Guillermo Rodríguez Rivera, poeta, narrador y ensayista, se proyectó hacia el espacio público como activo partícipe en el debate de ideas, acicateado siempre por definir el contorno de la nación.

La nación se construye con las manos de todos, en el bregar de una cotidianidad compleja, a veces turbulenta y siempre desafiante, porque en ella, a cada momento, se bifurcan caminos y hay que seleccionar la senda mejor. La hacen quienes extraen los frutos de la tierra, quienes se afanan entre el cemento y las cabillas, quienes trabajan en las aulas y quienes prestan asistencia médica. La hacen también los que analizan los conflictos del presente, los sitúan en sus contextos y exploran los antecedentes en la permanente relectura del pasado. Así lo hicieron quienes trabajaron cuesta arriba en los tiempos de la colonia y se lanzaron a la batalla por la independencia. Tuvieron continuadores durante la República Neocolonial, y de ese legado hemos sido seguidores todos cuantos asumimos con lucidez, desde cualquier función, este medio siglo de vivir revolucionario. Por eso, cada pérdida estremece y convida a la reflexión.

En los 60 del pasado siglo, vivimos días y noches de vigilia. Eran tiempos de sobrevivir, consolidar y fundar. La época exigía, así mismo, una intensa producción intelectual.

La hubo, aunque muchas veces la hemos olvidado. Los libros que se publicaron y las revistas que entonces aparecieron brindan testimonios de un cruce de ideas que encontró resonancia más allá de los límites de la Isla. Desde la perspectiva revolucionaria, había puntos de vista diversos. El debate fue útil y creativo. En su entorno, surgieron nuevas voces.

Revisitar la historia es una necesidad de primer orden, porque ella constituye un arma de combate. En su batallar incansable, José Martí dedicó tiempo a escribir sobre contemporáneos y predecesores. Era un modo de ir unificando los eslabones de un proceso que daba sentido a su lucha por la independencia. Para él, ante todo, lo impostergable era sumar. Fidel estableció pautas en esta dirección al conmemorarse el centenario de La Demajagua.

Hurgar entre papeles e ir escribiendo en la marcha acelerada que reclamaban los tiempos, fue la tarea que asumió, hasta la hora última de su reciente fallecimiento, el historiador Jorge Ibarra. Con modestia proverbial, casi desde el anonimato, entregó al Minfar su manual de historia de Cuba. Al mismo tiempo, la publicación de su ensayo  Ideología mambisa tenía amplia resonancia.

Jorge Ibarra comprendió que la imprescindible actualización de nuestra epopeya mambisa requería completarse con el estudio de la República Neocolonial, área que no ha recibido la necesaria atención. Sin embargo, ese lapso en el que crecieron varias generaciones de cubanos y se agudizaban las contradicciones de un proceso de formación, representa el eslabón entre el ayer heroico y las circunstancias que condujeron al triunfo de la Revolución. Ahí están nuestros padres y en ese contexto nacimos nosotros. Al desbroce de esa temática, se entregó Ibarra hasta el último instante de su vida. La valoración de su obra debe salir del ámbito reducido de los especialistas. De hacerse resultaría un justo y útil homenaje.

La muerte de Fernando Martínez Heredia ha producido un fuerte impacto dentro y fuera de Cuba. Cayó en plena faena, junto a su computadora. Su formación intelectual se había fraguado en los polémicos 60 del pasado siglo. Entonces, el estudio y la investigación se imbricaban estrechamente con la acción práctica, en medio del fragor de la construcción revolucionaria. Se aprendía en los libros y en la confrontación cotidiana con los acontecimientos que marcaban, al mismo tiempo, el debate internacional y las tareas del vivir cotidiano. La tradición marxista se asumía como pensamiento vivo, abierto a las perspectivas que imponían las circunstancias del presente: desde la situación específica de Cuba se valoraban la herencia recibida y los nuevos desafíos. El legado histórico cobraba nuevos sentidos en el contexto de la emergencia de los movimientos de liberación nacional. Para los países del sur, nación y revolución se tomaban de la mano. La experiencia cubana corroboraba este modo de entender los procesos históricos que se estaban viviendo.

Por eso, desde su etapa inicial, el pensamiento de Fernando Martínez Heredia se caracterizó por un diálogo intenso con América Latina. Su presencia en este ámbito se acrecentó cuando el derrumbe del campo socialista se reflejó en el desconcierto y el silenciamiento de una zona del pensamiento de izquierda. Entonces, la palabra de Fernando Martínez Heredia siguió convocando al análisis de las realidades y al rediseño de políticas. Se vinculó a los movimientos sociales que se iban configurando.

Era un universo heterogéneo, en el que la capacidad de dialogar se tornaba decisiva.

Entre tanto ajetreo, confiado en la importancia de las ideas, siguió publicando textos y abriendo espacios para el debate. Ese es su mensaje final. En medio de la tormenta, la lucidez se vuelve imprescindible.

Fuente: http://www.granma.cu/opinion/2017-06-25/hacer-y-pensar-la-nacion-25-06-2017-20-06-06

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Che

Por: Graziella Pogolotti

Los visitantes acuden al monumento que guarda sus restos. Su imagen recorre el mundo. Es leyenda y paradigma. Su figura está aureolada por la acción heroica, por el sacrificio sin límites, por la consecuencia entre la acción y la palabra. Cruza fronteras porque, en tiempos difíciles, la humanidad necesita soñar con un mundo mejor, presidido por principios de justicia, rotos los abismos entre los poderosos y aquellos otros (una gran mayoría) despojados de todo, aun de la esperanza.

La fuerza de la imagen es tanta que deja en la sombra su contribución al desarrollo de un pensamiento crítico y creador, merecedor de una relectura inscrita en los problemas de la actualidad. Fidel había llamado a su rescate en 1986 en ocasión del proceso de rectificación de errores y tendencias negativas. Pero el desafío impuesto por las consecuencias del derrumbe del campo socialista y la necesidad de concertar los esfuerzos en la batalla por la supervivencia dejaron poco espacio para debates de orden conceptual. Sin embargo, las ideas del Che se habían forjado en estrecho diálogo entre teoría y práctica. Su largo peregrinar juvenil por la América Latina distó mucho del cómodo andar de un turista. Hecho en condiciones precarias, le impuso la cercanía con los de abajo. Fueron experiencias compartidas en su compleja realidad contradictoria, un aprendizaje de vida, todavía ajeno a generalizaciones librescas más abstractas. Sufrió en Guatemala el impacto de la agresión imperial contra un Gobierno que intentó cambios de carácter más reformista que radical. Sus lecturas de entonces empezaron a nutrir la base de un cuerpo de ideas.

En el transcurso de menos de una década, su tiempo cubano simultaneó aprendizaje y creación. Para hacer Gobierno con perspectiva transformadora, había que saber.

Estudió economía y matemáticas. Desplegó una importante actividad internacional. Viajó con mentalidad de investigador atento y crítico, sin dejarse ofuscar por los intercambios protocolares. Encontró fisuras peligrosas en los procesos de construcción socialista europea que se expresaron en sus apuntes de economía política y lo condujeron a formular algunas de sus ideas centrales. El manejo de las cifras del plan producía un desajuste entre la aplicación de estímulos por sobrecumplimiento y el rendimiento real. El énfasis en el estímulo material no encontraba contraparte en la formación de la conciencia. Debilitaba el papel del sujeto en tanto partícipe activo del proceso transformador.

No se desentendió de una clara percepción de los problemas concretos de la realidad, ni de las debilidades que atraviesa la especie humana, marcada por un largo condicionamiento histórico. Como Ministro de Industrias, tuvo que afrontar problemas de la más diversa naturaleza, heredada de un mundo heterogéneo integrado por la avanzada tecnológica de la producción de níquel paralizada por quienes la abandonaron sin dejar huellas del funcionamiento de su andamiaje. Se hizo cargo de la tradición azucarera. Al mismo tiempo, tuvo que incorporar pequeños talleres poco rentables que constituían, sin embargo, una fuente de trabajo en una coyuntura de alto desempleo. Emprendía la gigantesca tarea en medio de la emigración del personal experimentado. Fundó entonces una escuela para la preparación de administradores a fin de capacitar en lo esencial a quienes tenían entonces un bajo nivel de escolaridad. A la vez, con mirada de futuro, abrió un departamento de sicología con el propósito de valorar científicamente los rasgos de personalidad de quienes habrían de impulsar el sector. No desdeñó tampoco el espacio que correspondía al diseño en el desarrollo de una industria nacional. Partiendo del subdesarrollo establecía los cimientos para una edificación vuelta hacia la modernidad.

Las técnicas y procedimientos afinados por el capitalismo no son descartables, siempre y cuando se convoquen al servicio de la construcción de un modelo emancipador. Con el oído puesto en los avatares de la emergencia cotidiana, el desafío exigía una sistemática dedicación al estudio riguroso de materiales teóricos.

En horas tempranas de la mañana, el Ministro ofrecía el ejemplo personal y comprometía en el empeño a sus colaboradores. Concedió particular importancia a la investigación científica. Fundó una institución dedicada a explorar las posibilidades de desarrollo de los derivados de la industria azucarera con vistas a responder a demandas nacionales y a liberarnos de la dependencia de la producción de una materia prima de escaso valor agregado y sujeta a la siempre amenazante volatilidad de los mercados.

La labor educativa del Che no se limitó a jerarquizar la superación en el plano intelectual, necesario pero insuficiente para hacer del hombre la palanca impulsora de los cambios. Lo decisivo se situaba en el ámbito de los valores sustentados en el compromiso pleno con una ética inquebrantable. Para no sucumbir, había que crecer en la impalpable zona de lo espiritual. En el trabajo con los cuadros, en las visitas a las fábricas, desconfiado de halagos y de las intrigas palaciegas frecuentes en el entorno del poder, profundizó en la búsqueda de la verdad, procuró la información certera y convirtió en regla el ejercicio de la crítica. Puso un valladar a los gérmenes de corrupción y a la complacencia con compromisos establecidos en círculos de amistad.

Cuando el neoliberalismo expande su doctrina economicista, socava la solidaridad entre los hombres y amplía las brechas sociales, la figura del Che se reafirma como símbolo y llamado a la resistencia. Admirable en su heroísmo, lo es también por su contribución al enriquecimiento del pensamiento socialista, por su ejemplo de educador y su cercanía a las masas. Cuando los medios seducen y manipulan el imaginario colectivo, la voluntad del Che de construir un sujeto para la revolución mediante la reivindicación de valores morales compromete con una necesaria continuidad, porque vinculada a la ética, la política recupera su fuente nutricia.

Fuente: http://www.granma.cu/opinion/2017-06-11/che-11-06-2017-22-06-41

Imagen: https://es.pinterest.com/explore/che-guevara/

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El hermoso relato de la historia

Por: Graziella Pogolotti

Soñé que, solitaria en una gran ciudad, buscaba inútilmente las placas indicativas de los nombres de las calles. No podía encontrar tampoco el número de las casas alineadas a lo largo de avenidas rectilíneas. La falta de referencias me producía una extraña sensación de desasosiego. Sin embargo, no sentía la angustia propia de quien anda perdido. De algún modo, el ordenamiento de la urbe, similar a tantas otras, me ayudaba a percibir su horizonte y me auxiliaba al descifrar la orientación que presidía el trazado de sus grandes avenidas. A pesar de la falta de ciertas indicaciones precisas, libre de angustia, seguí durmiendo plácidamente, segura de no perder el rumbo.

Tan singular sueño regresa a mi memoria motivada por los temas recurrentes en las conversaciones de estos días de fin de curso y de exámenes de ingreso a la Universidad. Pendientes de los resultados, todos comentan acerca de las preguntas formuladas en las pruebas concentradas en tres asignaturas de carácter formativo: Matemática, Español e Historia. En estas se practica el ejercicio del pensar y se contribuye a la maduración de la conciencia. La matemática entrena en la capacidad de estructurar un pensamiento lógico. La lengua materna es factor decisivo en la adecuada comunicación entre las personas, permite el acceso al conocimiento y viabiliza el disfrute de la literatura, determinante en el indispensable aguzamiento de la sensibilidad. La función de la historia consiste en ayudarnos a entender el mundo que nos rodea y nos ofrece las coordenadas que explican el origen y la razón de las cosas y también nos ofrece claves para transitar de modo adecuado desde el presente hacia el porvenir.

El formulario de examen se circunscribe a procurar respuestas a la solicitud de algunos datos precisos. Sin embargo, para que resulte atractiva y aleccionadora, la enseñanza de la historia tiene que utilizar los hechos como referencia en el contexto de un relato. Es entonces cuando la información adquiere sentido.

Poco importa la sustitución de Antonio Maceo en ocasión de su caída en un combate menor. Lo verdaderamente dramático fue la orfandad de los cubanos al producirse la intervención norteamericana y el nacimiento de la república neocolonial, ausentes ya Martí y Maceo, porque en el complejo entramado de la historia intervienen factores económicos, políticos, culturales, junto al papel de las personalidades. Desaparecido el Maestro, la voz  y la presencia de Maceo hubiera gozado de autoridad indiscutible para contrarrestar el influjo de los representantes del ala más conservadora de la oficialidad insurrecta.

Vista desde la perspectiva actual, imprescindible para la formación de las nuevas generaciones, la gran novela de nuestra historia habrá de contarse teniendo en cuenta la complejidad de los factores nacionales e internacionales que intervienen en cada caso. La pequeña isla que habitamos no está sola en el mundo.

Así, por ejemplo, la revolución haitiana tuvo una repercusión de primera importancia en nuestro devenir. Suele recordarse el papel de la emigración francesa en la cultura santiaguera. Existe el testimonio de los cafetales y todavía hoy se conservan tumbas de los esclavos que acompañaron a sus amos. El acontecimiento tuvo un alcance aun mayor. Abrió mercados al azúcar cubano que nos hizo sucumbir ante la tentación monoexportadora y monoproductora. Alentó el papel de la sacarocracia e impulsó la monstruosa trata negrera a gran escala en el siglo XIX. Generó el fantasma del peligro negro e incentivó el racismo. Estimuló las tendencias reformistas y anexionistas que postergaron el inicio de la guerra grande. Al mismo tiempo, como las ideas no reconocen fronteras, la sacudida libertaria haitiana perforó la censura y alcanzó a capas significativas de negros y mestizos.

De tanto andar cuesta arriba, la conciencia nacional arraigó profundamente. Lastrada por la intervención norteamericana, la república neocolonial atravesó una breve etapa de desilusión y desesperanza. Pero las fuerzas de resistencia fueron tomando cuerpo y emergieron cuando apenas habían transcurrido dos décadas desde su nacimiento. Fue una singular convergencia de nuevos actores políticos y culturales que se manifestó en el reagrupamiento de obreros, mujeres, jóvenes e intelectuales. Aunque la vida les durara poco, surgieron los protagonistas de la etapa. Mella, Martínez Villena, Antonio Guiteras. La república de los tiburones parecía tocar fondo y la dictadura de Machado precipitó los acontecimientos. El brevísimo tránsito del gobierno Grau-Guiteras mostró la vulnerabilidad derivada de las contradicciones insalvables entre los revolucionarios y, al mismo tiempo, las medidas audaces de Guiteras dejaron siembra de futuro. Trunca la Revolución del 30, dejó un legado en el plano de las ideas que traspasó los sectores minoritarios y alcanzó al pueblo, portador desde entonces de un grado de politización superior al de la América Latina de entonces, a pesar del tremendo sacudón producido por la Revolución mexicana.

La Constitución del 40 fue el resultado de una negociación. Pero las posibilidades del reformismo habían terminado. La crisis estructural de la economía era irreversible. La corrupción se hizo galopante. Los grupos gansteriles ajustaban cuentas en las calles. El golpe de Batista frustró la convocatoria a elecciones. En el desconcierto consiguiente, los partidos políticos, inoperantes, perdieron legitimidad. La mafia extendió sus tentáculos y el país parecía condenado a convertirse en un gran casino. En esas circunstancias, la apuesta insurreccional de Fidel contaba con las reservas morales latentes del pueblo, al cabo de un largo aprendizaje histórico. Por eso, después del desembarco del Granma, al contar con un puñado de hombres armados supervivientes de la expedición, dio por segura la victoria final. Así fue, ante el asombro del mundo, la consolidación de un poder que, después de haber vencido a un ejército profesional bien armado, demostró la capacidad de resistir ante las embestidas del imperio.

Fuente: http://www.cubadebate.cu/opinion/2017/05/28/el-hermoso-relato-de-la-historia/#.WStA97jau00

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Para un diálogo productivo entre lo abstracto y lo concreto

Por: Graciella Pogolotti

De manera natural, el tema de nuestra identidad se expresa en el ámbito cultural desde tiempos remotos. Su antecedente más lejano puede reconocerse en Espejo de paciencia, ese singular poema épico en tono menor inspirado en el contrabando.

Luego se manifiesta en nuestros historiadores tempranos que, en el siglo XVIII, empiezan a interrogarse acerca del qué somos y del cómo somos. En dirección similar apunta la crítica formulada por el padre José Agustín Caballero a la escolástica dogmatizante. Los criollos comenzaban a marcar su diferencia. A partir de entonces, con conciencia creciente de nuestra condición colonial, fue cristalizando, en el reconocimiento de nuestro entorno, una rica obra de imaginación y pensamiento. En los 80 del pasado siglo, el Ministerio de Cultura auspició una investigación que abordaba el asunto desde la perspectiva de las ciencias sociales. El muy reconocido texto de Carolina de la Torre constituye uno de los resultados de aquel proyecto.

La globalización neoliberal, con sus repercusiones en todos los planos de la vida, coloca el tema en una dimensión más amplia. Se han emprendido numerosas investigaciones al respecto, orientadas casi siempre al estudio de los sectores juveniles. Sin conocer las premisas de estos trabajos, sus enfoques me llevan al planteo de varias interrogantes. Algunas giran en torno a la conveniencia de establecer un corte generacional prescindiendo de un contexto más complejo. Por otra parte, me pregunto acerca de las herramientas empleadas para abordar un delicadísimo problema en el cual confluyen factores intelectuales y afectivos.

Al nacer, la criatura carece de identidad. La construye en el contacto físico con la madre, en el despertar de los sentidos y en las circunstancias que configuran el ambiente que la rodea. En esta iniciación, lo afectivo ejerce un dominio absoluto. La paulatina adquisición de la palabra establece la intersección entre lo intelectual, lo afectivo y lo meramente sensorial. Acompañada de la voz, la palabra transmite nociones y con su tesitura modela sensibilidades.

El medio familiar constituye, pues, la matriz iniciática de la definición de una identidad cultural. Es la base constructiva de valores, de normas de relación entre los seres humanos, basadas en el respeto mutuo y en la doble capacidad de observar y escuchar. Desde lo más elemental, la cocina tradicional, la familia es un vehículo básico de transmisión de una memoria cultural fundada en las zonas más íntimas de la cotidianeidad, entre tantas otras, las anécdotas de padres y abuelos. De manera más o menos consciente interviene con peso decisivo en la formulación de proyectos de vida y en los modos de configurar la noción de la felicidad. La atmósfera de armonía, o su contraparte, el ejercicio de la violencia física o sicológica, marcan indeleblemente las conductas de las criaturas en formación. La vida moderna, con su ritmo apresurado y con la intromisión de entretenimientos invasivos del hogar, ha debilitado el papel de la familia. El fenómeno es universal, pero alcanza un grado alarmante entre nosotros.

A medida que va creciendo, la criatura amplía su círculo de interacciones. El barrio y la escuela se interrelacionan. Complementaria del medio familiar, corresponde a esta última una acción múltiple, formativa, en el diseño de una identidad cultural. Sin renunciar al factor afectivo, imprescindible en el vínculo entre alumnos y maestros, entra en juego la ancha zona que corresponde a los valores y al conocimiento. En el primer caso, ha de regirse por el principio insobornable de justicia. En el segundo, interviene de manera fundamental el dominio de la lengua como instrumento para la captación de matices, la enseñanza de la historia y el conocimiento de la literatura nacional.

Es el momento de acceder, con todas sus implicaciones, a la noción de patria, razón de ser y compromiso con las generaciones que nos precedieron. Siempre en lucha con la adversidad, nos dotaron en lo material y en lo espiritual de lo que tenemos, reconocible en la maravilla de nuestras ciudades, en la obra de escritores y artistas, tanto como en la existencia de quienes sacrificaron vida y juventud para dotarnos de un espacio propio.

Adentrarse a través del doble carril de la inteligencia y de los sentimientos en el proceso histórico de una isla pequeña y escasa de recursos, capaz de enfrentar con el valor y la astucia a adversarios que la superan en dimensión y poderío, transmite noción de pertenencia e infunde el orgullo de compartir la identidad propia con un proyecto colectivo. A lo largo de medio milenio, muchos han sido los sacrificios para forjar el perfil de lo que somos. Una nación que convoca e interpela con voz autorizada, porque alcanzó su independencia tras 30 años de lucha, término incomparable en duración y esfuerzo con el de ninguna otra del continente. Frustrada la victoria, recobró fuerzas y voluntad. Derrocó tiranos y encabezó las reivindicaciones de un Tercer Mundo víctima del neocolonialismo. Llegado el momento de negociar, lo hizo en paridad de condiciones. Ahogada por una guerra económica implacable durante medio siglo, ha sido capaz de resistir y seguir haciendo obra. Tuvo que pagar un alto precio, padecer necesidades y sufrir desgarramientos por la lejanía de quienes, familiares y amigos, decidieron tomar otros rumbos. Y, sin embargo, subsisten reservas morales. A ellas tiene que apelar la sociedad toda para sanar cicatrices, para combatir los vicios que amenazan corroernos y restaurar la fe en la capacidad infinita de levantarnos y continuar la marcha. Martí ridiculizó al aldeano vanidoso. Al mismo tiempo, supo rendir homenaje a quienes, con las armas y el obrar virtuoso, sembraron conciencia y templaron el alma para el enfrentamiento decisivo.

La nación se hace todos los días mediante el actuar eficaz de sus ciudadanos. En ese presente que nos envuelve y en la recuperación viviente de la historia construida entre todos, se reconocen los hechos concretos de la realidad. En el plano simbólico de lo abstracto está la síntesis que reverenciamos. La bandera y el himno se gestaron en la sangre, en la lucha, en el inmenso sacrificio de la existencia en los campamentos mambises y en el dolor infinito de los padres que ofrendaron sus hijos.

Les debemos reverencia y respeto. No podemos vulgarizar su uso, sino enaltecer su presencia en los instantes excepcionales. Con sus peculiares ideas, sus arrestos y su voluntad de reafirmar su identidad, los jóvenes se integran a una comunidad intergeneracional, porque toca a ellos continuar nuestra lucha y sostener la defensa de una soberanía difícilmente conquistada.

Fuente: http://www.granma.cu/opinion/2017-05-14/para-un-dialogo-productivo-entre-lo-abstracto-y-lo-concreto-14-05-2017-23-05-21

Imagen: https://www.ecured.cu/Identidad_Cultural_Cubana

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Autocrítica personal

Por: Graziella Pogolotti

Juventud, divino tesoro,/ ¡ya te vas para no volver!/ Cuando quiero llorar, no lloro… / Y a veces lloro sin querer…

Rubén Darío

Generaciones enteras memorizaron los versos del poeta nicaragüense, tomados de Cantos de vida y esperanza. Con frecuencia, algún amigo los anotaba en los libritos de autógrafos que las adolescentes ofrecían a su firma.

El poema, sin embargo, es lamento nostálgico de quien, llegado a la edad madura, evoca un tiempo pasado desde una memoria en la que ya se han limado las aristas más dolorosas.

En verdad, la juventud es una de las etapas más difíciles de la vida. En ella, la sensación de tránsito se acelera. En un abrir y cerrar de ojos, aparecen las inquietudes propias de la pubertad. Hay que superar tanteos y timideces, vencer la suspicacia de los mayores que no entienden inquietudes, cambios de humor, tanto como señales de rebeldía nacidas de la búsqueda de autoafirmación, de la necesaria ruptura del cordón umbilical. Se imponen, en rápida sucesión, las exigencias de la sociedad. Hay que definir caminos, decidir las vías de continuidad de estudios. De lo contrario, se abre la vía del trabajo que implica caer como novicios en un espacio desconocido, intergeneracional, donde no resulta fácil formar grupo, atrapados entre la condescendencia, el ninguneo, el tropiezo con dificultades imprevistas que caen de golpe, sin entrenamiento previo. Muy pronto, llegan los reclamos de la pareja y el empeño por formar hogar propio, acompañado de la exigencia imperiosa de un lugar para la privacidad.

Y va llegando mi autocrítica personal. Cargada de años, con la conciencia de la experiencia acumulada, me dejo penetrar subrepticiamente por un poco de vanidad.

Queriendo ayudar, se me escapa el tono condescendiente. Habiendo conocido esas vivencias en un pasado distante minimizo las vacilaciones ante problemas que me parecen de extrema simplicidad. Sin tener conciencia de ello, soy paternalista y multiplico involuntariamente la inhibición del interlocutor.

Para mayor complejidad del conflicto, la realidad evoluciona a una velocidad sin precedentes. Pertenezco a la era analógica. Me irrita la presencia obsesiva del móvil, el chirrido que todo lo interrumpe, la brevedad telegráfica de los mensajes. Añoro el conversar pausado, el sentir la mano del otro, cálida y sensible, descansando sobre mi hombro.

Por naturaleza y necesidad, el ser humano es gregario. En los jóvenes se extrema el apremio de constituir grupos por afinidad de intereses, sometidos también a reglas de conducta que los identifican. Por sorprendente que parezca, las formas de comunicación derivadas de las nuevas tecnologías, aparentemente despersonalizadas, responden a ese llamado intrínseco hacia la socialización, extendida ahora más allá de nuestras fronteras.

Nuevas formas de liderazgo operan en estas circunstancias, porque el perfil de líderes a distinta escala tiene peso de singular importancia en la sociedad. Son personalidades con percepción aguda de demandas muchas veces no formuladas, capaces de encaminar esos intereses por vía adecuada con el propósito de involucrar al colectivo en las soluciones. Quien lea con atención el libro de Ramonet sobre Chávez, descubrirá las vías mediante las cuales el joven venezolano empezó desde fecha temprana a tejer redes y fue imantando, a partir de la afición común por la pelota, los vínculos que, más tarde, lo llevarían a enrumbar el destino de la nación.

Como en Fidel Castro, hubo en Chávez una vocación de claros perfiles. Pero, hay técnicas que se aprenden. El punto de partida habrá de ser, en todos los casos, el auténtico, casi orgánico, respeto al otro en su carácter de persona pensante y sensible. La clave está en la capacidad de escuchar y discernir, en un entorno siempre heterogéneo, las voces auténticas, aunque resulten a veces discordantes.

Cuando exploro mi memoria y mi conciencia, tengo que reconocer mis propias deficiencias. Hablando con el corazón en la mano, sé escuchar, pero no supero siempre un fondo de resistencia crítica, anidada en mi condición de maestra, en mi obligación de enseñar la verdad de que soy portadora. Y, de repente, me asedia la impaciencia. Sin percatarme de ello, corto la comunicación.

El diálogo abierto que propongo no supone renunciar por mi parte a mi identidad y a las verdades constituidas en la experiencia de vida, en el vínculo con las razones del batallar político.

En los días de efemérides se impone el disfrute y la celebración con alegría. Hay una faena cumplida y es justo reconocer a quienes contribuyeron a llevarla hacia adelante. Es el momento de rememorar los días ya lejanos en que la Asociación de Jóvenes Rebeldes fue el punto de partida de un creciente proceso de cohesión entre una generación que emergía, impaciente por hacer lo suyo. Llegada la edad madura se impone también la exigencia de meditar para responder a los desafíos de una actualidad  que reclama acción y presencia.

Por mi parte, prometo abandonar mis manías de maestra. Siguiendo la sugerencia de uno de ellos, no volveré a interpelar a los jóvenes con el apelativo de muchachos. Los respetaré como lo que son: adultos en formación.

Fuente: http://www.granma.cu/opinion/2017-04-02/autocritica-personal-02-04-2017-21-04-41

Imagen: http://sdnorte.com/rd/juventud-no-tirar-la-toalla/

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Pensar para hacer

Por: Graziella Pogolotti

A veces, el pensamiento se lanza por la pradera fértil como caballo desbocado. La casualidad propone encuentros inesperados y favorece la lectura, coincidente en el tiempo, de distintas fuentes de conocimiento.

Entonces, del fondo de la memoria emergen recuerdos y se establecen asociaciones libres entre las vivencias personales y las lecturas recientes.

Acaba de llegar a mis manos, motivado por una reseña publicada en Juventud Rebelde, un libro póstumo de Juan Nuiry, Tradición y combate, una década en la memoria, recopilación de textos que, a pesar de su carácter heterogéneo, asegura coherencia a través de hilos conductores fundamentales.

Hay un muchachón, nacido en Santiago de Cuba, que cuenta en primera persona su iniciación en la vida. Es el principio de una historia que hubiera podido coincidir con la de tantos otros: el juego de pelota, la adaptación a la ciudad capital, el tránsito escolar, hasta el ingreso en la Universidad. El madrugonazo de Batista le cambiará la vida. Una llamada telefónica lo conduce a la Colina, desde ese momento se sumerge en la lucha mayor por la patria. Dirigente de la FEU, estará junto a José Antonio Echeverría. Protagonizará la audaz acción de quienes se lanzaron en pleno juego de pelota al terreno para desafiar ante las cámaras al tirano. Estará luego entre los conjurados de Radio Reloj un 13 de marzo de 1957. Obligado a exiliarse, regresa en una avioneta cargada de armas para incorporarse al Ejército Rebelde. Integra la Caravana de la Victoria y, en el histórico acto de Columbia, toma la palabra para ratificar, en nombre de la FEU, la indestructible unidad de la Revolución.

Esta apasionante narración se complementa con un pensamiento que reivindica el papel de la Universidad en el proceso formador de la nación. Al referirse a José Antonio, subraya lo muchas veces olvidado: el papel que el dirigente estudiantil concedió a la cultura. Se ha evocado el respaldo al Ballet Alicia Alonso en el estadio universitario. No fue un hecho aislado. Atendió los programas de cine de J.M. Valdés Rodríguez, impulsó la música sinfónica y el canto coral. El brillante estudiante de arquitectura no descuidaba las artes visuales.

Abrió el espacio de la Colina a los artistas que se opusieron a la Bienal convocada por las dictaduras de Batista y Franco, experiencia que, como la de otras exposiciones, me tocó compartir.

En la práctica, durante muchos años, el ámbito de la entonces Plaza Cadena (hoy Agramonte) se constituyó en área de intenso aprendizaje extracurricular. Era la continuidad del mítico Patio de los Laureles de tiempos de Mella. El intercambio informal con profesores como Raúl Roa y entre alumnos de todas las facultades era fragua y hervidero de ideas. En ese amplio foro se debatía política, se salvaba  la memoria histórica y se abordaban temas de actualidad de diversas índoles. Se reafirmaba de ese modo la vocación de nuestra cultura nacional, asentada en la indestructible articulación de ciencia y conciencia. Nuiry reconoce la validez de la fórmula de Varona y de Fernando Ortiz. Responde a una corriente esencial del pensar en cubano.

Por afortunada intervención del azar concurrente, el Instituto Juan Marinello acaba de presentar Cuba, iniciativas, proyectos y políticas de cultura, una recopilación de ponencias sobre la República Neocolonial. Sin haber tenido tiempo para leer el conjunto de los trabajos, una primera mirada me sugiere posibles discrepancias, lo que resulta estimulante.

No estamos en una labor de catequesis doctrinaria, sino ante el reto de edificar un cuerpo de ideas ajustado a una realidad cambiante. Para lograrlo, la visión retrospectiva actúa en función del presente. En esa circunstancia, requerimos un obrar entre todos, nutrido del diálogo afirmativo y profundo, entreverado de los peros y sin embargo, con añadidura del quizá. Así se comporta una auténtica dialéctica del pensar. Con las reservas antes dichas, recomiendo con entusiasmo la lectura analítica del prólogo del historiador Eduardo Torres Cuevas. Es el resultado del acarreo y decantación de años de estudio, de docencia y de investigación.

Ajeno a tentaciones descriptivistas y a la acostumbrada secuencia cronológica de nuestros maestros en el ejercicio práctico del pensar, el conocido investigador cubano subraya la necesidad de estudios trans e interdisciplinarios y de un recuento del pasado volcado hacia el presente. Su lectura de la secuencia Caballero-Varela-Luz es aleccionador. Desde una perspectiva de filosofía electiva equivalente a la libre selección no mimética, fundada en una realidad concreta, proyectaron sus ideas hacia la acción por venir. Así llegaron a la manigua  los discípulos de Luz y Caballero. Así mismo, Torres Cuevas reivindica el concepto de transculturación según Fernando Ortiz. Pero insiste con tino en que el autor de El engaño de las razas llegó a esa definición imprescindible al cabo de un intenso proceso de estudio y de revisión crítica de sus propias ideas. Para Ortiz, la transculturación era un fenómeno viviente, complementado por la necesidad de culturar.

Para ello, la contribución del pensar debe convertirse en una apropiación creativa y socializada en el cuerpo palpitante de la nación. En síntesis, desde los maestros fundadores, hemos pensado para hacer. Entonces, ciencia y conciencia van de la mano.

En el fragor del combate, José Antonio hizo converger en la Universidad el enfrentamiento frontal a la tiranía y al imperio. Para construir un país, concedió igual importancia al estudio del arte y la cultura. En un ámbito académico, inscrito inevitablemente en el batallar decisivo de la hora, Torres Cuevas destaca con pasión la necesidad de estudiar, de recuperar el pasado para hacer el presente y el futuro. Las claves de nuestro origen están en muchos papeles por rastrear. Pero hay que trascender la mera hechología. En el sustrato de nuestros conflictos de ayer y de hoy perduran los remanentes de una impronta colonial y neocolonial. Está en nosotros y en la América Latina desgarrada. Para formular un aparato conceptual adecuado, se impone reacomodar la perspectiva que alentó la filosofía electiva, nunca ecléctica. La raíz está en Varela y Luz, tanto como en el «nuestroamericanismo» de José Martí y, más atrás, en el llamado a inventar de Simón Rodríguez. Ajusticiemos definitivamente al aldeano vanidoso. Pongamos nuestros recursos en función de un pensar para hacer.

Fuente: http://www.granma.cu/opinion/2017-03-26/pensar-para-hacer-26-03-2017-21-03-08

Imagen: http://www.correodelorinoco.gob.ve/politica/juventud-cubana-reafirma-compromiso-revolucion/

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Todo bien

Por: Graziella Pogolotti

Según dicen, no soy fácil. Tengo malas pulgas que se alteran ocasionalmente en el curso de las modestísimas tareas de dirección asumidas por sentido del deber. En verdad, nunca me han resultado gratas. Un análisis autocrítico me induce a reconocer, entre los factores que desencadenan una cólera similar al erizamiento del lomo de Electra, mi mascota, está la complacencia acomodaticia de quienes, a la hora de despachar asuntos de trabajo afirman, con amplia sonrisa a lo Pangloss, el célebre personaje de Voltaire: «Todo bien». Mientras tanto, como en una canción francesa muy conocida décadas atrás, el incendio ha devorado los graneros, los ladrones se hicieron de las joyas de la familia y las lluvias produjeron el derrumbe del techo de la vivienda.

Sin llegar a tan dramáticos extremos, el Feliciano «todo bien» es expresión de conformismo autocomplaciente y, lo más grave desde el punto de vista ético, consiste en mantener al dirigente satisfecho, marginado de los problemas reales, ignorante de las graves fisuras enmascaradas tras el maquillaje de la pintura fresca. Es conducta que revela uno de los aspectos más corrosivos de una mentalidad burocrática atrincherada en la rutina y la preservación de algún privilegio mezquino. Las consecuencias de tales comportamientos, agravadas por la tendencia a multiplicarse como un marabú infecundo, siquiera para producir carbón vegetal, son económicas y políticas. Favorecen el despilfarro y bordean la frontera del delito. Contribuyen también a la pérdida de confianza en la capacidad de las instituciones públicas para ofrecer respuestas adecuadas a las demandas del momento. Factor de primera importancia  en una etapa histórica requerida de poder de convocatoria para aunar esfuerzos en la superación de deficiencias, comprometer a la participación ciudadana en la búsqueda efectiva de soluciones concretas en la acción y en el ejercicio de la crítica oportuna y certera.

La acomodaticia visión del «todo bien», asumida como actitud natural en nuestra cotidianidad en cada una de las células que conforman el edificio social tiene consecuencias nefastas en la práctica de la vida familiar, de la escuela, la comunidad y del ámbito laboral. Oculta malignos gérmenes, fáciles de destruir en el instante de su nacimiento. De no atajarse entonces, invadirá todo el organismo, socavado por la desidia y peligrosamente vulnerable a la corrupción y al soborno. Por la puerta trasera de las pequeñas concesiones penetra el aire inficionado por la pérdida de valores, que permiten la contaminación de las ideas matrices de nuestra historia y de nuestra Revolución.

Creo firmemente que, ante la proliferación de estas tendencias, mi percepción no es desmesurada. Los riachuelos proveen agua a los grandes ríos, porque lo grande se va haciendo con la contribución de pequeños esfuerzos articulados en un propósito común. Cada uno de nosotros, desde la tarea modesta que le concierne (maestro, médico, campesino, albañil, camarero) constituye uno de los tantos riachuelos que, a través del tiempo, han alimentado y fertilizado una isla, entorno físico de la patria hasta alcanzar el destacado desempeño de una cultura y de una presencia singular en el concierto de las naciones.

El «todo bien» es refugio seguro para la chapucería y «el mata y sala». En la batalla de ideas de nuestros días, subestimar el peso y el sentido de las palabras favorece actitudes suicidas. El «todo bien» trasluce un modo de pensar y una filosofía de la vida incompatibles con el proyecto emancipador latente en el proceso histórico cubano. El ser humano y la sociedad, así lo pensaron Martí y Fidel, son perfectibles.

La confianza en el mejoramiento humano animó la lucha por la independencia y forma parte del pensamiento de los intelectuales que contribuyeron, soñando en grande, a diseñar los paradigmas fundamentales que han alentado a nuestros mejores esfuerzos.

Modelar el alma, el espíritu y los valores éticos subyace en la apuesta en favor de una educación a la que hemos dedicado tantos desvelos. Enfrentar la explotación inicua del ser humano y rescatar la infancia campesina de tanta muerte prematura inspiró a quienes entregaron sus vidas en un combate ininterrumpido. Por eso, en Santa Ifigenia reverenciamos la síntesis de tan hermosa tradición. Ahí están Mariana y Martí, los caídos en el Moncada y Fidel. Los constructores de las altísimas naves de las catedrales góticas desafiaron las leyes de la física. Para contrarrestar la fuerza expansiva de los muros y evitar el derrumbe, crearon un sistema de arbotantes, arcos que sugieren una hermosa osamenta pétrea situada al exterior de la nave. Las razones de la necesidad promovieron soluciones prácticas que, con el andar de los siglos, se asocian a la cristalización integral de una imagen de indiscutible valor estético. Para nosotros, en el campo del obrar concreto de cada día, el ejercicio de la crítica cumple función similar a la de aquellos arbotantes inventados por los artesanos del Medioevo.

El abordaje del tema ha tropezado con obstáculos de orden subjetivo y objetivo. Heredera de un batallar contra el poder colonial y neocolonial, nuestra cultura ha generado mecanismos que inducen a colocarnos a la defensiva ante el comentario crítico. Paradójicamente, no somos reacios a la imitación de modelos. Los años de implacable confrontación ideológica han llevado el debate en torno al ejercicio del criterio a formulaciones abstractas y a una manifiesta politización. Para eludir trampas paralizantes, se impone establecer normas básicas en términos de rigor y de necesarios deslindes. El ámbito del arte y la literatura tiene sus propias normas y tiene sus propios referentes teóricos. Así sucede también  cuando nos situamos en el campo de las ciencias políticas y sociales. No quiere decir con ello que debamos soslayar asuntos que conciernen en algún grado a nuestro modo de vivir y de entender la realidad. En esta ocasión, quisiera llamar la atención acerca de la urgencia de rescatar y salvaguardar la crítica social. Su debilidad lleva a la reiteración de errores y lacera el compromiso ciudadano con prácticas que favorezcan, desde las células primordiales de la sociedad, al logro de la indispensable eficiencia económica, de recuperación de la disciplina social, de la conquista de un bienestar no solo material, que procure un amable vivir cotidiano, al rescate del actuar colectivo contra lo mal hecho. Podría decir mucho más. El espacio no me alcanza. Prometo volver pronto. (Tomado de Juventud Rebelde)

Fuente: http://www.granma.cu/opinion/2017-02-12/todo-bien-12-02-2017-23-02-59

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