Por: Graziella Pogolotti
Juventud, divino tesoro,/ ¡ya te vas para no volver!/ Cuando quiero llorar, no lloro… / Y a veces lloro sin querer…
Rubén Darío
Generaciones enteras memorizaron los versos del poeta nicaragüense, tomados de Cantos de vida y esperanza. Con frecuencia, algún amigo los anotaba en los libritos de autógrafos que las adolescentes ofrecían a su firma.
El poema, sin embargo, es lamento nostálgico de quien, llegado a la edad madura, evoca un tiempo pasado desde una memoria en la que ya se han limado las aristas más dolorosas.
En verdad, la juventud es una de las etapas más difíciles de la vida. En ella, la sensación de tránsito se acelera. En un abrir y cerrar de ojos, aparecen las inquietudes propias de la pubertad. Hay que superar tanteos y timideces, vencer la suspicacia de los mayores que no entienden inquietudes, cambios de humor, tanto como señales de rebeldía nacidas de la búsqueda de autoafirmación, de la necesaria ruptura del cordón umbilical. Se imponen, en rápida sucesión, las exigencias de la sociedad. Hay que definir caminos, decidir las vías de continuidad de estudios. De lo contrario, se abre la vía del trabajo que implica caer como novicios en un espacio desconocido, intergeneracional, donde no resulta fácil formar grupo, atrapados entre la condescendencia, el ninguneo, el tropiezo con dificultades imprevistas que caen de golpe, sin entrenamiento previo. Muy pronto, llegan los reclamos de la pareja y el empeño por formar hogar propio, acompañado de la exigencia imperiosa de un lugar para la privacidad.
Y va llegando mi autocrítica personal. Cargada de años, con la conciencia de la experiencia acumulada, me dejo penetrar subrepticiamente por un poco de vanidad.
Queriendo ayudar, se me escapa el tono condescendiente. Habiendo conocido esas vivencias en un pasado distante minimizo las vacilaciones ante problemas que me parecen de extrema simplicidad. Sin tener conciencia de ello, soy paternalista y multiplico involuntariamente la inhibición del interlocutor.
Para mayor complejidad del conflicto, la realidad evoluciona a una velocidad sin precedentes. Pertenezco a la era analógica. Me irrita la presencia obsesiva del móvil, el chirrido que todo lo interrumpe, la brevedad telegráfica de los mensajes. Añoro el conversar pausado, el sentir la mano del otro, cálida y sensible, descansando sobre mi hombro.
Por naturaleza y necesidad, el ser humano es gregario. En los jóvenes se extrema el apremio de constituir grupos por afinidad de intereses, sometidos también a reglas de conducta que los identifican. Por sorprendente que parezca, las formas de comunicación derivadas de las nuevas tecnologías, aparentemente despersonalizadas, responden a ese llamado intrínseco hacia la socialización, extendida ahora más allá de nuestras fronteras.
Nuevas formas de liderazgo operan en estas circunstancias, porque el perfil de líderes a distinta escala tiene peso de singular importancia en la sociedad. Son personalidades con percepción aguda de demandas muchas veces no formuladas, capaces de encaminar esos intereses por vía adecuada con el propósito de involucrar al colectivo en las soluciones. Quien lea con atención el libro de Ramonet sobre Chávez, descubrirá las vías mediante las cuales el joven venezolano empezó desde fecha temprana a tejer redes y fue imantando, a partir de la afición común por la pelota, los vínculos que, más tarde, lo llevarían a enrumbar el destino de la nación.
Como en Fidel Castro, hubo en Chávez una vocación de claros perfiles. Pero, hay técnicas que se aprenden. El punto de partida habrá de ser, en todos los casos, el auténtico, casi orgánico, respeto al otro en su carácter de persona pensante y sensible. La clave está en la capacidad de escuchar y discernir, en un entorno siempre heterogéneo, las voces auténticas, aunque resulten a veces discordantes.
Cuando exploro mi memoria y mi conciencia, tengo que reconocer mis propias deficiencias. Hablando con el corazón en la mano, sé escuchar, pero no supero siempre un fondo de resistencia crítica, anidada en mi condición de maestra, en mi obligación de enseñar la verdad de que soy portadora. Y, de repente, me asedia la impaciencia. Sin percatarme de ello, corto la comunicación.
El diálogo abierto que propongo no supone renunciar por mi parte a mi identidad y a las verdades constituidas en la experiencia de vida, en el vínculo con las razones del batallar político.
En los días de efemérides se impone el disfrute y la celebración con alegría. Hay una faena cumplida y es justo reconocer a quienes contribuyeron a llevarla hacia adelante. Es el momento de rememorar los días ya lejanos en que la Asociación de Jóvenes Rebeldes fue el punto de partida de un creciente proceso de cohesión entre una generación que emergía, impaciente por hacer lo suyo. Llegada la edad madura se impone también la exigencia de meditar para responder a los desafíos de una actualidad que reclama acción y presencia.
Por mi parte, prometo abandonar mis manías de maestra. Siguiendo la sugerencia de uno de ellos, no volveré a interpelar a los jóvenes con el apelativo de muchachos. Los respetaré como lo que son: adultos en formación.
Fuente: http://www.granma.cu/opinion/2017-04-02/autocritica-personal-02-04-2017-21-04-41
Imagen: http://sdnorte.com/rd/juventud-no-tirar-la-toalla/