Por: Jorge Ossona
Para ser fructífero y productivo, el debate sobre la despenalización del aborto debe despojarse de prejuicios distorsivos y aprovecharse para comprender un poco más algunas problemáticas sociales con las que suele relacionárselo. Es el caso de los embarazos adolescentes en los mundos de la pobreza.
Se habla de miles de niñas, adolescentes y mujeres obligadas a concebir hijos en contra de su voluntad o a abortar clandestinamente en condiciones sanitarias que pueden costarles la vida. También, de los consiguientes hijos malnutridos y con capacidades cognitivas y de aprendizaje disminuidas. Veladamente, se plantea al aborto legal como solución alineada con los deseos de esas jóvenes. El panorama en villas y asentamientos, sin embargo, desmiente esos supuestos y plantea realidades más complejas.
Es cierto que la edad promedio de las primerizas oscila entre los quince y los dieciocho años. Pero a partir de entonces, las jóvenes ya no se reconocen como adolescentes sino como mujeres. Es más, una chica de veintiuno que aún no tiene descendencia suscita la sospecha de la infertilidad; un fantasma vivido con particular dramatismo por mujeres cuya única respetabilidad en un entorno patriarcal lo constituye la maternidad.
Tampoco es cierto que sea la ignorancia sobre los métodos anticonceptivos el motivo de tales embarazos. Los conocen muy bien a raíz de su difusión en escuelas y campañas preventivas estatales administradas desde centros comunitarios. Pero su uso queda siempre supeditado a la decisión autoritaria de sus parejas que, en la mayoría de los casos, los descartan en procura de una sensualidad más intensa.
Los embarazos consiguientes no son tampoco el producto de una planificación; pero sí una probabilidad deseada por la mayoría. Y ello tiene que ver con toda una serie de valores del nuevo y aún poco conocido mundo de la marginalidad. Durante los últimos cuarenta años, villas y asentamientos se han convertido en ámbitos de una sociabilidad cuya intensidad es correlativa a los procesos de desafiliación respecto del trabajo y la educación. Los empleos precarios o inexistentes, el hacinamiento habitacional y la deserción escolar han minado las concepciones temporales de la sociedad integrada.
Las ideas de futuro han sido sustituidas por el fatalismo de un presente continuo concentrado en la supervivencia cotidiana. Muchos padres insisten en la escolarización de sus hijos; pero otros la descalifican.
En el caso de las chicas, para que se acometan a la ayuda en el cuidado y la asistencia de madres y parientes. La falta de proyectos alternativos las sume en una rutina de aburrimiento y subordinación a los mandatos familiares. Quedar embarazadas les supone la posibilidad de salir del tedio, de las sujeciones abusivas, y de los peligros de parientes y vecinos acechantes.
Automáticamente, ganan respetabilidad; devienen en protagonistas y no meras auxiliares solidarias. La maternidad les confiere así una suerte de afirmación personal e incluso su ciudadanía por el acceso a nuevos derechos.
Su efecto demostrativo cunde; y es imitado por pares ansiosas de acceder también al cambio de estatus. ¿Reafirmación conservadora o versión local de una rebelión anti patriarcal? Una discusión importante que supera los límites de este diagnóstico.
Una vez concebidos sus bebés, son alojadas en sus propios hogares o en el de padres que asumen sus responsabilidades; casi siempre otro joven un poco mayor que ellas. Otros –no pocos- se desentienden y se alejan transitoriamente del barrio por miedo a las represalias de parientes “deshonrados”.
El deseo de formar una familia es percibido con cierto escepticismo habida cuenta del carácter volátil que le confieren a las relaciones de pareja, y del escaso compromiso paternal tanto en los cuidados del embarazo como en los de la crianza. Muchas conforman verdaderas comunidades de madres solteras junto con sus propias progenitoras, hermanas, primas y tías que se asisten recíprocamente y contribuyen mediante distintas changas a su fondo de subsistencia.
La imposibilidad de trabajos estables las convierte en candidatas ideales para la especulación de la política clientelar que les suministra subsidios sin otra contraprestación laboral que la de asistir con sus hijos a movilizaciones exigidas por las organizaciones sociales que las usan para disuadir eventuales represiones. Un espectáculo, por lo demás, prácticamente naturalizado en piquetes y cortes de rutas y avenidas.
El aborto casi nunca se halla en el horizonte de sus expectativas, por considerarlo contradictorios con su aspiración de devenir en madres lo antes posible. Tampoco en el de sus padres o parientes por razones religiosas o culturales. No son los abortos clandestinos, entonces, los que explican la elevada mortalidad de los jóvenes carenciados en general sino otras causas que requieren también de incisivas políticas públicas. Aclararlo, tal vez contribuya a habilitar un debate maduro sin conmiseraciones especulativas “pobristas” o pseudo-progresistas y abrir cauce a otros de gravedad equivalente.
Fuente: https://www.clarin.com/opinion/embarazos-aborto-pobreza_0_rkwaVZnsM.html