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Vientres de alquiler: Una explotación de la mujer

Por: Lidia Falcón

A finales de enero de 2018, la Izquierda Unida celebró unas jornadas sobre violencia contra la mujer que abarcaron, desde la tribuna con las más famosas expertas en el tema, todas las violencias que sufren las mujeres desde los más remotos tiempos. Ciertamente en siglos pasados esa violencia era más descarnada, pública y habitual, sobre todo comparando lo que sucede en la actualidad en el continente europeo donde ha avanzado gracias a la lucha incansable del Movimiento Feminista. Sobre esto investigué en Mujer y Sociedad hace 50 años.

Pero en la actualidad, valiéndose de los avances científicos y tecnológicos, el Capital ha logrado someter a las mujeres pobres a una nueva explotación: alquilar con costes reducidos la capacidad reproductora de las mujeres. Con la inestimable ayuda del Patriarcado está sometiendo a miles de jóvenes a las prácticas de hormonación, implantación de embriones, embarazos, partos y extracción del recién nacido, para entregarlo a aquellos individuos que puedan pagar por ello. Como si de la fabricación de zapatos se tratase.

Y como es habitual, el Capital y el Patriarcado han elaborado una astuta propaganda para explicar y defender la legitimidad de esta nueva forma de esclavitud. Mediante los y las voceras que siempre se alinean con el poder, difunde sus argumentos que pervierten y falsean los más grandes valores que la humanidad ha logrado incorporar a sus Constituciones y legislaciones, tras largas y sangrientas luchas contra ese mismo poder que ahora pretende someterla: el derecho, la libertad y la solidaridad.

Derecho: La nueva propaganda que pretende legalizar los vientres de alquiler, arguye que todas las personas tienen derecho a tener hijos, retorciendo precisamente uno de los grandes avances conquistados por el feminismo: el derecho de las mujeres a controlar la natalidad e interrumpir un embarazo no deseado. Porque el derecho a ser padres no está reconocido en ningún cuerpo legislativo del mundo. Sería una aberración, ya que de no poder lograrse por medios naturales en caso de infertilidad, daría lugar a la explotación de mujeres, de grado o por fuerza para fabricar esos bebés deseados. Precisamente lo que se ha logrado con la infame industria de los vientres de alquiler.

Pero los derechos que regulan la vida de los seres humanos son demasiado trascendentales, convierten la historia natural y animal que ha regido nuestra evolución durante milenios en la historia social, como decía Marx, para que sean manipulados y degradados en esta transformación frankesteiana que ha inventado el Capital. A las clases sometidas les han costado siglos de luchas, rebeliones, sublevaciones y revoluciones que las clases dominantes aceptaran los derechos universales como una consideración ineludible e intransferible de la condición humana. Desde que se firmó la Declaración de Derechos Humanos de la ONU, de 1948, y que se aprobara por las 56 naciones constituidas entonces en la Organización internacional costó varios siglos de guerras que ocasionaron terribles genocidios y desastres en varios continentes, “no se puede someter a ninguna persona a tortura, ni penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes”. Que es precisamente lo que sufren las mujeres sometidas a la fertilización y fecundación, con expoliación del niño.

Frente al supuesto derecho de los compradores de bebés, están los derechos de las cobayas humanas sometidas a estos experimentos inaceptables. Las mujeres convertidas en probetas, en máquinas de procrear, como en una distopía futura al estilo de El Cuento de la Criada de Margaret Atkwood.

Con una característica añadida. En un planeta en el que hay millones de niños huérfanos y abandonados, esos padres y madres tan deseosos de dar amor y cuidados no quieren adoptarlos porque se trata de que sus descendientes mantengan su código genético lo que supone, una vez más, el triunfo del supremacismo racial.

No podemos aceptar que existe un derecho a ser padres, como no podemos aceptar que existe un derecho a vender trozos del cuerpo, a torturar a otras mujeres, a disponer de su capacidad reproductora, a expoliarle los hijos, ni aún con su consentimiento. Porque ese consentimiento, obtenido mediante la presión económica no es libre. De la misma manera que no se permite la venta de órganos aún con la aceptación del vendedor, porque nuestro nivel de ética social nos lo impide,  no existe el derecho a aprovecharse de la facultad reproductora de otras mujeres por dinero.

Libertad. En ese discurso, que ahora se llama relato por la acepción de cuento que tiene este término, del Capital se apela a la libertad de la mujer que acepta la transacción. En consecuencia, las mafias que organizan las agencias de venta de niños y sus voceras, están reclamando la legalización de los vientres de alquiler siempre que sea con el consentimiento de la mujer. Ya conocemos ese mismo argumento para legalizar la prostitución. Pero también la libertad es un hermoso vocablo y un derecho imprescriptible, y para poder disfrutarla las clases explotadas tuvieron que librar miles de luchas y decenas de revoluciones, en las que empeñaron su vida, contra las clases dominantes, de modo que ahora se utilice para esclavizar a los pobres de siempre, mayormente mujeres, por los mismos depredadores de siempre.

Como en los Diez Mandamientos, hay que prohibir se que utilice el término de libertad en vano, sobre todo por aquellos que precisamente estrangulan la libertad de las que dicen defender. La libertad es demasiado trascendental, demasiado preciosa, demasiado definitoria de la condición humana para degenerarla y banalizarla asegurando que las mujeres que se prestan a ser inseminadas y fecundadas como vacas están utilizando su libertad. No hay nada más esclavizador que la pobreza, y ninguna de las decisiones que los seres humanos toman obligados por ella son libres.

Y tampoco, como en el sensiblero caso, que los y las defensoras de la legalización de los vientres de alquiler siempre utilizan, de la mujer estéril que le pide el favor a su hermana de que geste el embrión escogido, nunca se puede legislar ad hominem porque la legislación, y en eso consiste su grandeza, no se aprueba por los ciudadanos para beneficiar a unas personas escogidas sino que es general y universal para proteger a las personas necesitadas y a las clases desposeídas.

Solidaridad. Utilizando el hermoso término de solidaridad, la fraternidad de la enseña de la Revolución Francesa, esos difusores del agit-prop capitalista están taimadamente apelando a la abnegación femenina, cuya característica es el deseo de sacrificio y entrega a los que ama. Valor femenino por excelencia, cuya adscripción ha servido al patriarcado para exigir sacrificios a las mujeres que los hombres nunca están dispuestos a realizar. Como vemos no se oye que se realicen transplantes de testículos de un hermano a otro que sea estéril.

Resulta patético escuchar a mujeres defender la generosidad que se le atribuye a otra para dejarse fecundar y embarazar por entregarle un bebé recién fabricado a su hermana o a su amiga, cuando esas abogadas de la abnegación y la generosidad nunca estarían dispuestas a hacer lo mismo.

Porque en realidad, esa apelación a la solidaridad, que mejor estaría utilizada en defender buenas causas, es una excusa, una mistificación para engañar a las gentes tontas y mezquinas que se dejan embaucar con argumentaciones incluso infames como el racismo y el nazismo.  Sobre todo cuando se apela a las emociones con argumentaciones sensibleras siempre encaminadas a defender los privilegios de los poderosos contra los derechos y la dignidad de los desposeídos. La prueba es que esos ansiosos personajes por ser padres y madres nunca han protagonizado ni organizado ni encabezado manifestaciones ni asociaciones ni reclamaciones para que los trámites legales hagan más fácil y asequible la adopción.

Se trata de organizar un mundo de explotaciones legales, de humillación y utilización del cuerpo de las mujeres, con el beneplácito de las masas adoctrinadas por esa filosofía del engaño que el poder elabora muy astuta y eficazmente, hasta convencer a quienes se creen defendiendo derechos, libertades y fraternidades, cuando son los cómplices necesarios de un futuro distópico en que los poderosos poseerán el cuerpo y el alma de los desposeídos. Sobre todo sin son mujeres.

Fuente artículo: http://blogs.publico.es/lidia-falcon/2018/02/02/vientres-de-alquiler-una-explotacion-de-la-mujer/

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Violencia institucional

Por: Lidia Falcón

La mujer que cuentan como primera víctima de violencia machista de 2018 fue apuñalada en Tenerife hace pocos días. Había presentado denuncia por amenazas y maltrato unos días antes y el juzgado la había archivado por no ser de riesgo. Jennifer H.S., la mujer asesinada el viernes 19 de enero por su expareja en Los Realejos (Tenerife), había denunciado el 8 de enero al hombre por violencia de género, en concreto por agresiones verbales.

El subdelegado del Gobierno en Santa Cruz de Tenerife, Guillermo Díaz Guerra, en unas declaraciones a los medios de comunicación aseguró que la mujer afirmó no necesitar medidas de protección. A los dos días de la denuncia se celebró un juicio rápido y el juez de guardia archivó la causa. Informan de que la policía la llamó después para preguntarle cómo se encontraba y le dio unos consejos para autoprotegerse: no convivir en el mismo domicilio o cesar definitivamente esa relación y acudir a servicios sociales. “Y a partir de ahí –lamentó la policía interrogada- la siguiente información que tenemos es el fallecimiento de la víctima”. Ni siquiera utiliza la palabra asesinato, como si hubiese muerto de un infarto.

Nunca sabremos qué escrito de acusación presentó el fiscal, qué pensó el juez para ordenar el archivo, ni que atestado instruyó la policía a la que fue a pedir ayuda la víctima. Pero no es ningún caso extraordinario. Según los repetidos informes que mensualmente elabora el Observatorio de Violencia de Género, el 60 por ciento de las víctimas de feminicidio no habían presentado denuncia. ¿Y qué sucedió con el 40% restante? ¿Se les dio consejos para autoprotegerse? ¿Se archivaron las denuncias por no ser de riesgo? ¿Se sospechó que la denunciante estaba mintiendo? ¿Se celebró algún juicio y se absolvió al denunciado? Estas y otras muchas preguntas nunca son contestadas por los responsables de la protección de las mujeres, si es que nuestras instituciones creen que las mujeres merecen la misma protección que otros ciudadanos.

Hace diez años que murió Carmen Fernández, madre de Iván y Sara, cuya tutela le fue retirada por la Junta de Andalucía cuando los niños contaban con 5 y 4 años. Fue la madre coraje de Sevilla. La crónica de ABC nos cuenta que Carmen, de 49 años, murió sola en una residencia para enfermos  terminales y sin poder cobrar los 1,7 millones de euros de indemnización que ordenó la Audiencia Provincial que debía recibir del gobierno por la retirada irregular de sus hijos.

Carmen Fernández falleció de un cáncer el 7 de diciembre de 2007, unas semanas antes de que el Tribunal constitucional confirmase definitivamente su derecho a ser indemnizada por la Junta de Andalucía por el “tortuoso calvario” –dice el TC- sufrido debido a la retirada de la custodia de sus hijos.

El calvario comenzó cuando los servicios sociales de la Junta le retiraron a Carmen, que era limpiadora de pisos, la custodia de sus hijos  alegando que se encontraban en desamparo por el alcoholismo que padecía. Pero cuando demostró que se había rehabilitado ni la Junta ni el juzgado ni los servicios sociales dieron marcha atrás al proceso de preadopción de los niños a una familia del pueblo Dos Hermanas.

Carmen acumuló hasta diez sentencias a su favor que le permitían mantener la custodia de sus hijos, y a pesar de ello ni la Audiencia ni el gobierno de Andalucía ejecutaron la sentencia. Su abogado Gabriel Velamazán la calificó de madre coraje y resumió su triste historia: “Luchó en absoluta inferioridad por sus hijos. Vivió pobre y sufrió muchísimo”. Nadie de los responsables de esta tragedia: la Junta, los servicios sociales, los jueces, los fiscales, han sido sancionados por estas negligencias que permiten sospechar la prevaricación, y que llevaron a la desgracia y a la muerte a Carmen Fernández.

Mujeres asesinadas por su maltratador o acosador después de haber presentado una o varias denuncias ante las instituciones correspondientes: policías varias, fiscalía, judicatura, que no actuaron; madres a las que se priva de la custodia y convivencia con sus hijos por parte de la Administración de la Comunidad en que viven porque son pobres o están enfermas, para entregarlas en adopción a otra familia, de cuya transacción no tenemos datos; madres que denuncian abusos sexuales a sus hijos por parte del padre y son tachadas de mentirosas, acusadas de padecer el SAP  y en consecuencia se entrega la custodia de los menores al pederasta; mujeres violadas por uno o varios machos y que cuando denuncian son tratadas por la policía, el fiscal, el juez, como falseadoras de la realidad ya que los violadores arguyen que las relaciones sexuales fueron consentidas; mujeres acosadas sexualmente por empresarios y capataces que son despedidas del trabajo cuando lo denuncian y los juzgados absuelven al denunciado. Mujeres, en definitiva, víctimas del sistema patriarcal que considera que el hombre siempre tiene razón.

En el año 2000 el Tribunal Supremo dictó una sentencia en la que afirmaba que el testimonio de una mujer valía lo mismo que el de un hombre. Hizo falta que entrara el siglo XXI para el que TS de nuestro país, democrático, europeo, tuviese que advertir formalmente, en una sentencia, de tal consideración. Porque es repetido el caso en que ni en la policía ni en los tribunales se considera el testimonio de una mujer con el mismo peso y veracidad que el de un hombre. Como en los países musulmanes donde todavía rige la disposición del Corán que establece que el testimonio de una mujer vale la mitad que el de un hombre.

A la tortura de recibir maltrato continuado del hombre con el que convive, o de ser violada por conocidos o desconocidos, o acosada en la calle y en el trabajo, humillada por la sociedad que considera a la mujer pieza de caza masculina, despedida del empleo si se opone a las salaces pretensiones del empleador, la mujer que se atreva a pedir protección a las instituciones establecidas para ello, puede unir el desprecio y la sospecha de aquellos que deben protegerla, la espera del interminable proceso que se inicia, los interrogatorios infamantes de fiscales, jueces y abogados, y la sentencia absolutoria de sus verdugos, o como en el caso de Carmen Fernández, la burla de su gobierno que se negó a ejecutar las diez sentencias que acumuló a su favor. En los estudios realizados por profesoras de la Universidad de Barcelona se concluyó que una mujer maltratada, que denuncia, sólo tiene el 6% de posibilidades de ver en la cárcel a su maltratador.

Hay países que han aprobado una ley de violencia contra la mujer en la que incluyen la violencia institucional, tipificada como la que ejercen las instituciones negándose a proteger a la víctima cuando acude a solicitar su amparo.

En esta ya  famosa  Ley de Violencia de Género española, que tantas satisfacciones proporciona a quienes la aprobaron, no está establecido nada parecido. Se aprobó para cumplir el trámite de presumir ante el mundo de que nos dotábamos de la mejor ley del mundo -así alguna institución europea le dio un premio- pero desde diciembre de 2004 en que vio la luz hasta hoy son 1.200 las mujeres asesinadas, cientos los niños que han corrido la misma suerte a manos de sus propios padres o padrastros, miles las violadas, incontables las abusadas y despedidas del trabajo. Sin que ninguno de los responsables de las instituciones que tienen que protegerlas hayan sido nunca encausados ni condenados por negligencia o prevaricación. Porque la Ley no lo contempla.

La violencia institucional contra las mujeres está también institucionalizada.

En el 41 aniversario de los asesinatos de los abogados de Atocha.

Fuente: http://blogs.publico.es/lidia-falcon/2018/01/25/violencia-institucional/

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Las categorías que matan

Por: Lidia Falcón

A Diana Quer no la mató el género. Diana murió por ser mujer. Extraña clasificación ésta que está marcando la tragedia de miles de mujeres en este extraño siglo XXI. Como por ser mujeres son violadas, acosadas, maltratadas, heridas, mutiladas, asesinadas millones en todo el planeta. ¿Cuál es pues el problema? Las categorías.

Como si nos encontráramos en el siglo XIII, discutiendo con Tomás de Aquino el trascendente problema de los universales. El problema de los universales desde los filósofos griegos se refiere al modo en que pensamos y percibimos y cuáles son las realidades a ser conocidas. Hablando en términos generales se puede decir que “universal” se opone a “particular” como lo abstracto a lo concreto. Por eso los universales se conciben como entidades abstractas, en oposición a los particulares, entidades concretas y singulares. Universal es “aquello que se predica como común a todos y de cada uno (de los individuos de una totalidad, bien sea esta de ámbito absoluto, como por ejemplo el ser, o de ámbito más reducido, como el hombre, el animal, etc.). A diferencia de lo general, lo universal se refiere a una cosa muy definida y precisa que no puede faltar de ninguna manera en todos y cada uno de los individuos en la totalidad expresada por el concepto”. Claramente en este caso la categoría mujer es común a todas y cada una de las individuas de una totalidad, mientras que el género se refiere a una porción, mucho más pequeña, de ese universo.

Pero, ¿ciertamente la mayoría de las feministas que defienden arriscadamente la calificación discriminatoria del género para diferenciar a las mujeres unas de otras, situando a unas en una posición más protegida que a las otras, saben lo que son los universales? ¿Saben lo que son las categorías? He aquí mi desconcierto: ¿Por qué entonces este empeño en distinguirse en la teoría sin haber resuelto la práctica? ¿Se sienten más cultas, más estudiosas, más feministas si defienden el término abstracto de género en vez del concreto de mujer?

Este crucigrama para aficionados a las palabras cruzadas, de significado misterioso, se me presentó hace 30 años en EEUU. Allí, las muy elitistas feministas de clase media burguesa blancas, profesoras de Women’s Studies en muchas facultades inventaron el término “gender” para referirse a la discriminación de la mujer. No valía ya la categoría mujer, definida por si misma sin necesidad de más explicaciones. Pero esta ocultación en realidad lo que se proponía era obviar el término feminismo. Los sufijos ismo, dice el diccionario que es “Componente de palabra que, unido a sustantivos, indica doctrina, partido, sistema, dadaísmo; socialismo; anarquismo”.

¿De qué se trataba pues? De despolitizar el término. Feminismo tiene siglos de utilización como teoría de lucha por los derechos de la mujer, como movimiento reivindicativo contra las opresiones que sufre, como proyecto político que oponer o complementar al socialismo, al anarquismo, al comunismo. Se acabó de situar la lucha de la mujer en los peligrosos ismos sociales y políticos. En las universidades estadounidenses y pronto en las francesas, tan imitadoras, ya no se enseñaba feminismo sino estudios de género. Y enseguida en Méjico y en Perú. Allí fue donde planteé este peligroso enmascaramiento de los términos, con lo que se desfiguran las categorías.

A pesar de que esta polémica tiene los tintes de la enigmática discusión escolástica de cuántos ángeles caben en la punta de un alfiler, las trabajadoras sociales de los pueblos de los Andes, Ayacucho, Pïura, Lambayeque, Cajamarca, La Libertad, Ancash, Huánuco, lo entendieron enseguida. Ellas, que se enfrentaban cada día a un universo de maltrato continuado y de humillación permanente de las mujeres campesinas me dieron la razón, mientras las señoritas profesoras de Lima se mostraron muy hostiles a mi crítica.

Evidentemente ya no podía convencer a las rectoras del simposium porque las directrices patriarcales de la Academia se habían consolidado en todos los ambientes cultos americanos y europeos. Y las españolas no iban a ser menos. En las Universidades donde apenas se forma a los estudiantes en la historia y sociología del Movimiento feminista se utiliza profusamente el término género, hasta convertirlo en una muletilla.

Pero esta peculiaridad de los estudios universitarios no es una disquisición baldía como tampoco lo fue el tema de los universales, que conformó la filosofía occidental durante varios siglos. Imponiendo esta abstracción del género la Academia ha llevado la definición hasta la política, la legislación, la judicatura, los asuntos sociales, los presupuestos económicos. Donde no ha penetrado, mal que les pese, es en la sociedad. Ninguna de las ilustres defensoras del género se ha molestado en preguntarle a la gente de la calle qué entienden por tal término, porque se hubiesen enterado de que nadie lo identifica a la categoría de mujer.

Lo peor es que tampoco lo hace la legislación. En un retruécano impuesto por las orgullosas legisladoras de la Ley Orgánica de Medidas Integrales contra la Violencia de género, de 28 de diciembre de 2004, se establece una diferencia entre las víctimas de género y las mujeres. Quienes no lo sepan se sorprenderán ante esta sibilina manera de discriminar a las que merecen protección y las que no.

Las “genéricas” se la merecen porque están o han estado ligadas por vínculos afectivos estables con su verdugo. Las que no, no.

Por eso Diana Quer no era género sino mujer. Y como mujer fue secuestrada, violada, asesinada y lanzada a un pozo de agua de diez metros de profundidad. Y por tanto no merece más atención que cualquier otra víctima contemplada en los delitos contra las personas, que hace ya varios milenios califican los códigos penales del mundo.
Y como Diana decenas, cientos, miles, de mujeres que sufren torturas semejantes o más leves en nuestro país, y que por no haberse enamorado de su maltratador no están clasificadas ni calificadas como género por nuestra ilustre y nunca suficientemente bien ponderada legislación.

Ciertamente el haber sido calificada de género posiblemente no hubiera salvado a Diana, pero si hubiese podido pedir ayuda porque su pareja estaba agrediéndola la policía se la tenía que haber prestado con más prontitud que de haber tenido que explicar que la estaba matando un desconocido. Y como ella, la sobrina asesinada por el tío que la requería sexualmente, la madre apaleada por el hijo, el novio de la mujer que fue víctima también de los celos maritales, y la hermana, y la cuñada y la vecina y la desconocida en la calle y la prostituta, que por no ser género no merecieron protección.

¿Y por qué, nos preguntaremos, estas distinciones tan alejadas de una realidad simple y palpable: el patriarcado mata mujeres, que está consumiendo tanto tiempo en estériles polémicas? Porque reduciendo la realidad del ser humano mujer a la abstracción del género se invisibiliza, se minimiza, se oculta, se enmascara una realidad terrible: la población femenina española que alcanza 25 millones está discriminada, reprimida, perseguida y en peligro de ser apaleada, violada o asesinada. Describir de tal forma realista este terrible panorama sería escandaloso. Mejor para el mantenimiento del sistema hablar de un pequeño sector de la población que vinculado afectivamente con hombres muy brutos a veces sufren malos tratos en función de su “género”, que no es el sexo ni la realidad corporal, sino una extraña abstracción que sólo ellas entienden. Hace pocos días Jorge M. Reverte se preguntaba por qué se llamaba género a lo que era mujer, que es la que recibe la violencia, y el escritor no es una campesina de los Andes peruanos.

Y en estas ridículas disquisiciones estamos mientras asesinan a una mujer cada dos días y apalean a dos millones y medio cada año.

Quizá los no especialistas en este tema se preguntarán qué más me da que se le llame género o mujer cuando se encuentra el cadáver, o incluso antes, cuando se denuncia la paliza. Pero no es a mí a quien le preocupa sino a todo el entramado judicial, fiscal, forense, de asistencia social, que tiene que enfrentarse a perseguir a los culpables y a proteger a las víctimas. Y que lo ejercerá de forma eficaz si estas estaban enamoradas del maltratador, o que no le prestará la protección previa –suponiendo que exista- ni la posterior, si no tenían ninguna relación con el verdugo, según la legislación les impone.

Y aún más, esas víctimas no entrarán siquiera en las estadísticas, cuestión ésta que parece bizantina pero que significa que a nuestro Estado no se le pueden sacar las vergüenzas por no proteger a sus ciudadanas cuando sólo se ha asesinado a 40 mujeres en 2017, en vez de las 85 que contamos las feministas. Y que con tan pocas víctimas de violencia de género tampoco es necesario mucho dinero para atender las necesidades de juzgados, hospitales, centros de asistencia social, casas de acogida. Las otras, las mujeres, ya se apañarán.

Y en eso estamos. Se habla de un Convenio firmado en Estambul el 11 de mayo de 2011, donde se exhorta a los Estados que lo han ratificado a contar todas las víctimas de la violencia machista, pero de momento ni el Convenio es imperativo, puesto que es internacional, ni se han introducido las modificaciones pertinentes en nuestra legislación ni el ya famoso Pacto de Estado, que lleva un año recorriendo las salas del Parlamento, las páginas de los periódicos y las pantallas de televisión, ha comenzado los laboriosos trabajos que llevarán a modificar este apartado de la Ley de Violencia de Género.

Ah, y nuestras legisladoras siguen oponiendo una resistencia numantina a modificar esa ley, que pasará a la historia por su singularidad, no vaya a ser que la ciudadanía se de cuenta de está mal pergeñada y de que no hay nada de qué enorgullecerse por haberla aprobado.

Fuente: http://blogs.publico.es/lidia-falcon/2018/01/07/las-categorias-que-matan/

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La dignidad de las mujeres prostituidas

Por: Lidia Falcón

El programa de la coalición En Común que se presenta en las elecciones autonómicas de Cataluña el 21 de diciembre contiene unos puntos que pretenden la regulación de la prostitución. Se pronuncian por “reconocer los derechos de las personas trabajadoras del sexo, para garantizar el derecho a una vida digna de las personas que ejercen la prostitución y permitirles tener derecho a baja laboral o seguro por desempleo”.

Con toda seguridad ninguno de los políticos que encabezan esa candidatura, o que la avalan con su apoyo, ha tenido que prostituirse para poder comer. Tampoco creo que hayan admitido o inducido a nadie de su familia, amistades, relaciones amorosas a escoger semejante “trabajo” cuando no encontraron empleo en la profesión que estudiaron o desempeñaron anteriormente. Por tanto, pienso que este planteamiento está basado en las fantasías que difundieron durante un tiempo, en el siglo pasado, ciertos escritores, cineastas, ideólogos, de los hombres de la burguesía, totalmente ajenos a la realidad de las víctimas de la prostitución. Porque no quiero creer que los defensores de ese programa se muevan por la recompensa económica que la mafia de la prostitución pueda concederles para que legislen la impunidad de los traficantes, proxenetas, chulos, madames, y toda la red de negocios que se lucra de la explotación del más de medio millón de mujeres que trafican esas redes, a lo largo y lo ancho de España, para situarlas en los clubs de carretera, las casas de masaje, los pisos de alquiler y las calles y las carreteras de nuestro país.

No quiero creer que la alcaldesa de Barcelona, la ilustre señora Ada Colau perciba ningún beneficio por su impulso a la regularización, como la llaman, de la explotación de las mujeres prostituidas. Como tampoco Xavier Doménech, cabeza de lista de la candidatura, Josep Nuet que también participa o Pablo Iglesias que la apoya.

Por ello, desearía que atendieran las reflexiones que desde el Partido Feminista, en coincidencia con la mayoría del Movimiento Feminista e Izquierda Unida,  llevamos treinta años haciendo solicitando la abolición de la prostitución, ya que aún abrigo la esperanza de que las analicen y modifiquen su postura.

Lo más perverso de la defensa de la legalización es que dice hacerse desde el “derecho” de las mujeres a escoger libremente ese “trabajo”. No solamente la ONU se pronunció hace años contra la definición de trabajo para la prostitución, alegando que carece de la dignidad propia de una actividad laboral, sino que con esta justificación se pervierte el noble concepto de libertad. Únicamente la malvada actuación del capitalismo que considera a las personas como mercancías y la profunda represión de que el Patriarcado hace víctimas a las mujeres  y las niñas –y también hombres y niños- introduce en la sociedad el perverso discurso de que la prostitución puede ser libre y consentida por las víctimas. La libertad exige la posibilidad de escoger entre diferentes opciones, y las prostitutas no tienen opción. Las que intentan liberarse de la explotación son apaleadas, heridas, secuestradas y tantas veces asesinadas, como ha sucedido con la última víctima en el Raval, hace dos días. La libertad implica también tener opciones para no ser prostituida y alegar ese noble derecho en un mundo en el que el paro, el trabajo precario y la pobreza avanzan sin límites, es simplemente una burla.

Hace tiempo que las feministas consagramos el grito de que “NINGUNA MUJER NACE PARA PUTA”  con el que reclamamos la abolición de la prostitución, la persecución eficaz de las mafias de la prostitución, la penalización de los clientes prostituidores y la protección social, laboral y educacional de las víctimas. Porque ninguna mujer escoge libremente ser sometida a los caprichos sexuales de 20 a 40 hombres cada día para poder mantenerse, y tantas veces a otras personas de la familia que dependen de su protección.

Porque señores y señoras de la coalición En Común, no existe ninguna dignidad en estar desnuda todo el día frente a hombres desconocidos, soportando decenas de penetraciones vaginales, manoseos sin límite, la utilización de su cuerpo como objeto, para la satisfacción placentera de los llamados clientes, tantas veces desconsiderados y hasta brutales. No señora Colau, no señor Doménech, no existe ninguna dignidad en darse de alta de la seguridad social con el ítem laboral de prostituta, aunque le llamen “trabajadora del sexo”. Porque el sexo NO se trabaja. El sexo se disfruta, se entrega por amor, por simpatía, en busca de placer, siempre voluntaria y gratuitamente, en condiciones de igualdad entre los participantes. De otro modo ni es sexo, ni es trabajo, ni es placer, es simplemente explotación. Y la máxima, porque es la utilización de todo el ser humano, que se contiene en el propio cuerpo, como la esclavitud.

Quizá ustedes querrían legalizar la esclavitud para que a los esclavos se “les garantizara el derecho a una vida digna”, pero eso hoy no se le ocurre a nadie. A partir de la abolición de la esclavitud todo el mundo sabe que es más digno pedir limosna en la calle que ser esclavizado. Y de la misma forma, una mujer que mendiga mantiene su integridad corporal, psíquica y mental, que la prostituta pierde.

Ya sabemos que Cataluña, y especialmente Barcelona, además del macro prostíbulo de Figueras en Gerona, se ha convertido en el paraíso de la prostitución. A los innumerables lupanares en las carreteras, en las ciudades y en los pueblos, hay que añadir los pisos de Barcelona que se han habilitado para prostituir mujeres. En las Ramblas, ese bouvelard famoso, que fue único y excelente, los chulos, las celestinas, los intermediarios, abordan a los hombres y les señalan los pisos donde pueden divertirse un rato. Con el propósito de regular esa actividad, la alcaldesa Colau intentó aprobar una ordenanza municipal y gracias a la protesta del Movimiento Democrático de la Mujer y de algunas de las alcaldesas de Esquerra Unida del cinturón industrial de Barcelona se paralizó el proyecto.

Ya conocemos la comprensión y la tolerancia que muestra la señora Ada Colau con la industria de la prostitución y la pornografía. Es la primera ciudad en España que tiene el dudoso honor de haber montado una Escuela de Prostitución donde se enseña a las advenedizas las diversas formas en que deberán dejarse violar por un poco de dinero. En las calles de Barcelona, en los sitios más céntricos, como la Plaza Cataluña, se filman escenas de porno duro. Una mujer completamente desnuda, se arrastra a cuatro patas, atada con correas, que sostienen dos hombres con una capucha de verdugo mientras enarbolan un látigo con el que de vez en cuando azotan a la desgraciada. Los turistas se arremolinan ante tan insólito espectáculo y lo fotografían y lo filman. Así lo vi yo.

Cuando desde el Partido Feminista escribimos una carta a la alcaldesa pidiéndole explicaciones sobre semejante actividad en las calles de la ciudad que gobierna, respondió con una misiva, en el conciliador y almibarado estilo que suele utilizar, diciendo que no se había enterado y que comprendía nuestra alarma puesto que los menores podían asistir a tal espectáculo. Pero ni mencionó que intentaría averiguar quien o quienes realizaban  semejante actividad, y mucho menos nos prometió que una vez enterada pondría los medios para que no se repitiera. En este caso no le preocupaba garantizarle a la mujer humillada y maltratada “el derecho a una vida digna”

Pero ya vemos que no se ha abandonado el propósito de legalizar esta clase de actividades infames. No sé si porque la convicción de los y las redentoras de las prostitutas es tan firme y tan profunda o porque la recompensa de las mafias es cada vez mayor. O porque se espera el voto de los millones de prostituidores que hacen cola en los puticlubs, en las casas de masaje y en la carretera de Castelldefels, para utilizar a una mujer, pobre, triste, asustada y vulnerable, tantas veces traficada desde América o África, en satisfacer una sexualidad enferma que se contenta con abusar de un ser que se le entrega indefenso. Esa mafia de la prostitución, que desde hace 25 años está intentando lograr su legalización, para lo que constituyó la asociación ANELA, llamada eufemísticamente Asociación Nacional de Empresarios de Locales de Alterne, que gracias a la tolerancia y la ignorancia –no quiero creer que a la corrupción y la prevaricación- funciona en nuestro país legalmente como una asociación civil más.

Al parecer En Común pretende que Cataluña imite a Alemania y Holanda que han legalizado la prostitución hace años y que han convertido varias de sus ciudades en lupanares, exhibiendo a las mujeres en las ventanas de los burdeles. Nadie que tenga la más elemental sensibilidad ante este denigratorio trato a las mujeres puede defender que semejante tráfico sea legalizado en ninguna comunidad de nuestro país. Ni aunque las víctimas declaren que lo hacen con su consentimiento, porque no se puede prestar consentimiento para la propia esclavitud, para la más grave humillación, para la pérdida de toda dignidad humana. Desde la Declaración de Derechos Humanos de la ONU, proclamada el 10 de diciembre de 1948, ningún ser humano puede ser sometido a trato humillante, ofensivo ni degradante, y eso es precisamente lo que soportan las mujeres prostituidas.

No, señores y señoras de la candidatura de En Común, legalizar la prostitución no significa “garantizar a las víctimas el derecho a una vida digna”, sino todo lo contrario”. Significa entregar indefensas a las mujeres y a las niñas a las redes del proxenetismo, a las que se les garantiza la impunidad, para satisfacer la salacidad sin límites de los prostituidores.

El Común de esa candidatura es al parecer el común denominador de los prostituidores, los proxenetas y los chulos.

Fuente: http://blogs.publico.es/lidia-falcon/2017/12/13/la-dignidad-de-las-mujeres-prostituidas/

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Los niños de Dickens

Por: Lidia Falcón

En Barcelona, esa ciudad tan preocupada por proclamar la independencia de Cataluña —aunque sólo en broma, ya nos hemos enterado— y donde los recursos económicos se han dedicado profusa y generosamente a difundir y afianzar el procés, varios niños –en octubre eran doce- se pudren días enteros en los calabozos de la Ciudad de la Justicia.

Son marroquíes, no tienen papeles –esos objetos preciosos que ahora valen más que la vida de las personas-, no saben hablar español, han llegado solos, atravesando quién sabe cuántos peligros y humillaciones, hambrientos y desorientados, porque su situación familiar debía ser tan precaria que madres y padres prefirieron enviarlos allende los mares, embarcados en pateras, con riesgo de naufragio, de heridas, de esclavitud, de muerte, antes de ver como perdían toda esperanza de mejora en su país natal. Por tanto, no merecen más que un colchón en el suelo de los pasillos del Palacio de Justicia de Barcelona.

Allí, encerrados, en silencio, sin ver la luz del sol, pasan días y días mientras los poderosos funcionarios o jueces o fiscales, que disponen de su vida deciden donde acabarán alojados. La DGAIA,  la Dirección General de Atención a la Infancia y la Adolescencia de la Generalitat no tiene ni albergues ni, al parecer dinero, para instalarlos en alguna pensión.

Hace años, en Barcelona, a las mujeres maltratadas en riesgo inminente de ser asesinadas por el hombre con el que convivían, las metían en pensiones del Barrio Chino donde no había ni ducha. Incluso con niños y bebés. Tampoco tenían entonces casas de acogida suficientes.

Ahora se trata de los menores emigrantes que han logrado arribar a Barcelona, tierra de promisión, con la ingenua esperanza de que en esta ciudad, “archivo de la cortesía, albergue de los extranjeros, hospital de los pobres, patria de los valientes, venganza de los ofendidos y correspondencia grata de firmes amistades, y en sitio y en belleza, única” (Cervantes dixit), los protegerían y les darían la oportunidad de estudiar y trabajar. Pero la Generalitat, que ha gastado millones en las 18 embajadas que montó en otros tantos países para difundir la opresión que vive Cataluña por el Estado español, no tiene recursos ni para pagarles habitaciones en esos tugurios del Raval –nombre más elegante que el de Barrio Chino de toda la vida.

Estos menores viven la misma situación de los inmigrantes adultos encerrados en los centros de internamiento de extranjeros (CIE) por no tener los papeles en regla. No son delincuentes y por tanto no pueden detenerlos, pero lo hacen. Encerrados en lugares peores que cárceles.  Porque los retienen en calabozos, cubículos de pocos metros cuadrados, con tres literas cada uno –lo escribo con conocimiento de causa- que no disponen de más aseo que un váter.

Jesús García de El País informa que “el área de custodia de los Mossos está en la planta -1 de la Ciudad de la Justicia, que alberga los juzgados de Barcelona. Es un calabozo. Se accede a través de una puerta barrada. Hay dos tipos de celdas, aunque idénticas: unas para los menores que han delinquido —aporrean la puerta y exigen, en árabe y español, que les dejen salir— y otras para los menores “bajo protección”. Duermen sobre delgadas colchonetas azules, como las de los gimnasios escolares. No pueden salir y el teléfono móvil se les requisa. Dos mesas para jugar al parchís y a las damas rompen la monotonía de una sala donde pasan las horas”.

“Hay menores que llegan a pasar aquí 100 horas, más que el tiempo máximo que cualquier persona puede estar detenida[72 HORAS]. Al estar con la puerta cerrada, muchos sufren ataques de ansiedad. Golpean las puertas y hay que reducirles. También se han peleado entre ellos”, explica una funcionaria.

Los chicos acuden por su propio pie a las comisarías de los Mossos o son localizados en la calle y llevados ante la policía. Su primer destino es la Ciudad de la Justicia. Se les abre una ficha y se les practican las pruebas (de muñeca o mandíbula) para determinar que, efectivamente, tienen menos de 18 años. Se les ofrece un bocadillo y un zumo. Desde el primer minuto se avisa a la DGAIA, que debe activar el mecanismo para buscarles plaza. “El procedimiento está tasado y es rápido. En cuestión de horas se resuelve. No tendrían que estar en celdas ni dormir aquí siquiera una noche”, admite Francisco Tabuenca, fiscal de menores de Barcelona.

Tabuenca es autor del informe que ha hecho emerger el problema. Los menores pasan un tiempo “excesivo” (más de tres días, en algunos casos) en el área de custodia, donde no reciben “la atención y protección integral que merecen”. Los calabozos solo pueden acoger como a 20 chicos y en los últimos meses se han quedado pequeños, por lo que se les ha trasladado a la planta baja del edificio de la Fiscalía, donde “duermen en colchones” en la sala de espera “para atender la llegada de público en general”, denuncia el fiscal. Así pasan las noches, en las mismas colchonetas y tapados con una manta naranja, hasta que la DGAIA les encuentra sitio en un “centro de protección”.

La DGAIA, de siniestro recuerdo, depende de la Consellería de Asuntos Sociales donde reinan la consellera y las funcionarias de Esquerra Republicana de Cataluña desde que José Montilla en 2006 alcanzara la Presidencia de la Generalitat y firmara un pacto contra natura en un gobierno tripartito con el PSC y ERC.  Las conselleras y las funcionarias que han gestionado desde entonces la atención a los menores y adolescentes se han comportado como los personajes de Dickens en Oliverio Twist, David Cooperfield, La Pequeña DorritLos Papeles de Mr. Pickwick, que describieron magistralmente la crueldad de la sociedad inglesa del siglo XIX con los niños y niñas.

La Consellería de Asuntos Sociales de ERC se ha dedicado a vigilar estrechamente a las madres pobres, prostitutas, solas, sin recursos, para declarar a sus hijos en abandono y arrebatárselos. Sobre todo cuando son bebés o de pocos años. Mientras las gitanas rumanas pedían limosna sentadas en la calle con bebés en el regazo, sin que nadie hiciera nada ni por ellas ni por sus bebés, la DGAIA se dedicaba a perseguir a las madres pobres con residencia y alojamiento en Cataluña.

Las asistentes sociales, fieles cómplices que por ello cobran, hacen informes denigratorios de las madres desamparadas, y las psicólogas, fieles cómplices que por ello cobran, hacen informes denigratorios de las madres desamparadas diagnosticándolas como enfermas mentales, inestables emocionalmente e incapaces de ocuparse de sus hijos. En consecuencia, la DGAIA se los incauta, los encierra en centros de acogida y muchas veces las madres no vuelven a verlos.

Los centros de acogida son empresas privadas, como en toda España, que pertenecen a los complejos empresariales que obtienen la concesión, entre los que destaca el de Florentino PérezUn buen negocio rentable, si pensamos que por cada niño la Consellería paga 4.000 euros mensuales. Cuando las madres, pobres, desamparadas e ignorantes, pueden recurrir a un abogado –la mayoría no saben ni que tienen derecho a justicia gratuita- se enteran de que los han entregado en adopción. Ya sabemos que las adopciones están muy buscadas.

En consecuencia, teniendo tantos niños pequeños “en abandono”, a los que hay que alojar en los centros de acogida, la DGAIA no puede atender a los menores emigrantes que arriban a la anhelada ciudad de Barcelona: archivo de la cortesía, albergue de los extranjeros, hospital de los pobres, patria de los valientes, venganza de los ofendidos y correspondencia grata de firmes amistades, y en sitio y en belleza, única” (Cervantes dixit).

No puede atenderlos porque no le interesan ni a la Consellera, tan ocupada como está con apoyar el procés y la independencia de Cataluña, ni a las funcionarias, tan ocupadas como están haciendo informes para quitarles los niños a las madres pobres y desamparadas. No les interesan porque no son bebés ni tan pequeños que sirvan para adoptarlos. No les interesan porque a esa edad nadie va a quererlos, son extranjeros, y no hablan ni español ni catalán.

Son un estorbo y cuesta dinero mantenerlos. Por eso se les encierra en un calabozo sin luz natural y se les da un bocadillo y un jugo de naranja. Así durante cuatro, cinco días, hasta que la Consellera y las funcionarias encuentran algún hueco en algún lugar que desconozco. Y de ellos no se vuelve a saber nada más.

Tras la denuncia del fiscal, la DGAIA emitió una nota en la que admite que se ha visto desbordada por el “alud de llegadas” en julio, agosto y septiembre. Anunció que había adecuado unas “instalaciones más confortables”, también en la Ciudad de la Justicia: la tercera planta de la Fiscalía, una sala semivacía y con luz natural. Pero la juez decana de Barcelona, Mercè Caso, paró la iniciativa porque el espacio “no reúne ninguna garantía ni para su salud ni para su seguridad”. Caso recuerda que solo hay un baño (compartido con el público) y que los educadores tuvieron que abrir las ventanas para ventilar, una “maniobra prohibida” por riesgo de caídas.

Caso alerta de que los menores vienen directamente de la calle y no se ha garantizado “su salud ni su adecuada higiene”. Y recuerda que “vienen de situaciones muy complejas, con un importantísimo grado de tensión y con una experiencia vital de enorme violencia”. En una entrevista, la decana subraya que el uso de los calabozos por tiempo prolongado también es “inaceptable”. “Son menores, no delincuentes, la DGAIA debe protegerles desde el momento en que son localizados, no es una tarea ni de los Mossos ni de la Fiscalía”.

La información de que dispongo dice que “Aunque el problema viene de lejos, la denuncia de jueces y fiscales ha activado algunos resortes. La DGAIA ha anunciado su intención de ubicarles en un edificio no judicial pegado a la Ciudad de la Justicia, mientras que en los últimos días se está evitando que los chicos duerman en las celdas.”. ¿Y saben ustedes cómo se consigue eso? Pues ya no se les dan colchonetas para dormir en los pasillos, sino que se les hace esperar en los bancos de la sala de espera.

Menos mal que la Consellería de Asuntos Sociales de Cataluña y la DGAIA están regidas por ERC, el partido más demócrata, más independentista y más republicano.

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La violación, castigo para mujeres

Por: Lidia Falcón

La violación múltiple sufrida por la muchacha de Pamplona constituye uno más de los episodios cotidianos de los que en todos sistemas patriarcales son víctimas las mujeres. La violación de uno o varios hombres a una mujer es un castigo ejemplar que viene a ratificar y recordar que el poder lo tiene siempre el macho y que puede ejercerlo cuando quiera y contra todas aquellas hembras que se lo merezcan. Para que la sumisión femenina se mantenga y el patriarcado no sea derrotado. La violación no es sólo tortura física y explotación sexual para que el violador obtenga placer sino, y sobre todo, la humillación total de la víctima, que es utilizada como un cuerpo sin derechos ni humanidad y que se penetra y se hiere sin que pueda defenderse.

¿Cuándo se merece una mujer ser violada? Siempre que no atienda el requerimiento sexual del hombre del que es propiedad. El marido en primer lugar, por supuesto: la violación conyugal no se había contemplado nunca como delito hasta el siglo XX, pero recuerdo muy pocas sentencias condenatorias en los últimos años. El padre también puede violar a la hija que desea, el patrono a la trabajadora a la que ha requerido sin éxito, el vecino a la vecina que le gusta, por descontado el cliente a la prostituta –va en el precio–, o el desconocido a la mujer que encuentra en la calle a horas intempestivas. En el caso de Pamplona, la situación diríase que lo exige: una muchacha sola en la calle, de noche, en una ciudad en fiestas, fiestas que se basan en excitar el más profundo fondo salvaje de los hombres torturando animales, ¿qué puede esperar sino ser violada? Si no lo evitó es que lo deseaba.

Este es el razonamiento que parece que mantienen los magistrados de la Audiencia Provincial de Pamplona, cuando aceptan evaluar el comportamiento de la víctima después de la violación, incorporando a la causa un informe de detectives que se ha realizado siguiendo a la muchacha y escudriñando sus imágenes y actividades en las redes sociales, y en cambio se han negado a aceptar los mensajes que se intercambiaron los acusados antes de su hazaña.

No es de extrañar, dada la raíz patriarcal de nuestra Administración de Justicia. Durante siglos los jueces españoles han establecido la doctrina de que una mujer violada lo es porque quiere¿Qué más desea una mujer que yacer en el suelo de la portería de una finca, en la madrugada, para ser penetrada vaginal, bucal y analmente repetidas veces por cinco hombres desconocidos? Ya se sabe que hay mujeres que nunca están saciadas sexualmente.

Si la mujer salió de noche sola, si anduvo por barrios alejados, si conducía un coche por la carretera sin acompañante, si vestía minifalda, si no llevaba bragas debajo de los pantalones, si los tejanos eran muy ajustados, si no se había defendido con suficiente energía, si no había cerrado las piernas fuertemente, si conocía al violador, si aceptó subir con él a su apartamento, si le dio un beso en el camino hacia su casa, si llevaba un escote muy grande o una blusa ajustada, si había bebido, si estaba drogada… Cualquier conducta que no sea permanecer encerrada en casa, como  salir a la calle a horas que se consideran indecentes por sí mismas, no ir acompañada de un hombre, no  ataviarse como una monja seglar, es sin duda provocar la violación. Hace muchos años publiqué en Poder y Libertad, la revista del Partido Feminista, el artículo de una feminista norteamericana que concluía que la única mujer inocente es la mujer muerta, si de la violación se sigue su asesinato. Criterio que se mantiene no sólo socialmente sino, lo que es más grave, judicialmente.

Las sentencias que forman la doctrina jurídica de nuestro país sobre la prueba del delito de violación es la Biblia del criterio patriarcal de nuestro poder judicial durante siglos. Como si siguiéramos en las tribus de Jehová o en la Edad Media, los jueces españoles han absuelto a violadores, individuales y grupales, aceptando el criterio de los acusados de que la víctima deseaba esa clase de relación o de que incluso la propuso o la provocó con su conducta indecente. Del mismo modo que están ahora argumentando las defensas de los denunciados.

Hace años en Barcelona la Sección 2ª de la Audiencia Provincial –que se hizo famosa por el criterio machista que utilizaba en sus sentencias– absolvió a cuatro mozos que violaron a una muchacha, en la madrugada de uno de los días de las fiestas del barrio de Gracia de la ciudad, aceptando la versión de los criminales de que ella lo quería y así se lo había pedido a ellos. Aunque la joven tenía 22 años, estaba recién casada e iba acompañada por su marido, al que ataron a un árbol para que no pudiera impedirlo y así asistiera a la ceremonia.

En Málaga, sólo hace un par de años, una jueza archivó las diligencias de la violación de una muchacha por parte de varios hombres en la Feria que se celebraba en la ciudad, aceptando el mismo razonamiento. La víctima, joven y bonita, que era camarera y había estado trabajando hasta las 6 de la mañana incitó a los cuatro machos a violarla en el suelo del parque de la Feria al lado de los cubos de basura.

Otros jueces han aducido alguna de las circunstancias que he citado antes para absolver a los acusados de abusos y agresiones sexuales. Porque, como ya he expuesto, la violación es un castigo apropiado para las mujeres, no sólo para hacer sufrir a la propia víctima sino para advertir a todas las demás que deben entender la ejemplaridad del mismo.

En muchas culturas todavía actualmente se viola a una mujer para compensar la pérdida o descrédito sufrido por algún hombre o castigarlo por su conducta inaceptable: el novio despechado, el marido abandonado, el hermano que ha roto su compromiso. Se dispone a veces por el Consejo de sabios o notables que rige la comunidad y se ejecuta por varios hombres en público para divertimento de la tribu y advertencia clara a las demás.

Este crimen se comete cada tres minutos en todo el mundo. Por los hombres de la familia o del entorno, por desconocidos en la calle o por los ejércitos invasores o del propio país. En Argentina, cada 30 horas es violada una mujer, en la India se ha convertido en el crimen más numeroso, con resultado muchas veces de asesinato. En España se cuentan 15.000 violaciones anuales, aunque la cifra es muy imprecisa, ya que el propio Observatorio acepta que sólo se denuncia el 10 por ciento de ellas.  

Ya se ha alegado, con poca insistencia, por Amnistía Internacional y por la ONU que las violaciones de las mujeres se producen sistemáticamente en las guerras, en las invasiones militares, en las luchas civiles. Los ejércitos se dedican a violar a las muchachas y niñas que encuentran en su camino como una de las compensaciones que se merecen, de la misma manera que asaltan y roban los bienes del pueblo. Incluyendo a los que acuden a ayudar a los necesitados de protección, como los cascos azules de la ONU.

Si el juicio de Pamplona concluye con la absolución de los acusados se demostrará una vez más que el criterio de nuestra Justicia no es muy distinto del de las tribus que imponen la violación como castigo femenino, por más pamema de juicio que hayan celebrado, sesión tras sesión, incrementando con ello el sufrimiento de la víctima.

Fuente: http://blogs.publico.es/lidia-falcon/2017/11/19/la-violacion-castigo-para-mujeres/

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La huelga de la que nadie habla

Por: Lidia Falcón

Las empleadas de de Bershka —cadena propiedad del grupo Inditex—, en la provincia de Pontevedra, han estado dos semanas hasta conseguir ganar su batalla contra Inditex. Setenta y cuatro mujeres, y un hombre, se han mantenido firmes frente a una empresa que es el gigante español de la confección y la moda. Las trabajadoras de las tiendas de esta marca orientada al público adolescente en Vilagarcía, Pontevedra y Vigo han mantenido la huelga más larga que ha afrontado el grupo desde su nacimiento, donde son muy poco habituales los paros, al margen de algunos celebrados en las huelgas generales.

Esas mujeres, sin relevancia social, con empleos precarios y mal pagados, situadas en la cola de la promoción laboral como corresponde a dependientas cuya única labor es facilitar las prendas a las clientas y cobrarles, se han atrevido a enfrentarse a la patronal española más fuerte del país. Pero, como suele suceder, no han acaparado las portadas de los periódicos ni sé que las televisiones les hayan dedicado sus preciosos espacios. Mientras otros temas de “importancia” consumen el tiempo y las neuronas de periodistas, políticos y tertulianos, las mujeres de Pontevedra, en su modestia y anonimato han demostrado tener más valor que tantos otros trabajadores y no digamos políticos.

Porque una huelga implica perder el magro salario que se ganan. Pero, como todo trabajador sabe, la mayor pérdida no es la de los ingresos, siempre necesarios en la economía familiar, sino el riesgo, muy cierto, de ser incluidas en la lista negra que todas las grandes empresas guardan sobre los trabajadores díscolos y protestones. Y eso puede suponer no acceder más a ningún empleo no solo en la provincia, que no se caracteriza ni por su caudal de habitantes ni por las oportunidades que ofrece a las mujeres que pretenden acceder a un empleo asalariado, sino dada la potencia de Inditex, quizá en toda España.

Las reclamaciones eran de elemental sentido de equidad y proporcionalidad. Pretendían poner fin a la “doble discriminación” a la que las empleadas han sido sometidas. De una parte, por percibir “salarios inferiores” a sus compañeras de otras provincias que han conseguido firmar mejores convenios laborales y, de otra, por “las diferencias entre las dependientas” de los mismos comercios que trabajan a tiempo completo y las que tienen jornada parcial.

Sin que se entienda cual es la causa y los objetivos que se propone la empresa con esas discriminaciones, resulta que mientras las empleadas de Santiago (A Coruña) tienen 39 días de lactancia, las de Vilagarcía (Pontevedra) disponen de 21 y las primeras cobran además dos pluses, por importe de casi 2.000 euros, que estas no han recibido. A la vez las empleadas a media jornada “hacen los peores turnos y más fines de semana que las demás” así como “horas complementarias que no computan para el descanso semanal” pese a que, aseguran, hay volumen de trabajo suficiente para que la empresa les aumente su jornada hasta un 65% o 75%.

Que nadie piense que el trabajo de una vendedora es simple y divertido. Las empleadas tienen que permanecer en pie de 8 a 10 horas, controlando a las clientas y las ventas, cuadrando la caja, reponiendo las prendas en los colgadores y en las estanterías, arreglando el almacén, cargando pesos cuando hay que mover enormes cajas de trajes y abrigos, y aguantando las órdenes de la superioridad. La permanencia en pie supone la deformidad de los pies, el descenso de la columna vertebral, con dolor de espalda, varices e inflamación de las piernas, añadida a la inflamación de ovarios y de matriz. Pero ninguna de estas patologías están contempladas como enfermedad profesional en el vademecum de la Seguridad Social. Al fin y al cabo vender en una tienda de moda es un placer para las mujeres a las que siempre les gustan los trapos.

En los años de grandes luchas obreras y cuando las mujeres fueron sumadas a la fuerza de trabajo industrial, en España se aprobó una curiosa ley, llamada la Ley de la Silla. El 29 de febrero de 1912, el periódico El Imparcial publicaba la noticia de que  “En los almacenes, tiendas y oficinas, escritorios, y en general en todo establecimiento no fabril, de cualquier clase que sea, donde se vendan, artículos ú objetos al público ó se preste algún servicio relacionado con él por mujeres empleadas, y en los locales anejos, será obligatorio para el dueño o su representante particular ó Compañía tener dispuesto un asiento para cada una de aquéllas. Cada asiento, destinado exclusivamente á una empleada, estará en el local donde desempeñe su ocupación…”

Recuerdo el relato que mi abuela, Regina de Lamo, anarquista, sindicalista, cooperativista, me hacía de aquella peculiar lucha de las mujeres para conseguir que en las tiendas o allí donde se preste cualquier servicio al público, hubiese una silla donde las empleadas pudiesen descansar unos minutos, entre cliente y cliente. Me explicaba precisamente las dificultades y enfermedades que podía suponer para las mujeres la permanencia en pie todo el día, durante largos años. Pero aquellos eran otros tiempos, en que no solo el Movimiento Obrero era potente y estaba envalentonado por la inminencia de la revolución soviética en Rusia, sino que el Movimiento Feminista, tras 70 años de luchas ininterrumpidas en EEUU y Europa se encontraba en la víspera de alcanzar su más sonada victoria: la consecución del sufragio femenino. Y con él una serie de reformas legales que las acercaron más a su objetivo: ser consideradas ciudadanas de su propio país.

La ley de la silla tuvo poco recorrido. Fundamentalmente porque las empresas no la cumplieron y cuando algunas trabajadoras la reclamaron los sindicatos no les hicieron ningún caso, caprichos de mujeres cuando había tantas causas que defender. Y luego llegaron años peores en que ni las mujeres pudieron acceder a empleos asalariados ni los dirigentes sindicales estaban para defender minucias semejantes.

Ciertamente que estos son otros tiempos en que las mujeres no solo podemos votar y ser votadas sino que también hemos alcanzado la igualdad legal, pero hoy tampoco las vendedoras reclamarían la silla que conquistaron en 1912 cuando ni aún alcanzan la jornada completa, y las huelguistas de Bershka no han conseguido las portadas de los periódicos ni las pantallas de televisión.

Fuente: http://blogs.publico.es/lidia-falcon/2017/11/05/la-huelga-de-la-que-nadie-habla/

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