Por: Mariana Iglesias.
Recuerdo que sonó el celular de la mujer que trabajaba en casa y que se largó a llorar. La llamaban de la escuela de su hija. La nena le había contado a la maestra un abuso de su tío. Le dije que fuera corriendo a buscar a su hija. Me abrazó y me contó que a ella le habían hecho lo mismo de chiquita, un tío también.
Recuerdo la puntada en el estómago cuando alguien muy cercano me contó en un bar que su hija, ya recibida en la facultad, le dijo que el abuelo la había abusado a los 8 años, y que lo decía ahora que su primita tenía 8 años: tenía miedo que el abuelo también la abusara.
Recuerdo a una maestra del colegio que llorando me contó que su ex marido había abusado de su hija.
Recuerdo estar haciendo una nota con pibas de la calle y que me contaran que después de tantos abusos habían aprendido a cortarse el pelo y vestirse de varones para no pasarla tan mal.
Recuerdo otra nota con especialistas de abuso de organismos de niñez y del Ministerio de Justicia, y que al irme una mujer se apuró para bajar conmigo en el ascensor. En un par de pisos llegó a contarme los abusos de su abuelo cuando era pequeña. Yo tuve que subir apurada a un taxi. Ella quedó llorando en la vereda.
Recuerdo cuando cumplí veinte y una amiga me contó que a la hermana la habían violado unos tipos en la calle.
Recuerdo la noche en que otra amiga me contó que aquella enfermedad que devastaba su piel era consecuencia de los abusos que había sufrido en su niñez.
Recuerdo otra amiga contando la violación del padre de una amiga. Y a otra, que la violó el hermano de una amiga.
Recuerdo los sufrimientos de una de mis amigas más cercanas con cada abuso de su jefe, y cómo se enfermaba y lo que le costó salir de su perversa manipulación.
Hace no mucho tiempo recordé yo también que de chica, tendría 10, 11 años, un tipo me tocó. Estaría en quinto, sexto grado. Algunos fines de semana, una compañera me invitaba a su quinta de Del Viso. Era la época en la que las casas eran abiertas y las niñas andábamos en bicicleta por cualquier lado, durante horas, sin celulares y con mucha libertad. Recuerdo el pasto verde, muy crecido, y el tipo que apareció en su bicicleta. Nos dijo que se le había desajustado el asiento, y que si una de nosotras se sentaba en ese asiento él podía arreglarlo. Dijo que mejor yo porque mi amiga era muy bajita. Me senté como me indicó. Sentí que me tocaba, y no podía darme cuenta si era de casualidad o a propósito. No sabía si gritar. Creo que no pude. Tampoco recuerdo si mi amiga se daba cuenta. Nunca hablamos del tema. Lo borré. Pero cuando la escena apareció en mi cabeza tampoco la conté. Somos miles las mujeres que nunca le contamos a nadie. A todas nos pasó algo.
Esta semana, después del testimonio demoledor de Thelma Fardin, cientos de mujeres se largaron a compartir abusos sufridos en las redes sociales. La cantidad es impactante, los relatos también. Busco nuevos testimonios entre amigas, compañeras de trabajo, conocidas. La primera reacción es hablar de los roces en el subte, el colectivo, las palmadas en la cola de los bares, los boliches o las barbaridades que escuchamos en la calle. ¿Eso ni cuenta, no? Preguntan. Claro. Si nos pasó, nos pasa, a todas.
Una cuenta que un compañero de trabajo se le tiró encima, que la «apoyó», y que le mandó mensajes y mails por meses. Otra dice que un taxista se bajó el cierre y empezó a masturbarse delante de ella. Y una tercera que baila tango asegura que en la milonga lo más común es que los tipos te muevan el corpiño, pongan la mano donde quieren y hasta te toquen una teta.
En tetas estaba otra amiga cuando un mes atrás el cirujano mastólogo –que le había pedido que se sacara todo de la cintura para arriba- se le sentó bien cerquita, en una de esas sillas con ruedas y le empezó a tocar las piernas. “Te pusiste tensa”, le dijo él sonriendo. Ella, por dentro, se debatía: “decile, decile que pare, pero pensaba que si el control daba mal y me tenía que volver a operar él era el cirujano… Me quedé muda, y yo no soy muda, me callé por el poder qué él tenía”, cuenta, enojada.
“Tengo una historia para que lloremos una semana, pero no puedo…”, me dice una amiga. Otra dice lo mismo, que la abusó un compañero de trabajo, hace mucho. Pero no lo puede contar todavía. Me quedo helada porque yo lo desconocía.
Otra me dice que tiene tres situaciones para contar: “Cuando tenía 12 años mi cuerpo estaba más desarrollado que el de las nenas a esa edad… Un día caminaba por la calle y un taxista me pregunta algo desde el auto que no escucho, me pide que me acerque y cuando lo hago veo que se está haciendo una paja, salí corriendo, volví a mi casa, me quedé consternada. Nunca se lo conté a nadie… Otra vez, ya de adulta, en mi trabajo, uno de los empleados cerró la oficina y puso su pene arriba del escritorio. Yo le gritaba que se fuera y él quería que lo mirara, por suerte hubo ruidos y se tapó… También me acuerdo que a los 6 años estaba en la casa de mi abuela y un pariente mayor se tiró conmigo en la cama y me dijo que íbamos a tener sexo… Yo no entendía nada ¡tenía 6 años! Mi abuela entró y empezó a los gritos. Estuve muchos años sin pisar esa casa”.
Y otra: estaba parada frente a un local de sodas de la calle Soler cuando un tipo pasó y le metió las manos por debajo de su blusita. Tenía 3 años. Lo sabe porque algo recuerda y porque se lo contó su abuela, que en ese momento estaba con ella y se quedó inmóvil. La abuela hoy vuelve a contarle la escena y le suma otras situaciones que le pasaron a ella cuando era joven, como aquel día en que un mozo que les llevó café a la oficina la agarró y de prepo la besó por todos lados, y de la compañera que era acosada por “el ingeniero”.
Y otra amiga: “Cuando tenía 13 o 14 años un vecino del edificio subió al ascensor. Yo volvía de la escuela con mi delantal blanco, tableado. Estábamos los dos y nadie más. Pero él era una persona que me resultaba conocida, yo vivía desde siempre ahí, y él, que tendría unos 24, 25 años, también. Era de una familia conocida en el barrio, dueños de una farmacia importante, y tenía un aspecto formal, usaba camisa y sweater escote en v, anteojos y pelo prolijo. En un momento me preguntó ‘¿qué pasaría si ahora paro el ascensor y apago la luz?’. ‘Grito’, contesté. Llegó al quinto piso y se bajó, yo seguí hasta el séptimo, me bajé y no se lo conté a nadie. Desde ese momento dejé de ir a comprar a la farmacia donde él atendía, y nunca más subí al ascensor”.
Y una más: “Yo viví de chica una situación de abuso, que en ese momento no lo podía poner en palabras… Con el tiempo me di cuenta que era un abuso pero nunca lo pude decir por miedo a que mi papá lo mate… esa era mi fantasía. Fue el marido de la señora que trabajaba en casa, era pintor y estaba trabajando en casa. No sé qué hubiese pasado si mi mamá no hubiese llegado, cuando él escuchó la puerta me dejó de tocar. Mamá no se dio cuenta. No recuerdo todo pero sí recuerdo exactamente cómo estaba vestida, por eso sé que tenía 8 o 9 años. En mi adolescencia él estuvo detenido porque una mujer lo acusó de abusar de su hija. El día que me enteré de eso, y escuchaba cómo su mujer lloraba y decía que era imposible tampoco lo pude contar. Me aterró pero tampoco lo conté. Se lo dije a mi mamá el día que mi papá murió porque él se apareció en el velatorio. Después de hablarlo mucho en terapia pude decirlo y le pude preguntar alguna vez a mi hermana si a ella le había hecho algo, me alivió que me dijera que no”.
La edad, el poder desigual, el trauma, la negación. Son tantos los motivos que impiden hablar. La condena social también. La culpa y la vergüenza siempre fueron para la mujer. Ya no.
Fuente del artículo: https://www.clarin.com/sociedad/todas-paso-mujeres-empiezan-poder-hablar-distintos-abusos-sufridos-anos_0_HKTSPCC1l.html