Artículo del filósofo, lingüista y activista político Noam Chomsky , publicado el 7 de noviembre del 2012
Por: Noam Chomsky
Por: Noam Chomsky
Traducción: César Locatelli
Todas estas crisis son internacionales. No conocen fronteras. Deben enfrentarse a la solidaridad internacional.
El pasado 25 de enero, Noam Chomsky participó en el Foro Social Mundial en una actividad organizada por Carta Maior y Forum 21. A continuación se muestra la traducción del discurso de Chomsky, realizada por César Locatelli. El video puede verse íntegramente en inglés o en portugués (con traducción simultánea de Sérgio Ferreira) en TV Carta Maior .
La última vez que participé de las reuniones del Foro Social Mundial (FSM) en Brasil fue hace 20 años – maravillosos días de exuberancia, vitalidad, expectativa, entusiasta interacción de los participantes que se extendieron desde la Vía Campesina hasta los centros urbanos, unidos en la creencia de que un mundo mejor es posible y está comprometido a crearlo. Rechazaron firmemente la famosa máxima de Margaret Thatcher: » No hay alternativa «. No hay alternativa al régimen neoliberal que ella y Ronald Reagan estaban tratando de imponer al mundo. El lema del FSM era todo lo contrario: hay una alternativa y la vamos a crear.
Este no es exactamente el clima de hoy.
La emoción en el FSM no estuvo fuera de lugar. Brasil estaba a punto de entrar en su «década dorada», una expresión utilizada por el Banco Mundial en su evaluación retrospectiva de los años de Lula, que analiza los numerosos logros nacionales del gobierno, mientras que Brasil también se convirtió quizás en el país más respetado del mundo y en una voz elocuente para el Sur Global bajo el liderazgo del presidente Lula y su canciller Celso Amorim.
Una vez más, este no es exactamente el clima actual.
La acomodación del gobierno de Lula a las demandas del capital privado internacional, se piense lo que se piense, no fue suficiente para apaciguar a quienes Adam Smith llamó “los señores de la humanidad”. La reacción llegó pronto, no solo en Brasil.
No es necesario revisar los hechos ocurridos desde entonces ni abordar la forma en que se ve a Brasil ahora. Esto quizás esté simbolizado por la ayuda de Venezuela para proporcionar oxígeno para aliviar la catástrofe en Manaos, que ahora se está extendiendo a otras partes de un país famoso por su alto nivel de investigación y logros en las ciencias de la salud y un historial estelar de eficiencia de vacunación, antes del asalto actual a sociedad.
Para agregar una comparación personal, mi esposa Valeria y yo, que vivimos en Arizona, tenemos el privilegio inusual de haber obtenido máscaras de alta calidad, gracias a la generosidad de un amigo de Taiwán. Mientras tanto, Arizona acaba de ganar el campeonato mundial de infecciones per cápita de Covid.
Arizona está un poco por delante de la competencia para ser la peor del mundo. Mientras escribo, el titular del New York Times dice: «Nueva situación de pandemia: los hospitales se están quedando sin vacunas», refiriéndose a todo el país.
La historia continúa informando que “los funcionarios de salud de EE. UU. Están frustrados porque las dosis disponibles no se utilizan mientras el virus mata a miles de personas todos los días. Se han cancelado miles de vacunaciones programadas y las autoridades locales a menudo no están seguras de qué suministros tendrán a mano «. La prensa local agrega que los hospitales ya no tienen camas y que la gente muere en los pasillos. El panorama es el mismo en cualquier lugar del país más rico del mundo, con ventajas incomparables.
En la misma portada del NYT, junto al informe de la catástrofe en Estados Unidos, hay una nota titulada «Un año después del bloqueo: esto es Wuhan hoy». Retrata a personas deleitándose en «un mundo post-pandémico, donde el relieve de rostros sin máscaras, encuentros felices y viajes diarios esconde trastornos emocionales».
El número de muertes diarias por Covid 19 en los EE. UU. Es aproximadamente de tres a cuatro veces mayor que el número total de muertes en China durante el año de la pandemia, en equivalente per cápita, la medida correcta.
No podemos ser demasiado superficiales al extraer lecciones de lo que sucedió en todo el mundo en este año terrible, pero sería una tontería ignorar la historia. Es instructivo en todo el mundo. Mi estado natal, Pensilvania, tiene casi la misma población que Cuba y 100 veces el número de muertes por Covid: 20.000 en comparación con 200. Las muertes por Covid en la ciudad de São Paulo tienen una tasa similar a la de Pensilvania en comparación con Cuba. (100 veces mayor).
Es común atribuir el éxito de China, en contraste con la catástrofe estadounidense, al estricto control autoritario de China sobre la población. La conclusión no es convincente. Taiwán es tan libre y democrático como Estados Unidos. Su población de 24 millones registró siete muertes. Además, los observadores occidentales en China informan que la aceptación popular de los procedimientos muy estrictos que prácticamente han eliminado la enfermedad parece haber sido en gran parte voluntaria y de apoyo.
Un intento de revisión en todo el mundo parece indicar que los principales factores para domar la catástrofe han sido un gobierno eficaz que actúe por el bienestar de su población, combinado con una mentalidad colectivista general y un espíritu de cooperación: todos estamos juntos en esto. , al bien común.
Es útil observar más de cerca las peores actuaciones. Dejaré a Brasil en paz, un caso que es demasiado deprimente para discutirlo. Los más instructivos son Estados Unidos y su aliado británico más cercano, ambos con terribles antecedentes, resaltados por su inusual privilegio y desarrollo económico. También son poco comunes en otro aspecto. Son el hogar de los programas neoliberales que han barrido el mundo durante los últimos 40 años, dirigidos por Reagan y Thatcher, y luego por sus sucesores. Estas doctrinas contribuyeron poderosamente a crear e intensificar la crisis de Covid. Los ricos y poderosos beneficiarios de los programas neoliberales ahora están trabajando arduamente para garantizar que darán forma a la sociedad pospandémica. Las doctrinas y sus consecuencias deben examinarse de cerca.
Un impulso central del neoliberalismo es desmantelar la sociedad civil y disminuir la preocupación del gobierno por el bienestar del público en general. Como proclamó Thatcher, «no hay sociedad», solo individuos que se enfrentan solos a las fuerzas del Mercado Sagrado y, si no sobreviven a la devastación, mala suerte. Para citar uno de los famosos pronunciamientos del presidente de Brasil: «¿y qué?»
Para ser precisos, bajo la doctrina neoliberal, solo unos pocos se lanzan al mercado para sobrevivir de alguna manera. Otros tienen derecho a ser mimados por el estado, es decir, por sus desafortunados ciudadanos. No debemos olvidar nunca el dicho de Balzac, extraído de la sabiduría popular tradicional, de que «las leyes son telarañas por las que pasan grandes moscas y atrapan las pequeñas». Los programas neoliberales se han diseñado cuidadosamente para garantizar que prevalezcan estos principios, con subsidios masivos y rescates para las moscas grandes. Hemos sido testigos de esto repetidamente desde los primeros días del ataque neoliberal.
Los pensamientos de Thatcher no eran originales. Sin quererlo, estaba parafraseando a Karl Marx. Condenó a los gobernantes autocráticos de Europa por intentar convertir la sociedad en “un saco de patatas”, individuos aislados, atomizados, luchando solos, sin sociedad civil, sin organizaciones de defensa popular contra el poder concentrado.
Reagan y Thatcher siguieron el guión con atención. Sus primeros actos fueron destruir los sindicatos, en el caso de Reagan, incluso incorporando trabajadores suplentes permanentes, práctica que pronto adoptaron las empresas privadas. Los golpes de martillo contra la organización del trabajo continuaron bajo sus sucesores. Estudios recientes de destacados economistas, como Lawrence Summers, atribuyen la espectacular desigualdad creada durante los años neoliberales principalmente a la destrucción de los sindicatos, privando a los trabajadores de cualquier medio de autodefensa frente a la incesante lucha de clases.
Las doctrinas del ataque de 40 años a la sociedad se remontan a los orígenes del neoliberalismo en Viena en el período de entreguerras. El venerado padre fundador del movimiento, Ludwig von Mises, apenas pudo contener su euforia cuando el gobierno protofascista aplastó violentamente al vibrante movimiento obrero austriaco y elogió efusivamente al fascismo de Mussolini por haber “salvado la civilización europea. El mérito que el fascismo ha ganado vivirá para siempre en la historia ”, escribió Mises en su libro clásico“ Liberalismo ”, años después de que las camisas negras llevaran violentamente a los sindicatos y al pensamiento independiente a sus lugares apropiados.
Las principales luces del neoliberalismo estaban aún más entusiasmadas con la dictadura asesina de Pinochet. Por razones de principio. Se deben tomar medidas severas para salvaguardar una «economía sólida», asegurando que no habrá restricciones populares a la libertad de los muy ricos y del sector empresarial para expandir su riqueza y poder.
El ideal es la economía de «privatizar todo», citando al actual Ministro de Economía de Brasil, muy elogiado por las finanzas internacionales que desean tomar los recursos de Brasil, de su pueblo, bajo la bandera neoliberal.
Estas son consideraciones a tener en cuenta al pensar en un mundo pospandémico. Revelan que no existe conflicto entre el llamado a la libertad, de cierto tipo, y las duras medidas de represión y control. Además, como mencioné, hay fuerzas poderosas que trabajan arduamente ahora para garantizar que el mundo pospandémico mantenga las principales armas de la lucha de clases incrustadas en la doctrina neoliberal. Razón de más para examinar los principios básicos y sus consecuencias.
Las ideas esenciales quedan plasmadas en el discurso inaugural de Reagan: «el gobierno es el problema, no la solución». Esto no significa que las decisiones a nivel nacional desaparezcan. En cambio, son transferidos a manos de los “señores de la humanidad”, las grandes megacorporaciones y las instituciones financieras que explotaron en escala durante los años neoliberales. Su responsabilidad había sido explicada por los economistas responsables, principalmente Milton Friedman. La única responsabilidad de las empresas es enriquecerse.
No es difícil prever las consecuencias de entregar la toma de decisiones a instituciones tiránicas cuyo único propósito es el enriquecimiento. Algunos se revelan en un estudio reciente de Rand Corporation, una institución cuasi gubernamental. Ella estima que la transferencia de riqueza, desde el 90% más bajo de los ingresos de la población a los muy ricos, principalmente la fracción superior del 1%, fue de 47 billones de dólares. No es poco, sino una subestimación muy grave. No toma en cuenta la apertura de Reagan a la manipulación financiera previamente prohibida por la ley, como los paraísos fiscales, que agregan otras decenas de billones de dólares al robo masivo de trabajadores y la clase media.
Los resultados están ante nuestros ojos, dondequiera que haya golpeado el mazo. En los Estados Unidos, los salarios reales de los trabajadores varones disminuyeron durante el ataque de 40 años, junto con los beneficios y, como mínimo, una seguridad limitada. La democracia política, siempre profundamente defectuosa, ha disminuido aún más a medida que está cada vez más subordinada a la riqueza privada y al poder corporativo. Los estudios recientes más sofisticados muestran que el 90% de la población literalmente no está representada; sus propios representantes están escuchando otras voces, las de los financistas de su próxima campaña. Mientras tanto, el personal de sus oficinas está sobrecargado con enjambres de cabilderos que prácticamente redactan leyes.
Sin tener que avanzar, se puede llegar a comprender algunas de las raíces de la ira, el resentimiento, el desprecio por las instituciones que se han extendido por gran parte del mundo, fácilmente capturadas por demagogos que pueden pretender defender a las masas desposeídas mientras las apuñalan por la espalda , transfiriendo la culpa de su malestar a los objetivos vulnerables: personas no blancas, inmigrantes, peligro amarillo, cualquier veneno que corra justo debajo de la superficie de la vida social.
Una visión de futuro, ahora activamente perseguida por los sectores dominantes, es la perpetuación de esta monstruosidad, de formas aún más duras: vigilancia, control, atomización y precariedad más intensos para la gran masa de la población.
Otra visión es la impulsada por el Foro Social Mundial. Una visión de un mundo en el que las personas tomen el control de su propio destino en comunidades autónomas y lugares de trabajo, deshaciéndose de sus amos, dominación e instituciones represivas. Un mundo que mantiene el clásico ideal liberal, reprimido durante mucho tiempo, de que debemos reemplazar las trabas sociales por lazos sociales. Un mundo que incorpora una cultura de solidaridad y ayuda mutua, de participación directa en todos los ámbitos de ciudadanos informados y comprometidos que se dedican al bien común.
Esta visión no es utópica. Se puede lograr. Además, debe lograrse de alguna manera para que exista el experimento humano. No es ningún secreto que estamos viviendo un momento notable en la historia de la humanidad, una confluencia de crisis extremadamente graves. A menos que se superen los desafíos, y pronto, será una pérdida de tiempo contemplar los contornos de una sociedad pospandémica, porque no habrá sociedad alguna. Esto no es una exageración.
La crisis menos grave de todas es la que, comprensiblemente, está atrayendo ahora la atención y la preocupación: la pandemia. Tarde o temprano, la pandemia será contenida, a un costo terrible e innecesario, como podemos ver en las sociedades, ricas y pobres, que han logrado enfrentarla con eficacia. Pero la pandemia se superará y, si la historia sirve de guía, pronto se olvidará.
Piense en la llamada gripe española de hace un siglo. El número de muertos fue colosal. Se estima en unos 50 millones de personas. Considerando el tamaño de la población, eso sería el equivalente a 300 millones de personas hoy. Un desastre inimaginable que, sin embargo, pronto fue olvidado. Nací unos años después de que se calmara la crisis. Nunca supe de ella cuando era niño. Lo aprendí de los libros de historia.
Si revivimos esa experiencia, tendremos serios problemas. Es probable que ocurran otras epidemias de coronavirus y pueden ser más graves que esta, debido a la destrucción del hábitat y el calentamiento global. Además, hasta ahora hemos tenido suerte. Las recientes epidemias de coronavirus han sido muy contagiosas y poco letales, como la actual, o muy letales, pero no muy contagiosas, como el ébola. Puede que no tengamos tanta suerte la próxima vez. Estas astutas criaturas tienen muchos trucos bajo la manga.
En los últimos años, los científicos nos han dicho claramente lo que se debe hacer. No fue hecho. Las enormes y ricas instituciones farmacéuticas no estaban interesadas, gracias a la lógica capitalista. No es rentable prepararse para un desastre que ocurrirá dentro de unos años. El gobierno de Estados Unidos y algunos otros tienen laboratorios maravillosos, que de hecho proporcionan muchos de los descubrimientos básicos de medicamentos y vacunas que se comercializan con fines de lucro en nuestro sistema económico de subsidio público y lucro privado. Pero fueron neutralizados por la variante neoliberal destructiva del capitalismo: el gobierno debe mantenerse al margen del negocio de la empresa privada, excepto, por supuesto, cuando pueden beneficiarse de la generosidad de los contribuyentes. El desastre se vio agravado por la incompetencia y, en algunos casos,
Hoy escuchamos las mismas súplicas de los científicos, las mismas advertencias y consejos sobre lo que se debe hacer para prevenir desastres. El mero conocimiento no es suficiente. Debe ponerse en uso.
La pandemia actual y las que vendrán son una de las crisis actuales. Una crisis mucho más grave es el calentamiento del planeta. La urgencia del desarrollo de la crisis se puso de relieve nuevamente hace unas semanas, cuando la Organización Meteorológica Mundial publicó su Informe anual sobre el estado del medio ambiente mundial. El Informe advierte que en nuestro curso actual, pronto podríamos alcanzar puntos de inflexión irreversibles. Pronto seremos capaces de lograr lo que ellos llaman » Tierra de invernadero”(Terra Estufa), estabilizándose a 4-5º Celsius por encima de los niveles preindustriales, mucho más allá del nivel reconocido como cataclísmico. El estudio concluye que es «más urgente que nunca proceder con la mitigación … La única solución es deshacerse de los combustibles fósiles en la producción de energía, la industria y el transporte». El IPCC (Panel Intergubernamental de Cambio Climático) marca, muy pronto, la fecha para lograr este resultado, a mediados de siglo.
Al igual que con la pandemia, sabemos cómo lograr ese objetivo. Hay medios viables que se han descrito con gran detalle y se están implementando en parte, pero solo en parte. Estos esfuerzos deben acelerarse rápidamente y pronto, o el juego terminará. Los científicos respetados nos dicen en términos inequívocos que debemos «entrar en pánico ahora». No están exagerando.
Otra crisis de escala comparable es la creciente amenaza de las armas nucleares, que recibe muy poca atención fuera de los círculos especializados, donde la crisis se reconoce como extremadamente grave. Aquí, la solución es obvia: libra a la Tierra de estas monstruosidades. Se han tomado medidas importantes. El viernes pasado entró en vigor el Tratado de la ONU sobre la Prohibición de las Armas Nucleares, apoyado por 122 naciones, aunque, lamentablemente, ninguna de las potencias nucleares. Eso tiene que cambiar. Incluso por debajo de eso, hay acciones muy significativas que se pueden implementar, pero no hay tiempo para discutir aquí.
Todas estas crisis son internacionales. No conocen fronteras. Deben enfrentarse a la solidaridad internacional. En ese caso, las palabras de Margaret Thatcher son correctas. No hay alternativa.
Fuente e imagen: https://www.alainet.org/en/articulo/210849
El pasado 1 de octubre terminaron en Londres las audiencias encaminadas a dictaminar la extradición a Estados Unidos de Julian Assange –calificadas como una “farsa” por algunos juristas, diplomáticos y periodistas de reconocido prestigio.
Quienes creemos en la libertad de expresión y la necesidad de respetar derecho internacional esperamos con preocupación el dictamen de la nada imparcial jueza del caso, la británica Vanessa Baraitzer, previsto para el 4 de enero de 2021. Hasta entonces, queremos recordar las palabras del académico Noam Chomsky dirigidas al tribunal de Westmister en defensa de Assange:
Informe pericial del profesor Noam Chomsky para el caso del Gobierno de los Estados Unidos contra Julian Assange
“[…] Me han preguntado si el trabajo y los actos de Julian Assange podían considerarse “políticos”, cuestión que, según parece, podría tener una importancia crucial para su extradición a Estados Unidos, país que pretende juzgar a Assange acusado de espionaje por haber desempeñado un papel en la divulgación de información que el gobierno de Estados Unidos no deseaba hacer pública.
Ya he comentado con anterioridad cuál es mi opinión sobre el tema que se me pregunta ahora. Los siguientes párrafos constituyen mi punto de vista. Confirmo mi valoración de que las opiniones y acciones del Sr. Assange deben entenderse en relación con las prioridades del gobierno.
Un profesor de ciencias políticas de la Universidad de Harvard, el prominente politólogo liberal y asesor del gobierno Samuel Huntington, observó que «los estrategas del poder en Estados Unidos deben crear una fuerza que pueda sentirse pero no verse. El poder se mantiene fuerte cuando permanece en la oscuridad. Cuando se le expone a la luz solar, comienza a disiparse”. Huntington dio algunos ejemplos significativos de la verdadera naturaleza de la Guerra Fría. Al hablar de la intervención militar estadounidense en el exterior comentó que «a veces tiene que vender la intervención o cualquier otra acción militar de modo parezca que estamos luchando contra la Unión Soviética. Esto es lo que lleva haciendo Estados Unidos desde la Doctrina Truman” y hay muchos ejemplos de este principio rector.
Las acciones de Julian Assange, que han sido tachadas de criminales, son acciones que sacan a la luz el poder, acciones que pueden hacer que el poder se disipe si la gente aprovecha la oportunidad de convertirse en ciudadanos independientes de una sociedad libre en lugar de someterse dócilmente a un amo que actúa en secreto. Esta fue la decisión de Assange y desde hace mucho tiempo se sabe que el pueblo tiene la capacidad de desvanecer el poder.
Un destacado pensador que entendió y explicó esta realidad fundamental fue David Hume, quien escribió sobre los Principios del Gobierno en una de las primeras obras modernas de teoría política hace más de 250 años. La redacción que usó fue tan clara que me limitaré a citarle textualmente. Hume descubrió que «nada sorprende más que ver la facilidad con que la mayoría es gobernada por unos pocos y observar la sumisión implícita con la que los hombres han entregado sus propios sentimientos y pasiones a la voluntad de sus gobernantes. Cuando nos preguntamos de qué manera pudo haber sucedido esta maravilla vemos que, estando la fuerza siempre del lado de los gobernados, los gobernantes no tienen nada que los apoye excepto la opinión. Decir que un gobierno está justificado es, pues, sólo una cuestión de opinión y esta máxima se extiende tanto a los gobiernos más despóticos y más militarizados como a los más liberales y populares”.
De hecho, Hume subestima la efectividad de la violencia, pero sus palabras son particularmente relevantes en el caso de sociedades en las que la lucha popular de muchos años ha logrado conquistar un grado considerable de libertad. En tales sociedades, como la nuestra, por supuesto, el poder está de hecho del lado de los gobernados y los gobernantes no tienen nada que los apoye excepto la opinión. Ésta es una de las razones por las que la enorme industria de las relaciones públicas se ha convertido en la mayor agencia de propaganda en la historia de la humanidad, una influencia que ha crecido y alcanzado sus formas más sofisticadas en las sociedades más liberales, Estados Unidos y Gran Bretaña. Esta institución nació hace aproximadamente un siglo, cuando las élites se dieron cuenta de la libertad que se había conquistado hacía imposible controlar a la población por la fuerza, y que por tanto era preciso controlar las actitudes y las opiniones.
Las élites intelectuales liberales también entendieron esto, por lo que insistieron –echando mano de otras citas– en que debemos deshacernos del «dogmatismo democrático según el cual las personas son los mejores jueces de sus propios intereses». No es así. Son «intrusos ignorantes y problemáticos» y, por tanto, hay que «ponerlos en su lugar» para no molestar a los «hombres responsables» que gobiernan por derecho propio.
Una de las formas de controlar a la población es actuar en secreto para que los intrusos ignorantes y problemáticos se queden en su sitio, alejados de los mecanismos de poder que no les conciernen. Este es el principal objetivo cuando se clasifican los documentos internos. Cualquiera que haya rastreado los archivos de documentos que se han hecho públicos se dará cuenta rápidamente de que lo que se mantiene en secreto rara vez tiene que ver con la seguridad, excepto con la seguridad de los gobernantes ante su enemigo interno, la propia población. La práctica es tan común que resulta bastante superfluo ilustrarla. Solo mencionaré un caso contemporáneo.
Si observamos los acuerdos comerciales mundiales, el del Pacífico y el del Atlántico, veremos que en realidad son acuerdos sobre los derechos de los inversores disfrazados de libre comercio. Se negocian en secreto. Existe una disposición para una ratificación parlamentaria al estilo estalinista, sí o no, lo que por supuesto significa que sí, sin discusión ni debate, lo que en Estados Unidos se denomina aprobación por la «vía rápida». Para ser precisos, no se negocian completamente en secreto. Los hechos son conocidos por los abogados corporativos y los cabilderos que redactan los detalles de modo que protejan los intereses del partido que representan y que, por supuesto, no es el público. El público, por el contrario, es un enemigo al que debe mantenerse en la oscuridad.
El supuesto crimen de Julian Assange, al esforzarse por descubrir secretos gubernamentales, es violar los principios básicos del gobierno, levantar el velo del secreto que protege el poder de miradas ajenas y evita que se disipe pues, digámoslo de nuevo, los poderosos entienden que levantar el velo puede hacer que el poder desaparezca. Incluso puede conducir a una auténtica libertad y democracia si un público despierto llega a comprender que la fuerza está del lado de los gobernados y que puede ser suya si deciden controlar su propio destino.
En mi opinión, Julian Assange, al defender con valentía las creencias políticas que la mayoría de nosotros decimos compartir, ha prestado un gran servicio a todos los pueblos del mundo que aprecian los valores de la libertad y la democracia y, por lo tanto, exigen el derecho a saber lo que están haciendo sus representantes electos. Esas mismas acciones son las que le han llevado a sufrir una persecución cruel e intolerable.
Firmado: Noam Chomsky, 12 de febrero de 2020.
Nota: la recogida de firmas contra la extradición de Assange sigue abierta en https://rsf.org/en/free-assange
Fuente de la Información: https://rebelion.org/el-poder-necesita-la-oscuridad/
En este nuevo ensayo, Noam Chomsky escribe sobre la responsabilidad que tienen los intelectuales de posicionarse en ciertos conflictos, contar la verdad, denunciar la mentira y cuestionar los discursos de poder.
Extracto del nuevo libro de Noam Chomsky ‘La responsabilidad de los intelectuales’ (Sexto Piso, 2020)
Traducción de Albino Santos Mosquera
El concepto de «intelectuales» es bastante curioso. ¿A quiénes podemos considerar como tales?
He aquí una pregunta que fue abordada de un modo muy instructivo en un ensayo clásico que Dwight Macdonald escribió en 1945, titulado La responsabilidad de los intelectuales. Ese texto es una sarcástica e implacable crítica a aquellos pensadores distinguidos que pontificaban sobre la «culpa colectiva» de los refugiados alemanes cuando éstos sobrevivían a duras penas entre las ruinas catastróficas de la guerra. Macdonald comparaba allí el desprecio farisaico que tan distinguidas plumas manifestaban hacia los desdichados supervivientes con la reacción de muchos soldados del ejército vencedor, que, reconocedores de la humanidad de las víctimas, se compadecían del sufrimiento de éstas. Y, sin embargo, los primeros son los intelectuales, no los segundos.
Macdonald concluía su ensayo con unas sencillas palabras: «Qué maravillosa es la capacidad de poder ver lo que se tiene justo delante»
¿Cuál es, entonces, la responsabilidad de los intelectuales? Quienes entran en esa categoría disfrutan de ese relativo grado de privilegio que tal posición les confiere, lo que les brinda oportunidades superiores a las normales. Las oportunidades conllevan una responsabilidad, la cual, a su vez, implica tener que decidir entre opciones alternativas, algo que, a veces, puede entrañar una gran dificultad.
Así, una posible opción es seguir la senda de la integridad, lleve adonde lleve. Otra es aparcar esas preocupaciones y adoptar pasivamente las convenciones instituidas por las estructuras de autoridad. La tarea, en este segundo caso, se limita a seguir con fidelidad las instrucciones de quienes tienen las riendas del poder, a ser servidores leales y fieles, no como resultado de un juicio reflexivo, sino por una respuesta refleja de conformismo. Ésta es una forma muy sutil de eludir las complejidades morales e intelectuales inherentes a una actitud de cuestionamiento, y de rehuir las potenciales consecuencias dolorosas de esforzarse por que la bóveda del firmamento moral termine curvándose hacia la causa de la justicia.
Estamos familiarizados con esa clase de alternativas. Por eso distinguimos a los comisarios y los apparátchiki de los disidentes que asumen ese desafío y afrontan las consecuencias (unas consecuencias que varían en función de la naturaleza de la sociedad en cuestión). Muchos disidentes alcanzan la fama y un merecido reconocimiento, y el duro trato que reciben o recibieron es debidamente denunciado con fervor e indignación: ahí están Václav Havel, Ai Weiwei, Shirin Ebadi y otras figuras que componen una larga y distinguida lista. También es justo que condenemos a los apologistas de la sociedad mala, aquellos que no pasan de la ocasional crítica tibia a los «errores» de unos gobernantes cuyas intenciones califican global y sistemáticamente de benignas.
Hay otros nombres, sin embargo, que se echan en falta en la lista de los disidentes reconocidos: por ejemplo, los de los seis destacados intelectuales latinoamericanos, sacerdotes jesuitas, que fueron brutalmente asesinados por fuerzas salvadoreñas que acababan de recibir instrucción militar del Ejército estadounidense y actuaron siguiendo órdenes concretas de su Gobierno, satélite de Estados Unidos. De hecho, apenas si se les recuerda. Muy pocos conocen siquiera cómo se llamaban o guardan el menor recuerdo de aquellos sucesos. Las órdenes oficiales de asesinarlos no han llegado aún a aparecer en ninguno de los grandes medios de comunicación en Estados Unidos, y no porque fueran secretas: se publicaron con total visibilidad en los principales rotativos de la prensa española, por ejemplo.
No estoy hablando de algo excepcional. Se trata, más bien, de la norma. Aquellos hechos no tienen nada de inextricables. Son de sobra conocidos para los activistas que protestaron contra los horrendos crímenes promovidos por Estados Unidos en América Central, y también para los expertos que han estudiado el tema. En una de las entradas de The Cambridge History of the Cold War, John Coatsworth escribe que, desde 1960 hasta «la caída soviética en 1990, las cifras de presos políticos, de víctimas de torturas y de disidentes políticos no violentos ejecutados en América Latina superaron con mucho a las registradas en la Unión Soviética y sus satélites del este de Europa».
Sin embargo, ese mismo panorama se dibuja justamente a la inversa según aparece tratado en los medios de comunicación y en las revistas de los intelectuales. Por poner sólo un ejemplo llamativo de los muchos posibles, diré que Edward Herman y yo mismo comparamos la cobertura que The New York Times había realizado del asesinato de un sacerdote polaco –cuyos asesinos fueron prontamente localizados y castigados– con la de los asesinatos de cien mártires religiosos en El Salvador –incluyendo al arzobispo Óscar Romero y a cuatro religiosas estadounidenses–, cuyos perpetradores permanecieron mucho tiempo ocultos a la justicia mientras las autoridades de Estados Unidos negaban los crímenes y las víctimas no recibían de su Gobierno más que el desprecio oficial. La cobertura informativa del caso del sacerdote asesinado en un Estado enemigo fue inmensamente más amplia que la dispensada al centenar de mártires religiosos asesinados en un Estado satélite de Estados Unidos, y también su estilo fue radicalmente diferente, muy en sintonía con las predicciones del llamado «modelo de propaganda» de explicación del funcionamiento de los medios de comunicación. Y ésta sólo es una ilustración entre muchas posibles de lo que ha sido un patrón constante a lo largo de muchos años.
Puede que la mera servidumbre al poder no lo explique todo, desde luego. En ocasiones –muy escasas–, sí llegan a consignarse los hechos, aunque acompañados de un esfuerzo por justificarlos. En el caso de los mártires religiosos, el distinguido periodista estadounidense Nicholas Lemann, corresponsal de nacional de The Atlantic Monthly, revista de línea editorial «liberal» (de centroizquierda), aportó una explicación alternativa en una respuesta pretendidamente sarcástica a nuestro trabajo: «Esa discrepancia puede explicarse diciendo que la prensa tiende a concentrarse sólo en unas pocas cosas en cada momento concreto», escribió Lemann, y «la prensa estadounidense estaba entonces centrada sobre todo en Polonia».
La tesis de Lemann es fácil de contrastar examinando el índice de The New York Times, donde se puede ver que la duración de la cobertura informativa dispensada a los dos países fue prácticamente idéntica en ambos casos, e incluso un poco mayor en el de El Salvador. Pero, claro, en un contexto intelectual donde tienen cabida los «hechos alternativos»,* detalles como ése poco parecen importar.
En la práctica, el término honorífico «disidente» está reservado a quienes son disidentes en Estados enemigos. A los seis intelectuales latinoamericanos asesinados, al arzobispo y a los otros muchos que, como ellos, protestan contra los crímenes de Estado en países satélites de Estados Unidos y son asesinados, torturados o encarcelados por ello, no se les llama «disidentes» (si es que llegan a ser mencionados siquiera).
También dentro del propio país hay diferencias terminológicas. Hubo, por ejemplo, intelectuales que protestaron contra la guerra de Vietnam por razones diversas. Por citar un par de destacados ejemplos que ilustran lo limitado que es el espectro de visión de la élite, el periodista Joseph Alsop se quejó en su día de que la intervención estadounidense estaba siendo demasiado contenida, mientras que Arthur Schlesinger* replicó que una escalada probablemente no funcionaría y terminaría siendo demasiado costosa para nosotros. No obstante, añadió, «todos rezamos» por que Alsop tenga razón al considerar que la fuerza de Estados Unidos tal vez se imponga, y si lo hace, «puede que entonces todos reconozcamos la prudencia y el sentido de Estado del Gobierno estadounidense» para conseguir la victoria, aun a costa de dejar a aquel «desdichado país destruido y devastado por las bombas, calcinado por el napalm, convertido en un erial por los defoliantes químicos, reducido a ruinas y escombros», y con un «tejido político e institucional» reducido a cenizas.
Y, sin embargo, a Alsop y a Schlesinger no se los llama «disidentes». Más bien, se les considera un «halcón» y una «paloma», respectivamente: dos figuras que marcan los extremos opuestos del espectro de lo que se entiende que es la crítica legítima a las guerras de Estados Unidos.
Por supuesto, también hay voces que caen fuera del espectro por completo, pero a ésas tampoco se las considera «disidentes». McGeorge Bundy, consejero de Seguridad Nacional de Kennedy y de Johnson, dijo en un artículo para Foreign Affairs, una revista del establishment, que se trataba de «salvajes entre bastidores» que se oponen por principio a las agresiones estadounidenses, más allá de las cuestiones tácticas sobre su viabilidad y su coste.
Bundy escribió esas palabras en 1967, en un momento en que el implacablemente anticomunista historiador militar y especialista en Vietnam Bernard Fall, muy respetado por el Gobierno estadounidense y los círculos de opinión dominantes, temía que «Vietnam como entidad cultural e histórica […] esté corriendo peligro de extinción […] [ahora que] el campo se está muriendo literalmente bajo los impactos de la mayor maquinaria militar jamás desplegada contra un territorio de esa extensión». Pero sólo los «salvajes entre bastidores» tenían la desfachatez de cuestionar la justicia de la causa estadounidense.
Al término de la guerra en 1975, intelectuales de todo el espectro de opinión dominante dieron sus interpretaciones de lo sucedido. Abarcaban todas las franjas del espectro Alsop-Schlesinger. Desde el extremo de las «palomas», Anthony Lewis escribió que la intervención comenzó con una serie de «torpes esfuerzos bienintencionados» («torpes» porque fracasaron, y «bienintencionados» por principio doctrinal, sin necesidad de demostración), pero hacia 1969 ya era obvio que la intervención era un error porque Estados Unidos «no podía imponer una solución sino a un precio demasiado costoso para sí mismo».
Al mismo tiempo, los sondeos mostraban que en torno a un 70 % de la población no consideraba que la guerra fuera «un error», sino «intrínsecamente injusta e inmoral». Pero, claro, como aquellos soldados de 1945 que empatizaban con el sufrimiento de los desdichados refugiados alemanes, los encuestados no son intelectuales.
Los ejemplos son los típicos. La oposición a la guerra alcanzó su pico máximo en 1970, después de la invasión de Camboya orquestada por el dúo Nixon-Kissinger. Justo entonces, el politólogo Charles Kadushin llevó a cabo un extenso estudio de las actitudes de los «intelectuales de la élite». Y descubrió que, a propósito de Vietnam, éstos adoptaron una postura «pragmática» de crítica a la guerra por considerarla un error que acabó saliendo demasiado caro. Los «salvajes entre bastidores» ni siquiera contaban, perdidos entre el margen de error estadístico.
Las guerras de Washington en Indochina fueron el peor crimen de la era posterior a la Segunda Guerra Mundial. El peor crimen del actual milenio es la invasión británico-estadounidense de Irak, con horrendas consecuencias en toda la región que aún distan mucho de llegar a un final. La élite intelectual también ha estado a su acostumbrada altura en esta ocasión. Barack fue muy elogiado por los intelectuales liberales de centroizquierda por posicionarse con las «palomas». Según las palabras del presidente, «durante la última década, las tropas estadounidenses han realizado extraordinarios sacrificios para brindar a los iraquíes la oportunidad de reclamar para sí su futuro», pero «la dura realidad es que todavía no hemos asistido al final del sacrificio americano en Irak». La guerra fue un «grave error», una «metedura de pata estratégica» con un coste más que excesivo para nosotros, una valoración que bien podría equipararse a la que muchos generales rusos hicieron en su día sobre la decisión soviética de intervenir en Afganistán.
Se trata de un patrón generalizado. No hace falta citar ningún ejemplo, pues hay sobrados estudios publicados al respecto, aunque éstos no parecen haber tenido el menor efecto en la doctrina de la élite intelectual.
De fronteras para dentro, no hay disidentes, ni tampoco comisarios ni apparátchiki. Sólo salvajes entre bastidores, por un lado, e intelectuales responsables –los considerados como los verdaderos expertos–, por el otro. La responsabilidad de los expertos la ha detallado uno de los más eminentes y distinguidos de todos ellos. Alguien es un «experto», según Henry Kissinger, cuando «elabora y define» el consenso de su público «a un alto nivel» (entendiéndose como «público» aquellas personas que establecen el marco de referencia dentro del que los expertos ejecutan las tareas a ellos encomendadas).
Las categorías son bastante convencionales y se remontan al uso más temprano del concepto de «intelectual» en su sentido contemporáneo, durante la polémica del caso Dreyfus en Francia. La figura más destacada de los dreyfusards, Émile Zola, fue condenado a un año de cárcel por haber cometido la infamia de pedir justicia para el acusado en falso Alfred Dreyfus, y huyó a Inglaterra para evitar una pena mayor. Fue entonces duramente reprobado por los «inmortales» de la Academia Francesa. Los dreyfusards eran auténticos «salvajes entre bastidores». Eran culpables de «una de las excentricidades más ridículas de nuestro tiempo», por decirlo con las palabras del académico Ferdinand Brunetière: «la pretensión de alzar a escritores, científicos, profesores y filólogos a la categoría de superhombres» que se atreven a «tratar de idiotas a nuestros generales, de absurdas a nuestras instituciones sociales, y de insanas a nuestras tradiciones». Osaban entrometerse en asuntos que debían dejarse a los «expertos», a «hombres responsables», «intelectuales tecnocráticos y políticamente pragmáticos», según reza la terminología contemporánea del discurso liberal de centroizquierda.
Pues bien, ¿cuál es, entonces, la responsabilidad de los intelectuales? Siempre pueden elegir. En los Estados enemigos, pueden optar por ser comisarios o por ser disidentes. En los Estados satélites de la política exterior estadounidense, en el período moderno, esa elección puede tener consecuencias indescriptiblemente trágicas para esas personas. En nuestro propio país, pueden elegir entre ser expertos responsables o ser salvajes entre bastidores.
Pero siempre existe la opción de seguir el buen consejo de Macdonald: «Qué maravillosa es la capacidad de poder ver lo que se tiene justo delante», y tener simplemente la honradez de contarlo tal como es.
Nota:
* Chomsky alude aquí a la expresión que Kellyanne Conway, asesora del presidente Trump, utilizó en una entrevista televisiva en enero de 2017 para referirse a unas declaraciones falsas del secretario de prensa de la Casa Blanca por no llamarlas «mentiras». [N. del T.]
Fuente: https://www.lamarea.com/2020/10/19/adelanto-editorial-noam-chomsky/
Por: Noam Chomsky
En este nuevo ensayo, Noam Chomsky escribe sobre la responsabilidad que tienen los intelectuales de posicionarse en ciertos conflictos, contar la verdad, denunciar la mentira y cuestionar los discursos de poder.
Extracto del nuevo libro de Noam Chomsky ‘La responsabilidad de los intelectuales’
Traducción de Albino Santos Mosquera
El concepto de «intelectuales» es bastante curioso. ¿A quiénes podemos considerar como tales?
He aquí una pregunta que fue abordada de un modo muy instructivo en un ensayo clásico que Dwight Macdonald escribió en 1945, titulado La responsabilidad de los intelectuales. Ese texto es una sarcástica e implacable crítica a aquellos pensadores distinguidos que pontificaban sobre la «culpa colectiva» de los refugiados alemanes cuando éstos sobrevivían a duras penas entre las ruinas catastróficas de la guerra. Macdonald comparaba allí el desprecio farisaico que tan distinguidas plumas manifestaban hacia los desdichados supervivientes con la reacción de muchos soldados del ejército vencedor, que, reconocedores de la humanidad de las víctimas, se compadecían del sufrimiento de éstas. Y, sin embargo, los primeros son los intelectuales, no los segundos.
Macdonald concluía su ensayo con unas sencillas palabras: «Qué maravillosa es la capacidad de poder ver lo que se tiene justo delante»
¿Cuál es, entonces, la responsabilidad de los intelectuales? Quienes entran en esa categoría disfrutan de ese relativo grado de privilegio que tal posición les confiere, lo que les brinda oportunidades superiores a las normales. Las oportunidades conllevan una responsabilidad, la cual, a su vez, implica tener que decidir entre opciones alternativas, algo que, a veces, puede entrañar una gran dificultad.
Así, una posible opción es seguir la senda de la integridad, lleve adonde lleve. Otra es aparcar esas preocupaciones y adoptar pasivamente las convenciones instituidas por las estructuras de autoridad. La tarea, en este segundo caso, se limita a seguir con fidelidad las instrucciones de quienes tienen las riendas del poder, a ser servidores leales y fieles, no como resultado de un juicio reflexivo, sino por una respuesta refleja de conformismo. Ésta es una forma muy sutil de eludir las complejidades morales e intelectuales inherentes a una actitud de cuestionamiento, y de rehuir las potenciales consecuencias dolorosas de esforzarse por que la bóveda del firmamento moral termine curvándose hacia la causa de la justicia.
Estamos familiarizados con esa clase de alternativas. Por eso distinguimos a los comisarios y los apparátchiki de los disidentes que asumen ese desafío y afrontan las consecuencias (unas consecuencias que varían en función de la naturaleza de la sociedad en cuestión). Muchos disidentes alcanzan la fama y un merecido reconocimiento, y el duro trato que reciben o recibieron es debidamente denunciado con fervor e indignación: ahí están Václav Havel, Ai Weiwei, Shirin Ebadi y otras figuras que componen una larga y distinguida lista. También es justo que condenemos a los apologistas de la sociedad mala, aquellos que no pasan de la ocasional crítica tibia a los «errores» de unos gobernantes cuyas intenciones califican global y sistemáticamente de benignas.
Hay otros nombres, sin embargo, que se echan en falta en la lista de los disidentes reconocidos: por ejemplo, los de los seis destacados intelectuales latinoamericanos, sacerdotes jesuitas, que fueron brutalmente asesinados por fuerzas salvadoreñas que acababan de recibir instrucción militar del Ejército estadounidense y actuaron siguiendo órdenes concretas de su Gobierno, satélite de Estados Unidos. De hecho, apenas si se les recuerda. Muy pocos conocen siquiera cómo se llamaban o guardan el menor recuerdo de aquellos sucesos. Las órdenes oficiales de asesinarlos no han llegado aún a aparecer en ninguno de los grandes medios de comunicación en Estados Unidos, y no porque fueran secretas: se publicaron con total visibilidad en los principales rotativos de la prensa española, por ejemplo.
No estoy hablando de algo excepcional. Se trata, más bien, de la norma. Aquellos hechos no tienen nada de inextricables. Son de sobra conocidos para los activistas que protestaron contra los horrendos crímenes promovidos por Estados Unidos en América Central, y también para los expertos que han estudiado el tema. En una de las entradas de The Cambridge History of the Cold War, John Coatsworth escribe que, desde 1960 hasta «la caída soviética en 1990, las cifras de presos políticos, de víctimas de torturas y de disidentes políticos no violentos ejecutados en América Latina superaron con mucho a las registradas en la Unión Soviética y sus satélites del este de Europa».
Sin embargo, ese mismo panorama se dibuja justamente a la inversa según aparece tratado en los medios de comunicación y en las revistas de los intelectuales. Por poner sólo un ejemplo llamativo de los muchos posibles, diré que Edward Herman y yo mismo comparamos la cobertura que The New York Times había realizado del asesinato de un sacerdote polaco –cuyos asesinos fueron prontamente localizados y castigados– con la de los asesinatos de cien mártires religiosos en El Salvador –incluyendo al arzobispo Óscar Romero y a cuatro religiosas estadounidenses–, cuyos perpetradores permanecieron mucho tiempo ocultos a la justicia mientras las autoridades de Estados Unidos negaban los crímenes y las víctimas no recibían de su Gobierno más que el desprecio oficial. La cobertura informativa del caso del sacerdote asesinado en un Estado enemigo fue inmensamente más amplia que la dispensada al centenar de mártires religiosos asesinados en un Estado satélite de Estados Unidos, y también su estilo fue radicalmente diferente, muy en sintonía con las predicciones del llamado «modelo de propaganda» de explicación del funcionamiento de los medios de comunicación. Y ésta sólo es una ilustración entre muchas posibles de lo que ha sido un patrón constante a lo largo de muchos años.
Puede que la mera servidumbre al poder no lo explique todo, desde luego. En ocasiones –muy escasas–, sí llegan a consignarse los hechos, aunque acompañados de un esfuerzo por justificarlos. En el caso de los mártires religiosos, el distinguido periodista estadounidense Nicholas Lemann, corresponsal de nacional de The Atlantic Monthly, revista de línea editorial «liberal» (de centroizquierda), aportó una explicación alternativa en una respuesta pretendidamente sarcástica a nuestro trabajo: «Esa discrepancia puede explicarse diciendo que la prensa tiende a concentrarse sólo en unas pocas cosas en cada momento concreto», escribió Lemann, y «la prensa estadounidense estaba entonces centrada sobre todo en Polonia».
La tesis de Lemann es fácil de contrastar examinando el índice de The New York Times, donde se puede ver que la duración de la cobertura informativa dispensada a los dos países fue prácticamente idéntica en ambos casos, e incluso un poco mayor en el de El Salvador. Pero, claro, en un contexto intelectual donde tienen cabida los «hechos alternativos»,* detalles como ése poco parecen importar.
En la práctica, el término honorífico «disidente» está reservado a quienes son disidentes en Estados enemigos. A los seis intelectuales latinoamericanos asesinados, al arzobispo y a los otros muchos que, como ellos, protestan contra los crímenes de Estado en países satélites de Estados Unidos y son asesinados, torturados o encarcelados por ello, no se les llama «disidentes» (si es que llegan a ser mencionados siquiera).
También dentro del propio país hay diferencias terminológicas. Hubo, por ejemplo, intelectuales que protestaron contra la guerra de Vietnam por razones diversas. Por citar un par de destacados ejemplos que ilustran lo limitado que es el espectro de visión de la élite, el periodista Joseph Alsop se quejó en su día de que la intervención estadounidense estaba siendo demasiado contenida, mientras que Arthur Schlesinger* replicó que una escalada probablemente no funcionaría y terminaría siendo demasiado costosa para nosotros. No obstante, añadió, «todos rezamos» por que Alsop tenga razón al considerar que la fuerza de Estados Unidos tal vez se imponga, y si lo hace, «puede que entonces todos reconozcamos la prudencia y el sentido de Estado del Gobierno estadounidense» para conseguir la victoria, aun a costa de dejar a aquel «desdichado país destruido y devastado por las bombas, calcinado por el napalm, convertido en un erial por los defoliantes químicos, reducido a ruinas y escombros», y con un «tejido político e institucional» reducido a cenizas.
Y, sin embargo, a Alsop y a Schlesinger no se los llama «disidentes». Más bien, se les considera un «halcón» y una «paloma», respectivamente: dos figuras que marcan los extremos opuestos del espectro de lo que se entiende que es la crítica legítima a las guerras de Estados Unidos.
Por supuesto, también hay voces que caen fuera del espectro por completo, pero a ésas tampoco se las considera «disidentes». McGeorge Bundy, consejero de Seguridad Nacional de Kennedy y de Johnson, dijo en un artículo para Foreign Affairs, una revista del establishment, que se trataba de «salvajes entre bastidores» que se oponen por principio a las agresiones estadounidenses, más allá de las cuestiones tácticas sobre su viabilidad y su coste.
Bundy escribió esas palabras en 1967, en un momento en que el implacablemente anticomunista historiador militar y especialista en Vietnam Bernard Fall, muy respetado por el Gobierno estadounidense y los círculos de opinión dominantes, temía que «Vietnam como entidad cultural e histórica […] esté corriendo peligro de extinción […] [ahora que] el campo se está muriendo literalmente bajo los impactos de la mayor maquinaria militar jamás desplegada contra un territorio de esa extensión». Pero sólo los «salvajes entre bastidores» tenían la desfachatez de cuestionar la justicia de la causa estadounidense.
Al término de la guerra en 1975, intelectuales de todo el espectro de opinión dominante dieron sus interpretaciones de lo sucedido. Abarcaban todas las franjas del espectro Alsop-Schlesinger. Desde el extremo de las «palomas», Anthony Lewis escribió que la intervención comenzó con una serie de «torpes esfuerzos bienintencionados» («torpes» porque fracasaron, y «bienintencionados» por principio doctrinal, sin necesidad de demostración), pero hacia 1969 ya era obvio que la intervención era un error porque Estados Unidos «no podía imponer una solución sino a un precio demasiado costoso para sí mismo».
Al mismo tiempo, los sondeos mostraban que en torno a un 70 % de la población no consideraba que la guerra fuera «un error», sino «intrínsecamente injusta e inmoral». Pero, claro, como aquellos soldados de 1945 que empatizaban con el sufrimiento de los desdichados refugiados alemanes, los encuestados no son intelectuales.
Los ejemplos son los típicos. La oposición a la guerra alcanzó su pico máximo en 1970, después de la invasión de Camboya orquestada por el dúo Nixon-Kissinger. Justo entonces, el politólogo Charles Kadushin llevó a cabo un extenso estudio de las actitudes de los «intelectuales de la élite». Y descubrió que, a propósito de Vietnam, éstos adoptaron una postura «pragmática» de crítica a la guerra por considerarla un error que acabó saliendo demasiado caro. Los «salvajes entre bastidores» ni siquiera contaban, perdidos entre el margen de error estadístico.
Las guerras de Washington en Indochina fueron el peor crimen de la era posterior a la Segunda Guerra Mundial. El peor crimen del actual milenio es la invasión británico-estadounidense de Irak, con horrendas consecuencias en toda la región que aún distan mucho de llegar a un final. La élite intelectual también ha estado a su acostumbrada altura en esta ocasión. Barack fue muy elogiado por los intelectuales liberales de centroizquierda por posicionarse con las «palomas». Según las palabras del presidente, «durante la última década, las tropas estadounidenses han realizado extraordinarios sacrificios para brindar a los iraquíes la oportunidad de reclamar para sí su futuro», pero «la dura realidad es que todavía no hemos asistido al final del sacrificio americano en Irak». La guerra fue un «grave error», una «metedura de pata estratégica» con un coste más que excesivo para nosotros, una valoración que bien podría equipararse a la que muchos generales rusos hicieron en su día sobre la decisión soviética de intervenir en Afganistán.
Se trata de un patrón generalizado. No hace falta citar ningún ejemplo, pues hay sobrados estudios publicados al respecto, aunque éstos no parecen haber tenido el menor efecto en la doctrina de la élite intelectual.
De fronteras para dentro, no hay disidentes, ni tampoco comisarios ni apparátchiki. Sólo salvajes entre bastidores, por un lado, e intelectuales responsables –los considerados como los verdaderos expertos–, por el otro. La responsabilidad de los expertos la ha detallado uno de los más eminentes y distinguidos de todos ellos. Alguien es un «experto», según Henry Kissinger, cuando «elabora y define» el consenso de su público «a un alto nivel» (entendiéndose como «público» aquellas personas que establecen el marco de referencia dentro del que los expertos ejecutan las tareas a ellos encomendadas).
Las categorías son bastante convencionales y se remontan al uso más temprano del concepto de «intelectual» en su sentido contemporáneo, durante la polémica del caso Dreyfus en Francia. La figura más destacada de los dreyfusards, Émile Zola, fue condenado a un año de cárcel por haber cometido la infamia de pedir justicia para el acusado en falso Alfred Dreyfus, y huyó a Inglaterra para evitar una pena mayor. Fue entonces duramente reprobado por los «inmortales» de la Academia Francesa. Los dreyfusards eran auténticos «salvajes entre bastidores». Eran culpables de «una de las excentricidades más ridículas de nuestro tiempo», por decirlo con las palabras del académico Ferdinand Brunetière: «la pretensión de alzar a escritores, científicos, profesores y filólogos a la categoría de superhombres» que se atreven a «tratar de idiotas a nuestros generales, de absurdas a nuestras instituciones sociales, y de insanas a nuestras tradiciones». Osaban entrometerse en asuntos que debían dejarse a los «expertos», a «hombres responsables», «intelectuales tecnocráticos y políticamente pragmáticos», según reza la terminología contemporánea del discurso liberal de centroizquierda.
Pues bien, ¿cuál es, entonces, la responsabilidad de los intelectuales? Siempre pueden elegir. En los Estados enemigos, pueden optar por ser comisarios o por ser disidentes. En los Estados satélites de la política exterior estadounidense, en el período moderno, esa elección puede tener consecuencias indescriptiblemente trágicas para esas personas. En nuestro propio país, pueden elegir entre ser expertos responsables o ser salvajes entre bastidores.
Pero siempre existe la opción de seguir el buen consejo de Macdonald: «Qué maravillosa es la capacidad de poder ver lo que se tiene justo delante», y tener simplemente la honradez de contarlo tal como es.
Nota:
* Chomsky alude aquí a la expresión que Kellyanne Conway, asesora del presidente Trump, utilizó en una entrevista televisiva en enero de 2017 para referirse a unas declaraciones falsas del secretario de prensa de la Casa Blanca por no llamarlas «mentiras». [N. del T.]
Fuente: https://rebelion.org/la-responsabilidad-de-los-intelectuales-de-noam-chomsky/
El famoso pensador político estadounidense Noam Chomsky asegura que Donald Trump está aumentando las posibilidades del uso de armas nucleares en el mundo.
“(El presidente de Estados Unidos, Donald Trump) ha continuado sus ataques al régimen de control de armas que ha limitado de alguna manera la enorme amenaza de las armas nucleares de destrucción masiva”, afirmó en un diálogo con el programa Going Underground de la cadena rusa RT, publicado el sábado (5/9/20).
El intelectual de renombre mundial dijo que el inquilino de la Casa Blanca está corriendo para maximizar la amenaza de las armas nucleares, invocando el Reloj del Juicio Final del Boletín de Científicos Atómicos, que mide metafóricamente el tiempo que falta para un desastre global, propiciado por el ser humano.
Chomsky dijo que este grupo científico ha abandonado los minutos y pasado a los segundos: 100 segundos para la medianoche en enero, apostilló.
El célebre lingüista norteamericano se refirió a los importantes tratados que la Administración de Trump ha abandonado o puesto en peligro durante su mandato, entre ellos, el Tratado de Fuerzas Nucleares de Alcance Intermedio (INF, por sus siglas en inglés) y el Tratado de Cielos Abiertos (OST, por sus siglas en inglés) de la Organización de Seguridad y Cooperación Europea (OSCE).
“Los Estados Unidos de Trump están avanzando hacia la creación de nuevas armas de destrucción y mucho más amenazantes, contra las cuales no hay posibles medios de defensa”, aseguró Chomsky advirtiendo además de la demora que muestra la Casa Blanca para la extensión del tratado Nuevo START, el cual expira en febrero de 2021, y actualmente es el único acuerdo que vincula a EE.UU. y Rusia en la estabilidad estratégica, pues controlan el 90 % de todas las armas nucleares que existen en el planeta.
Rusia ha dicho constantemente que está dispuesta a extender el pacto sin condiciones previas, pero no “a cualquier costo”, por otros cinco años. Sin embargo, Estados Unidos ha condicionado la renovación a que China sea incluida en un nuevo acuerdo trilateral de control de armas.
El Gobierno estadounidense se retiró oficialmente en agosto de 2019 del INF, firmado en 1987 entre EE.UU. y la extinta Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) que constituía el primer convenio entre dos superpotencias para eliminar toda una categoría de armas nucleares, es decir, todos los misiles que pueden ser lanzados desde tierra con un alcance de entre 500 y 5500 km.
El 21 de mayo de 2020, se retiró del OST, entrado en vigor en 2002 tras un acuerdo alcanzado entre EE.UU., Rusia, Canadá y casi toda la Unión Europea (UE), que es considerado uno de los esfuerzos de control internacional de armas más amplio, logrado con el objetivo de promover la transparencia en las fuerzas y actividades militares.
Fuente: https://rebelion.org/chomsky-la-amenaza-de-usar-armas-nucleares-aumenta-con-trump/
Por: Noam Chomsky.
Fragmento del capítulo ‘La tercera amenaza: El vaciamiento de la democracia’, perteneciente al libro Cooperación o extinción.
Si me lo permiten, quisiera comenzar con una breve alusión a un período que tiene inquietantes similitudes con la actualidad, en muchos y lamentables sentidos.
Estoy pensando en hace justo 80 años, casi exactos, el momento en que escribí por primera vez, que recuerde, sobre materia política. Es fácil ponerle fecha; fue justo tras la caída de Barcelona, en febrero de 1939.
En el artículo trataba de lo que parecía la inexorable expansión del fascismo por el mundo. En 1938, la Alemania nazi se había anexionado Austria; meses más tarde puso en sus manos a una Checoslovaquia traicionada en la Conferencia de Múnich. En España caía una ciudad tras otra bajo las fuerzas de Franco. En enero de 1939 cayó Barcelona.
Era el final de la Segunda República española. La notable revolución popular, una de carácter anarquista, que había florecido durante 1936, 1937, 1938… ya había sido aplastada por la fuerza. Parecía que el fascismo fuera a desplegarse sin límite.
No es exactamente lo que está ocurriendo en la actualidad, pero, si se me permite tomar prestada la famosa frase de Mark Twain “la historia no se repite, pero a veces rima”, lo cierto es que hay demasiadas semejanzas como para pasarlas por alto.
Tras la caída de Barcelona hubo una oleada de refugiados españoles. La mayor parte fueron a México, unos 40.000; algunos acabaron en Nueva York y abrieron sedes anarquistas en Union Square, librerías de segunda mano en la Cuarta Avenida, etc.
Me inicié en la cultura política deambulando por aquella zona. De eso hace 80 años. Entonces no lo sabíamos, pero el Gobierno de Estados Unidos también empezaba a pensar que la expansión del fascismo podía llegar a ser imparable. No lo veían con el mismo alarmismo que yo, con mis 10 años de edad.
Hoy sabemos que el Departamento de Estado mantenía sentimientos encontrados con respecto a cuál era la verdadera importancia del movimiento nazi.
Se mantenía, de hecho, un consulado en Berlín; había un cónsul de Estados Unidos en Berlín que enviaba comentarios algo embarullados sobre los nazis, en los que sugería que quizá no fuesen tan malos como se decía. Se trataba del famoso diplomático George Kennan. Lo mantuvieron hasta lo de Pearl Harbor, fecha en la que se lo revocó.
(…)
Resulta que poco después, aunque era imposible haberlo sabido entonces, en 1939, el Departamento de Estado y el Consejo de Relaciones Exteriores comenzaron a hacer planes para lo que sería el mundo posterior al conflicto, sobre qué aspecto debía tener.
Por aquel entonces asumían que en los primeros años el mundo posterior a la guerra estaría dividido entre una zona bajo control alemán, es decir, un mundo controlado por los nazis, la mayor parte de Eurasia, y un mundo controlado por Estados Unidos, que consistiría en el hemisferio occidental; el antiguo Imperio británico, con cuyo control se habría hecho el país americano, y algunas áreas de Extremo Oriente. Y esa sería, en resumen, la forma del mundo posterior al conflicto mundial.
En la actualidad sabemos que esta perspectiva se mantuvo hasta el cambio de rumbo que iniciaron los rusos. En Stalingrado, entre 1942 y 1943, y en la gran batalla con carros de combate de Kursk, un poco después, quedó muy claro que Rusia iba a vencer a los nazis.
Así que se cambiaron los planes; la imagen del mundo posterior al enfrentamiento se trastocó para convertirse en lo que hemos estado viendo desde entonces, en este último período. Pero eso fue hace 80 años.
Hoy no nos enfrentamos al auge de algo como el nazismo, pero sí estamos ante la propagación de lo que alguna vez se ha llamado la Internacional Reaccionaria, de carácter ultranacionalista, que sus partidarios proclaman sin ningún pudor, incluido Steve Bannon, el promotor teatral del movimiento.
Obtuvo una nueva victoria con la elección de Netanyahu en Israel, que refuerza la alianza reaccionaria en ciernes, todo bajo los auspicios de Estados Unidos (…).
En Oriente Próximo, la alianza se compone de los Estados más reaccionarios de la región, a saber, Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos; Egipto, bajo la dictadura más brutal de su historia, e Israel, que sería el epicentro, todos ellos enfrentados a Irán.
En América Latina encaramos amenazas muy graves, como la elección de Jair Bolsonaro en Brasil, que ha puesto en el poder al más extremo y extravagante de los ultranacionalistas que campan en la actualidad por el continente.
Y Lenín Moreno, presidente de Ecuador, dio un paso recio para ubicarse dentro de la alianza de la extrema derecha al expulsar a Julian Assange de su embajada en Londres. La policía británica lo detuvo al instante, así que tiene por delante un futuro muy escabroso, a menos que haya una reacción popular importante.
México es una de las pocas excepciones en América Latina a esta tendencia. También en Europa Occidental los partidos de derecha, algunos de ellos de naturaleza muy alarmante, están creciendo.
Asimismo, hay un desarrollo a la contra. Yanis Varoufakis, antiguo ministro de Finanzas de Grecia, un individuo de gran relevancia, muy importante, ha hecho un llamamiento, junto con Bernie Sanders, a la formación de una Internacional Progresista que enfrente a la internacional de derechas en formación.
En la esfera estatal, parece que la balanza se decanta abrumadoramente hacia el lado equivocado. Pero los Estados no son meras entidades, y al nivel de las personas de a pie, las cosas son bastante distintas. Eso es lo que puede marcar la diferencia.
Hace falta proteger las democracias efectivas, incidir en ellas, aprovechar las oportunidades que ofrecen, para que la clase de activismo con el que hemos conseguido progresos trascendentales en el pasado nos pueda salvar también en el futuro.
A continuación quisiera poner el acento en un par de observaciones sobre la tremenda dificultad de mantener e instituir la democracia (…) y sobre la importancia que esto tendrá para el futuro.
Pero primero quiero decir unas palabras en torno a los desafíos que tenemos por delante, de los que ya hemos oído hablar bastante y todos conocemos. No hace falta entrar ahora en ellos en detalle, pero describir tales contrariedades como “graves en extremo” podría ser un error.
El término no captura la enormidad de la clase de dificultades que aún tenemos ante nosotros, y cualquier discusión sobre el futuro de la humanidad debe empezar con el reconocimiento de un hecho crítico, el de que la especie humana afronta ahora un dilema que nunca antes se había presentado en su historia, al cual hay que responder sin dilación, a saber, el de cuánto tiempo va a seguir sobreviviendo el ser humano.
En fin, como todos saben, llevamos viviendo 70 años a la sombra de la amenaza nuclear. Cualquiera que repase los archivos disponibles no podrá sino quedar admirado de que aún sigamos aquí.
Cada dos por tres nos ponemos demasiado cerca del desastre terminal, nos libramos por minutos. Parece un milagro que hayamos sobrevivido, pero los milagros no duran para siempre. Hay que poner fin a esto.
La actual revisión de la postura nuclear de la administración Trump acarrea un drástico incremento de la amenaza de conflagración, que tendría como resultado el final de la especie.
(…)
Bien, había tres grandes tratados sobre armas; el Tratado sobre Misiles Antibalísticos o ABM, el Tratado sobre Fuerzas Nucleares de Rango Intermedio o INF y el Tratado de Reducción de Armas Estratégicas o Nuevo Start.
Estados Unidos acabó con el Tratado ABM en 2002. Cualquiera que crea que los misiles antibalísticos son armas defensivas se engaña con respecto a la naturaleza de estos sistemas.
También se ha retirado del Tratado INF, firmado por Gorbachov y Reagan en 1987 y que entonces supuso una reducción abrupta de la amenaza bélica en Europa, la cual estaba destinada a extenderse rápidamente.
Unas multitudinarias manifestaciones civiles crearon la atmósfera para un tratado destinado a significar un antes y un después. (…) Pero, bueno, la administración Trump abandonó el INF, y Rusia también lo hizo poco después.
(…)
Queda el Nuevo Start, que ha sido calificado por nuestro mandamás –quien se ha descrito modestamente a sí mismo como “el mejor presidente de la historia de EE. UU.”– como el peor tratado de la historia, la designación que suele usar para referirse a cualquier cosa que hayan hecho sus predecesores.
En este caso, ha añadido que deberíamos quitárnoslo de encima. Si llega a renovarse en el cargo en las próximas elecciones, habrá mucho en juego, pues, de hecho, es mucho lo que hay en juego en la renovación de ese tratado, que ha sido todo un éxito a la hora de reducir en un grado importantísimo el número de armas nucleares (…).
Entretanto, el calentamiento global sigue su inexorable curso. A lo largo de este milenio, cada año, con una excepción, ha sido más caluroso que el anterior.
Hay artículos científicos recientes, como el firmado por James Hansen y otros, que indican que el ritmo del calentamiento global, que ha estado incrementándose desde alrededor de 1980, puede estar aumentando de manera abrupta, quizá pasando de un crecimiento lineal a uno de tipo exponencial, lo que significa que se duplicaría cada dos décadas.
Nos estamos acercando a las condiciones de hace 125.000 años, cuando el nivel del mar estaba aproximadamente a ocho metros por encima de donde está hoy. (…)
Mientras sucede todo esto, podemos leer con regularidad cómo la prensa celebra eufóricamente los progresos de Estados Unidos en la producción de combustibles fósiles. Ahora ha rebasado a Arabia Saudí, así que estamos a la cabeza de la producción de combustibles fósiles.
Los grandes bancos, como JP Morgan Chase y otros, están inyectando dinero para realizar nuevas inversiones en este tipo de combustibles, incluidos los más dañinos, como las arenas de alquitrán de Canadá.
Y el hecho se presenta con grandes entusiasmo y emoción. Estamos alcanzando el estado de “independencia energética”; podemos controlar el mundo, determinar el uso de combustibles fósiles en todo el globo. Pero apenas se puede encontrar una palabra sobre qué va a implicar todo esto, lo cual es bastante obvio.
(…)
Recientemente hemos visto, en una expresión espectacular, que se puede hacer, que puede alcanzarse una solución.
Un grupo organizado de jóvenes, el Sunrise Movement, llegó al punto de hacer una sentada en las oficinas congresuales, llamando la atención de las nuevas personalidades progresistas, dispuestas a llevar sus proclamas al Congreso.
Bajo una gran presión popular, la congresista Alexandria Ocasio-Cortez, secundada por el senador Ed Markey, puso el New Deal Verde en la agenda.
Desde luego que recibe ataques desde todos los flancos, pero no importa. Hace un par de años era inimaginable que tan solo se discutiera.
Como resultado del activismo de este grupo de jóvenes, ahora está en el centro del programa; va a haber que implementarlo de una manera o de otra, porque es algo esencial para la supervivencia.
Quizá no se hará exactamente del modo propuesto por ellos, pero sí en alguna variante. Se trata de un cambio tremendo logrado por el compromiso de un reducido grupo de jóvenes.
Entretanto, el Reloj del Apocalipsis del Bulletin of Atomic Scientists se ha puesto, desde el pasado mes de enero, a dos minutos de la medianoche.
Es lo más cerca que ha estado del desastre terminal desde 1947. El anuncio de este ajuste mencionaba las dos principales amenazas, ya conocidas, la de la guerra nuclear, que aumenta cada vez más, y la del calentamiento global, que va aún peor.
Y además, por primera vez, se añadía una tercera, el menoscabo de la democracia. Y resultaba muy apropiado, porque la democracia efectiva es la única esperanza para superar tales peligros.
Las grandes instituciones, públicas o privadas, no se harán cargo si no es bajo una presión ciudadana de carácter masivo, lo cual implica que el funcionamiento de las vías democráticas ha de mantenerse vivo y utilizarse del modo ilustrado por el Sunrise Movement, por las manifestaciones masivas de principios de los 80, del modo, en fin, en que continuamos haciéndolo hoy.
Fuente del artículo: https://rebelion.org/fragmentos-de-la-tercera-amenaza-existencial-de-la-humanidad/