Gadi Taub
Tan rutinario ha llegado a ser el uso de la palabra “multiculturalismo”, que ahora se invoca para describir cosas harto distintas. En alguno de sus uso populares, es meramente un sinónimo de pluralismo. No hay, huelga decirlo, problema ninguno con esta forma de presentar la perspectiva liberal-progresista democrática. Sin embargo, originariamente, el término refiere a algo mucho más drástico, a una criatura de la ideología posmoderna. Porque, en la medida en que el posmodernismo sostiene que no existe la verdad, el multiculturalismo asevera que todas las culturas están a la par y valen lo mismo. A sus propios ojos, la actitud multiculturalista no sería sino una ampliación de la democracia, una extensión de esta desde de los seres humanos hasta los valores. No bastaría con reconocer que todos los seres humanos son iguales; la verdadera igualdad requeriría que respetáramos igualmente también todas sus culturas.
El sencillo argumento contiene una contradicción: acordar igual valor a las culturas puede tener por efecto el socavamiento de la igualdad entre humanos, y no sólo su expansión. Garantizar igual estatus a una cultura en la que las mujeres son propiedad de los hombres, o en la que se permite la esclavitud, no es extender la democracia. Pero a despecho de esa contradicción flagrante, la retórica multiculturalista ha llegado a arraigar en amplios segmentos de la elite occidental hasta convertirse en la piedra angular de la corrección política. Del “Otro” sólo puede hablarse en términos que (a oídos liberal-progresistas) sólo pueden ser positivos. En esta conversación, el Otro es usualmente percibido sólo como víctima y como santo.
Si escuchamos atentamente el discurso de los elementos progresistas en Europa sobre la cuestión de los refugiados, nos percataremos de lo profundamente arraigado que ha terminado por estar este discurso. Lo que a uno le está permitido decir es que los encuentros culturales son productivos, que la diversidad enriquece y que el contacto con la “otredad” expande nuestros horizontes.
Pero hay algo engañoso en esa celebración acrítica de la multiciplicidad. Habla de la “Otredad”, pero se niega a mirarla de frente; se declara partidario de la diversidad, pero presume de uniformidad. En otras palabras, es una forma de autoengaño. A pesar de su (confundente) nombre, la postura conocida como “multiculturalismo” se funda en un supuesto de monoculturalidad, y es a saber: que por debajo de todos los malentendidos, todos compartimos las mismas creencias liberal-progresistas básicas. Lo cierto es que el colorido mosaico que quienes abrazan esos enfoques crean en su mirada mental sólo funciona cuando no es en realidad tan colorido. O tal vez sea mejor decir que el mosaico sólo puede existir cuando todas las partes son ellas mismas entusiastas de los mosaicos, es decir, sólo cuando todos los elementos comparten la misma pasión por la multiplicidad y están igualmente encantadas con la diversidad.
Paradójicamente, cuando todo el mundo cree en la diversidad, la diversidad no existe realmente. Por debajo del superficial parloteo sobre la multiplicidad, lo que encontramos es el supuesto liberal-progresista de la unidad. Evidentemente, si todas las “culturas” fueran liberal-progresistas, no habría el menor problema con esta posición. Sin embargo, si una de ellas no lo es, esta posición no ofrece solución ninguna. El multiculturalismo, así pues, nos ofrece una solución sólo en el caso de que no tengamos un problema. Como en el resto de Occidente, en Israel compramos también este punto de vista errado, conforme al cual el liberalismo progresista presenta su unidad como multiplicidad: se lo compramos a los EEUU, bajo los auspicios de modas académicas que, aun vendidas bajo rótulos diversos, no dejan de guardar relación entre sí. Las más extendidas son el posmodernismo (las versiones que llegaron a destacar más tienen una impronta antes norteamericana que francesa), la teoría crítica (las versiones que llegaron a destacar más tienen una impronta antes norteamericana que marxista), los estudios culturales, los estudios de género, los estudios poscoloniales y otras modas académicas similares. Todas ellas están incardinadas en el liberalismo progresista norteamericano, y al comprarlas, hemos comprado también sin saberlo el liberalismo progresista norteamericano. Para los académicos norteamericanos, el liberalismo progresista es tan manifiestamente evidente, que su presencia, como el aire que respiramos, resulta transparente e intangible.
Dios es liberal-progresista
El liberalismo progresista norteamericano, que se desarrolló en el seno de una sociedad de migrantes, tuvo que lidiar desde el principio mismo con la cuestión de crear unidad a partir de la multiplicidad. Y encontró soluciones eficaces. También en Norteamérica el punto de vista multiculturalista entraña autoengaño. Pero, en su caso, el autoengaño fue beneficioso, asentadamente yuxtapuesto como estaba sobre el fundamento de un consenso profundo y de amplio alcance.
Las fuerzas asimilacionistas en Norteamérica son tremendas, y las presiones que esas fuerzas ejercen sobre las gentes para que se adapten son asimismo tremendas. Por varias vías, tanto de facto como de iure, la asimilación exige que los migrantes acepten los valores morales básicos del país: el individualismo, los derechos naturales, la igualdad de género, la democracia, el capitalismo y una concepción contractualista de la sociedad y de las relaciones humanas. Eso es condición necesaria para llegar a ser parte del sueño norteamericano. Si tú tienes otros sueños, Norteamérica no tardará en pulverizarlos y aventarlos eficientemente, no vaya a ser que pongan en peligro el consenso moral. Es verdad: la diversidad tiene un lugar bajo ese paraguas liberal-progresista, pero no fuera.
Uno de los más importantes progenitores de la fórmula norteamericana que con tanta eficacia transformó la multiplicidad en unidad fue Thomas Jefferson, quien redactó el Estatuto de Virginia para la Libertad Religiosa de 1786. Jefferson halló una vía de salida cuadrando el círculo mediante un desplazamiento de énfasis en los argumentos a favor de la libertad de religión. Huelga decir que no estaba sólo a la hora de creer en la libertad de religión. El grueso de los progresistas de su tiempo coincidían en que era malo para el Estado intervenir en las creencias religiosas de los ciudadanos. Pero los argumentos habituales pasaban generalmente por sostener que nadie tenía acceso directo a las intenciones divinas. En la medida en que también el Estado carecía de ese acceso, no debía decidir por nosotros qué creer. Ello es que Jefferson invirtió la fórmula. El Estatuto por él redactado se abre con esta rotunda declaración: “Dios ha creado la mente libre”. En otras palabras, la libertad de religión misma es un mandato divino. La razón que debemos avanzar no es falta de acceso a las intenciones de Dios, sino todo lo contrario: ahora sabríamos que Dios mismo es un progresista. Y así comenzó a santificarse la unidad a través del lenguaje de la multiplicidad.
La fórmula de Jefferson experimentó con el tiempo múltiples transformaciones. Pero la versión relevante para lo que aquí interesa es la que surgió del fracaso y derrota de la rebelión estudiantil de los años 60 del siglo pasado, que reflejó una seria decepción de los jóvenes norteamericanos con su país. Esa versión anduvo inextricablemente amalgamada al amargo sabor de esa decepción, y trajo entonces consigo el kitsch moral que convirtió la autoflagelación en un fácil substituto teatral de la verdadera autocrítica.
La gran campaña y el kitsch moral sesantaiochesco en los EEUU
La revuelta de los 60 en los EEUU fue varias cosas muy distintas. Pero por unos momentos pareció como si todas las facciones convergieran en una protesta común contra un único adversario: “el sistema”. Se llegó a creer que el sistema –el establishment— genera varios tipos de males allí donde penetra: la discriminación contra los negros en el Sur, la guerra de Vietnam, el machismo, el tratamiento de los gays como pacientes psiquiátricos, la criminalización de la disidencia, etc. Todos esos males serían curados cuando las masas –el pueblo— se los sacudiera de encima. Y entonces, en vez del uniforme cemento gris de la opresión del establishment, florecerían mil flores, cada una con su propio color y a su propio modo. El movimiento estudiantil, el movimiento de derechos civiles, el feminismo, las manifestaciones de Stonewall de la comunidad gay y la protesta contra la guerra de Vietnam: todo formaba parte de la misma campaña. O eso parecía.
El primer revés serio y profundo experimentado por ese supuesto de partida llegó en 1966, cuando el movimiento de derechos civiles de Martin Luther King Jr. Quedó bajo el control de los partidarios del “poder negro” y del “orgullo negro”. Stokely Carmichael resultó elegido líder del Comité Estudiantil de Coordinación No-violenta (la rama juvenil del movimiento de King) e, inmediatamente, exigió que todos los blancos que lo habían apoyado fueran expulsados. Los Panteras Negras comenzaron a ocupar la primera fila, y Malcom X se convirtió en una celebridad. Mientras que King hablaba en nombre de los valores comunes y abrazaba la integración, la generación de líderes que le sucedió se rió de él como ejemplificación de un nuevo Tío Tom que se allanaba a l os caprichos del establishment con tal de resultar aceptable para los blancos. La integración misma se convirtió en algo peyorativo, en símbolo de la pérdida del autorrespeto y de la identidad. En vez de integración, los jóvenes líderes decían querer la segregación voluntaria, el orgullo de la propia identidad diferencial y una cultura separada.
Luego vinieron los choques entre los partidarios de los Panteras Negras y el movimiento feminista. En la última convención del movimiento estudiantil organizado –celebrada en 1969 en Chicago—, los Panteras Negras descalificaron a las feministas como “el poder de las mininas”. Furiosas, las mujeres se largaron.
La protesta contra la guerra en Vietnam tuvo una dinámica propia. En sus márgenes, se transformó en un apoyo incondicional al comunismo fanático del Vietnam del Norte. Algunos de los líderes del movimiento buscaban explícitamente, en efecto, la derrota del propio país, una posición que les costó el apoyo de los partidarios moderados de la paz. Poco después del fin de la década, los distintos tributarios de la revuelta parecían haber florecido en un sinnúmero de direcciones. Cada quien fue por su propio camino y se atuvo a su propia lucha. Por un tiempo.
En las dos décadas que siguieron, volvieron a reagruparse paulatinamente bajo los auspicios de la academia y bajo la bandera del posmodernismo. A partir del activismo social y político, el movimiento de protesta se convirtió en una teoría académica, y, en teoría, todas las luchas podían volver a verse como una sola lucha. El marco posmoderno, según se entendió en Norteamérica, podía volver a conjurarse en la magia jeffersoniana: todas las fes están en pie de igualdad, a condición de que acepten la igualdad de todas las fes. El pluralismo se convertía así en una fuerza unificadora. El Dios del nuevo discurso –eso parecía— era él mismo pluralista.
Por lo pronto, el nuevo espíritu posmodernista pareció tener un impacto diferenciado en los distintos veteranos de las luchas de los 60. Los participantes en las turbulentas manifestaciones contra la Guerra de Vietnam encontraron en Edward Said el oportuno adalid de su oposición al imperialismo y al colonialismo. De acuerdo con el historiador y crítico literario, las raíces del colonialismo y el imperialismo occidentales en todas sus encarnaciones descansan en el patrocinio del discurso occidental que “construye” a Occidente como un sujeto racional-científico y al Este, como un objeto primitivo de “nuestro” conocimiento. Así justificaríamos “nosotros” nuestro papel. Para quienes hubieran leído a Herbert Marcuse en los 60 y a Foucault en los 70, nada resultaba más fácilmente aceptable.
El feminismo de la época, que se hallaba en medio de una crisis propia, adoptó lo que sus partidarios llamaron inicialmente la “teoría de la perspectiva”. También el feminismo desplazó el peso del discurso para dar primacía al concepto de “género” (que ya había tenido su momento entre los enterados a fines de los 60). Como en el caso de Said, y conforme a esa posición, el conocimiento referido a la feminidad y la masculinidad habría sido producido por hombres desde la perspectiva masculina, razón por la cual estaría concebido para justificar la desigualdad existente. Y también como en el caso de Said, el discurso construiría al Hombre como sujeto y a la Mujer como el objeto.
Análogamente, la lucha de Stonewall Inn, en la que la comunidad gay exigía que la policía dejara de molestarlos, encontró una renovada expresión en la deconstrucción del discurso psiquiátrico y en la reencarnación en un nuevo campo académico escindido de los estudios de género: los estudios queer.
El movimiento de derechos civiles, la más antigua de las manifestaciones de rebelión de los 60, no tuvo problemas para adaptar el separatismo negro a la nueva terminología. El “discurso hegemónico” es “blanco”, y la manera de erradicar la opresión sería sacar a la cultura negra de su influencia. Los problemas sociales, políticos y económicos se reencarnaron en una discusión de identidades, culturas y discursos.
Una tras otra e imperceptiblemente, todas esas nociones convergieron, se identificaron unas con otras y empezaron a reconstruir, ladrillo a ladrillo, la vieja imagen de la lucha común contra el “sistema”. Este término fue substituido por otro nuevo –“discurso hegemónico”— en el que todos los grupos marginalizados, por lo mismo que eran sus víctimas, eran también socios en la lucha por su desmantelamiento. De esta forma, la diferenciada separación de cada movimiento terminó siendo la base definitoria de lo que todos tenían en común. El separatismo negro, la perspectiva feminista, la singularidad queer y la confianza en la autodeterminación del Tercer Mundo, todo se fundía en una sola visión con sólo fijar un adversario común y fantasear una estrategia de combate contra él.
La imagen del círculo central del monopolio hegemónico
Aunque la jerga se hinchó y las formulaciones derivaban en enredizos, la tesis misma era pegadiza y simple. El núcleo del nuevo paradigma es la idea de que el grupo dominante (definido, en remedo de Gramsci, como “hegemónico”) posee el monopolio de la fábrica de conocimiento. Ese grupo crearía el discurso que construye el mundo social al servicio de la continuación de su dominio. El discurso se presentaría a sí mismo como “universal”, pero eso no sería sino la manera de justificar su deseo de imponerse banderizamente a los demás.
Imaginen ustedes, si quieren, un círculo central que contiene al grupo hegemónico: varones tan blancos y europeos como rectos. Son quienes fabrican nuestro conocimiento, y ese conocimiento está concebido para justificar su estatus dominante. Ahora tracen ustedes círculos más pequeños fuera del círculo hegemónico principal, cada uno de los cuales representa a un grupo: mujeres, negros, gays y el Terecr Mundo. Bueno, pues ya tienen ustedes el formato de la concepción multicultural. Todos esos grupos necesitan asaltar al centro desde distintas direcciones, desmantelar su discurso y reemplazarlo por otro diferente, liberador y cuyo pluralismo contrasta con la uniformidad de la hegemonía.
Es un modelo de claridad cegadora. Es elegante y económico. Pero lo que gana en elegancia lo pierde en su incapacidad para iluminar la compleja realidad de los cruces culturales. Sin una multiplicidad de culturas, y cuando todas las culturas comparten un amplio y profundo consenso, como en el caso del liberalismo progresista norteamericano, los problemas saltan con menor frecuencia. Pero una vez se sale de los EEUU y se entra en ámbitos en los que ese consenso no existe –Europa, pongamos por caso, o la sociedad de inmigrantes que es Israel— el modelo se desploma a la primera de cambio. No hay razón para suponer –digámoslo con cautela— que la lucha de un migrante musulmán en Alemania para preservar su identidad frente al centro hegemónico lo convierte en un aliado natural de los gays alemanes que pugnan por el matrimonio del mismo sexo.
El aislamiento de los ultraortodoxos haredim en Israel frente a la hegemonía del discurso sionista no necesariamente promueve las aspiraciones de las mujeres haredim. Análogamente, la campaña de las mujeres egipcias contra la circuncisión femenina no necesariamente va de la mano de quienes buscan proteger la identidad egipcia contra las influencias occidentales. Porque, a despecho de todos esos modelos elegantemente simples, no todas las formas de opresión dimanan del “centro hegemónico”.
La confusión creada por el modelo multicultural puede llegar a observarse desde dentro de su propia pureza geométrica. Es analíticamente engañoso. Porque los grupos marginales que dibuja –mujeres, negros, indígenas, pueblos del Tercer Mundo, gays, etc.— no son grupos “separados”, sino categorías sociales intersectantes. El modelo no funciona, porque las categorías se solapan. Resulta que, sorprendentemente, hay mujeres que son negras, lesbianas que son árabes, haredims que son gays, y así todo. Por eso el modelo oculta un hecho palmariamente simple, y es a saber: que algunos tipos de opresión se generan en los márgenes. Pero los márgenes están fuera del alcance de la crítica, ni que decir tiene.
Lo cierto es que, así que hurgamos un poco en la jerga de la retórica multicultural, caemos inmediatamente en la cuenta del absurdo de su núcleo. Saturado como está por el espíritu del liberalismo progresista, de uno u otro modo viene a suponer que ese liberalismo no es lo suficientemente progresista, mientras que todos los adversarios del mismo, por una u otra razón, lo serían más que él. Así pues, no es tan sorprendente que, para ocultar tamaña contradicción, se precise de jerga tan superlativamente fosca.
Los Panteras Negras no eran feministas; Ho Chi Min no era uno de los Justos Entre Las Naciones; los rabinos del partido Sha no son defensores de los derechos de la comunidad gay; y el final de la ocupación israelí de la Franja de Gaza no convierte a Hamás en una organización amiga de los Derechos Humanos. El supuesto de que el pluralismo democrático y la libertad política han de dimanar necesariamente de los márgenes carece de todo fundamento en la realidad. El ilogismo admite una formulación sumaria: todo el modelo descansa en un kitsch moral que identifica victimización con justicia. Desgraciadamente, sin embargo, en el mundo real las víctimas no son necesariamente santos, y mucho menos santos liberal-progresistas.
Consciencia de élites
Pero el modelo multicultural no versa sobre la realidad; versa sobre la consciencia de las elites. Ignora el hecho de que, en una sociedad migrante, la multiplicidad es, por lo pronto, el problema, y no, por lo pronto, la solución. Porque una sociedad de este tipo necesita, para empezar, sentar los fundamentos comunes sin los cuales la solidaridad resultaría inviable, un escenario político congruente, imposible, e inconcebible un igual acceso a los recursos. Sólo luego de resolver eso puede empezar a tener sentido el disfrute de la multiplicidad. En contra de la impresión creada por su retórica, el multiculturalismo es una ideología generada en el centro, no en los márgenes.
En el actual clima de opinión, como es harto sabido, está terminantemente prohibido decir nada bueno sobre el melting pot del mestizaje israelí. Y en efecto, la institucionalización del mismo es susceptible de crítica. Pero debería recordarse que su otra cara es la igualdad, así como un sentido de pertenencia, y que ambas caras son interdependientes. Una común identidad significa solidaridad, responsabilidad común, destino compartido.
Mapai, el precursor del laborismo de izquierda en Israel, también puso por obra agresivas políticas a favor de la igualdad económica. En vivo contraste con eso, el ataque de los multiculturalistas al melting pot israelí es parte del espíritu neoliberal de la época de la sociedad de mercado. La “privatización de la identidad”, como ha llamado a estas tendencias el Dr. Daniel Gutwein, es el espejo cultural de la privatización económica, y el ataque al éthos común es un ataque al más importante baluarte con que cuenta la defensa de los débiles: la solidaridad generalizada.
El multiculturalismo representa, así pues, y en resolución, un ataque a la igualdad concreta, un ataque apenas camuflado tras la pantalla de humo de la igualdad simbólica. Publicita y vende la indiferencia como preocupación por el “Otro”, el narcisismo como empatía y las inquietudes de la consciencia de la elite como sentido imaginario de responsabilidad para con los márgenes de la sociedad.
Fuente : Publicado inicialmente en Sinpermiso /http://www.sinpermiso.info/textos/por-que-el-modelo-multicultural-norteamericano-es-una-catastrofe-politica-en-europa-e-israel