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El miedo y la ira en la vida escolar

Por: Miguel Ángel Rodríguez

Hace una par de semanas me invitaron a charlar con un nutrido grupo de profesoras y profesores de educación básica de Huauchinango, Izúcar de Matamoros y San Martín Texmelucan, Puebla. Las charlas fueron parte de la inauguración del Programa Nacional de Convivencia Escolar (PNCE) que pretende “…promover la intervención pedagógica en las aulas y escuelas, de carácter formativo y preventivo con apoyo de materiales educativos, orientada a que las/os alumnas/os reconozcan su propia valía; aprendan a respetarse a sí mismos y a los demás; a expresar y regular sus emociones; a establecer acuerdos y reglas, así como a manejar y resolver conflictos de manera asertiva.”

En fin, preparé un par de exposiciones, una sobre la educación básica como derecho social fundamental y otra sobre qué son los valores en el tiempo, para las diferentes culturas, en un mundo globalizado, con un presidente norteamericano que proclama la supremacía biológica de los blancos, los White Anglo-Saxon Protestant  (WASP) e infecta de miedo, ira, culpa (que se atribuye a los otros) y envidia a la sociedad estadounidense –lo dice Martha C. Nussbaum.

Tenía sentido, pues muchos poblanos de esas regiones tienen familiares viviendo, desde hace mucho tiempo, en Estados Unidos y algunos sintieron en carne viva, incluso, el estigma del inmigrante en tierras más allá del Río Bravo.

Sin la pretensión de ser alarmista, con la celebrada filósofa de la justicia poética, con Nussbaum, me pregunto aquí, después de mis charlas, si algunos de esos sentimientos del ser humano, que retratan nuestra vulnerabilidad, se encuentran presentes en la vida pública nacional y de qué manera pueden afectar la consolidación de un proyecto democrático de nación. Me refiero con énfasis a la particularidad histórica del gremio: ¿cuál es el sentimiento, la emoción que prevalece, traspasa la epidermis y se instala como conciencia de finitud, en este momento, en una buena parte del magisterio nacional…?

Quiero hablar, siguiendo a Nusbbaum, de La monarquía del miedo, de la ira que cobija y alimenta secretamente, de la manipulación que los poderes fácticos y los poderes públicos pueden hacer, ¿están haciendo?, de tales emociones entre la ciudadanía de nuestras sociedades globalizadas. Es la ira que nace del miedo permanente a una muerte violenta, de la impotencia frente a la impunidad, de no encontrar responsables y, en consecuencia, de culpabilizarnos todos, unos a otros, sin mejores resultados que la ruptura de los lazos de  fraternidad.

Siempre resulta refrescante sentir la presencia, los estados emotivos, las disposiciones afectivas que despliegan los profesores y las profesoras de México antes de decidir, frecuentemente en escenarios escolares adversos, como el de la violencia, ¿qué hacer…? ¿qué fundamentos pedagógicos elegir para la formación, para la educación de los seres humanos, ahí, en las aulas…?

Son los protagonistas del proceso educativo, son las fuentes originarias del cuidado del ser humano. Mucho tiempo estuve ciego para intuirlo, para comprenderlo. Y era lo más próximo, lo más cercano.

Expuse un esbozo histórico de los derechos humanos hasta el momento de concebir a la educación como uno de los cuatro derechos sociales fundamentales, como un derecho que es la base, el impulso anímico para conquistar otros derechos, una condición sine qua non para abrir otras, mejores posibilidades de habitar el mundo –todo sazonado con alguna dosis risueña de escepticismo, de realismo pesimista propio de la edad.

Hablé del Estado legislativo de derecho y del Estado constitucional de derecho, de la impostergable necesidad de hacer efectivos, para que sean válidos, los derechos de las niñas y niños de México a una mejor educación, que incluye el derecho a tener escuelas completas, con infraestructura suficientemente satisfactoria para potenciar las capacidades y habilidades de las profesoras, profesores y estudiantes, particularmente en las comunidades indígenas. Es ahí donde la inequidad social clava sus garras desde la Colonia.

No es una novedad, en muchas regiones indígenas aún pervive el Estado paleoliberal, el de “la indiferencia jurídica de las diferencias”, a cuya organización estatal no le interesa garantizar la existencia de las diferencias y, en el mejor de los casos, son incluidas solo en calidad de excluidas. Son espacios en los que la organización estatal revela sobredosis seculares de xenofobia (rechazo a los extranjeros) y aporofobia (rechazo a los pobres –lo llama Adela Cortina).

Las cifras del INEE son devastadoras, pues el escenario que nos presentan de los pueblos indígenas originarios ilustran muy vivamente, o, mejor dicho, con una luz mortecina, las tristes condiciones de existencia de los estudiantes y la deficiente infraestructura de las escuelas 
indígenas de México.

Al terminar las respectivas exposiciones se abrió una pequeña ronda de preguntas y respuestas. Esperaba poner sobre la mesa que Puebla es uno de los estados con mayores índices de discriminación, creo que si lo dije, no me acuerdo bien, en todo caso llevaba indicadores actualizados…pero los caminos de la vida no son como yo pensaba, como los imaginaba, no son como yo creía, porque el magisterio tenía su propia agenda y, sin cortapisas, la extendió sobre la mesa.

Había una constante en las tres ciudades y era la memoria reciente del Colegio Cervantes de Torreón, Coahuila, la del asesinato de una maestra a manos de uno de sus alumnos de once años de edad, quien, a sangre fría, casi a quemarropa, disparó sobre ella y, después, en el delirio del juego, descargó el arma inclemente contra otro profesor y cinco estudiantes que estaban en el patio, antes de voltear la pistola homicida hacia sí mismo, antes de suicidarse. Replicaba, al parecer, la masacre perpetrada por dos estudiantes de la secundaria de Columbine, en Colorado, en Estados Unidos, la tragedia más grande que registra la historia de la educación secundaria en aquel país.

Vinieron, pues, los cuestionamientos. Elegí para ilustrar mi propósito los dos siguientes:

Maestra de Izúcar:  ¿Qué nos recomienda usted, qué hacer frente a la amenaza de que se repita la tragedia del Colegio Miguel de Cervantes de Torreón, Coahuila…?, ¿Se debe regresar al plan de mochila sana y segura?


Maestra de San Martín: Si ya se canceló el programa operativo mochila segura, ¿quién nos va garantizar que mañana, dios no lo quiera, se presente una situación similar…?

Las interrogantes hicieron que el auditorio se removiera inquieto, nervioso, sobre sus asientos, un rumor fue subiendo de tono hasta convertirse en coro cuando las profesoras soltaron como oscuros enigmas sus preguntas. Me quedé paralizado, podía responder, con datos estadísticos e información de política educativa comparada, por el estado de los derechos políticos, económicos, sociales y culturales, pero nunca me preparé para responder la pregunta crucial: la pregunta por el derecho a la vida.

Eran cuestionamientos sobre los fundamentos del pacto social en México, sobre la validez y legitimidad del contrato social, porque el miedo, según recuerdo de Thomas Hobbes, es el origen que posibilita saltar del Estado de Naturaleza al Estado civil, pero no cualquier miedo sino el miedo a una muerte violenta, ahí reside el secreto del pacto de sujeción y de la primera forma del Estado moderno. El pueblo cede parte de sus libertades al poder soberano, para que lo libre de una muerte violenta. ¿Qué pasa cuando el Estado no garantiza ese derecho efectivamente…?

Lo que los docentes estaban desocultando era una disposición afectiva, un estado emotivo primario, de conservación y afirmación de la vida, de incertidumbre frente a la ausencia de un Estado, no parecían tener la certeza de que el Rey de los soberbios, el Leviatán, pudiera someter a las fuerzas del mal. 
El desasosiego de las profesoras y profesores era la expresión del miedo al que están diariamente sometidas las escuelas y las aulas -el sistema educativo en su totalidad-, pues viven temerosas por la alta probabilidad de ser víctimas de la violencia impune.

El tema que ellas estaban introduciendo era la cúspide del derecho internacional: el derecho a una vida digna.

Una vez que me repuse del sorpresivo giro que tomaron las circunstancias traté de responder que el derecho a la intimidad personal y familiar se considera inalienable, intransferible e imprescriptible, que es un principio sagrado de los filósofos liberales, pues está relacionado con la protección a la dignidad de los seres humanos. La conquista del derecho a la intimidad –continué- nos había llevado muchos siglos, tuvieron que pasar muchas inquisiciones, muchos tribunales de la fe y muchos crímenes de odio para su coronación como principio fundamental de las libertades y derechos humanos.

En esa intimidad se incuba la semilla de la libertad de conciencia, la libertad de expresión, la libertad de crítica. Y concluí que por todo ello no podíamos olvidar, abandonar, el derecho a la intimidad de los estudiantes.

En suma, que no me parecía una buena política escolar atentar contra la intimidad que, como la correspondencia, atesoran las mochilas del estudiantado. Que equivaldría a invertir el principio básico del derecho que reza que “todos somos inocentes hasta que no se demuestre lo contrario” por el de “todos somos culpables mientras no se demuestre la inocencia”.

Les comenté que en la intimidad de la casa, quizá, las madres y los padres de familia pudieran revisar las mochilas de los menores de edad antes de que fuesen a la escuela. Sentí que mis argumentos racionales y razonables resultaban muy endebles, débiles para calmar las acusadas expresiones de temor.

A regañadientes, podría decirse, las profesoras y profesores aceptaron mis argumentos, reconocían la lógica y el contenido, pero mis razones no calmaban sus miedos, sus enojos, sus malestares contra el sistema, contra el escenario de violencia impune que impera en sus regiones.

Pude sentir el miedo a una muerte violenta en las escuelas, flotando, intoxicando el ambiente. En ese contexto un profesor de Izúcar de Matamoros, un maestro mayor que no vio más que viento en mis palabras, demagogia –debe haber pensado-, tomó decidido la palabra para fijar su posición. Era un tono enérgico, mostraba un sentimiento de enojo contenido, porque su voz lindaba con el grito cuando me dijo que mi manera de pensar era muy irresponsable, porque los dejaba inermes a ellos, a los profesores. Pude percibir que yo era la representación, en ese momento, de la ausencia de responsables de la probabilidad de la violencia escolar en las escuelas. Volví a pensar con Nussbaum que el miedo socava la fraternidad de la vida escolar.

Y es que el miedo extremo nos conduce a dar palos de ciego, buscamos y no encontramos quiénes son, bien a bien, los responsables de la descomposición social por la que atraviesa México. En el sistema educativo ocurre lo mismo cuando se habla de la catástrofe estridente, los medios suelen arremeter contra la dignidad del magisterio de manera infame, los padres y madres de familia se levantan igual contra las autoridades educativas que contra los maestros. Mientras el magisterio responsabiliza a los padres y a los directivos, los sindicatos de maestros responsabilizan a las autoridades educativas y, desde luego, la acusación tiene un oscuro camino de regreso.

En esa confusión de responsabilidades y culpabilidades no es extraño que el sentimiento de impotencia aflore en el magisterio, que el miedo a la muerte violenta sea el impulso anímico sobre el cual se monte el enojo y la ira, porque aunque queremos intervenir, participar para transformar los escenarios, no encontramos el camino, no sabemos cómo hacerlo efectivamente.

Es una ira que nace del sentimiento de la propia vulnerabilidad, del desmoronamiento de las instituciones de justicia. Los griegos y los romanos, nos recuerda Nussbaum, consideraban a la ira como un veneno mortal contra cualquier régimen democrático y los primeros declararon un guerra cultural a la ira vengativa, basta recordar las primeras líneas de la Iliada que canta la ira de Aquiles, quien termina reconciliado con su enemigo, el Rey Príamo, dejando atrás los crímenes inspirados por el deseo de venganza, por la muerte de su querido amigo Patroclo.

Y pienso que tal vez hemos reparado muy poco en la extensión que el miedo está generando en las comunidades escolares, una emoción que, combinada con la ira y la culpabilización (de los otros, los diferentes), desemboca en el asco (un pensamiento de contaminación), en los crímenes de odio, como ha sucedido contra las mujeres, indígenas, pobres, musulmanes, judíos, afrodescendientes, homosexuales, transexuales, con un largo y enlutecido  etcétera.

El PNCE es un programa preventivo de la SEP que apenas comienza, y considero que es muy pronto para decir nada; no obstante, de sus contenidos se desprende que se trata de disolver o, por lo menos disminuir, el racismo y la pigmentocracia creciente de nuestras sociedades, promover la igualdad de género, el respeto a la diversidad cultural, la diversidad sexual y la aporofobia (el rechazo a los pobres).

La propuesta pedagógica es pertinente, porque incluso recurre a técnicas básicas de meditación (budista) para calmar las emociones y los sentimientos desbordados a la hora de tomar decisiones, para evitar el sufrimiento derivado de la mente de mono, de la inconciencia y disfrute del tiempo presente por estar en el tormento del tiempo pasado y el tiempo futuro.

Sin embargo, como siempre, falta ver qué opinan los grandes capitanes de empresa de la televisión y la radio comerciales de nuestro país y de Estados Unidos, pues ellos son, en la historia real, como nos enseñó Pablo Latapí Sarre, con su programación violenta, lacrimógena, banal, racista, homófoba, sensiblera, los únicos y verdaderos criadores de las políticas culturales de las emociones entre la niñez y la juventud de México y el mundo entero.

Fuente: http://www.educacionfutura.org/el-miedo-y-la-ira-en-la-vida-escolar/

Imagen: https://pixabay.com/photos/hiding-boy-girl-child-young-box-1209131/

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Bolivia: un nuevo bloque de poder

Por: Fernando Molina

El derrocamiento de Evo Morales, más que a un gobierno transitorio, dio lugar a un nuevo bloque político y social que busca «refundar» el país borrando lo más posible huellas, símbolos y políticas de los últimos 14 años.

La situación boliviana actual solo puede comprenderse si se toma en cuenta la siguiente noción del sociólogo Fernando Calderón: «En Bolivia el Estado es muy débil y la sociedad, muy fuerte». Esto explica tanto las peculiaridades de la caída del presidente Evo Morales, que no trataremos aquí, como los sucesos de los dos primeros meses de la transición que esta inició.

«El Estado boliviano es débil» significa que sus instituciones no poseen un cuerpo propio y son fácilmente instrumentadas por los grupos de presión y las fuerzas políticas. Significa, también, que las normas no se dictan ni se cumplen por medio de procedimientos regulados y abstractos, sino de forma subjetiva y de acuerdo con la correlación de fuerzas coyuntural.

De lo dicho se infiere el significado de la sentencia opuesta. «La sociedad boliviana es fuerte» porque a menudo se impone al Estado y lo usa para sus propósitos.

Coincidentemente, Bolivia es el segundo país con más linchamientos, solo después de Guatemala. En un linchamiento, la sociedad prescinde del Estado o inhibe la acción de este con el fin de ejecutar, por cuenta propia, su concepción de la justicia.

Esta concepción es primitiva, pues se funda en un principio moralista, aplica la ley del talión y se desencadena a causa del miedo a una amenaza externa. Las víctimas de los linchamientos suelen ser forasteros, gente que los linchadores encuentran sospechosa porque no pertenece al mismo grupo que ellos. La estólida creencia de los linchadores en su propia superioridad moral bloquea su capacidad de comprender y empatizar con los seres humanos que sufren y se quejan por sus tormentos. Cuando este bloqueo se activa, los excesos más terribles son alentados por la muchedumbre; se aplaude y protege a los crueles, y se sospecha o escarnece a los tibios y a los renuentes.

Las clases medias bolivianas consideraban los linchamientos prácticas salvajes, propias de indígenas, con las que ellas nada tenían que ver. Sin embargo, su conducta respecto a los jerarcas del anterior gobierno y los dirigentes y militantes del Movimiento al Socialismo (MAS) puede describirse como un linchamiento por etapas o progresivo.

Este comenzó antes de la caída de Morales, cuando los recién formados «grupos de choque» en contra del ex-presidente, que se llaman a sí mismos «La Resistencia», comenzaron a buscar y agredir a masistas en las principales ciudades del país. Estos grupos se habían radicalizado a causa del asesinato a bala, por parte de miembros del MAS, de dos manifestantes en Montero, el 29 de octubre pasado, en medio de las protestas que siguieron a las elecciones. El 7 de noviembre, «La Resistencia» secuestró por algunas horas a la alcaldesa de Vinto (Cochabamba), Patricia Arce, y la sometió a escarnio (como invariablemente ocurre en todos los linchamientos). Si Arce no perdió la vida fue porque por un equipo de televisión grabó a sus captores. En los días siguientes, con el fin de presionar a los funcionarios evistas para que renunciaran y la crisis se profundizara, grupos de civiles quemaron, en Potosí, la casa de la madre del ministro de Minería, César Navarro, y secuestraron a su sobrino; también capturaron, en la misma ciudad, al hermano de Víctor Borda, presidente de la Cámara de Diputados. En Oruro, fueron atacadas las casas de la hermana de Evo Morales y del gobernador de esta región, Víctor Hugo Vásquez.

Estos hechos fueron acompañados por el «linchamiento» de los masistas en las redes sociales, dominadas por los sectores más acomodados de la población. Los ataques que ya existían contra los usuarios digitales de izquierda, ligados al gobierno o simplemente críticos del sesgo antiinstitucionalista y racista que iba adquiriendo la lucha contra la «dictadura» del MAS, se tornaron simplemente frenéticos. Las redes se inundaron de mensajes de odio, delaciones, falsas acusaciones e información creada a posta para aterrorizar a los navegantes y azuzarlos en contra del masismo.

Luego de la renuncia de Morales, la tarde del 10 de noviembre, sus seguidores se manifestaron violentamente en El Alto y La Paz y quemaron una fábrica, una estación de buses, varios edificios policiales y las casas del rector de la universidad paceña, Waldo Albarracín, y de la periodista Casimira Lema. Estos excesos no fueron combatidos por la Policía, que entonces continuaba desorganizada por el motín que se había declarado en sus filas los días anteriores. Tampoco actuó el Ejército, que por razones todavía no esclarecidas prefirió esperar en sus cuarteles hasta el 11 de noviembre por la noche.

La indefensión de los barrios de La Paz durante estas 36 horas, en especial de los que colindaban con la periferia campesina, algunos de ellos muy ricos, reinstaló en la mentalidad de muchas familias el atávico «miedo al ataque indio», efecto irracional de una larga historia de racismo y conflictos étnicos. Numerosos vecinos varones se armaron con cuchillos y bates, salieron y montaron barricadas para defenderse de las «turbas» de alteños y las «hordas» de campesinos –como las llamaron los medios de comunicación– que, suponían, venían dispuestas a saquear sus casas y a violar y matar a sus residentes. Cuando, finalmente, los militares y policías coaligados comenzaron a patrullar las calles, fueron recibidos con un alivio que se trastocó rápidamente en adhesión fanática.

Los vecinos de clase media de La Paz y El Alto –y, por identificación natural, los de las demás ciudades del país–, que ya estaban molestos con la izquierda por la exclusión, los abusos y la torpeza del gobierno del MAS, y también por su convencimiento de que había habido un «monumental fraude» en las elecciones, giraron entonces completamente hacia la derecha. De ahí en adelante, su principal preocupación no fue otra que la pacificación del país mediante la implacable represión militar de cualquier fuerza y cualquier demostración que reivindicaran a Morales, al MAS o el anterior estado de cosas.

El vigor de este sentimiento fue tal que ahogó las aspiraciones «republicanistas» que habían alentado estas clases, confirmó a los militares el acierto de su decisión del 10 de noviembre de no defender al presidente constitucional y proporcionó a la elite política hasta entonces opositora, por primera vez en dos décadas, una agenda que podía realizarse con un amplio respaldo popular.

Jeanine Añez, la segunda vicepresidenta del Senado y, por esto, la más alta autoridad política que quedaba en el país después del desbande del gobierno masista, pertenecía al «ala dura» de la Asamblea Legislativa. Conformó su gabinete con otros «halcones» y con representantes de los distintos sectores de las clases medias movilizadas, muchos de ellos provenientes de Santa Cruz, Beni y Tarija. Añez los convocó tanto por afinidad personal –ella es beniana– como porque estas regiones fueron la punta de lanza de la rebelión contra Morales. Esta conformación ministerial anticipó el desembarco, en todos los poderes del Estado excepto el Judicial (por razones que se explicarán enseguida), de una nueva elite política. Una elite que era distinta de la masista por su procedencia clasista y regional, como ya hemos explicado, pero también por ser más homogéneamente «blanca». En cambio, era similar a la anterior en su deseo («revolucionario» antes y «contrarrevolucionario» ahora, si queremos adoptar la nomenclatura marxista) de «refundar» el país, hacer desaparecer el legado de los últimos 14 años y monopolizar el poder político.

Se ha especulado que esta salida no habría sido posible si la presidenta de la Cámara Alta, Adriana Salvatierra, del MAS, no renunciaba junto con Morales y Álvaro García Linera, pero esta teoría no toma en cuenta que, en las circunstancias políticas de ese momento, era altamente improbable que el gobierno de una dirigente del MAS hubiera sido respetado, tanto por la gente, que continuaba movilizada y demandaba la consumación del linchamiento, como por los propios militares y policías, que a esa altura ya solo podían llevar el alzamiento hasta su conclusión final, fuera esta la que fuere.

Desde el comienzo, el nuevo gobierno consideró al MAS «narcoterrorista» y su gestión, un «narcogobierno». Estos conceptos se convirtieron en parte del sentido común que emergió de la acción combinada de las redes, los medios de comunicación y la competencia entre muchos intelectuales –incluso de izquierda– para justificar con más y mejores argumentos una transición que «no fue golpe, sino fraude».

A causa de la debilidad del Estado de la que hemos hablado, los fiscales y los jueces –comenzando por los del Tribunal Constitucional y terminando por los del último juzgado de provincia–, todos ellos nombrados de una u otra manera por el gobierno anterior, se cuadraron con el nuevo orden. Ninguno planteó la más mínima resistencia o crítica a las órdenes de los vencedores; en cambio, se empeñaron en tratar de borrar las huellas de su pasado comprometedor por medio de su diligente contribución a la «pacificación», entendida como sanción ejemplificadora de los movimientos sociales y de los individuos que sirvieron al régimen caído. Así, la Justicia se convirtió en una «guillotina» al servicio de los nuevos gobernantes y de las fuerzas sociales que estos representaban.

La «pacificación» costó la vida de al menos 29 manifestantes, cientos de heridos y miles de detenidos. El gobierno aprobó un decreto –posteriormente abrogado– para eximir a los militares de responsabilidad penal por las consecuencias de la represión. Al mismo tiempo, negó que las muertes hubieran sido causadas por las fuerzas del orden. La fiscalía respaldó esta inverosímil afirmación. «La Resistencia» se movilizó en contra de los delegados de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) que llegaron a Bolivia para investigar lo sucedido. La policía no hizo nada para proteger a los familiares de las víctimas que debían declarar ante esa comisión de los grupos de activistas. La inmensa mayoría de los medios de comunicación señaló, sin recurrir a otras fuentes que las oficiales, que en Sacaba (10 muertos indígenas, ninguno político) y Senkata (10 muertos indígenas, ninguno político) «grupos armados» pretendieron consumar «atentados terroristas». Esta versión fue convalidada hasta por los profesores «marxistas» de la universidad, mostrando hasta qué punto la voz de los indígenas sin educación ni dinero iba a ser silenciada durante el nuevo periodo histórico.

Esta relación de hechos muestra, ad ovo, cómo un conjunto de fuerzas sociales, políticas, intelectuales y comunicacionales se articuló para dominar a la sociedad. En otras palabras, la emergencia de un nuevo bloque de poder en Bolivia.

Ese bloque está conformado por las fuerzas militares y policiales, la Justicia, los medios de comunicación, las universidades y las organizaciones e instituciones de las clases medias y altas (en lugar preeminente, los comités cívicos y la red de grupos de choque de «La Resistencia», pero también las asociaciones empresariales, las fraternidades, las logias, los clubes sociales, etc.).

En este bloque participan «con voz y voto» los jefes y las expresiones políticas de la derecha y la extrema derecha, sean de viejo cuño (el ex-presidente Jorge Quiroga), sean relativamente recientes (el Movimiento Demócrata Social, que es el partido de la presidenta Añez y de muchos ministros) o sean recién llegados (los líderes cívicos Luis Fernando Camacho y Marco Pumari, que constituyen la referencia política de «La Resistencia»). Los partidos de centro, como Comunidad Ciudadana, del ex-presidente y ex-candidato presidencial Carlos Mesa, y Unidad Nacional, de Samuel Doria Medina, solamente han tenido una participación acotada a la negociación de la sucesión presidencial; en este momento, respaldan a Añez sin participar en su gobierno.

Las causas por las que el nuevo bloque de poder está consagrado a la eliminación –el linchamiento– del enemigo en torno del cual se constituyó son dos: a) la necesidad de adaptarse, de forma populista, al estado de ánimo vengativo de las clases medias, que dominan el escenario luego de su victoria sobre los movimientos sociales masistas; b) su ya mencionado carácter «refundacional».

Las formas de este populismo son, también, de dos tipos:

– Populismo judicial: hay una persecución sistemática y masiva de las ex-autoridades y ex-funcionarios del MAS, desde el propio Morales, buscado por sedición y terrorismo (que se sanciona con la pena máxima de 30 años de cárcel); sus ministros, algunos de los cuales están refugiados en la residencia de México en La Paz, sin posibilidad de obtener salvoconductos; hasta los mensajeros, las niñeras, los notarios y los parientes de los altos cargos, culpabilizados por ayudarlos (llevarles papeles, darles poderes notariales, sacar dinero del banco para ellos). Al mismo tiempo, se investiga el patrimonio de 600 ex-ministros, ex-viceministros, ex-directores, gobernadores y alcaldes del MAS, con el fin de encontrar movimientos sospechosos que pudieran llevar a cualquiera de ellos a engrosar la larga lista de procesados por corrupción que ya existe.

Los jueces son presionados para que manden a todos los imputados a prisión preventiva. Repitiendo prácticas del gobierno del MAS, las autoridades políticas consideran que un denunciado es de hecho culpable de lo que se lo acusa. Añez ha pedido al Parlamento que anule una ley de abril de 2019 que estaba orientada a dificultar el encarcelamiento preventivo de los sospechosos.

Andrónico Gutiérrez, líder de los sindicatos cocaleros y precandidato del MAS, anunció que este 22 de enero, el día en que el mandato de Morales se hubiera cumplido, comenzará otra etapa de la «resistencia pacífica al fascismo», sugiriendo que organizaría movilizaciones de protesta. En respuesta, el gobierno lo amenazó personalmente y reanudó los patrullajes militares, con carros de asalto, cánticos y coreografías que arrancan el aplauso de los transeúntes, que se encuentran asustados por varias campañas de desinformación en las redes sociales que alertan sobre la reanudación de los «ataques masistas» y piden «tomar fotos, grabar y difundir inmediatamente si ven algo sospechoso».

En un intento de frenar la ola represiva, la mayoría masista en la Asamblea Legislativa aprobó una Ley de Cumplimiento de los Derechos Humanos, que exige al gobierno de Añez pagar indemnizaciones a las familias de las víctimas, invita a los políticos que se sientan injustamente perseguidos a presentar recursos ante la Justicia y garantiza la libertad de expresión. Pese al carácter genérico de esta ley, el oficialismo la ha rechazado, afirmando que en realidad busca la «impunidad» de los «narcoterroristas».

El ministro de Gobierno, Arturo Murillo, se ha convertido en uno de los más populares colaboradores de la presidenta Añez a plan de durísimas amenazas («cazar» personas, «pasar por delante» de los sospechosos, etc.) y de detenciones diarias, por las cuales ahora trabaja «en la ampliación de las cárceles».

– Populismo represivo: los grupos de civiles de «La Resistencia» tienen el aval de la Policía para imponer su ley en las calles. Morales los considera «grupos paramilitares y fascistas». Estas organizaciones civiles operan cotidianamente en torno de la residencia diplomática de México en La Paz. Sus miembros se turnan para revisar los automóviles que entran y salen del exclusivo barrio La Rinconada, donde aquella se encuentra.

«La Resistencia» arrestó informalmente –y también ilegalmente, pero con apoyo de la Policía y la Fiscalía– al ex-ministro de Gobierno, Carlos Romero: grupos de civiles rodearon su domicilio, le cortaron el agua y el acceso de comida, y luego acecharon la clínica en la que tuvo que refugiarse ulteriormente, pese a que no estaba acusado de nada. Esta situación fue aprovechada por un abogado interesado en hacerse un sitio en el nuevo sistema político (varios de estos «justicieros» andan por ahí buscando la forma de iniciar procesos contra masistas para recibir algún beneficio) y la Fiscalía terminó acusándolo por corrupción y haciéndolo detener, esta vez de forma legal.

«La Resistencia» está compuesta por vecinos de clase media y por jóvenes estudiantes que, durante la crisis, se armaron con palos, cascos y escudos improvisados para enfrentar a las columnas de trabajadores y de campesinos que pretendían neutralizar las protestas en contra del «monumental fraude».

El nuevo bloque de poder no cuenta más que con unos pocos parlamentarios, pero tiene la capacidad de inhibir y dividir a la bancada del MAS en la Asamblea Legislativa. Su poder, entonces, es absoluto. En apenas dos meses, pese a la retórica sobre un «gobierno provisional», ha invertido las orientaciones de la política exterior, alineando a Bolivia con Estados Unidos, que volverá a darle cooperación económica (el presidente Donald Trump dijo que ayudar a Bolivia era «vital» para los intereses de su país). También ha cambiado los principios de la política económica, pues liberó las exportaciones de los controles estatales que les había impuesto la anterior administración, rebajó las tarifas eléctricas a las industrias y a los grandes consumidores en una proporción mayor que a los pequeños, y ha sacado a las empresas estatales del sitial de privilegio en el que se encontraban.

Como se ve por sus políticas, el nuevo bloque busca llevar la sociedad boliviana en dirección opuesta a la señalada por el bloque de poder anterior, haciendo un movimiento de péndulo que es constante a lo largo de la historia boliviana. En este caso, el péndulo está yendo desde un estatismo desordenado y despilfarrador de energías, que beneficiaba –legal e ilegalmente– a una elite plebeya (chola e indígena) y nacionalista, hacia un capitalismo de camarilla, también despilfarrador, que beneficiará –legal e ilegalmente– a una elite «meritocrática» (es decir, blanca) y conservadora.

Como elocuente símbolo de este viraje, la escuela castrense que se llamaba «Juan José Torres» en homenaje a un presidente militar que fuera asesinado por el Plan Cóndor, ya no impartirá asignaturas «antiimperialistas» y cambiará de nombre por el de «Héroes de Ñancahuazú», que hace referencia a los militares que capturaron y asesinaron a Ernesto «Che» Guevara en 1967.

El nuevo bloque en el poder está allí para quedarse, sin importar cuáles de sus miembros terminen por ganar las elecciones del 3 de mayo. Un ganador de centro quizá atenuaría sus aspectos más agresivos. Pero no cabe duda de que si en estas elecciones el ganador fuera el MAS –lo que resulta improbable–, el resultado no sería reconocido ni aceptado. Son vanas las ilusiones que, respecto a un «milagro electoral», abriga Morales en el exilio. Las dificultades que hoy sufre su movimiento se repetirán durante toda la campaña. La derrota del MAS es profunda y será duradera (y, en parte, se debe a los errores personales de Morales, que este haría bien en aceptar). Quien desee comprender el proceso boliviano debe revisar la historia latinoamericana de la segunda mitad del pasado siglo. Nada más reciente puede comparársele.

Fuente e imagen: https://nuso.org/articulo/Bolivia-derecha-Evo-Morales/

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Diez puntos sobre el cambio constitucional en Chile

Por:  Roberto Gargarella

Jaime Guzmán, el temible jurista del pinochetismo, concibió la Constitución de 1980 como una especie de cerrojo para evitar cambios futuros. Hoy, en el marco de un movimiento social sin precedentes en las calles, los chilenos abrieron el camino para redactar, desde cero, una nueva Carta Magna. La experiencia latinoamericana de estos años muestra los límites de avanzar en derechos sin avanzar sobre el núcleo duro: la organización del poder. No obstante, las resistencias conservadoras no harán fácil moverse en esa dirección.

Introducción

Quisiera presentar a continuación algunas reflexiones teóricas, surgidas a partir de interrogantes que nos plantea el constitucionalismo chileno de este tiempo, que nos llevan a pensar sobre problemas que lo incluyen y lo trascienden. Propondré entonces algunas consideraciones, relacionadas con cuatro «grandes temas» teóricos en el área, que examinaré de manera «situada», tomando como caso de estudio el cambio constitucional que se avecina en Chile. Los temas incluirán cuestiones como las siguientes: las relaciones entre el constitucionalismo y la democracia; los procedimientos del cambio constitucional; la «sustancia» o contenido del cambio; y el ideal democrático que anima o merece animar tales cambios. En el tratamiento de tales cuestiones aparecerán diez puntos principales sobre los que me interesará llamar la atención conforme a lo que es el espíritu de este escrito: presentar solo algunas primeras notas y varios apuntes exploratorios, relacionados con los temas que, en estas horas de crisis democrática y cambio constitucional, requieren de nuestro estudio más profundo.Constitucionalismo y democracia

1. La validez de las normas de facto. Cuando examinamos las relaciones entre el constitucionalismo y la democracia en Chile, un primer tema que inmediatamente exige nuestra reflexión es el de la validez de las normas de facto. Existe una enorme discusión teórica en torno del tema, que también, necesariamente, ha llegado a Chile, sobre todo a la luz de la Constitución de 1980, promovida por el dictador Augusto Pinochet y aprobada a través de una consulta que muchos expertos consideraron fraudulenta. ¿Tiene la democracia chilena las «manos atadas» por esa (así llamada) «Constitución tramposa»? ¿Puede entenderse que la Constitución de Pinochet sigue constriñendo las posibilidades de acción de las nuevas generaciones? En los hechos, la discusión sobre el peso y valor de las normas de facto reapareció en tiempos recientes, en Chile, cuando se comenzó a hablar de la necesidad de un profundo cambio constitucional. Así, por ejemplo, el ex-presidente Ricardo Lagos habló de una «nueva Constitución» aludiendo a la necesidad de «comenzar con una hoja en blanco», o el constitucionalista Fernando Atria se refirió a la importancia de «partir de cero» en materia constitucional1. En principio, ellos hablan de este «nuevo comienzo» (desde «cero» o desde una «hoja en blanco») para separarse de lo que fueran otros cambios constitucionales anteriores (i.e., la reforma de 2005) y para decir, como afirma explícitamente Atria, que lo que ahora se requiere es una «nueva constitución» y no una mera «reforma constitucional».Entiendo lo que ellos sugieren y estoy de acuerdo con lo dicho, pero creo que el problema es mucho más radical y debe ser tratado radicalmente. Pienso, en línea con el análisis que hiciera, en su momento y para Argentina, Carlos Nino, que las únicas normas válidas, prima facie, son las que surgen de procedimientos democráticos elementales, mientras que las normas de facto, en principio, no gozan de una presunción de validez2. La preservación de las normas de facto puede justificarse por razones de «paz social y seguridad» (por ejemplo, porque se generaría un caos innecesario si se declararan inválidos todos los matrimonios o los alquileres o contratos firmados durante la vigencia de esas normas), pero no porque esas normas tengan un valor intrínseco. De allí que la «prisión» que vino a establecer la Constitución de 1980 no debiera considerarse tal: la democracia no debe sentirse constreñida por el «atenazamiento» que le haya querido imponer una dictadura (un punto al que quiero referirme en el próximo acápite). Resulta sorprendente, en tal sentido, el acuerdo que parece haber en buena parte de la clase política y en parte de la comunidad jurídica chilena en torno de lo contrario: la validez prima facie de las normas de facto. Esa validez prima facie es una propiedad exclusiva de las normas que emergen de un proceso de discusión democrático. En definitiva, se puede y debe pensar en qué forma definir las nuevas normas que organicen la vida en común y cómo llegar a ellas, pero no desde la idea de que se trata de un laberinto de difícil salida y en el que la democracia aparece atrapada, como si hubiese un efectivo valor normativo en la legislación de la dictadura.

2. El constitucionalismo como «prisión» de la democracia: Jaime Guzmán. En 1979, y poco antes de la aprobación de la Constitución pinochetista, su principal ideólogo, Jaime Guzmán, declaró:

La Constitución debe procurar que si llegan a gobernar los adversarios, se vean constreñidos a seguir una acción no tan distinta a la que uno mismo anhelaría, [para que] el margen de alternativas que la cancha les imponga a quienes juegan en ella sea lo suficientemente reducido como para hacer extremadamente difícil lo contrario3.

Pocas veces en la historia del constitucionalismo nos encontramos con un reco- nocimiento tan abierto y descarnado de lo que aparece como la peor cara que una Constitución puede ofrecernos: la Constitución como «cárcel» de la democracia –como forma de aprisionarla– y no como manera de organizarla, hacerla posible o realizarla. Guzmán, como tantos, confundió la «validez» de una norma –su justificación pública– con su «vigencia», es decir, con su efectividad o estabilidad, que pudo deberse, como en el caso de Chile y la Constitución de 1980, primero al miedo y a las armas y luego a la dificultad de modificarla. Y lo cierto es que, en el presente, no hay ninguna razón filosófica, ninguna buena justificación para que las generaciones actuales se sientan aprisionadas por la Constitución de la dictadura. Los «enclaves autoritarios» que legó el pinochetismo no debieron considerarse tales, y los pocos que siguen operando en la actualidad (por ejemplo, a través de vetos minoritarios/quórums agravados) no debieran considerarse limitativos: es la regla de los iguales –la democracia– la que ha de gobernar y prevalecer, y no (no lo es, no puede serlo, no debe serlo, no hay ninguna buena razón para pensar que lo sea) la voluntad remanente de la dictadura.

Procedimientos

3. Sobre los plebiscitos de aprobación constitucional. La Constitución chilena de 1925 (la que fuera reemplazada durante la dictadura pinochetista por la de 1980) había nacido para «reparar» muchos de los problemas que eran propios de la pionera y autoritaria Constitución de 1833 (una de las más estables en la historia del constitucionalismo latinoamericano4). Para lograr su cometido, la Constitución de 1925 fue sometida a un plebiscito (en agosto de ese año), celebrado pocas semanas después de que el proyecto de Constitución fuera concluido en julio. El antecedente es interesante para subrayar algunas cuestiones. En primer lugar, la forma de redacción de ese documento constitucional resultó muy elitista: este fue elaborado mediante comisiones designadas siempre por el presidente Arturo Alessandri (es decir, no se trató de comisiones elegidas democráticamente). En segundo lugar, el plebiscito posterior (como suele ocurrir con las consultas populares, según veremos) apenas tuvo lugar para incluir algún matiz en relación con el tipo de preguntas cruciales que se presentaban a la ciudadanía5.

Mi opinión es que los demócratas que entendemos la democracia como una «conversación entre iguales» tenemos razones para resistir (al menos en principio, y dada su forma habitual y esperada) estos plebiscitos ratificatorios, aun cuando celebremos el gesto o «disposición democrática» que tales consultas populares, en su mejor expresión, nos ofrecen. Ello es así porque este tipo de plebiscitos constitucionales (tal como suele ocurrir con los plebiscitos sobre textos amplios y complejos, como el Acuerdo de Paz en Colombia o la consulta del Brexit) tienden a someter a la población a una inaceptable «extorsión democrática». Ilustro aquello en lo que estoy pensando con un ejemplo que se ha convertido en caso bastante típico en la región (un ejemplo que simplifica en exceso una situación que suele ser mucho más grave y forzada). En 2009, en Bolivia, se sometió a la consideración popular una Constitución de 411 artículos que incluía, entre muchas otras, una cláusula favorable a la reelección presidencial y varias normas relacionadas con los derechos sociales y multiculturales de los grupos más marginados. Un votante promedio, bien informado o sin mayor información sobre la Constitución, podía rechazar enfáticamente lo primero (la reelección), pero ansiar sin hesitaciones lo segundo (los nuevos derechos). Sin embargo, la consulta popular solo le permitía aprobar el «paquete cerrado y completo»: todo o nada. De este modo y para aprobar aquello que más ansiaba, ese votante quedaba «extorsionado» a aceptar lo que más rechazaba. Mucho peor: luego del plebiscito, la reelección que ese votante habría querido repudiar sería aplaudida y presentada por las autoridades de turno como un simple producto del clamor de la «soberanía del pueblo» (adviértase que aquí realizamos este ejercicio teniendo en cuenta solo dos de esos cientos de artículos plebiscitados como «paquete cerrado»).

4. El procedimiento de creación constitucional y el «reloj de arena». Existe un debate importante acerca del camino procedimental apropiado que debe adoptar la creación constitucional, en el contexto de una sociedad democrática. El especialista Jon Elster ha ilustrado lo que considera la forma ideal de diseño con la imagen de un «reloj de arena»: amplio e inclusivo por abajo (i.e., un plebiscito inicial para ver si la sociedad apoya el cambio constitucional); estrecho en el medio (i.e., la escritura de la Constitución a cargo de una comisión de expertos); y amplio otra vez por arriba (i.e., el cierre del proceso a través de un nuevo plebiscito ratificatorio6). La modalidad que parece haber ganado peso en Chile es una que está en línea con la sugerida por Elster, que en parte corrige y en parte mejora el proceso de redacción que culminara con la Constitución de 1925 (i.e., a través del plebiscito inicial y no solo final que se propone ahora; o a través de una comisión redactora más legítima y democrática, es decir, ya no –como en 1925– como producto exclusivo de la voluntad presidencial).Otra vez, sin embargo, las razones que teníamos para resistir los plebiscitos constitucionales son las que tenemos para encender una luz de alarma sobre las formas cerradas de la redacción constitucional, que luego pretenden «abrirse» (con un «sí» o un «no») a la consideración popular. Las objeciones surgen «naturalmente», tanto si partimos de la idea de democracia en tanto «conversación entre iguales» como si retomamos lo dicho por Nino en torno de la «validez» del derecho. El hecho es que las normas deben resultar de una discusión inclusiva, no por una cuestión antojadiza sino porque, en sociedades multiculturales, marcadas (como diría John Rawls7) por el «hecho del pluralismo» y (como diría Jeremy Waldron8) por el «hecho del desacuerdo», necesitamos que nuestros arreglos institucionales más básicos queden informados por las necesidades, demandas y puntos de vista de toda la sociedad. Cualquier comisión –pequeña y/o cerrada; de técnicos o expertos; de especialistas o de políticos– tiende a fracasar en su propósito de reconocer la diversidad y razonabilidad de los reclamos existente, por más bienintencionados y lúcidos que sean sus miembros. Finalmente, este tipo de dificultades «epistémicas» son las que explican las históricas dificultades que han mostrado los parlamentos compuestos solo por hombres (aun empáticos) para lidiar con los derechos de las mujeres; o los congresos sin representantes de los grupos indígenas, para dar cuenta de las necesidades de los derechos de tales grupos (y de allí, por tanto, la sabiduría del Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo –oit–, al exigir la «consulta previa» y directa a los grupos indígenas cuando se discuten normas que afectan directamente sus intereses).

Contenido o «sustancia»

5. Derechos: una carta de derechos «espartana» y conservadora. Toda Constitución moderna aparece dividida en dos grandes secciones: la «declaración de derechos» (o «parte dogmática») y la «organización del poder» (o «parte orgánica»). Sobre la declaración de derechos presente en la Constitución de 1980 merecen decirse varias cosas. En primer lugar, ella destaca por incluir una de las cartas de derecho más espartanas, de entre las existentes, en una región que se caracteriza por su constitucionalismo «generoso» y «barroco» en relación con los derechos que reconoce. En segundo lugar, su texto resulta notable, también, por su carácter poco remozado o «antiguo»: la Constitución de 1980 insiste con una declaración de derechos de un estilo que fuera muy propio del siglo xviii o mediados del xix. Es una carta que mira con distancia y recelo la larga lista de derechos sociales, económicos y culturales y de derechos humanos que América Latina adoptó de manera pionera en la historia del constitucionalismo mundial con la Constitución de 1917 en México, y que sigue exhibiendo hoy como uno de sus principales orgullos. De modo similar, la actual Constitución de Chile resalta tanto por la virtual ausencia de herramientas participativas (herramientas que ya no son excepcionales, sino la regla común dentro del constitucionalismo regional), como por la negación del carácter multicultural del país (como si le avergonzara reconocer los componentes indígenas y plurinacionales que distinguen y dan riqueza al país). En tercer lugar, la declaración de derechos de la Constitución de Chile llama la atención por su carácter deficitario y conservador. En efecto, la Constitución chilena asombra por las trabas que establece a la negociación sindical (por ramas de actividad); la prohibición de la huelga de los empleados públicos; el bloqueo a las prestaciones plenamente públicas en salud, etc. Más aún, su lista de derechos enumera tales protecciones como si sus redactores se hubieran visto obligados a reconocer intereses fundamentales que el pueblo no merece, por lo cual la Constitución rodea la lista de derechos con restricciones y negativas que pocas constituciones exhiben (un ejemplo: en unos 20 casos, la Constitución usa la idea de «conductas terroristas» para justificar la limitación de derechos).

6. Organización del poder. Dicho todo lo anterior, llegamos al «núcleo duro» de la Constitución, a la organización del poder (a la que en trabajos anteriores me he referido como la «sala de máquinas» de la Constitución9). En todos mis escritos sobre la materia, me interesó señalar que el gran problema del constitucionalismo latinoamericano, al menos desde comienzos del siglo xx, ha sido el de promover reformas significativas en el área de los derechos (incluyendo las largas listas de derechos sociales y económicos, que siguen ausentes en el constitucionalismo chileno), sin modificar de manera acorde la organización del poder (o, para seguir con la vieja metáfora, «manteniendo cerrada la puerta de la sala de máquinas de la Constitución»). De ese modo, el constitucionalismo latinoamericano comenzó a virar, desde comienzos del siglo xx, hacia un «constitucionalismo con dos almas»: una, la relacionada con los derechos, que comenzaba a relucir nueva, moderna, de avanzada, de perfil social acentuado y democrática en sus ambiciones; y la otra, relacionada con la organización del poder, que se preservaba con los rasgos elitistas y autoritarios que fueran propios del constitucionalismo latinoamericano del siglo xix. Mi gran temor es que, en este tiempo de cambio constitucional profundo, el constitucionalismo chileno opte por «modernizarse» de la manera implausible, inatractiva, en que lo hiciera todo el constitucionalismo latinoamericano a comienzos del siglo xx. Más precisamente, el gran riesgo es que Chile opte por cometer ahora el «error» que el constitucionalismo regional cometió durante el siglo pasado y abrace una innovadora modificación en su declaración de derechos para mantener intocada su vieja, elitista y conservadora organización del poder. Por supuesto, entrecomillo la idea de «error» latinoamericano porque esa supuesta equivocación se debió a una decisión consciente de los sectores de poder tradicionales, que prefirieron entregar derechos, como concesiones a las demandas sociales que recibían de parte de los grupos más postergados, como forma de preservar todo lo demás, relacionado con la vieja organización de la maquinaria del poder. Como dijera la jurista Rosalind Dixon10, en América Latina, al igual que en otras áreas del mundo, se optó entonces por pensar los «derechos como sobornos»: si los grupos indígenas, o las minorías sexuales, o los estudiantes protestaban en las calles, los poderosos les «ofrecían» entonces derechos constitucionales, mientras preservaban inmodificados sus propios poderes. El riesgo que se advierte es ese: una nueva vuelta de los «derechos como sobornos», mientras la «sala de máquinas» del poder se mantiene incólume, cerrada como lo ha estado desde hace décadas.

La amenaza en cuestión es particularmente seria en Chile, dadas las condiciones de partida: el país no solo tiene una de las declaraciones de derechos más regresivas de la región, sino que además preserva una organización del poder tan autoritaria como pocas11. Ello es así (y solo para marcar algunos casos salientes) tanto por los modos en que concentra el poder en el Ejecutivo como por la forma jerárquica y verticalista en que diseña el Poder Judicial (algo asombroso en términos comparativos12); también por el centralismo que mantiene, además del insólito lugar que les sigue reservando a las Fuerzas Armadas (un capítulo para las Fuerzas Armadas, un capítulo para el Consejo de Seguridad Nacional). En ese contexto, se impone una «modernización» de la Constitución para que alcance el piso mínimo de derechos, garantías y procedimientos democráticos, que son parte ya del acervo del constitucionalismo contemporáneo –un cambio que, insisto, se impone, dado el carácter todavía retrógrado de la organización constitucional–. Sin embargo, Chile debe tomar este desafío que le impone su inaceptable «retraso» como una oportunidad para no «modernizarse» constitucionalmente de la manera impropia en que lo ha hecho toda la región. Chile tiene la oportunidad de optar por una declaración de derechos –no «barroca», pero sí– liberal, social y democrática, y de hacerlo ajustando de modo acorde toda su organización del poder de modo de convertirla en una organización, también, al servicio de ideales liberales, sociales y democráticos –un paso que, repito, los resabios del poder concentrado en América Latina han impedido–. Democracia

7. Democracia. En mi opinión, el tema mayor que subyace a todo cambio constitucional contemporáneo –el hilo que recorre y debe recorrer todo el debate constitucional– es el relacionado con la democracia. Como sabemos, la relación entre constitucionalismo y democracia no es armoniosa, sino tensa: el constitucionalismo refiere en primer lugar a los límites sobre el accionar mayoritario, mientras que la democracia se afirma en la apelación a la soberanía del pueblo, que reclama primacía. El devenir político puede ayudar a «aceitar» y facilitar los vínculos entre constitucionalismo y democracia o puede obstaculizar o enturbiar tales relaciones. Por ejemplo: en la declaración de Guzmán que citábamos al comienzo de este escrito, encontrábamos un ejemplo extremo de cómo ciertas apelaciones al constitucionalismo (a los límites sobre el accionar mayoritario) pueden servir como excusa para «ahogar» a la democracia.Ahora bien, aunque es cierto que el constitucionalismo pinochetista (en parte todavía presente en la Constitución de 1980) se propuso maniatar o sofocar la democracia –y en tal sentido fue un ejemplo desmesurado de lo que el constitucionalismo no debe hacer–, la realidad nos dice que, más allá de Chile y de manera común, el constitucionalismo tendió a imponer, a través de sus reglas, limitaciones demasiado exigentes y no siempre justificadas a la democracia. En buena medida, podría decirse, el constitucionalismo nació y se impuso, desde finales del siglo xviii, a través de un principio de «desconfianza democrática». Así, el académico brasileño Roberto Mangabeira Unger se ha referido al tema señalando el «pequeño secreto sucio» del derecho contemporáneo: la «disconformidad con la democracia»13. Según Unger, esa «disconformidad» ha quedado traducida, institucionalmente, en un «sinnúmero de instituciones» destinadas a socavar el peso de la regla mayoritaria (i.e., el control judicial, el Senado, el presidencialismo concentrado y unipersonal, las elecciones indirectas, los mandatos largos, la ausencia de mecanismos más directos y populares de control sobre los representantes, etc.).

8. Sociología política. Según entiendo, esa fricción que se ha ido profundizando entre el constitucionalismo y la democracia, y que hoy genera una relación muy tensa entre ambos ideales, reconoce dos fuentes principales (más allá de algunos «excesos brutales», como los representados por el pinochetismo de Guzmán). La primera de tales fuentes tiene que ver con un cambio en lo que llamaría la «sociología política» del constitucionalismo: las constituciones «fundacionales» –que en buena medida moldearon las nuestras– fueron diseñadas pensando en sociedades muy particulares, que ya no son las nuestras. Más precisamente, el constitucionalismo nació pensando en sociedades relativamente pequeñas, divididas en pocos grupos internamente homogéneos y compuestos por personas fundamentalmente movidas por el autointerés (i.e., mayorías y minorías; pobres y ricos; deudores y acreedores; no propietarios y propietarios). De allí que se pensara que, con la incorporación de algunos pocos actores al escenario institucional (algunos representantes del grupo de los propietarios, algunos representantes del grupo de los no propietarios, etc.), toda la sociedad podía quedar representada. Ese esquema «estalló en el aire» en estos tiempos caracterizados por la presencia de sociedades muy numerosas, multiculturales, divididas en infinidad de grupos internamente heterogéneos y compuestas por personas que, a la vez, son –cada una de ellas– «muchas personas» diferentes (hoy ya nadie se siente identificado con su «mero» carácter de obrero, gay, vegetariano, izquierdista: cada uno es muchas cosas al mismo tiempo y se identifica con todos esos rasgos diversos a la vez). De allí que, en buena medida, el viejo diseño institucional ya no sirva para albergar y dar cuenta de la infinita variedad propia de nuestras sociedades culturalmente plurales: el viejo traje constitucional quedó demasiado chico. Por ello, insistir con su recomposición nos lleva a un callejón sin salida: no hay vuelta atrás posible, capaz de reparar aquel diseño tan imperfecto, tan propio de otro tiempo.

9. Filosofía pública. El otro cambio radical –el más importante– entre el ayer y el hoy tiene que ver con la renovación de ideas y supuestos que se ha dado con el correr de los años, tal como sugiriera más arriba. En efecto, nuestras constituciones nacieron (algunas más –como la chilena–, otras menos –como las primeras constituciones revolucionarias francesas–) muy marcadas por un «principio de desconfianza» que fue imponiéndose en las latitudes más diversas, hasta aparecer como rasgo distintivo del constitucionalismo moderno: la idea de la «disconformidad democrática» de la que hablaba Unger. Un problema al respecto, que ya sugerí, es que tal «desconfianza democrática» no quedó como mera retórica de otro tiempo, sino que resultó plasmada en todo un esquema de instituciones («contramayoritarias») que pasaron a convertirse en marca de identidad del constitucionalismo, de ayer y hasta hoy. El problema mayor, desde entonces, es que ese ideario original de raíz elitista, plasmado en un esquema institucional todavía vigente, opera hoy en el marco de un contexto por completo diferente, en términos de nuestro modo de pensar compartido, en términos de lo que Michael Sandel denominara nuestra «filosofía pública»14. Hoy, para bien o mal, nos guste o no, lo compartamos o no, tiende a primar un sentir extendido de «empoderamiento democrático»: nos asumimos dueños de nuestro propio destino y, como tales, nos consideramos impropia e injustificadamente limitados en nuestras demandas y decisiones por un procedimiento legal y por un cuerpo de representantes, que consideramos no dispuesto a tomar en serio a la ciudadanía, a considerar y seguir la dirección política que esta propone. Aquí reside, entiendo yo, el quiebre mayor: el sistema institucional aparece preparado para «resistir» las demandas de la sociedad y poco sensible frente a ellas, poco capacitado para recuperar y procesar los reclamos. Este punto es el que parece explicar los «estallidos democráticos» que hoy advertimos en todo el mundo: desde la «primavera árabe» hasta los «chalecos amarillos», de los «pingüinos» chilenos a los «caceroleros» colombianos o argentinos, recorre el mundo un sentido compartido de disconformidad con los sectores de poder en general, y con la clase política en particular. Se trata de un «enojo» o una «incomodidad» profundos, que estallan ante la incapacidad del tejido institucional para receptar o entender siquiera la importancia, el sentido, la extensión o la profundidad de tales reclamos democráticos.

10. Constitucionalismo democrático en Chile. A la luz de lo dicho, Chile encuentra una buena oportunidad para adelantarse al constitucionalismo regional y plasmar, en su Constitución, el tipo de cambios que el resto de los países latinoamericanos se demora en plasmar. Tales cambios exigen reconocer que en una sociedad de iguales, cada individuo debe ser capaz de vivir su vida como quiere y cada sociedad debe tener la posibilidad de organizar su vida futura del modo en que considere más apropiado. Y esto último no se logra ni reparando el dañado sistema de «frenos y controles» propio del constitucionalismo, ni agregando nuevos derechos, ni concediendo nuevos plebiscitos, ni copiando del derecho comparado alguna institución saliente (i.e., defensor del pueblo, etc.). No se trata, en definitiva, de resucitar instituciones «muertas»15. Entiéndase: todos los cambios citados pueden ser deseables, justos y necesarios. Pero repito: tales cambios en el constitucionalismo no resuelven nuestro problema mayor, que es de carácter democrático. Lo que necesitamos es reconstruir la maquinaria democrática para permitir que aquel viejo esquema que fuera exitoso en algún momento (i.e., un esquema de frenos y balances destinado a canalizar institucionalmente la guerra civil) se transforme en otro, orientado en una dirección diferente: (no ya evitar la guerra, sino) favorecer por fin el diálogo inclusivo, entre iguales.La oportunidad es excelente, por la avidez del cambio que existe; por el reconocimiento de la necesidad de cambiar la Constitución; por los niveles de «empoderamiento democrático» que se advierten; por la ansiedad participativa que muestra la ciudadanía; por el excepcional compromiso constitucional que esa ciudadanía ya demostró en años anteriores (desde el «marca tu voto»16 a los cabildos constitucionales con más de 200.000 participantes); por el vigor y la dignidad notables que han demostrado los movimientos sociales y las movilizaciones de ciudadanos autoconvocados. Está la necesidad, está la oportunidad, está la capacidad, está la disposición ciudadana.Pero existe el riesgo de que, a pesar de todo, los sectores dominantes vuelvan a imponerse y la vieja dirigencia vuelva a intentar (ante todo) autopreservarse. El riesgo de que, en un nuevo ejercicio de ceguera política, los sectores conservadores tradicionales intenten nuevamente salirse con la suya, apostando a la desmovilización; procurando engañar a una sociedad a la que ya no se engaña (a través de las luces de colores de los nuevos derechos y las nuevas instituciones); actuando otra vez con el nivel de alienación política y desconexión social que han demostrado sus principales dirigentes en las semanas pasadas, como si todo esto se tratara de una cosa de niños, una aventura adolescente, un capricho social pasajero. Las señales al respecto no son buenas y se advierten en cada paso de los dados por el poder constituido en estos tiempos recientes: la dilación del proceso constitucional hasta abril o mayo, buscando la desmovilización ciudadana; los innecesarios quórums autoimpuestos (de dos tercios), adoptados con la excusa del consenso (un piso tan alto que va a dificultar, antes que facilitar, los acuerdos deseados y que va a ofrecer una herramienta de extorsión habitual a los sectores más conservadores); en el plebiscito de entrada y en el de salida, a los que se pretende asignar –tramposamente– el carácter de magia democrática (es decir, el poder de transformar en democrático un proceso que no lo es, y cuando, por las razones que vimos, tales plebiscitos tienden a constituirse en enemigos, antes que en aliados, de los demócratas); en la nueva apuesta por procedimientos elitistas de redacción constitucional (visible también, y no solo, en el peso de las comisiones técnicas y políticas); en el desaliento o la falta de aliento a los procesos de intervención directa de la ciudadanía (procesos de participación directa como los que pudieron distinguir a los recientes cabildos chilenos17 y como los que caracterizaron a los mejores procesos de creación constitucional de nuestro tiempo; quiero decir, procesos como los desarrollados en Canadá, Islandia o Irlanda, con puros representantes ciudadanos directos, sin la presencia en algunos casos de partidos políticos y con la selección realizada a través de mecanismos de «lotería»); en la sobreabundancia de propuestas de cambio cosméticas o irrelevantes (otra vez, las luces de colores de derechos que se cambian, sin cambios en la organización del poder); o en los cambios gatopardistas que se ofrecen para la organización del poder, orientados a cambiar algo para que todo siga como estaba.

Quiero decir –y con esto concluyo– que la sociedad civil chilena muestra en este momento una lucidez y un compromiso constitucional excepcionales. Sin embargo, ello se da en un contexto político e institucional agobiante, caracterizado por una dirigencia político-económica regresiva, conservadora, indispuesta a cambiar y que –esto es lo peor de todo– ni siquiera advierte la naturaleza y dimensión de la crisis que enfrenta. Espero que, contra lo que dice la historia y contra las «tenazas» impuestas por las viejas reglas (el «viejo traje constitucional»), la ciudadanía se mantenga de pie y firme, como lo está hoy, y logre que se tomen en serio sus decentes, sensatos, razonables y a la vez radicales reclamos democráticos.

  • 1.Atria Lemaitre: La Constitución tramposa, IOM, Santiago de Chile, 2013.
  • 2.C. Nino: La validez del derecho, Astrea, Buenos Aires, 1985.
  • 3.J. Guzmán: «El camino político» en Realidad No 7, 1979.
  • 4.Pablo Ruiz Tagle: Cinco repúblicas y una tradición, IOM, Santiago de Chile, 2016.
  • 5.

    El artículo 2º del decreto-ley 462, firmado por Alessandri, dispuso que cada elector recibiría tres cédulas: una roja, una azul y una blanca. La primera decía: «Acepto el proyecto de Constitución presentado por el Presidente de la República sin modificación»; la segunda, «Acepto el proyecto de Constitución, pero con régimen parlamentario y la consiguiente facultad de censurar Ministerios y postergar la discusión y despacho de la ley de presupuestos y recursos del Estado»; y la tercera, «Rechazo de todo el proyecto».

  • 6.J. Elster, R. Gargarella, Bjorn-Erik Rasch y Vatsal Naresh: Constitutional Conventions, Cambridge UP, Cambridge, 2018.
  • 7.J. Rawls: Political Liberalism, Columbia UP, Nueva York, 1991.
  • 8.J. Waldron: Law and Disagreement, Oxford UP, Oxford, 1999.
  • 9.R. Gargarella: Latin American Constitutionalism, Oxford UP, Oxford, 2013.
  • 10.R. Dixon: «Constitutional Rights as Bribes» en Connecticut Law Review vol. 50 No 3, 2018.
  • 11.Jaime Bassa, Juan Carlos Ferrada Bórquez y Christian Viera Álvarez: La Constitución chilena, IOM, Santiago de Chile, 2015.
  • 12.

    Jorge Correa Sutil: «The Judiciary and the Political System in Chile» en Irwin Stotzky (ed.): Transition to Democracy in Latin America, Westview Press, Nueva York, 1993; Javier Couso: «The Politics of Judicial Review in Chile» en Siri Gloppen et al.: Democratization and the Judiciary, Frank Cass, Londres, 2004; Lisa Hilbink: Judges beyond Politics in Democracy and Dictatorship: Lessons from Chile, Cambridge UP, Cambridge, 2007.

  • 13.R. Mangabeira Unger: What Should Legal Analysis Become?, Verso, Londres, 1996.
  • 14.M. Sandel: Public Philosophy, Harvard UP, Cambridge, 2005.
  • 15.F. Atria Lemaitre: La forma del derecho, Marcial Pons, Madrid, 2016.
  • 16.Movimiento promotor de una Asamblea Constituyente que llamó a marcar el voto con la sigla «AC».
  • 17.

    V. al respecto Constanza Salgado Muñoz: «La Constitución de 1980 y la demanda por una Asamblea Constituyente» en Revista Argentina de Teoría Jurídica vol. 16 No 2, 2015; Sergio Verdugo y Jorge Contesse: «Auge y caída de un proceso constituyente: lecciones del experimento chileno y del fracaso del proyecto de Bachelet» en Derecho y Crítica Social vol. 4 No 1, 2018; Claudia Heiss: «Participación política y elaboración constitucional: el caso de Chile» en Derecho y Crítica Social vol. 4 No 1, 2018; Domingo Lovera: «Proceso constituyente en Chile: el plebiscito como transición institucional» en Revista Argentina de Teoría Jurídica vol. 16 No 2, 2015; Fernando Muñoz: «Crítica del imaginario histórico del proceso constituyente de Bachelet» en Derecho y Crítica Social vol. 4 No 1, 2018.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 285, Enero – Febrero 2020, ISSN: 0251-3552

Fuente e imagen: https://nuso.org/articulo/diez-puntos-sobre-el-cambio-constitucional-en-chile/

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Capitalismo, tecnología y movimientos sociales

Por: Sofia Scasserra

¿Qué pueden hacer la izquierda y los movimientos sociales frente a las fake news, el poder algorítmico y el «big data»? ¿Qué papel pueden jugar frente al nuevo capitalismo tecnológico?

Hablar de nuevas tecnologías está de moda. La palabra cyber se repite una y otra vez. Todo lo que la contiene se nos presenta como algo interesante, novedoso, atractivo e inentendible. En definitiva, se nos muestra como algo mágico. Ciertamente, el espacio web ofrece una herramienta que es cada vez más técnica y, en algunos casos, incomprensible. Sin embargo, las dificultades en la comprensión no deberían ser la excusa para que los movimientos sociales no formen parte del debate tecnológico y, sobre todo, político, respecto de la tecnología.

La tecnología es una herramienta y, como tal, su destino no está escrito de antemano. Es innegable que se ha apoderado de buena parte de nuestras vidas y que ha formateado nuestras relaciones económicas, políticas y sociales. Pero esto no significa que no podamos otorgarle una dirección: definir hacia donde queremos que se conduzca. La posibilidad de utilizar la tecnología para el bien (y que sus beneficios alcancen a todos) es tan real como la posibilidad de que sea utilizada de mala manera y que sus beneficios sean acaparados por unos pocos. En lo que se refiere a la tecnología, lo central es su diseño y su regulación. Esto puede evitar que sea conducida hacia donde quieren quienes hoy detentan su poder.

Propiedad de los datos

El primer gran tema de debate a escala global es el de la propiedad de los datos. De más está decir que el «big data» generado a cada momento desde cualquier dispositivo electrónico (principalmente el teléfono móvil, pero también cualquier otro conectado a la red) es hoy el mayor generador de ganancias a escala global. Se dice que los datos son el nuevo «oro de Potosí», evocando una materia prima altamente valiosa que el mundo más desarrollado extraía explotando a América Latina, sin dejar absolutamente nada en la región. Sin embargo, en el caso del oro, la propiedad se define de forma clásica: le pertenece a quien la posee. En cambio, en el caso de los datos, las cosas son más complicadas. Además de que pueden ser copiados, el acceso a los datos habilita la generación de ganancias, incluso cuando no se tiene su propiedad. El fuerte lobby existente en la Organización Mundial de Comercio (OMC) para conseguir la propiedad de los datos y prohibir el acceso por parte de gobiernos, evidencia esta situación. Se necesita una regulación que los transforme en «oro» para eliminar cualquier posibilidad de repartir las ganancias y esto es lo que las grandes empresas de tecnología están impulsando.

En este contexto, se debate sobre la propiedad de esos datos: ¿son de los usuarios que los generan? ¿Son de la empresa que facilita el software para «producirlos»? Dado que un individuo solo frente a una trasnacional como Google tiene un poder nulo de negociación de derechos, ¿son propiedad del Estado o este tendría una nueva función: ser un mediador sobre permisos y controles frente a estas empresas? Se trata de preguntas hoy sin respuestas.

Entre las posturas más radicales se encuentra aquella que asegura que «los datos son de aquel que los produce». El productor, por tanto, debería ser dueño de la mercancía y el poseedor de los medios de producción. «Si los datos son míos, deben pagarme por tomarlos», es la postura que se deriva de esta afirmación. Si lo que genera ganancias a las empresas es el manejo de datos y el dato existe porque el ciudadano lo genera, este debería tener alguna retribución por la extracción de los mismos. Como es evidente, los empresarios asegurarán algo bien distinto. Argumentarán que el usuario ya tiene una paga y esta es la posibilidad de utilizar una aplicación de manera gratuita. Esto, según ellos, es una forma de retribución. Sin embargo, lo cierto es que, al igual que los canales de televisión, también obtienen ganancias por publicidad, por venta de servicios corporativos y por venta de datos. Efectivamente, los niveles de ganancia que perciben no tiene relación alguna con los beneficios sociales que entregan por el uso de aplicaciones.

A este panorama se le debe sumar la pérdida de beneficios sociales en términos de diseño e implementación de políticas públicas por falta de acceso a la información por parte de los Estados y el avasallamiento de derechos como la privacidad, la desinformación y la obligatoriedad de aceptar términos y condiciones para poder utilizar una plataforma donde muchas veces se ceden derechos. Una visión más moderada llevaría a establecer marcos regulatorios reales para que la propiedad quede en manos de las empresas, pero con un Estado que se reserve la potestad de exigir acceso a los mismos en caso de ser necesario, que gestione permisos a través de mecanismos intermedios de control social (organismos de control autárquicos) y que estipule otros esquemas innovadores de regulación.

El algoritmo

Aunque hasta hace tiempo era desconocida para los ciudadanos de a pie, la palabra «algoritmo» ya está en boca de todos. Los algoritmos pueden ser definidos como un conjunto de instrucciones ordenadas que permiten solucionar un problema concreto. Hoy son claves en el desarrollo de la inteligencia artificial y la industrialización digital.

Numerosos análisis indican que, con la presencia cada vez más marcada de los algoritmos, el capitalismo del conocimiento se encuentra en jaque, dado que una vez que se conoce un código fuente solo hace falta copiarlo para replicar una tecnología. Por este motivo, los códigos fuente que implementan los algoritmos están protegidos por leyes de propiedad intelectual que preservan su secreto. Este punto es tan sustancial e importante que ya fue incluido esto en diversos acuerdos de libre comercio y creó una verdadera caja negra donde se tejen las normas que regulan y ordenan a la sociedad. Los algoritmos regulan todo: el orden de resultados en una búsqueda de Google, la cantidad de veces en la que una máquina de un casino declara un ganador y hasta la asignación de beneficios sociales por parte de un Estado. Estos algoritmos son secretos y generan controversias. Resulta cada más evidente que, en algunos casos, se necesita acceder a ese código para auditarlo y saber que no hay discriminación, verificar que no se incumplan derechos, comprobar que el algoritmo esté hecho de una forma contraria a la ley o simplemente que no tenga fallos que repercutan en la vida humana de manera negativa. Por otro lado, el debate en torno a la propiedad intelectual ha arrojado bastante evidencia de que, cuando no existen secretos, la sociedad se beneficia. Esto se ha hecho patente en áreas como la de la medicina, donde el conocimiento por parte de los usuarios, les permite acceder a medicaciones a mejor costo y sabiendo los componentes de las mismas. Lo mismo ocurre con los algoritmos. Una postura radical implicaría pedir la apertura de códigos. Es decir, que no estén amparados por las leyes de propiedad intelectual y que todos puedan acceder a mejorarlos y auditarlos. En cambio, una postura más conservadora implicaría pedir que el Estado solo tenga algoritmos de código abierto, revisables y auditables. En la esfera privada, podría existir mecanismos legales para poder auditar en caso de sospecha de discriminación y que esa auditoria pueda ser llevada adelante tanto por auditores públicos como privados. Desde el Estado deberían fomentarse y protegerse licencias creative commons, un sistema por el cual cada ciudadano puede patentar nuevas ideas y determinar que su idea puede ser utilizada por todos.

Seguridad informática

Las filtraciones de noticias, los hackeos de cuentas y sitios web y los robos de información están a la orden del día. Son la demostración palpable de que la seguridad informática es un asunto de primer orden. Aunque los casos conocidos son aquellos que por su magnitud han sido más amplificados por los medios de comunicación, el problema afecta a la ciudadanía en su quehacer cotidiano. Sin embargo, son muchos los ciudadanos que ni siquiera son conscientes o perciben el problema.

La encriptación de información es de suma importancia para proteger nuestros datos personales, nuestra privacidad y nuestro dinero. Un mal sistema de seguridad equivale a dejar la puerta de nuestra casa abierta y esperar a que los ladrones (que en este caso pueden provenir de cualquier país del mundo) no ingresen a nuestro domicilio. Pero los sistemas seguros son, en su mayoría, caros. Cuanto más seguros, más caros. No es extraño, entonces, que se estén volviendo propiedad de los ricos y poderosos del mundo. De hecho, en la OMC se están impulsando negociaciones para dejar a criterio de cada empresa el nivel de seguridad informático que tendrá, sin que el Estado tenga la potestad de regular estándares mínimos. Esto conduciría a la creación de empresas de alta gama con elevados estándares de seguridad, pero accesibles solo para los ricos. En contrapartida, habría empresas con estándares más bajos, accesibles para los sectores más vulnerables de la sociedad. Estos estarían más expuestos a robos y hackeos. Lo cierto es que existen soluciones más económicas, pero la falta de conciencia también suma a la irresponsabilidad y al manejo de costos. En el mundo contemporáneo, resulta inadmisible que las empresas decidan sobre la seguridad informática de todos los ciudadanos y que manejen los datos de los usuarios con desconocimiento de la población. Es necesario establecer estándares mínimos para todos. En los casos que sea necesario, se puede incluso subvencionar a las pequeñas y medianas empresas para que puedan acceder a estos niveles de seguridad y no se vean obligadas a cerrar sus negocios por no poder competir. La seguridad informática no debería ser un lujo para pocos.

Empresas y censura

Otra cuestión importante es la cantidad de contenido que se publica en la web, sobre todo en las redes sociales. Existe una corriente de pensamiento que está haciendo lobby para que las empresas tomen la función de policía y eliminen los discursos de odio de las redes. Esto suena suena bien en un principio. Censurar los contenidos machistas y de odio en la web para que no esparzan su odio a través de internet y poder controlar la formación de opinión publica hacia discursos más constructivos. Pero lo cierto es que estos discursos no dejarán de existir por censurarlos y siempre encontraran cómo filtrarse. Por otro lado, es cuestionable otorgarles semejante poder a grandes empresas trasnacionales que podrán decidir, bajo sus criterios y estándares, qué censurar y qué no. Muchas personas dirán que hoy ya ejercen ese poder de censura (y es cierto) pero no están avaladas por ley y, cuando lo hacen, se forman importantes campañas en su contra. En muchos casos, de hecho, se ven obligadas a reestablecer las cuentas censuradas y a cambiar sus políticas debido a la mala imagen que les depara la censura. Si se asumiera la decisión de otorgarle a las empresas el poder de policía en las redes sociales: ¿qué garantizaría que no bloqueen comentarios políticos por considerarlos de odio, aun cuando no haya insultos expresos? ¿Y si bloquearan videos de manifestaciones? La amplificación de las manifestaciones en Chile, por poner solo un caso, se produjo en las redes sociales. Lo que se veía allí era sustancialmente distinto a lo que relataba el discurso de los grandes medios. Si las empresas hubiesen tenido el monopolio de la censura en redes, los ciudadanos no podrían haber accedido a la información real de lo que allí sucedía. Darle a las empresas la capacidad de intervenir podría en jaque la libre circulación de información en las redes y fomentaría la información sesgada. No debe haber habilitación para censurar contenido de ningún tipo, incluso incitaciones al odio. Distinto es el caso de actividades ilegales como la pedofilia o el tráfico de fauna silvestre que sí debe ser perseguido por su carácter ilegal.

Cámaras, vigilancia

Buena parte de las ciudades más importantes del mundo se llenaron de cámaras de reconocimiento facial. Están por todos lados, reconocen a la población y, según dicen las autoridades, cooperan con la eliminación del delito. Lo cierto es que ya son evidentes las fallas del sistema. De hecho, ha habido serios inconvenientes con sistemas que reconocen como sospechosa a gente que no está siendo buscada. Ciudadanos y ciudadanas inocentes de delitos se han visto privados de su libertad durante largas horas. El daño causado en términos de humillación y tiempo perdido es irreparable. Pero este no es el único problema. Un Estado que tiene esa capacidad de control sobre su población puede usarlo para mal. Las manifestaciones en contra del gobierno podrían ser controladas simplemente reconociendo a los participantes y tratando de amedrentarlos a posteriori. Una dictadura con estos sistemas podría producir verdaderas masacres. Es por ello que los sectores más radicales consideran que se debe reclamar la eliminación de los sistemas de reconocimiento facial de todo espacio público. De hecho, ya existe una declaración mundial de especialistas sobre el tema. Una postura más moderada sostendría la necesidad de reclamar por una moratoria, pidiendo que no se siga avanzando en esta dirección y que la capacidad ya instalada vaya eliminándose progresivamente.

Huelgas y desconexión laboral

Las nuevas tecnologías impactan en el mercado de trabajo. En este sentido, es necesario comenzar a pedir por nuevos derechos laborales a ser conquistados. Los trabajadores estamos conectados 24 horas al día. Aun cuando no respondamos un mensaje de trabajo, seguimos teniendo nuestros teléfonos celulares y recibiendo mensajes laborales que se acumulan en la bandeja de entrada. El derecho a desconexión laboral es necesario hoy, más que nunca. Pero no es el único derecho a conquistar. También los empleadores manejan enormes cantidades de información laboral y privada de los trabajadores. Se vuelve fundamental la protección de los datos de los trabajadores a fin de que esos datos no sean utilizados en contra del mismo trabajador ni puedan alimentar sistemas algorítmicos de gestión laboral. Por otro lado, los sistemas automáticos están logrando autonomía al punto de que los trabajadores pueden estar de paro, pero el sistema sigue funcionando (como el Home Banking), quitándole visibilidad al reclamo de los y las trabajadores. Así como no se pueden contratar trabajadores para reemplazar a los que están en huelga, no debería poder activarse los sistemas automáticos que reemplazan a los trabajadores. Necesitamos resignificar el derecho a huelga a fin de que no se pierda este importante instrumento de visibilización cuando la negociación falla.

Estos son solo algunos de los nuevos problemas que enfrentan nuestras sociedades en la actualidad. Las organizaciones sociales, en articulación con especialistas, pueden y deben dar estos debates. Ante los cambios que se están produciendo, esa reflexión -con perspectiva humana, solidaria y latinoamericana- resulta cada vez más imprescindible.

Fuente e imagen:  https://nuso.org/articulo/capitalismo-tecnologia-y-movimientos-sociales/

 

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El capitalismo y los parásitos

Por:  Eileen Jones

La brillantez de Parásitos no reside en la alegoría política que pueda configurar, sino en su descripción de las crueles realidades que a menudo se enfrentan cuando se intenta triunfar con el capitalismo en contra. Todos deberían verla.

Todavía siento un sufrimiento considerable tras haber visto Parásitos, aún después de varios días. Así de grandiosa es esta película. Incluso lo cómico es perturbador, y entonces comienza a instalarse la verdadera angustia.

No presten atención a las reacciones negativas que puedan encontrar en las redes sociales. Cualquier película que cause semejante impacto con seguridad será descartada por los que han llegado tarde, irritados por el consenso de los elogios iniciales. Y Parásitos era una candidata perfecta para el apasionamiento inicial y el subsiguiente desprecio por parte de la izquierda, porque la gente ahora va preparada para leerla como una alegoría política. Comienzan formulando un análisis de la película en estos términos en el instante mismo en que se apagan las luces. Con franqueza, podrían hacerlo aún antes, sobre la base de la reputación del guionista y director Bong Joon-ho (The HostEl expreso del miedoOkja), y quizás también del tráiler.

Si se considera Parásitos como una película que se puede reducir a una moraleja, un mensaje o una alegoría socialista, no va a funcionar, porque parecerá demasiado simple y directa. He estado leyendo los comentarios socialistas negativos en internet e inevitablemente la queja es que el mensaje de la película es demasiado obvio y fácil de leer, ya que se machaca en todas las escenas. Voy a citar uno conciso, tomado de mi muro de Facebook: «[La] moraleja es básicamente que no hay lucha de clases sin conciencia de clase, y que no hay conciencia de clase cuando la clase trabajadora solo aspira a reemplazar a la clase gobernante».

Bueno, es cierto. Pero la potencia de la película no radica en eso. No se trata de la moraleja, del mensaje, de la alegoría, de la metáfora, nada de eso. Por eso en la película el hijo, Ki-woo (Choi Woo-sik), repite constantemente: «¡Es tan metafórico!» de una forma graciosa y sin sentido. Es claro que se trata de una broma perspicaz por parte de Bong, que anticipa el tipo de reacciones que despertará la película.

Parásitos en realidad cristaliza la experiencia de ser una familia de clase baja que se aferra a una oportunidad de «triunfar» y lo retrata de un modo que lastima. El director quiere que en el final sintamos el cuchillo atravesándonos una y otra vez, y que, como efecto del dolor, lo recordemos. Como lo expresó E. Alex Jung citando una entrevista a Bong, el propósito emocional del final de la película, en especial de la última escena, es fatal: «Es una muerte segura».

«Triunfar», como casi no necesito explicar, significa arribar a ese lugar privilegiado reservado solo para unos pocos en nuestra sociedad, donde ya casi no existe preocupación por el dinero. Uno vive en el lujo, camina con determinación por suaves paisajes despejados, espacios inmensos, de líneas limpias y discretas literalmente integradas en la arquitectura, por lo que nada impide el movimiento mientras uno fluye de aquí para allá. En la película, el triunfo adopta la forma de una enorme casa ultramoderna diseñada por un arquitecto famoso, uno de esos que proliferaron en la década de 1960 y que fusionaron interiores y exteriores de tal modo que la sala de estar gigantesca, de líneas limpias y carísima parece extenderse a través de un amplio ventanal, sin solución de continuidad, hasta un parque inmenso y perfectamente mantenido. Triunfar, en la película, implica deslizarse a través de este maravilloso espacio interior-exterior murmurando «la luz del sol es tan agradable».

Esta es una manera dolorosamente exacta de representar la experiencia de las clases bajas cuando descubren cómo viven los ricos. Recuerdo cuando era niña haber visitado las casas de algunos compañeros de escuela y titubear en el umbral, asombrada por los espacios enormes y despejados. ¿Cómo los mantenían tan limpios? Me ponía nerviosa entrar porque ¿qué pasaría si dejaba mis pisadas sucias o derramaba algo sobre esos pisos prístinos? Sabía que eso sería mucho peor que si un miembro de la familia u otra persona rica derramaban algo sobre el piso.

La limpieza es un tema importante en la película. La familia Kim, que lucha por subsistir en ambientes diminutos de un barrio precario de Seúl, está siempre a merced de la mugre, peleando una batalla incesante contra los borrachos que orinan en los rincones de su departamento en semisótano, a la altura de sus cabezas, mientras ellos cenan y miran a esos malhechores a través de una ventana sucia. Abren las ventanas para que entre insecticida cuando se fumiga el vecindario, para combatir así la invasión de insectos en su vivienda. En el final de la película, cuando fracasa el plan de la familia para mejorar su situación, el excremento se desborda literalmente colina abajo, en una serie de inundaciones repentinas que hacen explotar los desagües y destruyen su miserable casa y sus pertenencias.

Todo comienza cuando Ki-woo, quien aspira a estudiar en la universidad (si alguna vez logra ahorrar lo suficiente), se entera de un empleo que involucra dar clases particulares a Da-hye (Jung Ziso), la hija de los Parc, una familia acaudalada. Ki-woo sabe lo importante que es «arreglarse bien» para la entrevista. Hábilmente, se erige como el favorito de la familia adulando a Yeon-kyo (Jo Yeo-jeong), la mujer consentida e ingenua de la casa, mientras flirtea con Da-hye.

Pronto se las ingenia para conseguir empleo para toda su familia. Su tenaz e inexpresiva hermana Ki-jung (Park So-dam) hace una búsqueda rápida en Google y se hace pasar por «Jessica», una «terapista de arte» con aires de gurú para el hijo caprichoso de los Park, Da-song (Jung Hyun-jun). El dulce y desafortunado padre Ki-taek (Song Kang-ho) asume una actitud calma y tranquilizante como chofer, mientras que la feroz madre Chung-sook (Jang Hye-jin) toma el lugar de la decorosa ama de llaves Moon-gwang (Lee Jeong-eun) luego de manipular brutalmente la situación hasta hacerla perder su empleo.

Es obvio que aquí no existe solidaridad entre trabajadores: los trabajadores pobres pelean como perros por las migajas de las mesas de los ricos. Y la familia Kim sabe tanto por instinto como por amarga experiencia cómo hacerse aceptable para los ricos –cómo vestirse, peinarse, hablar, caminar, moverse–, siempre en silencio, con suavidad, con limpieza. Y sin embargo, corren peligro de ser descubiertos porque, de acuerdo con la familia Park, tienen un olor distintivo, presumiblemente desagradable.

El consentido Da-song es el primero en decirlo, corriendo a oler a los cuatro supuestos extraños en forma grosera para luego anunciar: «“¡Todos huelen igual!»

Los Kim están confundidos y alarmados ante este misterioso indicador del que no habían podido resguardarse: «¿Cómo puede ser?». Rápidamente acuerdan comenzar a lavarse con diferentes tipos de jabones. Pero eso no soluciona el problema. Especialmente el padre, Ki-taek, corre el riesgo de perder su empleo como chofer, porque si «nunca se pasa de la raya» en sus modos mientras conduce a su empleador, el escurridizo y monstruoso padre adinerado, Dong-ik (Lee Sun-kyun), dice que «su olor cruza la línea».

Este es el momento crítico de la película, casi insoportablemente doloroso, cuando los Kim han aparentemente logrado el milagro de infiltrarse en los ambientes elegantes de los ricos y sabemos que esto no va a durar. Es solo cuestión de ver qué causará su caída.

«No pasar la prueba del olor» es un horror conocido para cualquier persona de la clase trabajadora que trata de ascender en el mundo: la sensación de que hay alguna parte esencial suya que siempre lo delatará, sin importar lo elegante que se vista o con cuánto ingenio imite las actitudes y modales de los privilegiados y los poderosos. Este temor está bien fundado, porque está desde hace mucho enraizado en las creencias de las clases altas que hay algo intrínseca, físicamente inferior en las clases bajas que justifica la estratificación de clases.

George Orwell escribió sobre esto en El camino a Wigan Pier, cuando se le encomendó estudiar las condiciones de vida de los mineros pobres en el norte de Inglaterra. Para horror de su editor, Victor Gollancz, Orwell perdió el control y amplió su proyecto confesando públicamente lo que sabía sobre las actitudes de la clase alta hacia los pobres. La creencia de que las clases bajas huelen mal y son esencialmente sucias, de modo tal que independientemente de cuánto se laven jamás desaparecerá el olor, era un valor fundamental con el que había sido criado, incluso siendo tan solo una persona «de alta clase media baja» en la increíblemente obsesiva jerarquía de clase inglesa. (De acuerdo con Orwell, este estatus de clase significaba que había sido entrenado para saber cómo tratar a sirvientes que quizás nunca podría pagar).

Para mí, el aspecto más devastador de la película también concierne a Ki-taek, el infortunado padre. En un momento determinado, cuando su familia está esperando escuchar cuál es su plan para sacarlos de su predicamento, le confiesa a su hijo Ki-woo que «el mejor plan es no tener ningún plan». Entiende que de esa forma uno no se siente peor cuando las cosas no funcionan.

La idea de que nada funciona cuando se es de clase baja es algo que en general la gente se resiste todo lo posible a reconocer. Aparentemente lo que la sostiene es la determinación de que siempre se puede intentar algo más, algo mejor, y que sin importar cuántas veces se fracase, se debe tratar de levantarse de algún modo. Bong Joon-ho termina la película representando esta cruel fantasía, que reconocemos como tal, cuando Ki-woo promete salvar lo que queda de su familia, ir a la universidad, ganar mucho dinero y de algún modo triunfar. Luego comprará la casa de la familia Park, donde los Kim vivirán al sol.

Es un gran regalo del socialismo que finalmente uno vea que el sueño de «triunfar» por sí mismo, o con su pequeña y algo atribulada unidad familiar, es una locura cuando un sistema capitalista está en contra. Antes de descubrirlo, yo solía reflexionar compulsivamente sobre el pasado con remordimiento, pensando que mi familia podría haber triunfado si tan solo yo hubiese sido más inteligente, o más dura, o más agresiva. En general, nos fue bien. Pero éramos tan talentosos… con seguridad deberíamos haber sido muy exitosos. ¿Por qué no lo fuimos, que nos lo impidió, en qué fallamos?

Bong Joon-ho conoce este síndrome lo suficientemente bien como para hacer que su familia en apuros se vea elegante, dura y agresiva, de modo que no haya espacio para pensar que les podría haber ido mejor. Somos obligados a contemplar la trampa que involucra este tipo de pensamiento. Y si uno ha experimentado cualquier versión de este proceso, ignoro cómo hacer para evitar estremecerse de dolor por las viejas heridas mientras uno mira Parásitos. Como sostiene E. Alex Jung: «El parásito emocional de esta película es la esperanza: es lo que te hace seguir adelante, pero te seca hasta el tuétano».

El título es lo único que vale la pena interpretar de la manera simbólica que preocupa a la crítica: «¡Es tan metafórico!».

Fuente e imagen: https://nuso.org/articulo/el-capitalismo-y-los-parasitos/

https://jacobinmag.com/2019/11/parasite-film-review-bong-joon-ho-class-consciousness

Traducción: María Alejandra Cucchi

 

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El porvenir de una ilusión: clases medias en América Latina

Por: Cecilia Güemes y Ludolfo Paramio

Los gobiernos se alegran cuando los indicadores reflejan el aumento de las clases medias, y los ciudadanos no dudan en autocalificarse de clase media cuando existe alguna posibilidad de hacerlo. ¿Cuánto hay de realidad y cuánto de ilusión en la clase media? ¿Qué diferencia a las nuevas clases medias de las tradicionales? ¿Qué dicen los datos sobre las clases medias latinoamericanas?

 

Hubo un tiempo que fue hermoso… América Latina soñaba con convertirse en una región de clases medias. Ya no sería vista como una zona del mundo pobre, atrasada, subdesarrollada y tercermundista (adjetivos todos políticamente incorrectos, pero que perviven en el imaginario colectivo). El crecimiento económico y las políticas sociales sembraban esperanzas de tipo económico (aumento del consumo, oportunidades de negocio y emprendimiento), social (superación de la pobreza y reducción de la desigualdad), político (profundización y consolidación de las democracias y reconocimiento de nuevos derechos) y cultural (visibilización de nuevas identidades).

La idea de clase media operaba como premio y conquista, se superaba un reto político y social histórico de la región como era la pobreza y se compartía en el imaginario colectivo la aspiración a una mejora generalizada. Todos eran conscientes de que la idea de clase media era compleja e indeterminada, pero aun así era atractiva y necesaria para creer y construir un futuro.

Tradicionalmente, la clase media se dibuja como un grupo social heterogéneo que incluye a personas con posiciones muy distintas en la estructura productiva1 pero que, de alguna manera, se suponen unificadas por una identidad social, características culturales y/o cierto nivel de ingresos medios. La categoría «nuevas clases medias» agrega más complejidad a la materia, en tanto se refiere a quienes han dejado de ser pobres y han experimentado movilidad social ascendente gracias a programas de transferencia condicionada, pero cuya situación es inconsistente, precaria o vulnerable. Se trata de hogares donde el ingreso total familiar es superior al de los pobres (sus integrantes pueden comprarse una moto o nuevos electrodomésticos, o irse de vacaciones) pero que, en general, dependen del autoempleo o de un trabajo que no está regido por contrato ni goza de cobertura de seguridad social, y cuya capacidad de ahorro es muy limitada, cuando no nula2.

Los gobiernos sabían que la mejora en el poder adquisitivo no transforma automáticamente la estructura social, pero de todas maneras se sentían orgullosos de sus logros y auguraban bienestar futuro con datos en la mano: tres de cada diez personas podían considerarse de clase media en 2009 (Banco Mundial)3; los hogares de clase media habían pasado de 26% en 1996 a 32,5% en 2006 (Comisión Económica para América Latina y el Caribe, Cepal)4 y 70% de los ciudadanos se reconocía como de clase media o media baja en 2011 (Latinobarómetro). El cuadro de la página siguiente ilustra la evolución actual de las clases medias en la región. En términos objetivos, parece confirmarse la tendencia al alza de las clases medias. En términos subjetivos, no. Sabemos que la compulsión a calificarse de clase media obedece a la necesidad de no sentirse pobre pero tampoco rico y a un criterio de distinción que se utiliza para diferenciarse culturalmente, pero poco se conoce sobre los mecanismos que conducen a un sujeto a sentirse de clase media. ¿Qué representación social, razones o motivos conducen a un individuo a autodefinirse en esa categoría? Especialmente interesante es el caso de Argentina, donde la percepción de pertenecer a la clase media desciende de modo más abrupto que en el resto de la región, mientras que la percepción de ser de clase media-baja se incrementa (v. gráfico). Los datos sugieren una especie de trasvase de la clase media a la media-baja.A fines del siglo pasado, en Argentina se hablaba de una caída escalonada, astillamiento y pauperización de las clases medias y de la conversión de buena parte de ellas en «nuevos pobres». Esta dualización o quiebre dentro de la clase media se asociaba a los ganadores y perdedores de la globalización y al desarrollo de políticas neoliberales5. Evolución de la autoafiliación de clase en Argentina (2011-2018)6

Más allá de la pérdida de atractivo de los relatos globales en torno de la idea de clase media, una clave explicativa para la caída en la autopercepción puede tener que ver con la frustración de expectativas sociales (tengo mucha educación pero no encuentro trabajo) y la desilusión política (la democracia prometió mucho más de lo que luego cumplió)7. Desde otra perspectiva, también puede que exista entre quienes saben que son parte de la clase media un deseo de activar una nueva referencia identitaria y liberarse de las etiquetas negativas asociadas a la «psicología» o el «arquetipo» histórico de las clases medias tradicionales («mediopelo», conformistas, individualistas y superficiales)8.

En los párrafos que siguen caracterizamos a las «nuevas» clases medias latinoamericanas centrando la atención en perfiles, actitudes, comportamientos y demandas. El objetivo es múltiple. Primeramente, interesa destacar las peculiaridades de las nuevas clases medias en términos culturales e identitarios, diferenciándolas de las clases medias tradicionales. En segundo lugar, se describen las razones estructurales que motivan a que las nuevas clases medias se sientan «clases a medias». En tercer término, se presentan las percepciones y actitudes de las clases medias, centrándose en el enojo de estas frente a la ineficiencia institucional, la baja calidad en los servicios públicos, la corrupción y la inseguridad. Por último, se describe su pragmático y errático comportamiento político9.

Las nuevas clases medias: el juego de las diferencias

Los trabajos recientes sobre clases medias contraponen las clases medias nuevas o «emergentes» a las clases medias tradicionales. La bibliografía económica se refiere a las primeras como «vulnerables», mientras que la de corte sociológico introduce conceptos como los de «clase media divergente». Esto conduce a preguntarnos si existen entre estos estratos sociales solo diferencias cuantitativas o de grado (de consumo, ingresos, ahorro) o también diferencias cualitativas (de identidad, preferencias o comportamiento político). A continuación ofrecemos datos que permiten suponer que las nuevas clases medias son parecidas y, a la vez, diferentes de las clases medias tradicionales cuantitativa y cualitativamente. Opinan y ven los problemas sociales de modos parecidos, pero son más frágiles en términos estructurales, viven en el día a día más preocupadas y su comportamiento político es más impredecible.

Diferencias culturales y estructurales

Empecemos por las diferencias: las nuevas clases medias tienen una construcción cultural/identitaria disímil de la de las clases medias tradicionales. Si bien son igualmente aspiracionistas, no buscan homologarse al canon cultural de las clases altas ni tienen en su horizonte el consumo característico de la modernidad ilustrada, como sí lo tenían las clases medias tradicionales. Su consumo se concentra en tecnología, educación privada, ropa o productos de ciertas marcas y se verifica una combinación de capitales simbólicos que fusiona lo ancestral y la modernidad. Su exhibición de riqueza dista de la propia de la clase media tradicional, que gasta en viajes o compra artículos finos. Su momento de ostentación de poder económico está en las fiestas infantiles y la ropa de marca, en estar informado de los nuevos avances tecnológicos (computadoras, celulares, televisores, sistemas de audio, juegos). Lo cultural es reemplazado por el saber como destreza y habilidad para desarrollar un emprendimiento profesional10.

Si las «viejas» clases medias están integradas por empleados en trabajos no manuales (especialmente funcionarios públicos), citadinos, occidentalizados, que viven en barrios tradicionales cerca de clases altas, las «nuevas» clases medias incorporan a trabajadores manuales, que viven en las afueras de la ciudad o en nuevos barrios y tienen gustos occidentales matizados por un toque cultural y racial reivindicativo. El componente racial indígena está mucho más presente que en las clases medias tradicionales.

Buena parte de la nueva clase media creció a espaldas de los gobiernos y, por tanto, se conforma con que se la deje funcionar a su manera. No existe para quienes la integran diferenciación entre obrero y empleado, son multitareas y se ven como «dueños» más que como empresarios, a la vez que utilizan aporte de trabajo vía trueque entre amigos y vecinos.

En Bolivia, las investigaciones sostienen que la nueva clase media tiene la aspiración de tener un negocio propio (66,3%) y poco deseo de un empleo formal (17,2%) o con alta remuneración (16,5%). La gran mayoría de quienes se definen como de clase media se consideran mestizos (78,3%) y 13,2% se autoidentifican como indígenas; el rasgo colectivista los distingue de la clase media tradicional, más individualista11.

Tanto los ponchos, las polleras y las wiphalas que inundaron las instituciones y espacios públicos como la arquitectura «con identidad propia» que combina iconografía, colores y diseños ancestrales en El Alto (los llamados cholets) reflejan visualmente la hibridación de estilos y códigos que caracteriza a las nuevas clases medias andinas o pequeña burguesía chola12. Ello deriva en criterios musicales, modas y formas de convivencia específicas. Hay un acceso a la cultura global que les permite seguir patrones de moda y comportamiento internacional, a la vez que tradiciones y modos de ser más colectivistas heredados de padres que se combinan. Integran esta clase media «divergente» tanto los migrantes rechazados, esto es, personas que al llegar a la ciudad se sienten despreciadas por las clases medias tradicionales y los gobiernos y se instalan en las periferias, como sus hijos, a los que cabe llamar mestizos citadinos, en tanto se educan bajo dos influencias: la tradicional de sus padres y la moderna de la ciudad13.

Como prueban estudios en Brasil, la «clase c» (capas medias emergentes) puede ser más conservadora respecto a muchos de los puntos de la agenda posmaterialista, como el aborto, el divorcio o la homosexualidad14. Ahora bien, en términos de percepciones sociales, existe un notable parecido con las clases medias tradicionales, como veremos más adelante.

El segundo rasgo característico y diferencial de quienes integran la nueva clase media en relación con la clase media tradicional es la sensación de vulnerabilidad. Sus integrantes han expandido su capacidad de compra y mejorado su bienestar, pero su capacidad de ahorro es baja (en el mejor de los casos) y su acceso a servicios básicos, muy relativo. Esta sensación de que su regocijo pende de un hilo y en cualquier momento todo puede esfumarse resulta de la interrelación de factores estructurales y coyunturales.

El contexto de emergencia de las nuevas clases medias es el crecimiento económico vivido en la región en la primera década del siglo xxi y está asociado al valor internacional de los commodities. Los modelos productivos siguen siendo poco competitivos y su ganancia deriva de estrategias primario-exportadoras. Las nuevas clases medias dependen más que las otras de que los recursos naturales sean demandados y bien pagados internacionalmente15. El modelo primario-extractivista como clave del crecimiento económico y de las nuevas clases medias de ciudades como Quito generará nuevas tensiones en el seno de sociedades multiculturales que aspiran a integrar el «buen vivir» en sus modelos productivos16.

El crecimiento económico recorta las tasas de desempleo, pero la informalidad laboral sigue predominando en el mercado de trabajo17. Los integrantes de las nuevas clases medias desarrollan en la mayoría de los casos una ocupación manual que depende del autoempleo (autónomos o emprendedores precarios), o bien tienen un empleo que no está regido por contrato ni goza de cobertura de seguridad social (puede que solo coticen por una parte de su jornada laboral y el resto se les pague «en negro», o que no coticen en absoluto). Sus ingresos per cápita están por encima de la línea de pobreza, pero por debajo del umbral de 10 dólares diarios18.

Aunque los nuevos clasemedieros atribuyen su bienestar a su esfuerzo y dedicación, y no a las políticas sociales de los Estados, las transferencias sociales condicionadas implementadas por los gobiernos progresistas de la región han sido claves a la hora de explicar la salida de la pobreza de millones de latinoamericanos19. Estas políticas sociales redistributivas y el mayor crecimiento económico experimentado elevaron el piso de la expectativa social y son responsables de la salida de la pobreza de muchas familias. Ahora bien, lo urgente es el paso de las políticas sociales focalizadas a políticas universales. Quienes han escapado de la pobreza no pueden ya recibir las transferencias destinadas a los hogares pobres, pero sin algún tipo de apoyo pueden ser incapaces de mantener y consolidar su nuevo estatus. No obstante, solo con el apoyo de las clases medias puede pensarse en la creación de una coalición social a favor de políticas públicas redistributivas20.

Sostener políticas focalizadas o implementar políticas universales supone varios dilemas en términos de sostenibilidad si el crecimiento se ralentiza. Las fuentes fiscales de los programas dependen de la bonanza de los precios internacionales y de que siga entrando dinero vía exportaciones. Los sistemas impositivos siguen siendo regresivos y capturando buena parte de los ingresos de las mismas clases bajas y medias mediante impuestos indirectos al consumo. Se necesitan más impuestos directos a las rentas y al patrimonio para redistribuir mejor y no cargar en aquellos que están saliendo de la pobreza21.

Parecidos en percepciones sociales: desconfianza, desesperanza y enojo generalizado

Como es evidente, son necesarios cambios que alteren la estructura productiva y los sistemas fiscales, transformaciones profundas y lentas que no se ajustan a los ciclos electorales y reclaman políticas de Estado. Experimentar vulnerabilidad se traduce en fragilidad y debilidad, y la capacidad de resiliencia es muy limitada. Sentirse «clase a medias» se traduce en una serie de demandas por servicios públicos de calidad que no alcanzan a verse satisfechos en la familia o por el mercado. En esto las nuevas clases medias se parecen a las clases medias tradicionales: ambas manifiestan una profunda insatisfacción con los servicios públicos.

En promedio, y salvo para el caso de la educación, la satisfacción con cualquiera de los servicios públicos es siempre inferior a 50%. La media para la región indica que solo 52% de los latinoamericanos que se identifican como clase media-baja estaba satisfecho con la educación, 44% con el funcionamiento de los hospitales, 45% con el servicio de transporte público, 32% con el funcionamiento de la policía y solo 29% con el funcionamiento de los tribunales de justicia en 201122. La desconfianza hacia las instituciones es también llamativamente similar entre las clases medias tradicionales y las emergentes, aunque un poco mayor entre quienes se autoidentifican como clase media-baja. Si tomamos en cuenta los datos de Latinobarómetro de 2011, 65% de quienes se autoidentifican como de clase media tiene poca o ninguna confianza en el Congreso, y en el caso de quienes se autoidentifican como de clase media baja el porcentaje alcanza el 68%; y lo mismo sucede con el Poder Judicial (67% y 71%), los partidos políticos (76% y 78%) o la administración pública (43% y 68%).

La preocupación por la inseguridad tiene un comportamiento semejante: 64% de quienes se identifican como clase media considera que la inseguridad ha aumentado, mientras que es 85% entre quienes se identifican como clase media baja. Con la corrupción, las brechas tampoco son tan amplias y existe una mayoría muy enojada: 54% de quienes se consideran de clase media considera que las instituciones del Estado en los últimos dos años han progresado poco o nada en reducir la corrupción, mientras que entre quienes son de clase media-baja el total es de 39%.

Estos tres conjuntos de datos permiten intuir un descontento social generalizado con el funcionamiento de las instituciones públicas y una evaluación negativa de la eficacia y capacidad de los gobiernos para proveer servicios públicos esenciales y responder a las demandas y los problemas concretos de la gente, a su vida de todos los días. Las ineficiencias del sistema de salud, la baja calidad de la educación pública, el caos del transporte y el miedo a salir de la casa (e incluso la sensación de inseguridad dentro del hogar) enfadan a la ciudadanía. Las condiciones de vida son mejores, pero no se cree que la sociedad funcione mejor.

Lo observado ha conducido a pensar que la participación en las protestas sociales de los últimos años podría estar asociada a una demanda de las nuevas clases medias por servicios públicos que permitan estabilizar su estatus. En otras palabras, las protestas reflejarían una reivindicación de derechos que garanticen los logros económicos alcanzados (lucha por la significación y el sentido de la clase media emergente, que quiere consolidarse), así como una demanda de apertura del sistema de gobierno (un reclamo en pos de la transparencia y un juicio sobre el desempeño, la eficiencia y la capacidad de respuesta de los gobiernos bajo el esquema de democracia representativa). Si esto fuera así, podríamos pensar en las nuevas clases medias como ciudadanos críticos que interpelan a las instituciones en busca de su mejora.

Ahora bien, lo que se observa es que sentirse de clase media no es un factor que anticipe la participación en protestas, aunque sí lo es el mayor nivel educativo. En otras palabras, quienes se sienten de clase media no tienen mayor participación en las protestas que quienes se sienten de clases altas o bajas, pero tener más educación aumenta la probabilidad de que eso ocurra. Es de notar además que quienes participan en protestas no disputan la democracia y el sistema sino que, por el contrario, buscan perfeccionarlos, ya que también participan en canales políticos formales como el voto y son quienes confían en los gobiernos y en instituciones como los sindicatos23.

En cuarto lugar, toca referir al comportamiento político: ¿en qué medida las clases medias emergentes se alinean con los partidos o gobiernos cuya gestión ha contribuido a, o simplemente ha presidido, su proceso de emergencia? Los autores coinciden en que las preferencias políticas de las nuevas clases medias no son predecibles: pueden apoyar a la izquierda como a la derecha, estar de acuerdo en que la democracia es el mejor sistema de gobierno, pero estar en contra de extender derechos civiles como el matrimonio igualitario o el aborto. El apoyo con que contaron los gobiernos asociados a la izquierda en la región disminuye, a la par que el apoyo al sistema democrático, si las clases medias se sienten insatisfechas y los que están abajo ven limitadas o reducidas sus oportunidades de ascender.

Ambas cuestiones estarían relacionadas con el efecto túnel de Albert Hirschman y Michael Rothschild24 y con la frustración de expectativas de los estratos medios. En etapas de crecimiento económico, la tolerancia a la desigualdad puede ser alta. La frustración de aquellos que se quedaron atrás durante una primera fase de crecimiento no se hace presente inmediatamente, pues avizoran un futuro ascenso y ello los mantiene contentos. Sin embargo, en una segunda fase, quienes no lograron ascender pierden sus esperanzas y se convierten en enemigos del orden. El paso del tiempo es el factor clave en este asunto y aumenta la sensación de privación relativa.

La mayor disponibilidad de crédito o el consumo subsidiado de las nuevas clases medias podrían ser insuficientes si la presión inflacionaria o las intervenciones del gobierno en la vida económica y social se perciben como amenazas a un estilo de vida, si los perjudican como consumidores, ahorradores y pensionistas, o si no se concretan políticas públicas que mejoren la calidad de vida del día a día ofertando servicios públicos elementales como seguridad y transporte. Liliana de Riz sostiene que en Argentina, aunque no se afilian a partidos, las nuevas clases medias son pragmáticas y tienden a «tomar partido» por liderazgos desideologizados, en un contexto en el que la proporción de personas que dicen estar afiliadas o tienen simpatía por los partidos disminuye25. Entre sus integrantes se diferencian aquellos que aspiran a un futuro mejor peleando para ascender en la escala social de aquellos que reivindican conservar lo adquirido. Los primeros, para la autora, votan por Mauricio Macri, los segundos apoyan al kirchnerismo. El énfasis en la gestión, una agenda flexible de gobierno sin respuestas ideológicas predefinidas y un uso innovador de las redes sociales dieron la victoria a Propuesta Republicana (pro) en 2015. A la luz de los resultados de las elecciones de 2019, podría suponerse que la hipótesis mantiene vigencia, y a la vista de que la inflación y el desempleo aumentan, las clases medias cambiaron sus perspectivas y preferencias políticas y buscan resistir apoyando la alternancia y confiando en el peronismo.

En Brasil, las capas medias jamás se manifestaron como una fuerza social y política unificada. Estuvieron en las manifestaciones que clamaron por el impeachment y también en las que defendieron la permanencia de Dilma Rousseff en la Presidencia. Sin embargo, y más allá de las diferencias políticas e ideológicas, compartieron con los manifestantes y los grupos organizados la misma desconfianza y ambigüedades respecto a la política institucional, sus reglas y formas de proceder26. En Bolivia se afirma que las clases medias pueden no tener una ideología política preconstituida, pero tienen una posición de centro, actitudes políticas moderadas y son medianamente conservadoras, lo cual es consistente con su estatus relativamente privilegiado en la sociedad boliviana27.

Resumiendo…

Todo aquel que ha vivido largo tiempo dentro de una determinada cultura y se ha planteado repetidamente el problema de cuáles fueron los orígenes y la trayectoria evolutiva de la misma, acaba por ceder también alguna vez a la tentación de orientar su mirada en sentido opuesto y preguntarse cuáles serán los destinos futuros de tal cultura y por qué avatares habrá aún de pasar.28

Con este párrafo inicia Sigmund Freud su trabajo intentando entender el origen y el papel que cumplen las ilusiones religiosas en las sociedades actuales. La ilusión, sostiene el autor, no es un error ni tiene que ser falsa o irrealizable. La ilusión parte del impulso a la satisfacción de un deseo que prescinde de su relación con la realidad y que tiene reminiscencias históricas, resultando una acción conjunta del pasado y el porvenir.

Hay quienes sostienen que la clase media es una ilusión estadística que esconde una profunda heterogeneidad en su seno. Una ilusión que parte de un deseo de bienestar y que aspira a dejar atrás la lacra de la pobreza, aunque esa operación pueda derivar en una construcción discursiva que invisibiliza diferencias estructurales como las de género, las étnicas o las territoriales, desalienta la toma de conciencia popular y desarticula la lucha. Los gobiernos se alegran cuando los indicadores reflejan el aumento de las clases medias, y los ciudadanos no dudan en autocalificarse de clase media cuando existe algún atisbo de serlo. Ambos se aferran a la ilusión.

Sentirse de clase media tiene una importancia clave en términos individuales, supone estar cubierto en la satisfacción de ciertas necesidades básicas de alimentación y vivienda, tener acceso a bienes de consumo que conectan con el resto del mundo, como un teléfono móvil, o bienes que permiten desplazarse en menos tiempo por la ciudad. Ser de clase media libera del estigma de pobre y otorga una identidad que adquiere conciencia de ciertos derechos por los que demandar política y socialmente. Supone soñar con la movilidad social, albergar esperanzas de futuro para los hijos, imaginar que la desigualdad podría dejar de heredarse. El pobre y excluido que siempre se ha sentido fuera, a partir de autocalificarse como de clase media, tiene la ilusión de ser parte del presente y del futuro. Claro que todas estas expectativas se ven amenazadas por cambios en la economía global o un giro de los gobiernos, y la ilusión se torna en frustración y enojo.

Todo parece indicar que el foco superador de la ilusión debe ponerse en redistribuir la capacidad de consumo y en repartir mejor las oportunidades, rentas y riquezas. Se trata de imaginar un nuevo pacto social y político que no se enfoque solo en sacar a la gente de la pobreza, sino también en atacar la desigualdad y la creciente vulnerabilidad del precariado y en construir relatos colectivos inclusivos desde la aceptación de la diferencia.

  • 1.

    A la clase media se la asimila por una parte a los obreros (por estar excluida de los medios de producción), pero también a los capitalistas (por ejercer autoridad supervisora y, por tanto, participar en la función global del capital) y se destacan sus «posiciones contradictorias» en las relaciones de clase. Val Burris: «La síntesis neomarxista de Marx y Weber sobre las clases» en Zona Abierta NO 59-60, 1992; Eric Olin Wright: «Reflexionando, una vez más, sobre el concepto de estructura de clases» en Zona Abierta NO 59-60, 1992.

  • 2.

    L. Paramio: presentación del seminario internacional «Clases medias y agenda política en América Latina», Centro de Ciencias Sociales y Humanas-Consejo Superior de Investigación Científica, Madrid, 14/2/2013; y L. Paramio: Clases medias y gobernabilidad en América Latina, Fundación Pablo Iglesias, Madrid, 2010.

  • 3.

    Se consideraba de clase media a todos aquellos que tenían un consumo de entre 10 y 50 dólares por día. Francisco H. G. Ferreira, Julian Messina, Jamele Rigolini, Luis-Felipe López-Calva, Maria Ana Lugo y Renos Vakis: La movilidad económica y el crecimiento de la clase media en América Latina, Banco Mundial, Washington, dc, 2013.

  • 4.

    La Cepal considera de clase media los hogares en los que el ingreso supera cuatro veces la línea de pobreza per cápita urbana y es inferior al valor del percentil 95. Los datos reflejan la media de los diez países incluidos en el informe: Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Costa Rica, Honduras, México, Panamá, Perú y República Dominicana. Rolando Franco y Martín Hopenhayn: «Las clases medias en América Latina: historias cruzadas y miradas diversas» en R. Franco, M. Hopenhayn y Arturo León (coords.): Las clases medias en América Latina: retrospectiva y nuevas tendencias, Cepal – SEGIB / Siglo Veintiuno, Ciudad de México, 2010.

  • 5.

    Alberto Minujin y Gabriel Kessler: La nueva pobreza en la Argentina, Planeta, Buenos Aires, 1995; Maristella Svampa: «Clases medias, cuestión social y nuevos marcos de sociabilidad» en Punto de Vista NO 67, 2000; Manuel Mora y Araujo: «La estructura social de la Argentina: evidencias y conjeturas acerca de la estratificación actual», Serie Políticas Sociales NO 59, Cepal / Naciones Unidas, Santiago de Chile, 2002.

  • 7.

    Liliana de Riz: «El apetito de progreso de las clases medias: un tiempo de reformas para Argentina» en L. Paramio y C. Güemes: Las nuevas clases medias: ascenso e incertidumbre, CEPC, Madrid, 2017.

  • 8.

    Sergio Visacovsky y Enrique Garguin (eds.): Moralidades, economías e identidades de clase media. Estudios históricos y etnográficos, Antropofagia, Buenos Aires, 2009.

  • 9.

    C. Güemes: «Aurea mediocritas: crecimiento, características y papel de las nuevas clases medias en Latinoamérica» en L. Paramio y C Güemes: Las nuevas clases medias latinoamericanas: ascenso e incertidumbre, cit.

  • 10.

    Ana Wortman: «Las clases medias argentinas, 1960-2008» en R. Franco, M. Hopenhayn y A. León (coords.): ob. cit.

  • 11.

    Roberto Laserna: «Clases medias en la Bolivia urbana» en Daniel Moreno et al.: Chicha y limonada. Las clases medias en Bolivia, CERES / Plural, La Paz, 2018.

  • 12.

    María Teresa Zegada: «Clases medias emergentes» en D. Moreno et al.: ob. cit.

  • 13.

    Rolando Arellano Cueva: «Valores e ideología: el comportamiento político y económico de las nuevas clases medias en América Latina» en Alicia Bárcena y Narcís Serra (eds.): Clases medias y desarrollo en América Latina, Naciones Unidas, Santiago de Chile, 2010.

  • 14.

    María Hermínia Tavares de Almeida y Emmanoel Nuñes de Oliveira: «Nuevas capas medias y política en Brasil» en L. Paramio: Clases medias y gobernabilidad en América Latina, cit.

  • 15.

    OCDE-CEPAL: Perspectivas económicas de América Latina 2013. Políticas de PYMES para el cambio estructural, LC/LG 2545, OCDE / Cepal, 2012.

  • 16.

    Jorge Resina: «Clases medias en Ecuador: Entre la ilusión del Buen Vivir y el mito del desarrollismo» en L. Paramio y C. Güemes: Las nuevas clases medias: ascenso e incertidumbre, cit.

  • 17.

    OCDE: Latin American Economic Outlook 2011: How Middle-Class Is Latin America?, OECD Publishing, París, 2010.

  • 18.

    R. Franco y M. Hopenhayn: ob. cit.; Glenita Amoranto, Natalie Chun y Anil Deolalikar: «Who are the Middle Class and What Values do they Hold? Evidence from the World Values Survey», Working Paper No 229, Asian Development Bank, Manila, 2010.

  • 19.

    Miguel Székely Pardo: «Transferencias condicionadas y cohesión social en América Latina» en Guillermo Fernández del Soto y Pedro Pérez Herreros (coords.): América Latina: sociedad, economía y seguridad en un mundo global, IELAT/ CAF / Marcial Pons, Madrid, 2013.

  • 20.

    L. Paramio: «Conclusiones» en L. Paramio y C. Güemes: Las nuevas clases medias latinoamericanas: ascenso e incertidumbre, cit.

  • 21.

    Cepal: Panorama social de América Latina 2014, Naciones Unidas, Santiago de Chile, 2014.

  • 22.

    María Esther del Campo, C. Güemes y L. Paramio: «‘I Can’t Get No Satisfaction’. Servicios públicos, democracia y clases medias en América Latina» en América Latina Hoy vol. 77, 2017.

  • 23.

    John A. Booth y Mitchell A. Seligson: The Legitimacy Puzzle in Latin America: Political Support and Democracy in Eight Nations, Cambridge UP, Nueva York, 2009; C. Güemes y L. Paramio: «‘Knockin’ on Heaven’s Door?’ Desempeño de las democracias, protesta social y clase medias en América Latina» en El impacto electoral de las clases medias emergentes en América Latina, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2015; Jaime Fierro: «Clase media y democracia en América Latina» en Perfiles Latinoamericanos vol. 23 NO 46, 2015.

  • 24.

    A. Hirschmann y M. Rothschild: «The Changing Tolerance for Income Inequality in the Course of Economic Development» en The Quarterly Journal of Economics vol. 87 NO 4, 1973. El efecto túnel refiere a la sensación que experimenta un individuo en contextos de crecimiento económico respecto a su posibilidad de movilidad social. El individuo que tiene poca información sobre su futuro mientras sus familiares, conocidos y amigos mejoran su posición económica y social se siente como si estuviera atascado en un túnel y viera los coches de la fila de al lado avanzar. Frente a esto, el sujeto tiene expectativas de que en algún momento le tocará el turno, por tanto se alegra del crecimiento de los otros y esta gratificación de momento suspende la envidia. Si al cabo de un tiempo la persona no logra avanzar, mientras que las otras ya lo hicieron, esto la coloca en peor posición, ya que durante un periodo se sintió alegre pero ahora se siente mucho peor. Su posición relativa ha empeorado, perderá esperanzas y se convertirá en un enemigo del orden.

  • 25.L. de Riz: ob. cit.
  • 26.

    M. H. Tavares de Almeida: «Capas medias, protesta y agenda pública» en L. Paramio y C. Güemes: Las nuevas clases medias latinoamericanas: ascenso e incertidumbre, cit.

  • 27.

    D. Moreno: «Aspiracionales, reales o imaginarias: las clases medias en Bolivia» en D. Moreno et al.: ob. cit.; M. T. Zegada: ob. cit.

  • 28.

    Sigmund Freud: El porvenir de una ilusión [1927], Biblioteca virtual Omegalfa, 2016.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 285, Enero – Febrero 2020, ISSN: 0251-3552
Fuente e imagen: https://nuso.org/articulo/el-porvenir-de-una-ilusion-clases-medias-en-america-latina/
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Digitalización, política e inteligencia artificial

Por: Enzo Giraldi

¿Qué futuro podemos esperar?

La digitalización, junto con la «etapa superior» de la inteligencia artificial, anticipa fuertes transformaciones en todas las dimensiones de las relaciones sociales, con impactos en la política que aún no podemos perfilar con precisión. No obstante, ya pueden verse algunos efectos de la «psicopolítica digital» y del control y procesamiento de enormes volúmenes de datos para anticipar el comportamiento humano, maximizar ganancias y perfeccionar la penetración y el control de los mercados, en el marco de una «razón tecnoliberal» en expansión.

Las revoluciones políticas más importantes se están produciendo en los laboratorios y las empresas tecnológicas. Allí se está decidiendo si el futuro va a estar en nuestras manos y de qué modo. Daniel Innerarity1

Introducción

¿Qué tipo de liderazgo demandará una realidad que se articula cada vez más por consensos que se establecen en las redes? ¿Cómo se construirá lo común, esa amalgama de prioridades, propósitos e intereses que hacen posible la sociedad, en la era de la individuación? ¿Cómo se tomarán decisiones en una realidad signada por la instantaneidad del touch en una pantalla? Las herramientas digitales se expandieron a todos los órdenes existenciales y crearon una cotidianeidad reticular en la que la comunicación fluye arrebatadamente. Los líderes políticos decidirán presionados por la inmediatez, abrumados por una sobreinformación saturada de un barullo que no da tregua para el ejercicio introspectivo.

La digitalización de la vida va a impactar en todas las dimensiones de las relaciones sociales. Solo a modo de ejemplo: ¿cuál será el futuro de la democracia o, de modo más simple, cómo ejerceremos nuestro elemental derecho a decidir libremente si, como se anuncia, la combinación de desarrollos de inteligencia artificial y de biotecnología no solo permitirá interpretar la información que surge de nuestra vida cotidiana, privada, sino también manipular nuestras emociones y comportamientos?

La era digital

La velocidad, extensión e intensidad que exhibe la dinámica de innovación tecnológica están modificando la naturaleza y los patrones que guían las relaciones sociales. Ese masivo proceso de digitalización de información sobre las personas devino en la construcción de una «infoesfera», imponente caja de resonancia que mezcla y reconfigura constantemente las ideas, las emociones y los impulsos emitidos por un número infinito de usuarios en la red.

A este proceso se están incorporando progresivamente desarrollos de inteligencia artificial que están llamados a profundizar y complejizar los cambios en marcha. Son herramientas que procesan información mediante algoritmos, en cantidades y a una velocidad que exceden la capacidad del cerebro humano. La inteligencia artificial lleva consigo la posibilidad del autoaprendizaje, es decir, la capacidad de los algoritmos de incorporar permanentemente nueva información y perfeccionar automáticamente sus recursos para analizarla, lo que permite a las máquinas generar su propio capital cognitivo. El concepto de singularidad, aplicado en el ámbito de la tecnología, hace referencia a este momento, que deviene en crucial instancia en la que las máquinas podrían alcanzar una inteligencia igual o superior a la del ser humano. Es decir, se trata de máquinas (computadoras, robots, softwares) capaces de aprender por sí solas y de mejorarse a sí mismas, susceptibles de inaugurar un inédito proceso de creación de inteligencia. La magnitud de este proceso ha motivado a Henry Kissinger, uno de los más importantes arquitectos del orden mundial del siglo pasado, a expresar lo siguiente:

La tecnología moderna plantea desafíos para el orden y la estabilidad mundial que carecen de todo precedente (…). Personalmente, creo que lo que trae aparejado la inteligencia artificial es crucial (…). Que nuestras propias creaciones posean una capacidad de análisis superior a la nuestra es un problema que deberemos resolver.2

La capacidad de autoaprendizaje aún no es conceptual, sino que se produce en términos de resultados matemáticos, mediante ajustes que van rediseñando los algoritmos. Estos, como representación matemática de la información, no reconocen el contexto ni la perspectiva histórica, de allí que sus resultados deriven de un procedimiento de procesamiento de datos que se concreta en función de los objetivos e intereses del programador.

Capitalismo y vigilancia

La sociedad en red hace que la comunicación fluya de manera incesante, diseminando las huellas de la vida de las personas por el tejido tecnológico. La exposición pública y la vida privada pueden ser grabadas y recopiladas como datos, que pueden ser interpretados y grabados para influir sobre los deseos, aspiraciones y necesidades. La manipulación de grandes volúmenes de datos (big data) pone en marcha una lógica de acumulación que tiene por finalidad la predicción del comportamiento humano para maximizar ganancias y perfeccionar la penetración y el control de los mercados. La información sobre y de las personas deviene en insumo estratégico para la creación de riqueza y de poder. La tecnología de poder que se deriva de esta nueva lógica de acumulación monetiza la intimidad y prioriza, por sobre la propiedad de los medios de producción, la de los medios de manipulación de comportamientos3. Así, cuanta más información sobre una persona se dispone, más posibilidades existen para influir sobre ella. Puntualiza Shoshana Zuboff:

El asalto sobre los datos acerca del comportamiento en el día a día de las personas es tan amplio que las dudas ya no se pueden circunscribir al concepto de privacidad y a sus efectos. Ahora estamos ante otro tipo de desafíos, que amenazan las bases mismas del orden liberal-moderno. Son retos que impactan sobre la integridad política de las sociedades y el futuro de la democracia.4Los algoritmos pueden identificar los miedos, deseos y necesidades, y esa información se puede utilizar en contra de los usuarios. El uso abusivo de estos dispositivos de vigilancia y manipulación podría hacer inviable la democracia representativa y crear una «dictadura informacional»5. En este sentido, Daniel Innerarity precisa:

Los tres elementos que modificarán la política de este siglo son los sistemas cada vez más inteligentes, una tecnología más integrada y una sociedad más cuantificada (…) La gran cuestión hoy es decidir si nuestras vidas deben estar controladas por poderosas máquinas digitales y en qué medida, cómo articular los beneficios de la robotización, automatización y digitalización con aquellos principios de autogobierno que constituyen el núcleo normativo de la organización democrática de las sociedades.6

¿Qué pasará cuando, en pocos años, el cruce entre herramientas de la inteligencia artificial y de la biotecnología abra las puertas a formas aún más novedosas, por lo intrusivas y sofisticadas, de control social? Yuval Harari advierte sobre esta distopía: «El auge de la inteligencia artificial podría eliminar el valor económico o político de la mayoría de los humanos. Al mismo tiempo, las mejoras en biotecnología tal vez posibiliten que la desigualdad económica se traduzca en desigualdad biológica»7.

Aplicar recursos de la inteligencia artificial producirá otro efecto llamado a generar reacciones sociales y políticas: el creciente desempleo por el reemplazo de la mano de obra tradicional. Estas tecnologías trastocarán la relación entre capital y trabajo en las economías de todo el mundo. Aun cuando generen nuevos empleos, se prevé que lo harán en una proporción mucho menor a la de los que destruirán.

Psicopolítica digital

La construcción tecnológica de la personalidad estandariza al ser humano, lo aleja de lo imprevisible, lo sistematiza y codifica, pautando las reacciones, reconfigurando las creencias y afectando el libre ejercicio del juicio personal, instancia germinal e indispensable para el acto político. El espacio de lo político se reduce y los márgenes para el ejercicio de liderazgo se comprimen. El ser digital funge, esencialmente, como un ser individual, protagonista de asociaciones fugaces e inestables. Es el sujeto de una dinámica de atomización social que desmonta el sentido abarcador de lo público. La organización reticular fragmenta el espacio de participación política y conspira contra la gestación de dinámicas de consenso sobre intereses colectivos. La segmentación del público favorece la asociación de voluntades en torno de objetivos parciales, de nicho. De esa manera, las prioridades se alejan de lo común y se sitúan en el plano de lo grupal, temporario y superficial.

El medio digital sumerge al líder político en una realidad sin privacidad, en la sociedad de la comunicación y de la visibilidad-transparencia. Lo expone, lo hace visible. La visibilidad es el resultado natural de las interacciones en la red y la búsqueda de transparencia es una premisa que el ciudadano digital ha interiorizado como fetiche pero que, en el extremo de un ideal absoluto, afecta la toma de decisiones. La excesiva exposición puede atrofiar u oprimir la voluntad del decisor, nublar sus convicciones y debilitar su predisposición a exponer sus creencias. Esta exposición pone en entredicho entonces al líder y al decisor, pone en cuestión la determinación del conductor, afectando una dimensión estratégica de la política. Como señala Byung-Chul Han: «El imperativo de la transparencia sirve sobre todo para desnudar a los políticos, para desenmascararlos, para convertirlos en objeto de escándalo. La reivindicación de la transparencia presupone un espectador que se escandaliza»8.

El ritmo de comunicación constante, espontáneo e inestable descompone las ideas en opiniones, lo que resta densidad a la elaboración ideológica. Debilita la necesidad de asociación y construye retraimiento. Desaparece la idea de conjunto. Éric Sadin lo resume del siguiente modo: «La innovación digital modifica y modela el universo cognitivo, con lo que debilita la posibilidad de la acción política, entendida esta como la implicación voluntaria y libre de los individuos en la construcción del bien común»9. La subjetividad que construye la sociabilidad en red es autorreferencial. La representación autorreferencial es representación de sí mismo, es autorrepresentación que debilita la idea de comunidad y los sentimientos de empatía, que paraliza el sentido de adhesión, la disposición a la lealtad, necesarios para articular la representación. La crisis de representación es otra de las dimensiones estratégicas de la política que se ponen en cuestión. Son precisos, nuevamente, los términos de Han:Nos dirigimos a la época de la psicopolítica digital. Avanza desde una vigilancia pasiva hacia un control activo. Nos precipita a una crisis de la libertad con mayor alcance, pues ahora afecta a la misma voluntad libre. El big data es un instrumento psicopolítico muy eficiente que permite adquirir un conocimiento integral de la dinámica inherente a la sociedad de la comunicación. Se trata de un conocimiento de dominación que permite intervenir en la psique y condicionarla a un nivel prerreflexivo.10

Pulsión tecnototalizadora

Cuarta Revolución Industrial, Revolución Informacional, Revolución Digital: distintas nominaciones para describir el creciente poder global de un orden corporativo concentrado, protagonizado por un grupo de megaempresas que han alcanzado un nivel de influencia sistémico y están cambiando la escala del modelo global de negocios.

Empresas como las estadounidenses Google, Amazon, Facebook, Apple, Microsoft, Amazon, Tesla, Netflix, Airbnb y Uber o las chinas Baidu, Alibaba y Tencent impulsan un cambio de paradigma en el capitalismo global. Participan de un exclusivo club de gigantes ambiciosos, líderes en innovación, que están protagonizando un acelerado y certero proceso de acumulación de poder político, económico, cultural y logístico para erigirse en los creadores de un inédito «modelo industrial-civilizatorio»11.

Siete de las diez mayores empresas globales por capitalización bursátil en el mundo son monopolios tecnológicos. Por ejemplo, el valor bursátil de Microsoft alcanzó este año el billón de dólares, un monto que compite con el pib de México, la decimoquinta economía mundial. Para entrever el grado de influencia que han alcanzado estas empresas, sirve tomar como ejemplo Twitter, un servicio de mensajería por internet que, se calcula, hace circular unos 500 millones de intercambios por día. Si partimos de la premisa de que cada tuit contiene unas 20 palabras promedio, el volumen de contenidos que se publican en Twitter en un solo día equivale al que, se estima, produjo un diario tradicional de una gran ciudad, por ejemplo The New York Times, en 182 años.

Las grandes corporaciones tecnológicas se expanden poniendo bajo control nuevas áreas de la economía y utilizando recursos tecnológicos que optimizan las condiciones de conectividad y la velocidad de los procesadores. Se estima que las velocidades de cálculo se duplican cada 18 meses y que la conectividad se duplica a un ritmo apenas más lento. Estas megaempresas interpretan y ejecutan, en los hechos, una ideología universalizadora tecnoliberal que les sirve como argumento de legitimación. Postulan la razón tecnocientífica que presenta a la tecnología como la herramienta definitiva, aquella que resolverá los problemas pendientes del ser humano. La ontología tecnolibertaria consiste en descalificar la acción humana en beneficio de un ser computacional, que se juzga superior. La inteligencia artificial representa la mayor potencia política de la historia, ya que se la convoca a personificar una forma de superyó dotado en una presunción de verdad que orienta nuestras acciones, individuales y colectivas, hacia el mejor de los mundos posibles12.

La razón tecnoliberal da rienda suelta a un capitalismo precarizador, extremo, que a la vez que entroniza una cotidianeidad actuada por individuos sin identidad ni vínculos consolidados, disgrega las formas de organización y convivencia inherentes a la comunidad humana, vaciando de sentido las estructuras de solidaridad comunitarias, desde la familia hasta los sindicatos, la escuela, la universidad y, por último, el Estado.

Conclusiones

Los excesos del imperio de la conectividad inhiben las posibilidades de reflexión, la inmediatez provoca inseguridad y sesga la introspección. El desarrollo del conflicto político comienza a articularse en el plano de la información, a medida que se aleja del espacio físico, lo que expone al decisor político a la tentación de una respuesta simple, emocional y efectista. Los consensos que surgen de la sociedad en red recrean valores, referencias y símbolos que nacen de la búsqueda de asentimiento antes que de la meditación. Son resultados que no han sido tamizados por la experiencia ni la perspectiva histórica.

Si desde siempre el ejercicio del liderazgo necesitó del contexto y de la historia, y del conocimiento por encima de la información, hoy y cada vez más deberá lidiar con prácticas que ponen en juego estrategias de marketing y eslóganes previstos para obtener la aprobación inmediata. La omnipresencia de lo digital está destruyendo los tejidos de confianza que mantuvieron unido al conjunto social, pero a una velocidad tal que instituciones y decisores no se pueden adaptar; así, es poco lo que pueden hacer para repararlos. Estas dinámicas nos conducen a un futuro que estará signado por un andamiaje tecnológico con capacidades potencialmente absolutas que es preciso humanizar. Se trata de prestaciones que ponen en cuestión el tipo de organización social que las cobijará y que aún demandan un anclaje ético y un conjunto de postulados filosóficos que las rijan.

Nota: este texto integra el volumen Futuros: miradas desde las humanidades, coordinado por Andrés Kozel, Martín Bergel y Valeria Llobet, de próxima aparición en la colección Futuros (FUNINTEC / UNSAM Edita). Foto: Mike MacKenzie

  • 1.

    Enzo Girardi: es docente de la Maestría en Estudios Latinoamericanos del Centro de Estudios Latinoamericanos de la Universidad Nacional de San Martín (unsam) y coordinador del grupo Cibersociedad, Ciberdefensa, Ciberseguridad, Protección de Datos Personales (c3pd) en esa misma universidad. Palabras claves: digitalización, inteligencia artificial, psicopolítica digital, razón tecnoliberal. Nota: este texto integra el volumen Futuros: miradas desde las humanidades, coordinado por Andrés Kozel, Martín Bergel y Valeria Llobet, de próxima aparición en la colección Futuros (funintec / unsam Edita).. «Lo digital es lo político» en La Vanguardia, 11/3/2019.

  • 2.

    Ver Allan Dafoe: «The ai Revolution and International Politics» en YouTube, 17/7/2017, www.youtube.com/watch?v=zef-mIkjhak. Para conocer con mayor detalle el pensamiento del ex-secretario de Estado norteamericano sobre la emergencia de la inteligencia artificial, v. H. Kissinger: Orden mundial, Debate, Buenos Aires, 2016.

  • 3.

    S. Zuboff: «Big Other: Surveillance Capitalism and the Prospects of an Information Civilization» en Journal of Information Technology vol. 30, 2015.

  • 4.

    S. Zuboff: «The Secrets of Surveillance Capitalism» en Franfurter Allgemeine, 5/3/2016.

  • 5.

    Martin Hilbert: «La democracia no está preparada para la era digital y está siendo destruida» en La Nación, 10/4/2017.

  • 6.

    D. Innerarity: ob. cit.

  • 7.

    Y. Harari: «Why Technology Favors Tyranny» en The Atlantic, 10/2018, p. 98.

  • 8.

    B.-C. Han: Psicopolítica, Herder, Barcelona, 2014, p. 11.

  • 9.

    É. Sadin: La silicolonización del mundo, Caja Negra, Buenos Aires, 2018, p. 96.

  • 10.

    B.-C. Han: ob. cit., p. 39.

  • 11.

    É. Sadin: ob. cit.

  • 12.

    Ibíd., p. 109.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 283, Septiembre – Octubre 2019, ISSN: 0251-3552
Fuente e imagen: https://nuso.org/articulo/digitalizacion-politica-e-inteligencia-artificial/
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