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Exponer la educación

Por: María Ocaso 

El término educación ha de desvincularse de lo escolar y de las manualidades para adquirir el rango de práctica cultural generadora de conocimiento pero no por ello debe abandonar la sonoridad de su nombre.

El mes pasado tuvo lugar en Madrid ARCO 2017, un espacio donde se dan cita los profesionales del mercado del arte y donde las artes visuales se entienden, antes que nada, como un negocio. En el contexto de la feria, cada año tienen lugar diferentes encuentros profesionales que tocan temas adyacentes al mercado del arte, y este año, por tercera vez consecutiva, se ha celebrado un encuentro sobre educación.

Las relaciones entre el mercado del arte y la educación artística no existen. A las estructuras financieras poco o nada les importan los problemas que plantea el mundo en relación con las imágenes y los posibles modos que tenemos de defendernos de ellas. Si les interesasen, ese interés tendría que ver, probablemente, con cómo enseñarnos a dejarnos seducir por dichas imágenes, en vez de aprender a desautorizarlas. Pero nosotras (Pedagogías Invisibles), quienes hemos diseñado y producido el evento, creemos importante que la educación se filtre en un espacio así y que adquiera la visibilidad que nunca ha tenido.

El tema elegido este año han sido las exposiciones sobre educación que han proliferado en el panorama cultural en los últimos años y se han seleccionado cinco casos de estudio: “Un saber realmente útil”, exposición realizada en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía en el 2015; “Lesson 0″, realizada en la Fundación Juan Miró, también en el 2015; “Sin título”, llevada a cabo en Espacio Fundación Telefónica en el 2016; “Cohabitar entre”, realizada en Fabra i Coats durante 2016 y 2017; y, finalmente, “Ni arte ni educación”, producida por Matadero Madrid en el 2016.

Esta repentina aparición de lo educativo como tema de lo expositivo nos parece, cuando menos, sospechosa. Desde Pedagogías Invisibles nos parecía interesante abordar cuál era el origen de esta preocupación, cómo se han diseñado y producido estas exposiciones y para qué se han llevado realmente a cabo.

Fue muy interesante comprobar que, de lo primero que se habló, fue de la controversia que ha surgido porque algunas instituciones han borrado el término educación de la comunicación de sus programas y lo han sustituido por mediación. Esta “alergia” a lo educativo merece ser investigada cuando la entendemos como una paradoja: justo cuando las instituciones culturales se muestran más interesadas por lo educativo, resulta que se suprime la palabra educación. Vivimos un segundo giro educativo en el que las instituciones y sus agentes principales abrazan lo educativo, al tiempo que son pocos los comisarios y artistas que adquieren un conocimiento experto sobre educación; a esto se une una concepción de nuestras prácticas como un procedimiento para que los públicos entiendan los discursos de estas dos figuras, pero sin aceptar el trabajo de las educadoras como una práctica cultural autónoma generadora de conocimiento.

En esta confluencia, considero muy importante volver a darle el valor que se merece al término educación. Y, más allá de los debates sobre si el público infantil está emancipado o no (recordemos la distinción que estableció Meirieu al respecto en 2013), hay que reivindicar la potencia del término. Imaginemos por un momento que el trabajo de los artistas no se llamase arte o que el de los comisarios no se denominase comisariado. El término educación ha de desvincularse de lo escolar y de las manualidades para adquirir el rango de práctica cultural generadora de conocimiento que le corresponde, pero no por ello debe abandonar la sonoridad de su nombre.

También fueron recurrentes las alusiones a la “barbarie” del público. Especialmente en “Ni arte ni educación”, la participación fue percibida como un acto que en muchas ocasiones traspasó determinadas líneas, y, en este traspasar, nos hicimos la pregunta de qué significaba esta violencia por parte de los espectadores. Como apuntó Aida Sánchez, de Serdio, la barbarie puede entenderse como un “acto revelador”, como un aullido que define la posición que los públicos están demandando. De la misma manera que la supuesta violencia del 15M visibilizó el deseo de una participación activa en la política por parte de la ciudadanía, quizás estemos en un momento en el que el público reclama algo semejante a las instituciones.

Exposición Ni arte ni educación realizada en Matadero Madrid en 2015/16. Fotografía Jorge Mirón

En “Ni arte ni educación” establecimos el programa “Cesión ciudadana”, mediante el que el público articuló catorce dispositivos que formaron parte de la exposición de manera inesperada. Dentro del comisariado del GED (Grupo de Educación de Matadero), nos preocupaba la participación del público, de manera que lo integramos a través de este proceso, que resultó uno de los más interesantes en lo que a la generación de conocimiento de la experiencia se refiere. Esta es una entre las muchas posibilidades de reconocer la espectaduría desde una óptica diferente; por supuesto que no es la única, pero se trata de una propuesta que ha funcionado.

Y para terminar, en un momento en que dentro de la gestión del conocimiento se están poniendo en entredicho los formatos, especialmente el formato expositivo, ¿tiene sentido que las profesionales de la educación nos dediquemos a reproducirlo? ¿Por qué los departamentos de educación consideran un privilegio poder comisariar una exposición? ¿Qué subyace en el hecho de que la educación sea un tema recurrente en lo expositivo? Cuando los comisarios y artistas hacen educación, se respeta este giro; pero cuando somos las educadoras las que incurrimos en el comisariado o en la producción artística (dos cosas que ocurren con muy poca frecuencia), nuestras propuestas se ponen en entredicho.

Creo sinceramente que la creciente obsesión de los departamentos de educación por comisariar tiene que ver con la necesidad de reclamar una visibilidad que nunca hemos tenido: esto de desear el juguete del otro tiene que ver con que nos quieran, con situar nuestro trabajo en la primera plana del museo, en el folleto, en los vinilos de la entrada; queremos estar en la inauguración como protagonistas y no solo en calidad de invitadas. Y esta petición es legítima, porque es la situación previa a la simetría. Es la ley de cuotas, una suerte de discriminación positiva que necesitamos en la antesala definitiva de nuestro reconocimiento.

Sustituir educación por mediación, aceptar la barbarie o querer jugar con el juguete del otro son los temas que están presentes en la encrucijada del arte, la educación y los museos, en un momento en el que la cantidad de exposiciones que tocan el tema de la educación nos sitúa ante una doble paradoja: ahora que la educación parece más visible que nunca, esa falsa visibilidad es la consecuencia de una invisibilidad intrínseca. Reivindicar la educación, conectar con los públicos y visibilizar los departamentos de educación sin que sea necesario exponer son sencillos gestos que consiguen que cambien las cosas complicadas.

* “Ahí está la verdadera diferencia entre un niño y un adulto: un niño ha de ser educado, es decir, hay que elegir por él qué debe aprender (aunque luego se le deje aprender libremente); un adulto puede seguir aprendiendo, pero elige él mismo qué aprender: en el verdadero sentido del término, no debe ser, no puede ser educado (Arendt, 1989)”. (Meirieu, Frankenstein educador, 2013).

Exposición Ni arte ni educación realizada en Matadero Madrid en 2015/16. Fotografía Jorge Mirón

Fuente: http://eldiariodelaeducacion.com/blog/2017/03/24/exponer-la-educacion/

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La Reforma a la Educación Superior está muerta (¿vive la reforma?)

Por: José M. Salazar y Peodair Leihy

En esta primera columna escrita por dos académicos de la Universidad de Valparaíso se analiza por qué ha fracasado en su trámite legislativo la Reforma a la Educación Superior, una de las piedras angulares del programa de este gobierno. En momentos en que se espera que el Ministerio de Educación envíe cambios sustantivos al proyecto de ley, las lecciones del actual entrampamiento resultan iluminadoras.

Desde el inicio de su mandato, el gobierno de la Presidenta Bachelet ha apostado por una reforma significativa de la regulación de la educación superior. Luego de años de anuncios, negociaciones y borradores de todo tipo, el país se encuentra casi en punto muerto, aunque no exactamente en la misma situación que heredó su gobierno.

Visto con los ojos del Ministerio de Educación, se ha logrado instalar la política de gratuidad para el pregrado, beneficiando a cientos de miles de estudiantes y familias. Desde la perspectiva de quienes observan críticamente esta política, resulta muy complicado que deba ser negociada en el parlamento anualmente. Tal divergencia se alimenta de la ambigüedad que asumen varias instituciones que se han beneficiado de la gratuidad: adhieren formalmente a los ideales que la inspiran mientras critican en público su contenido.

La posibilidad de avanzar hacia una reforma estructural parece improbable. Hay buenas razones para pensar así. No existe un consenso mínimo –por motivos ideológicos y de diagnóstico– para acordar el conjunto de reglas que gobierne el funcionamiento de la educación superior durante los próximos años. Apostar por un diálogo productivo choca con la realidad de un sector atravesado por la desconfianza, como sugieren los conflictos y rupturas que emergen dentro de foros importantes, como el Consejo de Rectores de Universidades Chilenas (CRUCh) y Vertebral, la organización que reúne a institutos profesionales y centros de formación técnica acreditados.

Si lo anterior no fuera poco, tampoco existen capacidades técnicas instaladas en las instancias gubernativas para forjar una iniciativa legal maciza. Hasta ahora, se aprecia la ausencia de una clara relación de causalidad entre lo que se persigue y las posibilidades que ofrecen las regulaciones propuestas.

Es evidente que el proyecto de reforma yace casi desahuciado en el parlamento. Todavía se apuesta por una estrategia mágica que pueda darle viabilidad, pero casi sin convicción. Los representantes de la soberanía popular, los medios de comunicación y los canales de interacción digital reverberan y amplifican la rica gama de agendas, consignas e intereses –casi siempre inconsistentes– que se ocultan tras los actores que lideran la formación terciaria. Al despuntar el último año de esta administración, tampoco parece existir un liderazgo capaz de articular una conversación político-técnica para convenir unos postulados básicos que enmarquen una agenda de reformas viable.

Es muy probable que los futuros analistas de las políticas sectoriales estudien este proceso fallido con el mayor interés. ¿Cómo fue posible que una sentida y transversal aspiración de cambio terminara de esta forma? Un obvio punto de partida se encuentra en la arquitectura que ha querido darse a la reforma. La introducción de un nuevo régimen de financiamiento, destinado a ampliar responsablemente el subsidio público a las instituciones y los estudiantes, necesitaba un ajuste profundo del marco regulatorio en operación.

La posibilidad de avanzar hacia una reforma estructural parece improbable. No existe un consenso mínimo para acordar el conjunto de reglas que gobierne el funcionamiento de la educación superior durante los próximos años.

Se apostó por avanzar en diferentes líneas de acción, integrándolas en un cambio legal sistemático. Por una parte, se buscó traspasar y fortalecer las potestades de fiscalización sobre las instituciones de educación superior mediante la creación de una superintendencia para monitorear y controlar el uso de los aportes fiscales y proteger de abusos a los estudiantes.

Al mismo tiempo, la revisión del sistema de acreditación se orientó a resolver los problemas de transparencia y legitimidad que ha enfrentado la Comisión Nacional de Acreditación (CNA). Su reemplazo por otra agencia mejor diseñada, quería dejar atrás los defectos y vicios observados en su funcionamiento, además de enfatizar la importancia que tienen los resultados obtenidos por las universidades dentro del proceso de evaluación y objetivizar las decisiones de la nueva agencia para que fueran comparables entre sí.

Como otros en el pasado, es muy probable que estos cambios nunca ocurran, a pesar del consenso –y entusiasmo– que generaron en algún momento. Si, por azar, alguna transformación emerge de este proceso (aún existen expectativas en el plano de la fiscalización y la calidad), es muy probable que se trate de ajustes menores, descontextualizados de una agenda coherente y cuya utilidad sólo podrá ser apreciada en el largo plazo.

Además de fallida, esa estrategia revela una limitada comprensión de lo que una reforma sectorial puede ser, según demuestra la propia experiencia chilena. Quizás el camino más tradicional para concebirla sea, precisamente, un cambio en la legalidad, en las normas generales que condicionan indirectamente la operación de un sector como la educación superior. Tales modificaciones aspiran a tener efectos de largo plazo a medida que apuntan a reconfigurar cómo los sectores se organizan y, especialmente, sus límites. La mayor parte de su eficacia, sin embargo, se juega en el proceso de implementación y depende de la convicción y las agendas de las agencias e instancias gubernamentales a las que se confía su puesta en marcha.

El régimen de Pinochet, por ejemplo, creó un sistema de licenciamiento para las nuevas instituciones privadas que fue sustancialmente alterado por el Consejo Superior de Educación (CSE) a medida que lo aplicaba, ya en democracia, sin mediar cambios estatutarios. La integración del CSE no fue azarosa. En su conformación participaron personas clave que también estuvieron tras la Comisión de Estudio de la Educación Superior (formada en 1990) y que luego pasaron a dirigir la Comisión Nacional de Acreditación de Pregrado (CNAP) (creada en 1999). Sus ideas fueron decisivas –y consistentes– para fijar la orientación que tuvo la implementación de los instrumentos de política a su cargo y que definen mucho del entorno regulatorio que hoy existe en el sector.

Otras reformas se orientan a alterar los flujos de recursos que el Estado pone a disposición de los principales actores sectoriales. El desarrollo del sistema de becas fiscales y la magnitud y flujo de los recursos asignados a los sistemas de crédito solidario y Crédito con Aval del Estado (CAE) han sido claves para la configuración de la educación superior. Tales transformaciones se hicieron sin mediar grandes cambios legislativos: las glosas de la Ley de Presupuesto y la regulación reglamentaria han sido suficientes para mantener estas iniciativas operando sostenidamente –y de manera incremental– por largo tiempo.

El trabajo de las comisiones que  los gobiernos constituyen para explorar el desarrollo de nuevas agendas de política ha tendido a ser poco fructífero y quizás por eso, entre otros motivos, sus recomendaciones permanecen sin implementar.

Las reformas también pueden ser agendas, como lo ha sido el desarrollo del proyecto MECESUP (1998-2016), ejecutado en tres etapas por el Ministerio de Educación, con el apoyo técnico e ideológico del Banco Mundial. Esas agendas definen propósitos, asignan recursos y articulan equipos a cargo de su ejecución. Además de identificar objetivos y metas, las agendas de reforma sirven para experimentar soluciones que luego dan origen a nuevos modelos e instrumentos de política.

El Fondo de Desarrollo Institucional (FDI), por ejemplo, partió como un fondo para el mejoramiento de la infraestructura de las universidades tradicionales, para luego orientarse al mejoramiento de las credenciales de los académicos y terminar focalizándose en diferentes necesidades generadas a partir de la expansión y complejización de ese grupo de instituciones. Al mismo tiempo, permitió ir configurando una nueva herramienta –los convenios de desempeño– para que el Estado transfiera recursos para el desarrollo de capacidades en el sector, que luego ha sido exportado por el Banco Mundial como una práctica exitosa de política pública.

Es llamativo que con tan diversas experiencias reformistas durante las últimas dos décadas, el diseño del gobierno no fuera más rico ni se desplegara en diferentes planos. Algún tipo de cortocircuito en los círculos políticos de la coalición gobernante hizo que todo ese aprendizaje fuera rápidamente olvidado. El costo fue la ausencia de una estrategia reformista más granular y multinivel.

Es posible que los instrumentos de política en operación tampoco hayan contribuido mucho al desarrollo de una agenda de cambios que apunta a reconfigurar las bases estructurales del sistema, aunque hay que tener presente que los objetivos perseguidos no se reflejaron en el conjunto de cambios propuestos, como han revelado varios críticos. Por todo eso, es interesante observar el rol que han jugado expertos y analistas en el debate público para dar contenido a las reformas propuestas. ¿Cuál ha sido su contribución al diseño y desarrollo de estas iniciativas?

Desde las movilizaciones estudiantiles de 2011, ha sido raro que pase una semana sin que los medios de prensa incluyan notas, comentarios y análisis sobre la reforma en curso y sus posibilidades. Si a eso se suman artículos académicos y publicaciones de distintos grupos de interés, uno puede delinear un amplio y variopinto conjunto de actores tratando de influir activa y persistentemente la acción del gobierno y los partidos políticos. Una parte de ellos son personas que cuentan con formación de posgrado en el ámbito de los estudios en educación superior.

Con pocas excepciones, estos analistas y comentaristas han definido su radio de acción de manera similar: felicitan, rechazan, critican o proponen ajustes a las reformas propuestas. Al enmarcar de esa manera su quehacer, conforman el antiguo principio del legalismo chileno, según el cual el contenido de toda reforma es siempre responsabilidad del Ejecutivo pues las reformas son principalmente un problema de cambio de legislación. Su objetivo, entonces, es influenciar el debate parlamentario, en pos de la aprobación, rechazo o ajuste del régimen propuesto.

Esa lógica facilita la mantención del status quo y contribuye a empobrecer el debate sobre el futuro de las políticas educativas. A pesar de su entrenamiento y experiencia, nuestros expertos locales tienden a escarbar los defectos (o virtudes) inherentes que posee cada diseño propuesto. Esa propensión mueve el debate público y parlamentario hacia una toma de posiciones opuestas, en pos de la aprobación o rechazo de los proyectos de ley que se trate. Al proceder de esa manera, olvidan frecuentemente expandir el catálogo de opciones disponibles ante cada disyuntiva de política pública que se plantea.

Precisamente esa parte de su tarea tiende a quedar en un segundo plano. Muy pocas veces los debates académicos o de políticas sugieren vías de acción, sobre la base del estudio riguroso de las experiencias comparadas o sobre un análisis informado sobre el estado de situación que presenta el caso chileno.

Más bien, tienden a caer en debates de principios –como hemos sido testigos a propósito del carácter público de la educación superior– que no contribuyen a enriquecer la caja de herramientas que alimenta el desarrollo de nuevos instrumentos de política. El trabajo de las comisiones que, de manera esporádica, los gobiernos constituyen para explorar el desarrollo de nuevas agendas de política, ha tendido a ser poco fructífero y quizás por eso, entre otros motivos, sus recomendaciones permanecen sin implementar.

La evidencia es consistente. Los informes del Consejo Asesor Presidencial para la Educación Superior (2008), la Comisión de Trabajo de Análisis del Sistema de Aseguramiento de la Calidad (2012), y la Comisión Asesora Presidencial para la Institucionalidad en Ciencia, Tecnología e Innovación (2013) han sido bastante conservadores.

Ninguno de ellos ha avanzado propuestas que introduzcan nuevas estrategias e instrumentos de política que faciliten la actualización y eficacia del marco en operación. Es probable que incida en ese resultado que tales instancias hayan privilegiado la representación de intereses sectoriales consolidados. Falta en estos y otros documentos de política, una orientación más propositiva que, atenta a nuevos desarrollos en otras latitudes, sea capaz de enriquecer nuestro diálogo sobre la forma en que el Estado contribuye y guía el desarrollo del sector. Lo mismo se repite en el abundante comentario que existe en materia de educación superior.

En una segunda parte de esta columna, buscaremos contribuir a gestar un estado de cosas que permita que la política sectorial avance en una dirección que aumente su incidencia y efectividad en la consolidación de una educación superior masiva y de excelencia.

Fuente: http://ciperchile.cl/2017/03/23/la-reforma-a-la-educacion-superior-esta-muerta-vive-la-reforma/

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La importancia de evaluar la práctica docente

Por: Elena Martín

La evaluación del trabajo docente debe cumplir algunos pasos, como no tener consecuencias laborales o servir para la búsqueda e implementación de mejoras en la práctica.

La evaluación de la calidad de la educación ha aumentado su presencia en los últimos años de manera muy notable. Han proliferado diversos sistemas de calidad así como las pruebas externas de rendimiento del alumnado. Siguen siendo, sin embargo, poco frecuentes las experiencias de evaluación de la práctica docente, lo que no deja de sorprender ya que constituyen la pieza esencial del proceso. Los factores de calidad del centro -liderazgo, participación, comunicación, planificación de los proyectos pedagógicos- son fundamentales en la medida en que favorecen las condiciones necesarias para que los procesos de aula se desarrollen de la mejor forma posible. Pero la influencia directa sobre los alumnos y alumnas se produce en la interacción que tiene lugar durante las actividades de enseñanza y aprendizaje. Si no llegamos a desentrañar la actividad diaria de la clase, difícilmente podremos entender las causas de los resultados de aprendizaje de los estudiantes.

Es fácil, no obstante, comprender por qué se produce esta contradicción. El aula se vive, al menos en nuestro sistema educativo, como un espacio privado. Los docentes no estamos acostumbrados a que otras personas estén presentes en nuestras clases. Por otra parte, nos cuesta entender que la evaluación de la práctica que realizamos no es un cuestionamiento de nuestro trabajo sino una herramienta para su mejora. La falta de cultura de este tipo de evaluación lleva a vivirla como una amenaza personal. Hay que tener en cuenta, por último, que valorar la actividad docente es más difícil que evaluar otros procesos. No es de extrañar, por tanto, que sea una práctica poco frecuente, que, sin embargo, cuando se lleva a cabo resulta de gran valor.

Poner en marcha un proceso de este tipo implica ante todo aclarar cuál es su función: decir para qué queremos evaluar la actividad docente y qué se va a hacer con la información obtenida. El uso fundamental es, sin duda, la mejora de esta práctica. No se trataría por tanto de una vía para extraer consecuencias laborales de la evaluación. Ese uso, si bien es por supuesto legítimo, no tiene sin embargo por qué mezclarse con la función formativa. Los docentes que se implican en un proceso de esta naturaleza deben tener claro que no tendrá repercusiones laborales si queremos que confíen y colaboren en su desarrollo.

Esta confianza implica asimismo utilizar un procedimiento que garantice que la información recogida permite valorar la complejidad de la actividad que realizan los docentes. Ello supone partir de un modelo explícito de buena práctica y hacer converger distintas fuentes de información y técnicas de evaluación tanto cuantitativas como cualitativas. Al definir las dimensiones que van a ser objeto de análisis, se dibuja un modelo de buena práctica docente que los profesores tienen que compartir como una meta deseable, independientemente de que su tarea diaria se corresponda en mayor o menor medida con él. Las prioridades que se establecen en el conjunto de las dimensiones guiarán después el plan de mejora.

La evaluación debe recoger la perspectiva del conjunto de los colectivos implicados en los procesos de enseñanza y aprendizaje: alumnado, familias, responsables académicos y el propio docente. Por supuesto, no todos ellos pueden valorar las mismas dimensiones, pero cada uno aporta una visión específica y complementaria que contribuye a enriquecer la comprensión de la práctica analizada. La valoración de familias y estudiantes suele hacerse a través de cuestionarios, pero resulta muy valioso completarla, si es posible, con algún grupo de discusión. El autoinforme que realiza el docente cuya actividad se evalúa le ayuda a tomar conciencia y a sistematizar su propia visión, que puede luego contrastarse con la que ofrecen el resto de los instrumentos. La observación del trabajo en el aula, realizada por expertos externos al centro o por otros compañeros cuando la cultura de la evaluación se ha asentado en la institución- es una pieza esencial del proceso de evaluación. La observación requiere de una guía elaborada a partir de las dimensiones del modelo de buena práctica y resulta mucho más útil cuando se completa con el análisis de los materiales y pruebas de evaluación que utiliza el docente. Asimismo, es necesario recoger el punto de vista de las figuras que coordinan los equipos de los que forma parte el profesor o profesora cuya práctica se está valorando: director y/o jefe de estudios, coordinador de ciclo o director de departamento didáctico. En este caso, la técnica más adecuada sería la entrevista individual o colectiva.

Se trata, sin duda, de un enorme esfuerzo que sólo tiene sentido si la información que se obtiene de esta multiplicidad de procedimientos se pone al servicio de la elaboración de un Plan de Mejora. El apoyo a esta fase de planificación es tan importante como el de la recogida de datos. Es ingenuo pensar que un centro que no tiene tradición evaluativa y que está sometido a la presión de falta de tiempo que caracteriza a todos los colegios e institutos vaya a poder llevar a adelante la elaboración de un Plan de Mejora que aproveche al máximo la evaluación sin un protocolo claro de actuación. Junto con un cronograma realista, la clave está en combinar la reflexión individual con la colectiva. Cada docente debe analizar sus resultados a la luz del conjunto de los de su ciclo, etapa y/o departamento. Los datos personales basta con que sean conocidos por el propio docente y la dirección del centro. El resto puede presentarse en un informe con resultados globales. Todo docente debe identificar dos o tres mejoras en su práctica y estas han de analizarse con los compañeros de curso o etapa, configurando así un Plan de Mejora conjunto.

El curso pasado, en los tres centros de FUHEM se llevó a cabo una evaluación que reúne las características descritas, inserta en un marco más amplio en el que se ya se contaba con información de los procesos de centro y del rendimiento académico del alumnado. La valoración de los docentes del proceso ha sido muy positiva. Consideran adecuados los procedimientos y creen que la información recogida ofrece una imagen ajustada y les resulta útil para mejorar su práctica. En este momento se encuentran inmersos en la elaboración del Plan de Mejora con un apoyo constante y sólido de las figuras de liderazgo del centro. Cuando a su vez se vayan evaluando periódicamente su puesta en marcha, tendremos el indicador más valioso del grado en el que la evaluación haya cumplido su función.

Fuente: http://eldiariodelaeducacion.com/blog/2017/03/29/la-importancia-de-evaluar-la-practica-docente/

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La innovación tecnológica: reto para la educación y formación del estudiante del siglo XXI

Por: Edgar León

La innovación tecnológica: reto para la educación y formación del estudiante del siglo XXI

Actualmente, la educación del Puerto Rico está atravesando un serio problema de crisis fiscal. La crisis económica del país ha sentado las bases para desarrollar una nueva reforma educativa. Así lo confirman un grupo de líderes gubernamentales y magisteriales del país en el foro Retos, controversias y alternativas para una educación de excelencia, celebrado en la Universidad de puerto Rico Recinto de Río Piedras (García, 2015). Éstos señalaron la importancia de evaluar los currículos y programas académicos de la preparación de los maestros, y a su vez, la necesidad de mejorar la integración tecnológica y diversificación al currículo estudiantil. Uno de los principales problemas que atraviesa la educación de nuestro país, es que no está preparando a los ciudadanos del siglo XXI. La educación continúa utilizando las mismas herramientas arcaicas desde el siglo pasado. Díaz (2009), enfatiza en que “la falta de tecnología, apropiación y contenidos en la educación ha dejado rezagada la tan necesitada transformación en la educación.”

El ciudadano del siglo XXI está inmerso en un mundo que gira en torno al contacto social por medio del uso de las herramientas tecnológicas, es por esto, que la tecnología es un recurso indispensable para la educación. Carrillo (2010), indica que “el creciente interés de los jóvenes por la tecnología favorece un aprendizaje sin límites de espacio y tiempo.” Para lograr la adecuada integración tecnológica en la educación, Díaz señala que necesitamos: 1) tener acceso a computadoras y redes de alta velocidad; 2) capacitación sobre tecnología y con tecnología; y 3) acceso a contenidos de alta calidad que pongan en práctica nuevos modelos de aprendizaje para el siglo XXI. Es de conocimiento público que la mayoría de las escuelas del país no cuentan con acceso a internet y mucho menos, de alta velocidad. Además, la mayoría de los planteles carecen de computadoras o cuentan con muy pocas que se limitan a estar en las bibliotecas utilizadas como recursos para realizar asignaciones o proyectos.

Un estudio realizado por la Confederación Española de Centros de Enseñanza (CECE), demostró que un 40% de los profesores no utilizan las herramientas tecnológicas en sus clases por falta de conocimiento (Maido, 2012). Así mismo, señala que “a veces se compran equipos sin analizar las necesidades o que el personal tenga destrezas para usarlos.” Aunque este estudio no se realizó en Puerto Rico, las condiciones de los maestros del país no son diferentes. Los maestros de la isla también carecen de los equipos tecnológicos necesarios para impartir sus clases. Sin embargo, al momento de ser evaluados, se les exige que tengan integración de la tecnología en su planificación.   No obstante, cuando se les ofrece algún adiestramiento para integrar la tecnología en sus aulas no se les provee de las herramientas tecnológicas para realizar sus prácticas e integración a sus clases.

Es necesario destacar la importancia de integrar nuevas metodologías al currículo escolar, y que éstas satisfagan las necesidades del ciudadano del siglo XXI. La Dra. Núñez, en una entrevista para la revista digital Universia-PR, destacó la necesidad de la preparación de los docentes, ya que a éstos, a quienes “les corresponde un papel significativo en la creación del estado de ánimo de la sociedad.” Núñez,  indica que el maestro tiene un rol de líder y de agente de cambio, no tan solo en sus alumnos sino también en la comunidad en la que vive. Sin embargo, señala que hay ciertos “factores que influyen en el proceso de enseñanza-aprendizaje como son: falta de equipo, apoyo institucional, poca confianza en los beneficios obtenidos al incorporar la tecnología y falta de tiempo”, así como la utilización de modelos tradicionales de enseñanza. Según Maido, “el 45.4% de los educadores no utilizan la tecnología e el aula por la falta de formación. Es necesario que el docente esté dispuesto a experimentar con los cambios. Carrillo, indica que es fundamental que el docente genere actividades para los estudiantes que impliquen en uso de la tecnología, hacer búsquedas, procesar información trabajen de forma colaborativa, ya que esto les ayuda a formar su propio conocimiento y a desarrollar el pensamiento crítico, proceso fundamental para el aprendizaje significativo. Núñez, enfatiza en que el educador deber estar en continuo adiestramiento, incorporar las nuevas metodologías y tecnologías necesarias para desarrollar en nuevo ciudadano del siglo XXI.

Lacruz (2000) indica que en las nuevas metodologías, el profesor tiene que tener en cuenta que la tecnología puede sustituir los actuales recursos didácticos y funcionan como aliados “ofreciendo ventajas como la eficacia, eficiencia, interacción, e interactividad.” El autor enfatiza en que los nuevos medios exigen nuevas estrategias didácticas como lo son: inmaterialidad; interconexión; instantaneidad; calidad de imagen y sonido; digitalización; influencia sobre los procesos; nuevo lenguaje expresivo; entre otros. Dichos enfoques están relacionados con las estrategias de aprendizaje que el maestro debe tener en cuenta al momento de planificar: la participación del alumno; trabajo independiente y autónomo; atender las necesidades particulares de cada individuo; debe haber interacción entre los alumnos y con los medios; debe tener valor significativo. Así mismo señala, que estas estrategias “tiene que cambiar la actitud del estudiante, que pasa de ser receptor pasivo a observador, buscador e investigador activo”. También indica que los nuevos medios pueden ser utilizados didácticamente, deben ser alineados con las nuevas concepciones constructivistas del currículo, tales como: estimular al alumno; asegurar la fijación de cada elemento aprendido; llevar el mensaje eficazmente; tener cierta flexibilidad; integrar el medio afectivo, social y cultural a los contenidos; facilitar la práctica educativa y eficaz; entre otros.

Los estudiantes actuales están inmersos en la denominada era digital, están activos diariamente en los videos juegos, chats, mensajerías digitales, en la búsqueda y descarga de música, entre otros. Por tal razón, están adaptados a las obtener las cosas ya listas o preparadas para su consumo o adquisición, lo que ha limitado su originalidad, espontaneidad y creatividad. El uso correcto de las nuevas metodologías y de la tecnología, estimularía el desarrollo característico del estudiante del siglo XXI. Algunas de esas características, según Figueroa (2010), son:

  1. Protagonista de su aprendizaje
  2. Autonomía en el proceso de aprendizaje
  3. Capacidad para dialogar y trabajar en equipo
  4. Capacidad de participación
  5. Motivación y fuerte autoestima
  6. Curiosidad e interés por la investigación
  7. Interés en las nuevas tecnologías de la información y la comunicación
  8. Dominio de las técnicas de estrategias de aprendizaje

En conclusión, para lograr un cambio importante en la educación, el sistema educativo del país debe tener en cuenta la importancia de la integración de las herramientas tecnológicas en todas sus ramificaciones. El desarrollo del ciudadano del siglo XXI debe partir del acceso a la información utilizando las nuevas metodologías y tecnologías. Los maestros deben adiestrarse y capacitarse para integrar los diferentes medios tecnológicos  en sus estrategias didácticas. Además, el sistema educativo debe proveer los recursos necesarios para que tanto el maestro como el estudiante pueda tener acceso a una educación diferenciada, integradora y personalizada, a través de la utilización de los recursos tecnológicos. Finalmente, el gobierno tiene el deber de tener como prioridad la educación del país a través de un sistema que pone énfasis en el estudiante y sus necesidades académicas, para así lograr desarrollar ciudadanos competentes para el siglo XXI.

Referencias

Carrillo, E. (2010). Falta potenciar las nuevas tecnologías en la educación. Universidad de Guadalajara Red Universitaria de Jalisco. Recuperado de http://www.udg.mx/es/noticia/falta-potenciar-las-nuevas-tecnologias-en-la-educacion

Díaz Castillo d., F. (2009). La escuela no está preparando a los ciudadanos de hoy.  Recuperado de htt://www.semana.com/educación/articulo/la-falta-de-tecnologia-apropiacion-contenidos-en-la-educacion-ha-dejado-rezagada-la-tan-necesitada-transformacion/386644-3

Figueroa, W. (2010). Nuestros estudiantes del siglo XXI. Recuperado de http://willyfigueroa.wordpress.com/2010/03/02/nuestros-estudiantes-del-siglo-xxi/

García Lebrón, D. (2015). Retos y alternativas de la educación en Puerto Rico: expertos discutieron estos temas en la UPRRP. Recuperado de http://www.uprrp.edu/?p=2880

Lacruz Alcocer, M. (2000). Educación y Nuevas Tecnologías ante el Siglo XXI. Nuevas Tecnologías y Cambio Escolar. Escuela Universitaria de Magisterio de Ciudad Real: Catilla La Mancha. Recuperado http://bibliotecadigital.tamaulipas.gob.mx/archivos/descargas/31f4b4b3aed809d05eb0dd79dcfc0d6be1528072.pdf.

Maido. (2012). El 40% de los profesores no emplea las TIC por falta de información. Recuperado de htt://noticias.universia.es/vida-universitaria/noticia/2012/03/16/917716/40-profesores-no-emplea-tic-falta-formacion.html

Núñez, A. (2015). El rezago docente, falta de disposición o desconocimiento de nuevas metodologías de enseñanza?  Recuperado de htt://noticias.universia.pr/educion/entrevista/2015/06/12/1126699/rezago-docente-falta-disposicion-desconocimiento-nuevas-metodologias-ensenanza.html

Fuente: https://elsoldelaflorida.com/la-innovacion-tecnologica-reto-para-la-educacion-y-formacion-del-estudiante-del-siglo-xxi/

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Fiesta, educación y ciudad

Por: Jaume Martínez Bonafé

Una escuela implicada en la ciudad toma el curriculum como pre-texto para leer de un modo crítico las prácticas sociales en la ciudad. La ciudad no es sólo una estructura, es fundamentalmente una práctica cultural.

Acabo de sobrevivir a la última fiesta de las Fallas en la ciudad de Valencia. No diré que no sea formidable ocupar la calle, gozar de la música y la gastronomía, disfrutar del ingenio y la creatividad, y bailar alrededor de la hoguera la celebración del inicio de la primavera. La fiesta, toda fiesta, nos convoca a la desinhibición, y nos libera por un rato del tiempo regulado por la producción. Sin embargo, me despierto preocupado de mi última resaca fallera con la pregunta sobre la educación en la ciudad.

Sé que la masificación en la fiesta siempre complica las cosas, pero les cuento un primer escenario. En una gran plaza llena de gente se disfruta de los fuegos artificiales. Al finalizar, se vacía lentamente dejando el suelo repleto de basura. Botellines de plástico, latas de refrescos, bolsas de chucherías varias y, en fin, no me importaría seguir con el listado si sirviera para hacer la vergüenza un poco más vergonzosa todavía. Si quieren un poco de sonido pueden añadir el de las pisadas sobre una enorme alfombra de cortezas de pipas y cacahuetes. Me pregunto, entonces, cómo se vive la ciudad, de quién es la ciudad, cómo nos apropiamos de un espacio y una experiencia urbana y social y la hacemos nuestra. Porque si fuera así, si la ciudad fuera una ciudad vivida, a la que le hemos dado sentido e identidad la propia ciudadanía, entonces haríamos como en nuestra casa, guardar en el bolsillo lo que nos sobra para depositarlo donde corresponda según una educación ecológica y responsable.

Me atrevo a abrir esta reflexión porque no creo que las fallas de Valencia sean un caso aislado. Seguramente ustedes están pensando: “¡Uy! si vinieras a las fiestas de mi pueblo!”. Así que la cuestión a debate, si queremos hacerla un poco más compleja, es por un lado, si esa parte o fragmento del curriculum que en la escuela trata los asuntos de la sostenibilidad y el cuidado de lo común está realmente conectada con nuestras prácticas cotidianas. Y, por el otro lado, si la gestión de la ciudad se muestra como un recurso o servicio público o va más allá y, además de espacio urbano, la ciudad es una posibilidad de encuentro social y cultural del que todos y todas nos hacemos partícipes.

La primera parte de la cuestión interroga a la escuela. Quizá la fiesta sea también un modo de desconectar del aprendizaje escolar si este resulta poco significativo. Una escuela implicada en la ciudad y, por tanto en sus fiestas, toma el curriculum como pre-texto para leer de un modo crítico las prácticas sociales en la ciudad. Eso nos diría Freire, con su propuesta alfabetizadora: aprender a leer con ojos críticos aquello que nos afecta y nos provoca. El escenario que les acabo de narrar sería entonces un texto que interpretar.

La segunda parte interroga a la ciudad, a sus políticas y las pedagogías implícitas en sus políticas. No solamente a las políticas más formales o institucionales. Ciertamente, los ayuntamientos gestionan los servicios, pero también un discurso institucional sobre la ciudad. No es lo mismo decir que cuido la ciudad para ti que decir que cuidamos juntos la ciudad porque es nuestra y juntos la pensamos y decidimos. No es lo mismo saberme cliente en una concepción neoliberal de la ciudad que saberme sujeto protagonista de las decisiones que atañe a mi ciudad. En la primera lógica neoliberal no hace falta mucha educación, pago mis impuestos para que limpies lo que ensucio. En la lógica del sujeto político hace falta una pedagogía política que nos enseñe el valor de lo común, el sentido del cuidado de lo público, la capacidad de decidir sobre lo que a todas y todos nos atañe. El tejido social y asociativo que nutre la ciudad debe pensar igualmente sus pedagogías. Las ONG, asociaciones culturales y festivas, sindicales, etc., tienen en la ciudad una pizarra en la que escribir su didáctica crítica.

La ciudad no es sólo una estructura física, un espacio urbano. Es también y fundamentalmente una práctica cultural en la que se desarrolla nuestra experiencia de lo cotidiano conformando nuestra identidad. “… No hablo de la ciudad sino de aquello en lo que a través de ella nos hemos convertido” decía Rainer-María Rilke, en su Diario Florentino. Así, por una parte la escuela deberá incorporar una mirada algo menos cerrada e instrumental sobre la ciudad, para facilitar su analítica discursiva. Y la ciudad deberá pensarse como texto pedagógico pues cada práctica cultural entre sus calles y plazas produce un potente significado.

Fuente: http://eldiariodelaeducacion.com/blog/2017/03/28/fiesta-educacion-y-ciudad/

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The Culture of Cruelty in Trump’s America

Por: Henry A. Giroux

For the last 40 years, the United States has pursued a ruthless form of neoliberalism that has stripped economic activity from ethical considerations and social costs. One consequence has been the emergence of a culture of cruelty in which the financial elite produce inhuman policies that treat the most vulnerable with contempt, relegating them to zones of social abandonment and forcing them to inhabit a society increasingly indifferent to human suffering. Under the Trump administration, the repressive state and market apparatuses that produced a culture of cruelty in the 19th century have returned with a vengeance, producing new levels of harsh aggression and extreme violence in US society. A culture of cruelty has become the mood of our times — a spectral lack of compassion that hovers over the ruins of democracy.

While there is much talk about the United States tipping over into authoritarianism under the Trump administration, there are few analyses that examine how a culture of cruelty has accompanied this political transition, and the role that culture plays in legitimating a massive degree of powerlessness and human suffering. The culture of cruelty has a long tradition in this country, mostly inhabiting a ghostly presence that is often denied or downplayed in historical accounts. What is new since the 1980s — and especially evident under Donald Trump’s presidency — is that the culture of cruelty has taken on a sharper edge as it has moved to the center of political power, adopting an unapologetic embrace of nativism, xenophobia and white nationalist ideology, as well as an in-your-face form of racist demagoguery. Evidence of such cruelty has long been visible in earlier calls by Republicans to force poor children who get free school lunches to work for their meals. Such policies are particularly cruel at a time when nearly «half of all children live near close to the poverty line.» Other instances include moving people from welfare to workfare without offering training programs or child care, and the cutting of children’s food stamp benefits for 16 million children in 2014.  Another recent example of this culture of cruelty was Rep. Steve King (R-Iowa) tweeting his support for Geert Wilders, a notorious white supremacist and Islamophobic Dutch politician.

To read more articles by Henry A. Giroux and other authors in the Public Intellectual Project, click here.

Focusing on a culture of cruelty as one register of authoritarianism allows us to more deeply understand how bodies and minds are violated and human lives destroyed. It helps us to acknowledge that violence is not an abstraction, but is visceral and, as Brad Evans observes, «should never be studied in an objective and unimpassioned way. It points to a politics of the visceral that cannot be divorced from our ethical and political concerns.» For instance, it highlights how Trump’s proposed budget cuts would reduce funding for programs that provide education, legal assistance and training for thousands of workers in high-hazard industries. As Judy Conti, a federal advocacy coordinator [at the National Employment Law Project] points out, these cuts would result in «more illness, injury and death on the job

Rather than provide a display of moral outrage, interrogating a culture of cruelty offers critics a political and moral lens for thinking through the convergence of power, politics and everyday life. It also offers the promise of unveiling the way in which a nation demoralizes itself by adopting the position that it has no duty to provide safety nets for its citizens or care for their well-being, especially in a time of misfortune. Politically, it highlights how structures of domination bear down on individual bodies, needs, emotions and self-esteem, and how such constraints function to keep people in a state of existential crisis, if not outright despair. Ethically the concept makes visible how unjust a society has become. It helps us think through how life and death converge in ways that fundamentally transform how we understand and imagine the act of living — if not simply surviving — in a society that has lost its moral bearing and sense of social responsibility. Within the last 40 years, a harsh market fundamentalism has deregulated financial capital, imposed misery and humiliation on the poor through welfare cuts, and ushered in a new style of authoritarianism that preys upon and punishes the most vulnerable Americans.

The culture of cruelty has become a primary register of the loss of democracy in the United States. The disintegration of democratic commitments offers a perverse index of a country governed by the rich, big corporations and rapacious banks through a consolidating regime of punishment. It also reinforces the workings of a corporate-driven culture whose airwaves are filled with hate, endless spectacles of violence and an ongoing media assault on young people, the poor, Muslims and undocumented immigrants. Vast numbers of individuals are now considered disposable and are relegated to zones of social and moral abandonment. In the current climate, violence seeps into everyday life while engulfing a carceral system that embraces the death penalty and produces conditions of incarceration that house many prisoners in solitary confinement — a practice medical professionals consider one of the worse forms of torture.

In addition, Americans live in a distinctive historical moment in which the most vital safety nets, social provisions, welfare policies and health care reforms are being undermined or are under threat of elimination by right-wing ideologues in the Trump administration. For instance, Trump’s 2017 budgetary proposals, many of which were drafted by the hyperconservative Heritage Foundation, will create a degree of imposed hardship and misery that defies any sense of human decency and moral responsibility.

Public policy analyst Robert Reich argues that «the theme that unites all of Trump’s [budget] initiatives so far is their unnecessary cruelty.» Reich writes:

His new budget comes down especially hard on the poor — imposing unprecedented cuts in low-income housing, job training, food assistance, legal services, help to distressed rural communities, nutrition for new mothers and their infants, funds to keep poor families warm, even «meals on wheels.» These cuts come at a time when more American families are in poverty than ever before, including 1 in 5 children. Why is Trump doing this? To pay for the biggest hike in military spending since the 1980s. Yet the U.S. already spends more on its military than the next 7 biggest military budgets put together. His plan to repeal and «replace» the Affordable Care Act will cause 14 million Americans to lose their health insurance next year, and 24 million by 2026. Why is Trump doing this? To bestow $600 billion in tax breaks over the decade to wealthy Americans. This windfall comes at a time when the rich have accumulated more wealth than at any time in the nation’s history.

This is a demolition budget that would inflict unprecedented cruelty, misery and hardship on millions of citizens and residents. Trump’s populist rhetoric collapses under the weight of his efforts to make life even worse for the rural poor, who would have $2.6 billion cut from infrastructure investments largely used for water and sewage improvements as well as federal funds used to provide assistance so they can heat their homes. Roughly $6 billion would be cut from a housing budget that benefits 4.5 million low-income households. Other programs on the cutting block include funds to support Habitat for Humanity, the homeless, energy assistance to the poor, legal aid and a number of antipoverty programs. Trump’s mode of governance is no longer modeled on «The Apprentice.» It now takes its cues from «The Walking Dead.»

If Congress embraces Trump’s proposal, poor students would be budgeted out of access to higher education as a result of a $3.9 billion cut from the federal Pell grant program, which provides tuition assistance for low-income students entering college. Federal funds for public schools would be redistributed to privately run charter schools, while vouchers would be available for religious schools. Medical research would suffer and people would die because of the proposed $6 billion cut to the National Institutes of Health.

Trump has also called for the elimination of the National Endowment for the Arts, the National Endowment for the Humanities, the Corporation for Public Broadcasting and the Institute of Museum and Library Services, making clear that his contempt for education, science and the arts is part of an aggressive project to eliminate those institutions and public spheres that extend the capacity of people to be imaginative, think critically and be well-informed.

The $54 billion that Trump seeks to remove from the budgets of 19 agencies designed to help the poor, students, public education, academic research and the arts would instead be used to increase the military budget and build a wall along the Mexican border. The culture of cruelty is on full display here as millions would suffer for the lack of loans, federal aid and basic resources. The winners would be the Departments of Defense, Homeland Security, the private prison industry and the institutions and personnel needed to expand the police state. What Trump has provided in this budget proposal is a blueprint for eliminating the remnants of the welfare state while transforming American society into a «war-obsessed, survival-of-the fittest dystopia

The United States is now on a war footing and has launched a war against undocumented immigrants, Muslims, people of color, young people, the elderly, public education, science, democracy and the planet itself, to say nothing of the provocations unfolding on the world stage.  The moral obscenity and reactionary politics that inform Trump’s budget were summed up by Bernie Sanders: «At a time of massive income and wealth inequality, when 43 million Americans are living in poverty and half of older Americans have no retirement savings, we should not slash programs that senior citizens, children and working people rely on in order to provide a massive increase in spending to the military industrial complex. Trump’s priorities are exactly the opposite of where we should be heading as a nation.»

As more and more people find themselves living in a society in which the quality of life is measured through market-based metrics, such as cost-benefit analyses, it becomes difficult for the public to acknowledge or even understand the cost in human misery and everyday hardship that an increasing number of people have to endure.

A culture of cruelty highlights both how systemic injustices are lived and experienced, and how iniquitous relations of power turn the «American dream» into a dystopian nightmare in which millions of individuals and families are struggling to merely survive. This society has robbed them of a decent life, dignity and hope. I want to pose the crucial question of what a culture of cruelty looks like under a neofascist regime, and in doing so, highlight what I believe are some of its most crucial elements, all of which must be recognized if they are to be open to both criticism and resistance.

First, language is emptied of any sense of ethics and responsibility and begins to operate in the service of violence. This becomes evident as social provisions are cut for programs that help poor people, elderly people, impoverished children and people living with disabilities. This is also evident in the Trump administration’s call to scale back Medicaid and affordable, quality health insurance for millions of Americans.

Second, a survival-of-the-fittest discourse provides a breeding ground for the production of hypermasculine behaviors and hypercompetitiveness, both of which function to create a predatory culture that replaces compassion, sharing and a concern for the other. Under such circumstances, unbridled individualism and competition work to weaken democracy.

Third, references to truth and real consequences are dismissed, and facts give way to «alternative realities» where the distinction between informed assertions and falsehoods disappears. This politics of fabrication is on full display as the Trump administration narrates itself and its relationship to others and the larger world through a fog of misrepresentations and willful ignorance. Even worse, the act of state-sanctioned lying is coupled with the assertion that any critical media outlets and journalists who attempt to hold power accountable are producing «fake news.» Official lying is part of the administration’s infrastructure: The more authority figures lie the less they have to be taken seriously.

Fourth, in a culture of cruelty, the discourse of disposability extends to an increasing number of groups that are considered superfluous, redundant, excess or dangerous. In this discourse, some lives are valued and others are not. In the current moment, undocumented immigrants, Muslim refugees and Black people are targeted as potential criminals, terrorists or racial «others» who threaten the notion of a white Christian nation. Underlying the discourse of disposability is the reemerging prominence of overt white supremacy, as evidenced by an administration that has appointed white nationalists to the highest levers of power in the government and has issued a racist appeal to «law and order.» The ongoing rise of hate crimes should be no surprise in a society that has been unabashedly subjected by Trump and his cohorts to the language of hate, anti-Semitism, sexism and racism. Cultures of cruelty slip easily into both the discourse of racial cleansing and the politics of disposability.

Fifth, ignorance becomes glamorized, enforced through the use of the language of emotion, humiliation and eventually through the machinery of government deception. For example, Donald Trump once stated that he loved «uneducated people.» This did not indicate, of course, a commitment to serve people without a college education — a group that will be particularly disadvantaged under his administration. Instead, it signaled a deep-seated anti-intellectualism and a fear of critical thought itself, as well as the institutions that promote it. Limiting the public’s knowledge now becomes a precondition for cruelty.

Sixth, any form of dependency in the interest of justice and care for the «other» is viewed as a form of weakness, and becomes the object of scorn and disdain. In a culture of cruelty, it is crucial to replace shared values and bonds of trust with the bonds of fear. For the caste of warriors that make up the Trump administration, politics embraces what might be called neoliberalism on steroids, one in which the bonds of solidarity rooted in compassion and underlying the welfare state are assumed to weaken national character by draining resources away from national security and placing too large a tax burden on the rich. In this logic, solidarity equates with dependency, a weak moral character, and is dismissed as anaemic, unreliable and a poor substitute for living in a society that celebrates untrammeled competition, individual responsibility and an all-embracing individualism.

Seventh, cruelty thrives on the language of borders and walls. It replaces the discourse of bridges, generosity and compassion with a politics of divisiveness, alienation, inadequacy and fear. Trump’s call for building a wall on the Mexican border, his endless disparaging of individuals and groups on the basis of their gender, race, religion and ethnicity, and his view of a world composed of the deadly binary of «friends» and «enemies» echo the culture of a past that lost its ethical and political moorings and ended up combining the metrics of efficiency with the building of concentration camps.

Eighth, all cultures of cruelty view violence as a sacred means for addressing social problems and mediating relationships; hence, the criminalization of homelessness, poverty, mental illness, drug addiction, surviving domestic violence, reproductive choice and more.  The centrality of oppressive violence in the United States is not new, of course; it is entrenched in the country’s origins. Under Trump this violence has been embraced, openly and without apology, as an organizing principle of society. This acceleration of the reality and spectacle of violence under the Trump administration is evident, in part, in his call for increasing an already-inflated military budget by $54 billion. It is also evident in his efforts to create multiple zones of social abandonment and social death for the most vulnerable in society.

Ninth, cultures of cruelty despise democracy and work incessantly to make the word disappear from officially mandated state language. One example of this took place when Trump opted not to utter the word democracy in either his inaugural address or in his first speech to Congress. Trump’s hatred of democracy and the formative cultures that sustain it was on full display when he and his top aides referred to the critical media as the enemy of the American people and as an «opposition party.» A free press is fundamental to a society that takes seriously the idea that no democracy can exist without informed citizens. Trump has turned this rule on its head, displaying a disdain not only for a press willing to pursue the truth and hold politicians and corporations accountable, but also for those public spheres and institutions that make such a press possible. Under these circumstances, it is important to remember Hannah Arendt’s warning: «What makes it possible for a totalitarian or any other dictatorship to rule is that people are not informed … and a people that no longer can believe anything cannot make up its mind. It is deprived not only of its capacity to act but also its capacity to think and to judge.»

Tenth, all fascist regimes disparage, dismantle and destroy institutions, such as public and higher education and other public spheres where people can learn how to think critically and act responsibly. Evidence of an act of war against public spheres that are critical, self-reflective and concerned with the social good is visible in the appointment of billionaires, generals and ideological fundamentalists to cabinet positions running public agencies that many of them have vowed to destroy. What does it mean when an individual, such as Betsy DeVos, is picked to head the Department of Education even though she has worked endlessly in the past to destroy public education? How else to explain Trump appointing Scott Pruitt to head the Environmental Protection Agency, even though he does not believe that climate change is affected by human-produced carbon dioxide emissions and has spent most of his career actively opposing the authority of the EPA? At stake here is more than a culture of incompetency. This is a willful assault on public goods and the common good.

Eleventh, cultures of cruelty thrive when shared fears replace shared responsibilities. Under such conditions, an ever-expanding number of people are reduced to the status of a potential «terrorist» or «criminal,» watched constantly, and humiliated under the watchful eye of a surveillance state that inhabits practically every public and private space.

Twelfth, cultures of cruelty dispose of all vestiges of the welfare state, forcing millions to fend for themselves. Loneliness, powerlessness and uncertainty — fueled by the collapse of the public into the private — create the conditions for viewing those who receive much needed social provisions as cheaters, moochers or much worse. Under the Republican Party extremists in power, the welfare state is the enemy of the free market and is viewed as a drain on the coffers of the rich. There are no public rights in this discourse, only entitlements for the privileged, and rhetoric that promotes the moral superiority and unimpeachable character of the wealthy. The viciousness of these attacks is driven by the absolute idolatry of power of wealth, strength and unaccountable military might.

Thirteenth, massive inequalities in power, wealth and income mean time will become a burden for most Americans, who will be struggling merely to make ends meet and survive. Cruelty thrives in a society in which there seem to be only individual problems, as opposed to socially-produced problems, and it is hard to do the work of uniting against socially-produced problems under oppressive time constraints. Under such circumstances, solidarity is difficult to practice, which makes it easier for the ruling elite to use their power to engage in the relentless process of asset-stripping and the stripping of human dignity. Authoritarian regimes feed off the loyalty of those who benefit from the concentration of wealth, power and income as well as those who live in stultifying ignorance of their own oppression. Under global capitalism, the ultrarich are celebrated as the new heroes of late modernity, while their wealth and power are showcased as a measure of their innate skills, knowledge and superiority. Such spectacles function to infantilize both the general public and politics itself.

Fourteenth, under the Trump administration, the exercise of cruelty is emboldened through the stultifying vocabulary of ultranationalism, militarism and American exceptionalism that will be used to fuel further wars abroad and at home. Militarism and exceptionalism constitute the petri dish for a kind of punishment creep, in which «law and order» becomes code for the continued rise of the punishing state and the expansion of the prison-industrial complex. It also serves to legitimate a war culture that surrounds the world with military bases and promotes «democracy» through a war machine. It turns already-oppressive local police departments into SWAT teams and impoverished cities into war zones. In such a culture of cruelty, language is emptied of any meaning, freedom evaporates, human misery proliferates, and the distinction between the truth and lies disappears and the governance collapses into a sordid species of lawlessness, emboldening random acts of vigilantism and violence.

Fifteenth, mainstream media outlets are now a subsidiary of corporate control. Almost all of the dominant cultural apparatuses extending from print, audio and screen cultures are controlled by a handful of corporations. The concentration of the mainstream media in few hands constitutes a disimagination machine that wages a pedagogical war on almost any critical notion of politics that seeks to produce the conditions needed to enable more people to think and act critically. The overriding purpose of the corporate-controlled media is to drive audiences to advertisers, increase ratings and profits, legitimate the toxic spectacles and values of casino capitalism, and reproduce a toxic pedagogical fog that depoliticizes and infantilizes. Lost here are those public spaces in which the civic and radical imagination enables individuals to identify the larger historical, social, political and economic forces that bear down on their lives. The rules of commerce now dictate the meaning of what it means to be educated. Yet, spaces that promote a social imaginary and civic literacy are fundamental to a democracy if the young and old alike are to develop the knowledge, skills and values central to democratic forms of education, engagement and agency.

Underlying this form of neoliberal authoritarianism and its attendant culture of cruelty is a powerfully oppressive ideology that insists that the only unit of agency that matters is the isolated individual. Hence, mutual trust and shared visions of equality, freedom and justice give way to fears and self-blame reinforced by the neoliberal notion that individuals are solely responsible for their political, economic and social misfortunes. Consequently, a hardening of the culture is buttressed by the force of state-sanctioned cultural apparatuses that enshrine privatization in the discourse of self-reliance, unchecked self-interest, untrammeled individualism and deep distrust of anything remotely called the common good. Once again, freedom of choice becomes code for defining responsibility solely as an individual task, reinforced by a shameful appeal to character.

Many liberal critics and progressives argue that choice absent constraints feeds the rise of Ayn Rand’s ideology of rabid individualism and unchecked greed. But they are only partly right. What they miss in this neofascist moment is that the systemic cruelty and moral irresponsibility at the heart of neoliberalism make Ayn Rand’s vicious framework look tame. Rand’s world has been surpassed by a ruling class of financial elites that embody not the old-style greed of Gordon Gekko in the film Wall Street, but the inhumane and destructive avarice of Patrick Bateman in American Psycho. The notion that saving money by reducing the taxes of the rich justifies eliminating health care for 24 million people is just one example of how this culture of cruelty and hardening of the culture will play out.

Under the Trump administration, a growing element of scorn is developing toward the increasing number of human beings caught in the web of oppression, marginalization, misfortune, suffering and deprivation. This scorn is fueled by a right-wing spin machine that endlessly spews out a toxic rhetoric in which all Muslims are defined as «jihadists;» the homeless are cast as «lazy» rather than as victims of oppressive structures, failed institutions and misfortune; Black people are cast as «criminals» and subjected en masse to the destructive criminal punishment system; and the public sphere is portrayed as largely for white people.

The culture of hardness and cruelty is not new to American society, but the current administration aims to deploy it in ways that sap the strength of social relations, moral compassion and collective action, offering in their place a mode of governance that promotes a pageant of suffering and violence. There will, no doubt, be an acceleration of acts of violence under the Trump administration, and the conditions for eliminating this new stage of state violence will mean not only understanding the roots of neofascism in the United States, but also eliminating the economic, political and cultural forces that have produced it. Addressing those forces means more than getting rid of Trump. We must eliminate a more pervasive irrationality in which democracy is equated with unbridled capitalism — a system driven almost exclusively by financial interests and beholden to two political parties that are hardwired to produce and reproduce neoliberal violence.

*Fuente: http://www.truth-out.org/opinion/item/39925-the-culture-of-cruelty-in-trump-s-america

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Los problemas de Salud Mental en la Población Escolar: Asignatura Pendiente.

Por: Saray Marqués. 

¿Qué pasa cuando tras ese alumno disruptivo hay algo más? ¿Es la conexión entre lo educativo y lo sanitario la adecuada? ¿Cómo afecta a niños y adolescentes el estigma?

De repente, el profesor se pone en contacto con el orientador: “Mírame a este niño a ver qué le pasa”. Necesita etiquetas. Cree que detrás de los problemas conductuales, de esa caída inesperada del rendimiento, puede haber algo más… ¿Quizá un TDAH?

“Tenemos un problema”: Las cifras

El doctor en Psicología y Ciencias de la Salud Javier Urra menciona entre las señales de alarma “el niño que está siempre solo, que no recibe llamadas, que se pasa el día en su cuarto con su ordenador, que ha dicho en alguna ocasión: ‘El mundo sabrá de mí’, que genera, desde el silencio, mucho rencor…”. “Eso es un ‘Tenemos un problema’, ese chaval está en riesgo”.

Y dentro de esos problemas está el TDAH, pero el énfasis que se ha puesto en este hace olvidar, para Urra, muchos otros trastornos. Hay niños hiperactivos, pero también psicóticos, psicopáticos, con depresión, con trastorno límite de la personalidad, con ideas autolíticas, con trastornos de la alimentación, con pensamientos inusitados y extraños, con personalidades obsesivas, con trastornos del vínculo… Y el aula es un buen observatorio para captarlo, “sobre todo si se rompe con el tabú que suele acompañar a la enfermedad mental y si se deja de creer que tras esa sensación de que algo no funciona solo hay un problema de conducta”. En su guía Primeros auxilios emocionales para niños y adolescentes (La esfera de los libros, 2017) Urra cifra en un 20% los niños y adolescentes que llegan a presentar algún tipo de trastorno psicopatológico. Además, sitúa en 68% el porcentaje de adolescentes con depresión que no recibe tratamiento.

Son cifras que comparte el presidente de Salud Mental España, Nel González Zapico, que añade que la mitad de los trastornos mentales se dan antes de los 18 años. También el catedrático del Departamento de Personalidad, Evaluación y Tratamientos Psicológicos de la Universidad de Barcelona, Antonio Andrés Pueyo, que cita a la Asociación de Psiquiatría Americana, según la cual aproximadamente una cuarta parte de los niños y adolescentes ha tenido un trastorno mental en el último año antes de la evaluación y un tercio tendrá algún trastorno a lo largo de su vida como menores. “La mayoría serán trastornos de ansiedad, y los siguientes problemas son los trastornos de conducta, los afectivos y los derivados del abuso de drogas”.

El consultor en educación Christopher Clouder, ligado a la pedagogía Waldorf, aludía en una reciente ponencia en Madrid sobre el valor de las artes en la escuela a la preocupante situación en el Reino Unido, donde tres niños por aula tienen un diagnóstico de trastorno mental, uno de cada 10 sufrirá un trastorno antes de sus 21 cumpleaños, la hospitalización por autolesiones y trastornos de la alimentación se ha duplicado en tres años, el índice de depresión se ha multiplicado por seis y la edad media de sufrirla, que en 1960 era de 45 años, hoy se sitúa en los 14.

Sin llegar a estos extremos, Ana Cobos, orientadora y presidenta de la confederación Copoe, explica que hace 15 años tenía como máximo un caso (en un centro de unos 500 alumnos) que requiriera un informe de evaluación psicopedagógica para derivar a salud mental a través del pediatra y en coordinación con la familia. El último curso firmó cuatro informes de este tipo.

¿Las causas? 

“¿Qué estamos haciendo como sociedad para que los niños estén sufriendo así? ¿Qué es una escuela?”, se preguntaba Clouder, que cuestionaba que esta esté satisfaciendo las necesidades de los estudiantes de ser creativos, espontáneos, asumir riesgos, descubrir su capacidad innata de aprender, experimentar o asombrarse y llamaba a incorporar un currículo rico en artes en los centros escolares.

¿Está el currículo, los estándares de aprendizaje, detrás de la mayor incidencia, o más temprana, de determinados trastornos? Sería aventurado afirmarlo, pero Ana Cobos abunda en la idea de que “ver a los niños de 12 años seis horas y media en el instituto, desde las 8.00, es antinatural”, un modelo frente al que plantea grupos más reducidos, jornadas partidas o no tan extensas o una vuelta de tuerca al sistema tradicional, para que los alumnos aprendan competencias para la vida a través de actividades prácticas que entronquen con las emociones. Ha conocido algún caso aislado de chicos y chicas con fobia escolar que no han podido incorporarse al instituto pero, sin llegar a tal patología, considera que en ocasiones para un alumno instituto es sinónimo de hastío, ansiedad o amargura, “y tendemos a olvidar lo que nos genera esas sensaciones y a repetir lo que nos genera placer, como la emoción que provoca aprender si se logra atrapar el interés”.

También para el psicólogo educativo Antonio Labanda habría que romper de una vez por todas con la idea de la enseñanza como mera transmisión de conocimientos y optar por una individualización cada vez mayor, por dejarle autonomía al alumno para experimentar, por la introducción de adaptaciones metodológicas: “Hay alumnos que requieren que se les deje un tiempo, otros que no plasmarán bien lo que saben en un modelo de examen escrito, otros a los que se les resistirá si es oral…”.

No se puede decir que un colegio o un instituto sean un caldo de cultivo para el trastorno mental, pero sí que en ocasiones se transforman en un terreno hostil si se padece. Que se acerquen los exámenes puede incrementar enormemente la ansiedad para estas personas, pero hay más. Para el orientador del IES Juan de la Cierva de Madrid, Chema Salguero, el centro educativo debería ejercer de “colchón” en que se sienten bien, pero no siempre es así. Enumera el problema que supone, por ejemplo, tener un trastorno alimenticio y que en el instituto proliferen los motes, que se asocie un TDAH con vaguería o se confunda una depresión con absentismo.

Las raíces, sin embargo, son más profundas, van más allá de la institución escolar. Entre los factores de riesgo, las tendencias que deberíamos revisar, apunta Javier Urra, la sublimación de la infancia, la falsa creencia de que los niños tienen que ser felices por el hecho de serlo. También, el hecho de que se tienda a acortar cada vez más la infancia y a alargar la adolescencia. “Si minimizáramos los problemas sociales tendríamos menos psicopatología social. Vivimos en sociedades muy estresadas y estresantes, saturadas de información, pero en que la gente no sabe estar en soledad, compartir, mirarse a los ojos”, expone.

Ana Cobos añade la falta de límites en la niñez: “Si estos fallan, cuando estos niños crecen no saben comportarse, carecen de unas pautas claras. Estamos viendo adolescentes desatados en una sociedad desorientada, y no sabemos qué ha sido antes, si la falta de pautas educativas o el trastorno”.

Muchos problemas relacionados con la salud mental aparecen en la adolescencia, apunta Salguero, porque es una etapa más social, pero en realidad ya estaban ahí: “El grupo de iguales es más importante, hay más actividades juntos, ya no es solo el cumpleaños, y es donde esas dificultades dan la cara”. En otras ocasiones, es la propia familia la que prefiere que no se sepa salvo que sea necesario. Salguero, que además de orientador, jefe de estudios y profesor de FPB en el instituto es profesor asociado en la Facultad de Educación de la Complutense, analiza: “Nos ocurre con adultos, en la facultad tenemos una unidad de atención a la diversidad para personas que necesitan todo tipo de apoyos: traducciones, apuntes en Braille… pero con los casos de salud mental lo común es que no se diga. Igual sucede con los niños y adolescentes: Hay familias que no nos dicen que sus hijos han tenido un brote psicótico o problemas de esquizofrenia o que se están medicando. Casos de ataques epilépticos que nos han revelado in extremis, la víspera de una excursión de varios días”.

Detrás está, en muchos casos, el miedo al estigma, o a que se sugiera un cambio de centro, a que se inicie un peregrinaje de uno a otro que marque una trayectoria de fracaso escolar, “porque en un problema de salud mental el cambio de centro es llevar en la mochila tu problema a otro sitio, con eso no se arregla la situación”, razona Labanda.

Las reivindicaciones

Al estigma se suma muchas veces la falta de formación e información, la carencia de recursos humanos, la saturación de los servicios de salud mental, donde el seguimiento suele ser una vez al mes, la comunicación no tan fluida entre esta y el colegio o el instituto, la escasez de plazas en los centros de escolarización combinada (en las que lo terapéutico convive con lo académico, el último recurso y que siempre se pretende que sea transitorio, previo a la vuelta al aula ordinaria)… Las distintas personas consultadas vinculadas a la salud mental infanto-juvenil repiten casi como una coletilla: “Es una asignatura pendiente”.

Lo es para Javier Urra: “Creo que la sanidad en España es una de las dos mejores del mundo, pero para salud mental está un poquito por debajo y en infanto-juvenil podemos mejorar mucho”. También para Pueyo, aunque él lo achaca no a que no sea prioridad para las autoridades sanitarias o a educativas sino a que “los avances y desarrollos científico-técnicos no son tan evidentes como en otros campos. Los conocimientos disponibles de esta problemática nos limitan, como muestra por ejemplo el debate entre los partidarios y los reacios a aceptar la existencia del TDAH. Los propios especialistas están muy divididos”.

Para González Zapico, estamos a años luz de países como Australia o Canadá, Holanda o Dinamarca, como muestra el hecho de que la especialidad de psiquiatría infanto-juvenil, a punto de ver la luz, desapareciera con el último decreto de troncalidad.

También en la formación inicial de los docentes detecta Cobos fallos, pues considera que deberían incluirse una especie de primeros auxilios para estos casos, “un conocimiento básico, saber qué hacer cuando un alumno entra en una situación de bloqueo, con la mirada hacia abajo, cuando no basta un “Vamos, vamos”, porque no te escucha”.

Otra vieja reclamación de COPOE es que todo orientador u orientadora, para serlo, y precisamente por esa potestad que tiene de derivar a salud mental, cuente con formación en Psicología, Pedagogía o Psicopedagogía. A día de hoy basta con un Grado y el máster de formación del profesorado, “con lo que tenemos licenciados en Historia, Sociología o Ingeniería con máster que están diagnosticando TDAH o Altas Capacidades”, explica Cobos.

La pregunta de Salguero cuando le preguntamos sobre salud mental en las aulas, “¿en el alumnado o en el profesorado?”, esconde una realidad detrás de profesionales sobrepasados, en el terreno de la orientación pero no solo. Si en Finlandia la ratio es de un orientador para 250 alumnos (la pauta de la UNESCO, también), en nuestro país estamos en uno para cada 750. En su centro perdieron el profesor técnico de servicios a la comunidad (más de una vez el trastorno mental va acompañado de problemas socioeconómicos, el centro trabaja en coordinación con salud mental y servicios sociales) y dedican 16 horas semanales entre una compañera (a media jornada) y él para 1.700 chicos y chicas. Entre ellos, chicos y chicas en que se detectan trastornos incipientes, como la adicción a internet (el 21% de quienes no han cumplido los 18 años están en riesgo de sufrirla), que llegan al instituto sin dormir, tras una quedada para jugar on line, o chicos y chicas que fueron niños y niñas sin pautas y que hoy practican la violencia filio-parental, describe Cobos.

Para ella, el mecanismo está listo para detectar estos y otros problemas graves, pero falta conciencia. A veces se olvida el gran cambio que puede suponer atajarlos a tiempo, o que el enfermo no es un sujeto pasivo, sino que puede poner de su parte para armarse de valor y salir de determinados trastornos o adicciones.

Falta, también, que se hable de ello. Es lo que pretende hacer el programa #Descubre. No bloquees tu salud mental, con el que Salud Mental España prevé, en su tercera edición, llegar a 10.000 alumnos de todo el país con testimonios de personas con un trastorno mental que tuvo su debut por un origen tóxico. Pero este tipo de iniciativas puntuales no parecen bastar.

Fuente: http://eldiariodelaeducacion.com/blog/2017/03/16/los-problemas-de-salud-mental-en-la-poblacion-escolar-asignatura-pendiente/

Fotografía: Teresa Rodríguez

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