La universidad ha sido, y lo es cada vez más, una estructura de exclusión y privatización, según la autora
Lucía Egaña
Periódico Diagonal
Como otras 20.000 personas más, hace menos de dos meses defendí mi tesis doctoral. En un breve plazo de tiempo, el reino de España ha producido más doctores que nunca en la historia de su academia, hoy en vías de reforma con el Plan Bolonia. Ante las “nuevas” lógicas mercantiles de la universidad, los “viejos” programas de doctorado han sido sometidos a una inminente clausura, arrastrando con ello la desaparición forzada de su alumnado. A esto se le ha llamado “extinción”.
Y en esta categoría “extinta”, como si de animales raros o pequeños dinosaurios enquistados en la academia se tratara, nos encontramos hoy unas 20.000 personas que hemos tenido que salir del paso para abrir terreno a la velocidad. Así ha sido que la universidad española ha tenido que deshacerse de este excedente de doctoras que representaban un modo de producción académica basada en la lentitud y la baja productividad, según criterios mercantiles.
En este contexto de desaparición forzada, había que hacer aquello que nunca tuvimos tiempo para hacer, desplazado por incontables motivos, las emergencias cotidianas y el pluriempleo: la tesis. Algunas de aquellas personas que teníamos pendiente la redacción del manuscrito nos caracterizábamos por no haber tenido becas de doctorado, por trabajar en muchas cosas y ninguna a la vez, en general personas con más de 35 años, muchas migrantes, viviendo en pisos compartidos. Personas que –ante currículos heterogéneos, por decirlo de forma elegante– quedábamos descalificadas de la mayoría de las becas doctorales o postdoctorales, y con ello, fuera de los canales oficiales de la trayectoria académica.
Por otro lado, al doctorarnos, también quedábamos fuera del mercado laboral tradicional, una suerte de “pringadas sobrecualificadas” con estudios superiores, pero demasiado heterogéneas. Como escribió la poeta tortillera valeria flores: “Demasiado intelectual para el activismo, demasiado activista para la academia, demasiado feminista para la poesía, demasiado radical para la pedagogía, demasiado política para ser maestra, demasiado disidente para la política de la identidad, demasiado tortillera para ser maestra, demasiado maestra para la jerarquía del saber, demasiado tímida para la oratoria política, demasiado provinciana para la capital, demasiado prosexo para un feminismo que aún teme hablar de sexo, demasiado teórica para ser trabajadora”.
La universidad ha sido, y lo es cada vez más, una estructura de exclusión y privatización. Plantea formas para trazar trayectorias profesionales que requieren mucho tiempo o dinero, y una dedicación poco compatible con las vivencias de precariedad que definitivamente impiden dedicarse a una sola cosa a la vez. Muchas de las personas que han acabado la tesis ahora son profesoras asociadas, ese espacio académico en el que la promesa de futuro es lo que mantiene con vida un trabajo infravalorado a la vez que altamente rentabilizado por la institución.
Máquina de las miserias
La universidad, entonces, es una máquina que se alimenta de las miserias de las asociadas. Como indica Elena Fraj, profesora asociada en el Departamento de Diseño e Imagen de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de Barcelona, en la universidad se conjugan un sistema neoliberal (competitividad y medición de la producción del conocimiento desde criterios exclusivamente de mercado) con uno feudal (relaciones de poder entre miembros del campo académico). En esta encrucijada, el 80% del profesorado precario son mujeres, mientras que el 80% que tiene contrato son hombres. ¿Y cuántas son migrantes, cuántas negras, cuántas feministas, cuántas lesbianas, cuántas trans? Las activistas que hemos podido llegar al punto de acabar una tesis, con toda la presión que esto significa, muy difícilmente podremos optar a espacios de poder, o como mínimo, a espacios laborales estables. Pero ¿alguna vez deseamos formar parte de los espacios de poder?
Estas preguntas emergen de los espacios en blanco que crea la intersección entre precariedad, exclusión y activismo feminista y sexo-disidente. Mi historia para llegar a ser doctora es parte de una experiencia común –y de una condición– invisibilizada entre procesos protocolares institucionales, plazos ministeriales y un nuevo modelo de capitalización y privatización que reduce la financiación pública y aumenta el coste de las tasas por crédito al alumnado.
Me apunté al programa de doctorado en 2006, hace diez años, para alargar mi visado de estudiante. Sumo privilegio aquel de poder acceder a la universidad como espacio de “legalización” de una misma en un contexto migratorio que busca extinguir tus posibilidades de permanencia. No todas han podido hacerlo. Por otro lado, mi sobrecualificación se conjuga con un vivir con menos de lo que se considera un sueldo mínimo en este país. Un conflicto de clase entroncado en las incongruencias propias de la precariedad ilustrada de la que formo parte.
Quiero reivindicar la experiencia de las activistas feministas y sexo-disidentes que, con mucho esfuerzo, han terminado el proceso del doctorado desde un lugar extraño, porque la academia es incómoda para muchas, pero especialmente para las que nos sentimos “fuera”, aunque se nos premie con pequeños reconocimientos y logros, como permitirte acabar una tesis doctoral en condiciones de autoexplotación.
¿Qué significa ser feminista, transfeminista, disidente sexual y además pobre, migrante en el contexto del reino de España? Son condiciones que te obligan a olvidar el “cuarto propio”, buscándolo en bibliotecas públicas, o, como diría Gloria Anzaldúa, haciéndote escribir en el autobús, en la fila del paro, en el trabajo durante la comida, entre el dormir y el estar despierta.
Muchos discursos y vivencias están presentes, aunque invisibles, en los procesos de redacción de una tesis buscando agujerear los protocolos académicos. Conozco a muchas compañeras que han querido torcer el lenguaje, contaminar el canon, retribuir al feminismo la constante discriminación académica y, sobre todo, a la invisibilización de la experiencia activista dentro de esta esfera.
Las bolleras, las transfeministas, las disidentes sexuales que no logran separar la vida del activismo ni de una investigación regulada por los procesos institucionales y vetustos de una academia en descomposición, no buscan, en primera instancia, ser parte de esta estructura. Se trata, más bien, de ir dejando las marcas de algunos procesos marginales, sacarlos de su lugar invisible, del pie de página, de ser ese bicho incómodo al que no pueden matar. Y así aspirar, de forma utópica y colectiva, a una tenue politización de los pactos con la institución, a contaminar sus registros acostumbrados a la propia recursividad. Hacer que esa casa pierda los papeles y facilitar un cambio de roles para que cada vez sea más evidente que la universidad es ese lugar incómodo e inadecuado que habitualmente significamos nosotras.
Fuente del artículo: https://www.diagonalperiodico.net/saberes/30006-demasiado-feministas-para-la-academia.html