Por: Graziella Pogolotti
Cuando nace una criatura, sus rasgos son borrosos. Todos la contemplan, deseosos de reconocer en ella las huellas de un parecido. En su desarrollo, la ciencia ha demostrado que somos portadores de cierto determinismo genético. Sin embargo, la impronta definitiva en términos de hábitos, expectativas y valores habrá de imponerse a través de la vida.
Porque lo hemos engendrado, el bebé que dormita en la cuna es nuestra hechura. Habrá de serlo mucho más en el delicado proceso de construcción de su subjetividad, porque la responsabilidad no se limita tan solo a afrontar sus necesidades materiales básicas. La siembra más profunda, aquella que nos acompaña a lo largo de la existencia y nos capacita para afrontar desafíos, desgarramientos y para hacernos de un destino propio, se produce en el fértil terreno de los valores espirituales.
Bajo el aplastante calor veraniego, en medio de los apremios laborales y domésticos, se impone encontrar un instante para meditar acerca del presente y el futuro de nuestros hijos, porque el mañana se nos viene encima en el día que transcurre. De manera natural, en la criatura que traemos al mundo con plena responsabilidad, estamos colocando nuestros sueños. Aspiramos a reconocer en ellos lo mejor de nosotros y buscamos también en la realización personal de cada uno el logro de todo aquello que no pudimos alcanzar en términos de bienestar, y sobre todo, quisiéramos que encontraran la clave de la felicidad. El desafío se acrecienta cuando la sociedad, nuestro referente inmediato, se transforma rápidamente por la acción simultánea de numerosos factores económicos, sociales y tecnológicos.
En contextos cambiantes, cuando muchos valores parecen tambalearse, cuando las vías de escape se manifiestan en la aparición de adicciones destructivas y los comportamientos al margen de la legalidad proponen caminos peligrosos, hay que defender, desde las edades más tempranas, el espacio sagrado hecho de diálogo y calores de intimidad. La realidad virtual nunca podrá sustituir el apoyo y consuelo de la palabra, el contacto reconfortante de una mano en el hombro en los instantes de angustia y de incertidumbre. La protección ante las trampas que ofrece la vida consiste en formar hombres y mujeres de bien, capaces de autorregularse. La continuidad en el vínculo cercano permite detectar en la difícil etapa de tránsito de la pubertad y la adolescencia las primeras anomalías en gestos y actitudes, síntomas de la aparición de fenómenos indeseados.
Tan rápido se desliza el tiempo, que los crecidos en el periodo especial han devenido hombres y mujeres actuantes en la vida. Los hijos del nuevo milenio avanzan hacia la pubertad y la juventud, edades siempre complejas en lo sicológico, en las que comienzan a definirse los horizontes del porvenir. Para las generaciones que les precedieron, tuvo peso significativo la posibilidad de acceder, independientemente del origen social, a los más altos niveles de educación. Los padres asistían orgullosos a la graduación del primer universitario de la familia. Ahora, los apremios son otros. Prevalece la necesidad de ingresar desde temprano a empleos mejor remunerados. Palpable en la vida cotidiana, la tendencia se refleja en el descarte de la opción de proseguir estudios en los institutos preuniversitarios.
El problema traspasa el ámbito familiar para convertirse en cuestión que atañe el presente y el futuro de la sociedad. Algunos –los conozco– se apresuran en vincularse a un trabajo remunerado para afrontar necesidades objetivas propias y de sus familias. Otros vacilan por insuficiente información. En este sentido, la orientación profesional tiene que ser más precisa, abarcadora e incluyente para abrir horizontes desde la escuela y a través de los medios de comunicación.
Además, habrá que considerar en algún programa de desarrollo vías de rescate y recalificación.
Nuestros hijos son también hijos de su época. En medida diversa, según las particularidades individuales, ambos factores intervienen en la formación de la personalidad y de los sueños que acompañan nuestras vidas. De ese modo, se constituye el perfil generacional. Portadores de historias de vida que consolidaron un hacer y un pensar, los adultos también conservamos rasgos generacionales. Atravesamos etapas de cambios en las que arraigaron convicciones y conductas.
Entonces, enjuiciamos con frecuencia a nuestros mayores y fuimos enjuiciados por ellos. Reconocer las razones de las diferencias es un primer paso para viabilizar un diálogo imprescindible, liberado de paternalismo y de intolerancia. En ese camino de encuentro, no podemos andar solos, validos apenas de nuestros sentimientos, de nuestra inteligencia y de nuestra perspicacia para observar el entorno inmediato. A escala social, lo visible, con frecuencia impactante, enmascara realidades más profundas y contradictorias. Ciertas tendencias de la moda nos resultan perturbadoras. La aglomeración de jóvenes en el ocio nocturno de las noches capitalinas sugiere preguntas inquietantes. En ese contexto, las diferencias en las posibilidades de ingreso se tornan más palpables. Sobre esas impresiones surgidas de una realidad parcial concreta se derivan generalizaciones abstractas que conforman juicios acerca de la juventud de ahora. Tras los rasgos generacionales comunes se oculta una multiplicidad derivada de la especificidad de factores ambientales, urbanos y rurales, asentados asimismo en las disparidades de origen de una sociedad cada vez menos homogénea.
Para encontrar la verdad en el complejo territorio sumergido en lo no visible, el auxilio de las ciencias sociales resulta imprescindible en la formulación de las preguntas adecuadas y en el trabajo de campo destinado a tomar el pulso de la realidad palpitante en su mayor cercanía a la base de la pirámide. Sabido es que existen investigadores dedicados a esa tarea. Pero los resultados se socializan de manera insuficiente y con tardanza. Debidamente empleados, pueden constituirse en herramientas al servicio de acciones transformadoras eficaces, ofrecen información para intervenir en la solución de problemas de orden objetivo y en aquellos otros nada desdeñables relacionados con el delicadísimo tema de la subjetividad humana. Pueden iluminar problemas económicos, sociales, y deben ser tenidos en cuenta en el diseño de las políticas de nuestros medios de comunicación. El periodismo renovador al que aspiramos tendrá que contar con ese instrumental.
Fuente: http://www.granma.cu/opinion/2017-07-23/nuestros-hijos-23-07-2017-21-07-48