Opinión | Lo más antipedagógico del mundo

Por: Andrés García Barrios

 

Obligar a un estudiante a leer poesía es lo más antipedagógico del mundo, sólo superado por la obligación de disfrutarla, lo cual ya es una locura.

 

¿Quieres adelantarte a tu tiempo? Escucha a los jóvenes.

Mañana en la mañana tengo una cita importante: voy a ir a charlar sobre poesía con alumnos del Bachillerato Internacional del TEC de Monterrey. Su profesora de Literatura me ha comentado que algunos están interesados en platicar con un poeta acerca de cómo éste lleva a cabo su labor.

¿Cuál labor? me pregunto en este momento, ¿qué es lo que hace un poeta? Tratando de responder tan enorme pregunta, hurgo aquí y allá en mi acervo mental y por respuesta sólo se impone en mi memoria la conversación que tuve esta mañana con mi hijo. Se trata de algo que al parecer no tiene que ver con el tema y sin embargo me permitirá, si bien no decir lo que es poesía, al menos decir lo que no lo es. Dado lo misterioso del género literario, eso puede ser un gran avance.

Mi hijo y yo salimos hoy de casa rumbo a la escuela, y él reparó en un montón de basura que había en el camellón de enfrente. Con desagrado me llamó la atención sobre él. Para mí, la atmósfera de nuestra conversación se llenó de remordimiento: ¿qué hacemos nosotros, nuestra familia, para contribuir al bienestar de la comunidad, de la humanidad, del planeta?  Empezaba a sumirme en la vergüenza, cuando se me vino a la cabeza, como inspirada, una idea:

─ ¡Fíjate! ─le dije─, los seres humanos tenemos que elegir día a día la forma en que vamos a contribuir al bienestar de la naturaleza y de nuestra comunidad. Hace una semana tú y tu mamá recogieron un par de gatitas bebés que estaban abandonadas en la calle, y que muy probablemente habrían muerto de no darles socorro. Las resguardamos, las alimentamos, las llevamos al doctor, las medicamos, una de ellas requirió una operación de hernia…  y ahora, ésta sigue en casa ─a pesar de que ya tenemos una perra y dos gatos adultos─ y a la otra ya le conseguimos un hogar con personas que la cuidarán con muchísimo cariño. Todo esto no ha sido ni será del todo fácil, así que por el momento nos obliga a dejar de lado labores como ir al camellón a limpiar basura. ¿Tú qué crees que es más importante, recoger a las gatitas o levantar la basura?

─ Las gatitas ─comentó él de inmediato.
─ Yo pienso lo mismo.
─ ¿Pero por qué no hacemos las dos cosas? ─insistió.
─ Ese es el punto: tal vez tú puedas hacerlo, pero yo no: no tengo tiempo, tengo muchas ocupaciones, las cuales, entre otras cosas, me permiten ganar dinero, por ejemplo para mantener viva a nuestra nueva gatita. Si quisiera también recoger la basura tendría que dejar de hacer algunas de esas cosas.

Mi hijo respondió con uno de sus temas preferidos.

─ Si yo fuera presidente, prohibiría los videojuegos para que los niños siempre tuvieran tiempo de adoptar gatitas y levantar la basura.

Sentí que mi hijo estaba inspirado… y yo, igual.

─ ¡Eso es exactamente lo que hace un político! ─exclamé─: descubrir las necesidades de una comunidad, decidir cuáles de ellas son prioritarias y establecer leyes para que se atiendan.
─ Y eliminar a las personas que rompan esas leyes ─dijo él, como si nada.
─ Eso es lo que hace un tirano ─afirmé.
─ Un político tirano, un politirano ─concluyó.

Una vez que lo dejé en la escuela y me quedé solo, seguí inmerso en lo que para mí eran inspiradas intuiciones: cuando una comunidad no puede organizarse de manera legal para asumir prioridades y hacer que las cosas marchen según ciertos acuerdos, la única alternativa al sistema tiránico ─que desprecia todo tipo de acuerdos─ es un sistema de corrupción como el que ha imperado en nuestro país históricamente, es decir, una especie de autogobierno de la población en el que algunos de los acuerdos se efectúan sólo entre personas (son acuerdos privados, no públicos), y a través de ellos se sobrellevan algunas necesidades prioritarias que las leyes todavía no resuelven de forma eficaz. La tranza política, la mordida policial y judicial, el fraude… todas son medidas con las cuales funciona una sociedad todavía inmadura, que ciertamente resuelve sus necesidades de manera irresponsable pero que prefiere eso a invocar a un padre tiránico, a un dictador que ponga orden.

Ya dirán mis lectores qué valor tienen éstas que yo llamo “mis intuiciones”. Lo cierto es que para mí fueron conclusiones brillantes, y lo digo sin envanecerme porque a mí mismo me resultaron verdaderas sorpresas, respuestas que no andaba buscando, ideas que parecían presentarse sin ser invocadas, como si tuvieran vida propia, como si pertenecieran a un ámbito de inspiración.

Sin embargo, si algo tengo claro es que ninguna de ellas deriva de eso que llamamos “inspiración poética”.

Creo que la diferencia principal es que la aparición de esas intuiciones intelectuales, aunque súbita y no buscada, resuelve incógnitas también intelectuales. Es decir, son conclusiones razonables, y como tales, cuando aparecen, se tiene la clara impresión de que empujan hacia adelante, de que en nuestros razonamientos se produce un avance. Sin embargo, quizás lo más importante de todo esto es que no se necesita que tengamos claras las preguntas a las que esas conclusiones responden. De hecho, en el momento en que surgen, esas respuestas son como resortes que hacen aparecer también las preguntas que las detonaron. Nosotros nos podemos estar preguntando algo conscientemente, y sin embargo la intuición nos revelará la pregunta que de verdad nos estamos haciendo. Por un instante, todo en nuestro pensamiento adquiere dirección, y ésta parece tener un final: sentimos (o pensamos, o creemos) que al fondo del camino hay una verdad (por cierto, este tipo de intuiciones intelectuales son las que se supone que brincan de pronto en el género literario del ensayo; de ahí que algunos escritores digan: “Escribo para saber lo que he estado pensando”).

La poesía es así, pura intuición, pero no intelectual: con ella no nos ubicamos en una sola dirección, sino en muchas, en todas. Se pierde dirección y se cobra sentido. Digo esto y se me viene a la cabeza algo que me ocurrió hace unos días, con una amiga. Mientras comíamos, surgió el tema de la poesía y ella me explicó que era un género que definitivamente no apreciaba (su gesto fue más bien de “la aborrezco”). “Y es que ─me dijo─ los poetas eluden el decir lo que quieren decir, el expresar abierta y directamente lo que piensan”. Nuestra plática tuvo que desviarse porque en ese momento llegó otra amiga a la que estábamos esperando. Más tarde, caminábamos los tres juntos por las calles de Coyoacán, en la Ciudad de México, cuando la primera amiga ─la intelectual, la razonable, la que no entiende ni aprecia la poesía─ se detuvo bruscamente y en una especie de epifanía, exclamó con toda la parsimonia de su carácter:

─ ¡Ya vieron que este auto se despintó sobre la banqueta!

¿A qué se refería? Sobre el cemento, a nuestros pies, había aquí y allá manchas de pintura azul, ya secas, justo a la altura donde estaba estacionado un auto de ese mismo color. Para entender aquella exclamación sólo había dos posibilidades: preguntarle a mi amiga de qué estaba hablando y aceptarlo con un esfuerzo de imaginación (sin que nadie lo viera, el auto había aventado chorros de pintura en la acera), o sumarse al mismo mecanismo que se había disparado dentro de ella al decirlo: la inspiración poética. A mí, a quien una que otra vez me asaltan estas “ocurrencias”, la del auto y las manchas de inmediato me pareció hermosa. Y me reveló lo que ya está claro: mi amiga ama la poesía (aunque no haya ejercitado el oficio de leerla ni de escribirla).

¿Me voy acercando un poco a describir qué es la poesía y qué hace un poeta?

*

Abusando de mis lectores, abro esta breve nota para explicar lo siguiente: si ya he dicho que la diferencia entre intuición intelectual y poesía es la misma que entre dirección y sentido, quisiera ahora añadir dónde veo yo la diferencia entre poesía y espiritualidad. Es tan breve mi nota, que dudo que me permita explicarme, pero no quiero dejar de aprovechar que el punto viene al caso, para intentarlo.

Es de alguna forma muy simple: mientras que la poesía nos enseña el sentido de la vida (y por ello resulta la más sublime pedagoga), en la espiritualidad ese sentido se amplía a toda nuestra existencia. Lo repito: la poesía nos enseña el sentido de la vida; la espiritualidad, el de la existencia. Obviamente, para quien no hay diferencia entre nuestra vida y nuestra existencia, tampoco lo habrá entre espiritualidad y poesía.

*

Continúo este texto un día después de escribir los párrafos anteriores, habiendo ya charlado con estudiantes de la Prepa TEC. Trataré de recordar algo de lo que dijimos. Una de las alumnas me preguntó si yo creía que para escribir poesía es necesario leer muchos poemas. Contesté que no, que la poesía (como una vez me dijo un sabio sacerdote acerca de Dios) no pone trabas a quien quiere acercársele. Ciertamente, leer muchos poemas puede, por una parte, sensibilizarnos a un tipo específico de expresión, y por otra, puede darnos experiencia para saber más o menos como abordar la lectura de un poema. Conté al grupo que hace muchos años, al empezar a leer a Rainer María Rilke, impresionado por la común idea de que fue el mejor poeta del siglo XX, pensé también que su escritura sería difícil de penetrar y que implicaría un gran esfuerzo. Cuando años después logré por fin “entrar” en sus versos, me di cuenta de que en realidad eran muy sencillos y de que aquellos esfuerzos míos solo habían servido para tensarme e impedirme la relajada experiencia de comprenderlos.

Ni leer ni escribir poesía pueden surgir de una obligación. Obligar a un estudiante a leer poesía es casi lo más antipedagógico del mundo, sólo superado por la obligación de disfrutarla, lo cual ya es una locura (como obligar a alguien a creer en Dios).

Otro estudiante me preguntó si yo creía que es necesario conocer la época en que vivió un poeta para entender su obra. Yo le dije que en realidad ese conocimiento sirve para deshacernos de prejuicios. Toda época tiene sus estilos de escritura. Si los leemos ahora, algunos quizás nos parezcan viejos, añejos, y ello puede impedirnos percibir la poesía que hay debajo de ellos. Conocer un poco de esa época y esos estilos, tal vez nos ayude a hacerlos a un lado, es decir, a despejar lo que nos aleja del poeta. Y quizás descubramos que detrás de un estilo que parece muerto, hay un ser vivo que habla aún.

Otra de las estudiantes trajo a colación el tema de la rima y la métrica, y su desaparición en casi toda la poesía contemporánea. Respondí con unas ideas que ya había esbozado en una charla anterior, con jóvenes de otra generación. Y es que no es la primera vez que la maestra Ileana Reyes ─Directora del departamento de Español y Literatura de la Prepa TEC de Metepec─ me invita a charlar con sus estudiantes. Hace un par de años, durante la pandemia, lo hizo también. En ese entonces, el encuentro fue por Zoom, y toqué también el tema de la rima y la métrica. Para ya no extenderme más en este texto, rescribo a continuación algunas de las breves notas en las que basé mis comentarios. Espero que su sintaxis no resulte demasiado árida.

Son las siguientes:

  • Desde siempre, el arte ha estado ligado al entretenimiento. Quienes niegan que el arte deba ser siempre divertido, fingen.
  • Emparentados con el arte, los rituales deben ser emocionantes, amenos. Lo mismo que las pinturas y la música de las iglesias.
  • En épocas y lugares en que la gente no tenía acceso a música en sus casas, escuchar a alguien tocar la vihuela o cantar bellamente podía ser todo un espectáculo. Lo mismo pasaba cuando alguien podía adquirir o dibujar un buen retrato o un paisaje, y colgarlo en su casa: resultaba algo sorprendente e inusitado. De igual forma, oír a una persona decir cosas o contar historias con rima y métrica, habrá sido un gran entretenimiento.
  • Con la era industrial, conforme la tecnología electrónica avanzaba, la gente iba teniendo más acceso al arte, incluso en su propia casa. Llegó la fotografía, luego el fonógrafo, la radio, el cine, la tele… Las copias abarataron el precio del arte y su comercio se extendió. Con la aparición de la foto, la pintura temió caer en desuso, y los artistas reaccionaron pintando la realidad tal como no era. Las canciones del fonógrafo y la radio empezaron a competir con la poesía declamada, y en este caso los escritores respondieron primero exacerbando la sonoridad de rimas y métricas (como en el caso del poeta nicaragüense Rubén Darío), y después despojando a sus textos de ellas para limitarse a plasmar la idea y la imagen en ritmos y sonidos más libres.
  • Es así como la poesía se dividió drásticamente en dos: poesía popular (asociada con las canciones rimadas y la cada vez más extendida y barata tecnología) y poesía culta, que se apreciaba sobre todo en libros.
  • Algunos poetas de los llamados “cultos” llevaron sus textos a niveles de una ilegibilidad y un aburrimiento extremos (por lo menos para los no cultos). En 1957, el humorista Jorge Llopis, en su libro Las mil peores poesías de la lengua castellana, se burló de ellos en un poema titulado Amor (poema de esos tan modernos que no se sabe lo que quieren decir), donde exclama:

Yo te canto a la sombra de este glauco
despertar de teoremas y cimborrios,
como el volar del híspido enfisema,
como el raudo esplendor de las mantisas,
como el inane fraude del peciolo
que, sudando vigilias incoherentes,
ondula el profiláctico cacumen…

  • Sea como sea ─y a pesar de todas las vicisitudes que pueda atravesar en las distintas épocas─, la poesía siempre será de todos y para todos, ya sea cantada o leída, en voz baja o en altavoz.

Quiero, por último, dedicar este artículo a las alumnas y alumnos de las generaciones 2019-2022 y 2021-2024 del Bachillerato Internacional del TEC, sede Metepec. Ellas y ellos, como la vida en la canción de Violeta Parra, me han dado tanto…

Fuente de la información e imagen:  https://observatorio.tec.mx

 

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