Un sistema educativo paralizado que clama por un cambio

España / 26 de agosto de 2018 / Autor: Olga R. Sanmartin / Fuente: El Mundo

ESPAÑA TRAS UNA DÉCADA DE CRISIS

Cuando los alumnos taiwaneses bajaron su rendimiento en lectura, las autoridades pusieron a docentes en paro a darles clases particulares fuera del horario escolar. Los críos aparcaron las consolas y los móviles para dedicarse a leer toda la tarde y mejoraron sus resultados. En Castilla y León también los colegios públicos llevan tiempo abriendo sus puertas todo el mes de julio para que los estudiantes con asignaturas pendientes puedan aprobar en septiembre. Los que han ido bien durante el año pueden relajarse y pasarse el verano en la piscina. Para el resto no hay otra alternativa que echarle codos, con la supervisión de un profesor.

La medida, impensable en otros lugares de España, es una de las claves que ha permitido a esta autonomía situarse en el informe PISA por encima de Finlandia y Corea del Sur. Pero no es la única. También influye que la sociedad castellano-leonesa siga considerando la escuela como el principal motor de ascenso social. Al profesor se le respeta y también se le exige, algo que ya no es lo habitual.

Diez años después del comienzo de la crisis, los indicadores internacionales muestran que España -salvo excepciones- se ha instalado en la parálisis educativa. Los alumnos de 10 años son mejores en Lectura, Matemáticas y Ciencias que hace una década, pero siguen por debajo de la media de la OCDE en los informes PIRLSTIMSS. En PISA los resultados de los estudiantes de 15 años son similares a los que se registraban en 2000 y nuestros chicos llevan, de media, dos cursos académicos de retraso respecto a los de Singapur. Uno de cada tres son repetidores. Un universitario español tiene el mismo nivel que un bachiller holandés. Y existen diferencias abismales entre comunidades autónomas.

«De conformidad con las evidencias internacionales, estamos estancados en la mediocridad, lo cual es una forma de retroceso en un contexto dinámico como el actual, donde las exigencias son cada vez mayores. Quien no avanza retrocede», advierte Francisco López Rupérez, director de la Cátedra de Políticas Educativas de la Universidad Camilo José Cela.

El diagnóstico de los expertos respecto a la educación superior es parecido. Se han producido avances, pero existe un amplio margen de mejora. La crisis impuso unas restricciones que obligaron a subir el precio de las matrículas y provocaron que los alumnos se pusieran las pilas y obtuvieran mejores resultados. Los campus también tuvieron que ingeniárselas para ser más eficientes y sacar dinero de debajo de las piedras y han progresado en rendimiento docente e investigador. El boom mediático de los ránkings ha obligado a los rectores a espabilar. Pero seguimos teniendo muy pocas universidades en el top 100 (aunque nuestras escuelas de negocios sean las mejores del mundo) y toda la comunidad educativa coincide en que el sistema es tan «rígido» que «no nos permite competir» en igualdad de condiciones con otros países.

«Las normas nos han puesto un corsé que nos hace imposible atraer y retener el talento. A nuestros profesores les ofrecen mejores posibilidades en países como Reino Unido que no podemos compensar económicamente. Los recortes no han sido sólo una cuestión de dinero, sino de la posibilidad que crear una estructura, y eso ha hecho mucho daño a la universidad», lamenta Margarita Arboix, rectora de la Universidad Autónoma de Barcelona, que admite que «quizá no estamos sabiendo dar a los jóvenes lo que les puede interesar». El 18% de quienes tienen entre 18 y 24 años no continúa los estudios más allá de la ESO, un porcentaje que duplica la media europea. España es uno de los países con mayor abandono escolar temprano.

«Estamos en un momento histórico desde el punto de vista del conocimiento, porque la revolución digital va a cambiar los modelos de enseñanza, las competencias y las profesiones. Es imposible que la educación siga siendo como hasta ahora. Las universidades se dan cuenta de que no pueden hacer lo que tienen que hacer, con plantillas envejecidas y laboratorios con instalaciones que no se renuevan desde hace años. O gestionamos esto o nos quedamos atrás», manifiesta Francesc Solé, vicepresidente de la Fundación Conocimiento y Desarrollo.

En octubre del año pasado se cumplieron 10 años desde la implantación en España del llamado proceso de Bolonia, un acuerdo entre varios países para facilitar el intercambio de titulados en la UE y adaptar el contenido de los estudios universitarios a las demandas sociales, mejorando su calidad y competitividad con una mayor transparencia. Los grados sustituyeron a las antiguas licenciaturas y se impulsaron los másteres y doctorados. Una década después, la universidad española sólo atrae a un 3% de alumnos extranjeros, sigue sin haber una buena conexión entre lo que estudian los alumnos y lo que reclama el mercado de trabajo y hay más de 80 campus repartidos por España en los que prácticamente se enseña lo mismo. Y de la misma forma.

«La universidad ha vivido con gran tensión el cambio originado a partir de la mala interpretación de Bolonia», explica José Saturnino Martínez García, profesor de Sociología de la Universidad de La Laguna. «Se modificó la didáctica universitaria desde arriba y a coste cero, con un sistema diseñado para pocos estudiantes a los que se les puede hacer un seguimiento individualizado, pero con muchas titulaciones con aulas de 100 estudiantes. Ha mejorado la permanencia del alumnado, lo que puede ser debido a que se acorta la evaluación o se simplifica en tests y en pequeños trabajos, facilitando así el aprobado. La autonomía de la universidad y del profesorado para diseñar planes de estudios y docencia se ha visto comprometida por un exceso de control externo y de burocracia absurda», añade el autor de La equidad y la educación.

De aquellos primeros años del plan Bolonia han venido males que han quedado en evidencia con los escándalos de los títulos de Cristina Cifuentes y Pablo Casado o los plagios del rector Fernando Suárez. Servidumbres, enchufes, clientelismo, endogamia, dependencia del poder autonómico y un sistema burocrático complejo que, paradójicamente, deja escapar los fallos. La Universidad Rey Juan Carlos se ha convertido en el paradigma de todos estos vicios. La corrupción no es generalizada, pero ha disparado la desafección hacia una institución que, hasta ahora, era tan sagrada como la Judicatura.

Durante la crisis se ha roto, además, ese contrato social por el que los jóvenes creían que, si estudiaban y se esforzaban, podrían llegar a vivir igual o mejor que sus mayores. La tasa de paro juvenil roza el 35%, según la última EPA, y hay todavía más de un millón de ninis. La mitad de los que tienen un máster admite que el título no le sirvió para lograr un empleo, ni para mantenerlo, ni para mejorar en su puesto. De entre los que trabajan, el 27% gana menos de 1.000 euros (los ingresos de algunos profesores no son mucho mayores) y el 30% está empleado en puestos por debajo de su cualificación.

«La generación mejor preparada de la Historia, que más idiomas habla y que mejor se mueve por el mundo es la que tiene más problemas para acceder al mercado laboral», dice Segundo Píriz, rector de la Universidad de Extremadura, que añade: «No podemos seguir haciendo las cosas como hace un siglo».

Todos los expertos coinciden en que el sistema debe acometer un cambio profundo, un proceso de «regeneración educativa» en el que no necesariamente se invierta más, sino mejor, en el que las instituciones educativas tengan una mayor «flexibilidad» y «autonomía» para diseñar sus políticas junto a una mayor rendición de cuentas, sin estar al albur de los vaivenes de la política. Justo lo que no hacemos.

Mientras en TaiwánSingapur, Finlandia o Portugal las autoridades educativas diseñan planes en sintonía con los nuevos tiempos, aquí seguimos jugando a la yenka de las leyes educativas. El fiasco de la Lomce va a dar paso a una vuelta a la LOE, con un debate nuevamente centrado en la Religión y en la concertada, dos cuestiones que nada tienen que ver con lo estrictamente educativo. La calidad del sistema depende del valor de sus profesores, pero este asunto se elude de forma sistemática porque ningún gobernante quiere meterse en líos. De igual forma se evita la reforma universitaria. Hay muy poca fe en que el nuevo ministro, el astronauta Pedro Duque, vaya a ser capaz de enfrentarse a esas fuerzas paralizadoras que piensan más en conservar su statu quo que en apostar por un modelo productivo en el que la educación sea lo prioritario. Es muy significativo que la educación no aparezca entre las cinco cuestiones de Estado que Sánchezquiere negociar con Casado.

Antonio Cabrales, catedrático en el Departamento de Economía de la University College London, propone, para empezar, poner en marcha «medidas para seleccionar y retener a los mejores en el profesorado, a todos los niveles». Se trataría de «poder contratar a personas de reconocido prestigio españolas y no españolas y también facilitar la movilidad de los docentes entre las distintas universidades», según Píriz.

López Rupérez insiste en alcanzar un pacto que «consiga estabilizar la arquitectura del sistema educativo», junto a una «modernización» en la carrera docente y en el currículo, aunque reconoce que «existe un gran despiste por la ausencia de liderazgo de las instituciones respecto de la innovación, que se hace de forma intuitiva, sin evaluar el impacto». «Hay que reforzar habilidades cognitivas como el sentido crítico, la capacidad de análisis o los hábitos de reflexión. Y desarrollar las habilidades no cognitivas y la educación del carácter a través de saberes clásicos de corte humanístico».

Solé reclama, por su parte, la ayuda de los empresarios para facilitar la empleabilidad de los jóvenes. Un ejemplo son los nuevos «pregrados» que comienzan el curso que viene en la Universidad Autónoma de Barcelona, programas muy específicos de sólo 18 meses de duración que se abren y se cierran en función de las necesidades del mercado laboral y que son diseñados de forma conjunta con los empleadores. La idea es tan revolucionaria como poner a los profesores de la escuela pública a dar clases en julio. «Hay que abrirse a lo que está ocurriendo fuera sin complejos y sin ataduras. Si no somos flexibles otros nos pasarán por delante», avisa Arboix.

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