Por Andrea Giráldez
Estaba con mis notas para escribir este artículo cuando vi un breve post de Diego Ojedapublicado en educ@contic: Lo que no entra en el examen. Desde otra perspectiva, el post se relacionaba con aquello sobre lo que había estado pensando en los últimos días: la (in)utilidad de lo que se enseña en las escuelas y en las universidades, el exceso de contenidos y la escasa consideración del impacto real que aquello puede tener en las vidas de los estudiantes.
He hablado de este tema con cientos de profesores, y siempre que lo hago una inmensa mayoría dice enseñar lo que enseña porque lo pone el currículo, ese documento al que algunos llaman “el temario”, que “hay que cumplir”. Cuando lo mencionan, suelo hacer algunas preguntas muy simples:
- ¿Cómo se “cumple” el currículo?
- ¿Todos los profesores interpretan lo mismo cuando leen el currículo de su materia? Si es así, ¿cómo explicamos tanta diversidad de contenidos y enfoques metodológicos en las aulas?
- ¿Quién creéis que cumple más con lo que establece el currículo: el profesor que sigue un libro de texto, el que tiene una programación estricta que hay que terminar sí o sí, el que trabaja por proyectos (y por tanto hace una selección de contenidos) o el que crea una programación con propuestas a la medida de sus alumnas y alumnos?
En la conversación suelen surgir muchos temas interesantes que nos sirven para pensar en por qué hacemos lo que hacemos y por qué enseñamos lo que enseñamos.
Recuerdo, por ejemplo, a aquel profesor convencido de que debía incluir a 12 filósofos en la programación para evitar que sus estudiantes saliesen del Bachillerato con lagunas importantes en sus conocimientos. Lo curioso es que en la misma conversación había colegas de distintas comunidades, lo que nos permitió descubrir que la cantidad de filósofos varía de una comunidad a otra: en alguna son 8, en otras 12, en otras aún más.
¿Cómo se explica esto? ¿Significa que el estudiante que vive en la comunidad en la que “solo” se exige estudiar a 8 filósofos estará peor preparado? Y, más aún, ¿se trata de aprender sobre filósofos o de hacer filosofía en el aula? ¿Qué es lo que va a tener más impacto en los alumnos? ¿Qué va a despertar en ellos el interés?
Porque convengamos que si uno de los grandes propósitos de la educación es el de formar a alumnas y alumnas capaces de seguir aprendiendo a lo largo de la vida, es indispensable “encender la llama” para que quieran seguir aprendiendo por sí mismos,y esa llama no se enciende con más contenidos, sino con propuestas capaces de despertar un interés genuino y de emocionar. Después de todo, como dice Francisco Mora: “Sin emoción no hay curiosidad, no hay atención, no hay aprendizaje”.
¿Qué hace pensar a algunos docentes que tienen que enseñar muchas cosas; que la cantidad vale más que la calidad?
Cantidad versus calidad
¿Qué hace pensar a algunos docentes que tienen que enseñar muchas cosas; que la cantidad vale más que la calidad? ¿Por qué parecen convencidos (cuando no obsesionados) de la importancia de terminar “el programa”, un programa que la mayoría de las veces ellos mismos han creado? Desconozco las razones, pero puesta a elegir entre un programa interminable que lleva al rechazo y al olvido y otro más razonable, siempre he preferido optar por este último y hacerme dos preguntas muy sencillas:
- ¿Para qué le podría servir al alumno esto que intento enseñarle?
- ¿Cómo puedo hacer para que el proceso de aprendizaje resulte más interesante y significativo?
Más valen unos pocos temas que dejen con ganas de seguir aprendiendo que un currículo abultado de cosas absurdas que se olvidarán en cuanto pase el examen
Y claro, hacerse esas dos preguntas ayuda, y mucho, a reducir el tamaño de las programaciones, a seleccionar y a buscar lo que de verdad importa, lo que no solo logrará despertar la curiosidad y emocionar, sino que permitirá sentar las bases para nuevos aprendizajes.
Ahora bien, una vez encontradas las respuestas hay que tener la convicción de que estamos haciendo lo mejor por nuestros alumnos, de que más valen unos pocos temas que dejen con ganas de seguir aprendiendo que un currículo abultado de cosas absurdas que se olvidarán en cuanto pase el examen, y hay que tener la valentía de no conformarse con la respuesta fácil, esa que hecha balones fuera y culpa al currículo, al inspector o a los libros.
Hace unos días, nuestro colega Toni Solano hacía una pregunta provocadora en las redes:
¿Y si en vez de dar 15 unidades didácticas, que olvidarán antes de que acabe el verano, hicieses con ellos 5 tareas que nunca olvidasen…?
Yo no tenía duda en la respuesta, puesta a elegir hubiese optado por las cinco tareas. Pero lo interesante no era pensar en mi respuesta, sino seguir los comentarios de muchos profesores. He aquí una pequeña muestra:
- ¡Bravo!
- No lo verán mis ojos
- Bucear… en lugar de hacer la plancha para llegar con los “temas”
- Experimentando es como se aprende, pero entonces dejas de crear robots
- ¡Qué motivadora resulta una propuesta en apariencia tan sencilla!
- Yo lo he hecho. Un año duré en el colegio J Con 6 unidades, pero olvidarse no se han olvidado.
- Cada vez más convencida: en educación muchas veces, menos es más.
- Con horas de 50 minutos, dividiendo por asignaturas, con aulas masificadas y sin biblioteca de aula ni conexión a Internet, con el uso prohibido de dispositivos móviles en el aula y teniendo que evaluar en función de cuando caiga la Semana Santa es, cuando menos, un reto interesante.
Y fijaros lo que decía, en una de las respuestas, José Manuel López Blay: Pasado mañana presentaré en Ontniyent una ponencia sobre el Centro de Colaboración pedagógica de Segorbe, una experiencia pionera de formación permanente del magisterio, puesta en marcha por el Ministerio de Instrucción Pública durante la II República Española. Una vez al mes, maestros y maestras de la zona de Segorbe-Viver se reunían con el inspector para debatir y reflexionar colectivamente sobre sus prácticas.
El 9 de mayo de 1935, el maestro de Gátova, Jesús Alonso, dio una charla sobre la necesaria conciliación de las dos escuelas (la tradicional y la moderna) y señaló como una de las innovaciones que deberían introducirse en las escuelas de entonces la de enseñar poco pero bien. Ya ves, Antonio, 80 años después a veces siguen escandalizándonos aquellas palabras. ¡Maldita noche de piedra que segó tantos sueños!
Enseñar poco pero bien, enseñar poco pero con sentido, enseñar poco pero con la convicción de que ese poco que enseñamos vale mucho, muchísimo más que un programa abultado de contenidos descontextualizados, de información que puede encontrarse a golpe de clic, de conceptos que intentan enseñarse al margen de la experiencia.
Ahora que queda poco menos de un mes de clase, ¿renunciarías a las últimas unidades didácticas por una tarea inolvidable para tus alumnas y alumnos? ¿Te atreverías a olvidarte de lo que va a entrar en el examen (ese examen que tu mismo vas a diseñar) y a hablar de lo que sucede a nuestro alrededor, de lo que verdad importa y nos conecta con la vida, aún a sabiendas de que eso no entrará en un examen? De ti depende
Fuente: http://www.educaciontrespuntocero.com/opinion/la-vida-no-examen-andrea-giraldez/36659.html