Claudio Katz
Las características del subimperialismo fueron estudiadas por Marini en su exposición de la teoría de la dependencia. Ese concepto suscitó controversias en la década del 70 y ha sido reconsiderado en los últimos años. ¿Tiene relevancia y utilidad?
FUNDAMENTOS Y OBJECIONES
Marini asignó al subimperialismo una dimensión económica, otra geopolítico-militar y aplicó ambos significados al caso brasileño.
En el primer terreno observó que las inversiones extranjeras habían aumentado la capacidad de producción, generando excedentes invendibles en el mercado interno. Destacó que las empresas multinacionales promovían la colocación de esos sobrantes en los países vecinos y utilizó el nuevo término para describir esa acción compensatoria (Marini, 2008: 151-164).
El subimperialismo retrataba la conversión de una economía latinoamericana dependiente en exportadora de mercancías y capitales. Las firmas contrarrestaban la estrechez del mercado local con ventas en el radio circundante. Esa incursión externa desbordaba la esfera industrial e incluía a las finanzas (Marini, 2007: 54-73).
Marini reformuló una tesis expuesta por Luxemburg a principios del siglo XX. Ese enfoque ilustraba cómo las principales economías europeas afrontaban la adversidad de sus estrechos mercados internos. Señalaba que las potencias contrarrestaban esa limitación con políticas imperialistas de expansión hacia las colonias (Luxemburg, 1968: 158-190).
El teórico de la dependencia retomó esa idea de una salida externa para los desequilibrios de sub-consumo. Pero ubicó el fenómeno en economías de menor porte y le atribuyó una escala más acotada (Marini, 1973: 99-100).
Marini vinculó el segundo sentido del subimperialismo al protagonismo geopolítico de Brasil. Señaló que el principal país de Sudamérica actuaba fuera de sus fronteras con métodos prusianos, para cumplir con un doble papel de gendarme anticomunista y potencia regional autónoma.
Presentó ese rol como un rasgo complementario y funcional de la expansión económica. Destacó que los gobiernos brasileños actuaban en sintonía con el Pentágono siguiendo las reglas de la guerra fría.
El subimperialismo implicaba un perfil represivo pero no meramente subordinado a los dictados del Norte. Las clases dominantes buscaban su propia preeminencia, para garantizar los intereses de las corporaciones instaladas en el país (Marini, 2007: 54-73).
Marini subrayó esta combinación de dependencia, coordinación y autonomía de Brasil, en el período de convulsiones abierto por la revolución cubana. Presentó al subimperialismo como un instrumento de los opresores para sofocar la amenaza revolucionaria. Señaló que operaba en una época signada por disyuntivas entre dos modelos antagónicos: el socialismo y el fascismo.
Otra exponente de la misma teoría ratificó esa caracterización, destacando que el principal propósito de la acción subimperial era impedir la gestación de un escenario pos-capitalista a escala regional (Bambirra, 1986: 177-179).
Pero el concepto fue objetado dentro del campo marxista. Los pensadores próximos a la ortodoxia comunista cuestionaron la revisión de las tesis leninistas y el desconocimiento del rol dominante de las finanzas.
Rechazaron la existencia de un poder subimperial en Brasil, destacando su incompatibilidad con el sometimiento del país a las potencias del Primer Mundo (Fernández; Ocampo, 1974). Los críticos percibieron que Marini tomaba distancia de los viejos diagnósticos sobre el imperialismo y descalificaron esa reconsideración sin evaluar sus fundamentos.
También Cardoso impugnó el nuevo concepto. Cuestionó la consistencia del subimperialismo y señaló que Marini sobrevaloraba las crisis de realización (Martins, 2011: 233-236).
Otro tipo de observaciones planteó un importante teórico marxista que convergió con el dependentismo. No invalidó el subimperialismo, pero sí su aplicación a Brasil. Estimó que, por su elevada subordinación a Estados Unidos, el país sudamericano no alcanzaba ese estatus (Cueva, 2012: 200).
También el principal colega de Marini mantuvo reservas frente a la nueva categoría. Señaló que planteaba un desarrollo posible, pero dudó de su concreción. Observó que un estatus subimperial generaría conflictos indeseados de las clases dominantes con el poder norteamericano (Dos Santos, 1978: 446-447).
EVALUACIÓN DE UN CONCEPTO
Marini replanteó la teoría clásica del imperialismo asimilando distintas actualizaciones. Una reevaluación remarcaba la nueva hegemonía militar de Estados Unidos (Sweezy-Magdoff) y otra subrayaba la atenuación de las confrontaciones bélicas junto al agravamiento de las disputas económicas (Mandel).
El teórico brasileño absorbió esas ideas, junto a la caracterización de un imperialismo colectivo apadrinado por el Pentágono, para gestionar el creciente entrelazamiento internacional del capital (Amin) (Katz, 2011: 33-49).
No sólo fusionó varios elementos de esas miradas (Munck, 1981). También retomó las tesis de otro pensador que subrayaba el nuevo accionar conjunto de las potencias, en desmedro de las viejas contradicciones inter-imperialistas (Thalheimer, 1946).
Bajo esas influencias Marini habló de una novedosa «cooperación hegemónica» entre los centros. Añadió a ese esquema el papel de los países intermedios. Describió la conexión de las potencias subimperiales con los dominadores del planeta.
Su enfoque resaltó el rol de los nuevos centros intermedios de acumulación en la pirámide imperial de posguerra. El análisis de esos países fue su principal objeto de estudio.
Denominó subimperialismo a las semiperiferias estudiadas por la Teoría del Sistema Mundial (Dos Santos, 2009). Indagó la legalidad específica de esas formaciones en la dinámica global (Marini, 2013: 24-26).
El pensador brasileño optó por el término subimperialismo en polémica con otra denominación (satélite privilegiado), que sobrevaloraba la incidencia geopolítica del fenómeno, en desmedro de su impacto económico. La misma objeción formuló contra otra calificación (potencia mediana), que omitía el papel de las empresas multinacionales (Marini, 1991: 31-32).
Con mayor énfasis rechazó la presentación de Brasil como una potencia imperialista. Descartó, además, clasificar al país en el casillero de los imperialismos menores de posguerra (Suiza, Bélgica u Holanda).
Marini situó en el status subimperial a las economías dependientes intermedias, que mantenían relaciones singulares con el imperialismo central. Frente a la errónea identificación del prefijo «sub» con la subordinación a mandatos ajenos, precisó que esa conexión implicaba una combinación del sometimiento con asociación y autonomía.
Señaló que el subimperialismo involucraba a economías en proceso de industrialización, sujetas a los turbulentos efectos del ciclo dependiente. Este modelo fue posteriormente teorizado como un patrón de reproducción de ciertos países subdesarrollados (Osorio, 2012).
En el terreno geopolítico estimó que la acción subimperial implicaba cursos expansionistas, amoldados a la hegemonía mundial de Estados Unidos. Subrayó el papel de los liderazgos regionales asociados a la supremacía del imperialismo norteamericano.
Marini vinculó también la vigencia del subimperialismo al tipo de predominio prevaleciente en la cúspide de las clases dominantes. Destacó la preeminencia alcanzada en Brasil por las empresas industriales y sus socios financieros. Resaltó que ese sector comandaba la expansión al vecindario próximo (Bueno, 2010).
Con esa observación sugirió importantes márgenes de variabilidad del subimperialismo, en función del sector capitalista predominante. Señaló la vigencia de fases cambiantes de ese estatus y planteó que esa modalidad carecía de la estabilidad imperante en las potencias imperiales.
Marini también puntualizó el acceso selectivo a la condición subimperial. Estimó que sólo algunas economías intermedias reunían los requisitos exigidos para alcanzar ese estamento. Ubicó a Brasil pero no a la Argentina en ese lugar.
Para el teórico dependentista un posicionamiento subimperial suponía gran cohesión política de la burguesía en torno a su estado. Entendía que la ausencia de esa homogeneidad, impedía tanto a la Argentina como a México, emular el lugar alcanzado por Brasil. En el primer caso atribuía esa limitación a la prolongada crisis del sistema político y en el segundo a la gran dependencia hacia Estados Unidos (Luce, 2015: 31-32, 37).
Marini precisó que en contextos económicos semejantes el tipo de estado era determinante de la acción subimperial. Con este razonamiento redujo a pocos casos los países con ese tipo de aptitudes. Situó en ese campo a Brasil, Israel, Irán y África del Sur (Luce, 2011).
La teoría de Marini tuvo ciertos precedentes en caracterizaciones de los imperios subsidiarios (España) o relegados (Rusia). Pero fue concebida como un rasgo exclusivo del capitalismo de posguerra. No retrotraía la vigencia del subimperialismo brasileño al siglo XIX. Su concepto contribuyó a superar anacronismos e incentivó un fructífero programa de investigación.
OTRO ESCENARIO
Un análisis actual del subimperialismo debería registrar la diferencia radical que separa al capitalismo del siglo XXI con el vigente en la época de Marini.
Desde los años 80 el modelo keynesiano de posguerra quedó sustituido por un esquema neoliberal de agresión permanente contra trabajadores. La precarización deteriora el salario y el desplazamiento de la industria a Oriente abarata la fuerza de trabajo. El desempleo intensifica la marginalidad urbana y los capitalistas utilizan la informatización para aumentar la rentabilidad, destruyendo empleos y potenciando las desigualdades.
Este contexto difiere del estudiado por Marini. Las economías intermedias que focalizaron su atención continúan cumpliendo un rol clave, pero operan en un nuevo marco de empresas transnacionales, tratados de libre-comercio y finanzas mundializadas.
En comparación a los años 70, los mercados internos de los países intermedios han perdido relevancia frente a la actividad exportadora. La cadena global de producción incrementa, además, las variedades de esas formaciones (Domingues, 2012: 47-55).
En la actualidad se verifican tres modalidades de economías equivalentes a las indagadas por Marini. Algunas semiperiferias con mayor desarrollo precedente mantienen su vieja especialización en exportaciones básicas y una reducida incidencia global (Argentina). Otras se insertaron en procesos mundiales de fabricación sin expandir su influencia regional (Corea del Sur). Un tercer tipo exhibe enorme peso en su zona aledaña con bajo porcentual de PBI per cápita (India).
Estas economías continúan distanciadas de los países nítidamente periféricos (Mozambique, Angola, Bolivia) y de las potencias centrales (Estados Unidos, Alemania, Japón). Se ubican en el lugar investigado por Marini. Pero, a diferencia de la etapa precedente, ha irrumpido una nítida diferenciación al interior de ese segmento, en función de la conexión que cada país ha establecido con la mundialización neoliberal.
También se ha profundizado la brecha entre estructuras económicas semiperiféricas y roles subimperiales. Lo que determina el pasaje del primer estatus al segundo no es la incidencia en la cadena de valor. Países más enlazados a la internacionalización productiva (Corea) o poco integrados a esa red (Argentina) no han modificado sus carencias subimperiales. El potencial divorcio entre ambas situaciones que sugirió Marini ha cobrado nuevas formas.
INTERPRETACIONES ECONÓMICAS
La distinción entre economías intermedias y potencias subimperiales es un dato clave del escenario actual. Esta diferencia fue omitida en las caracterizaciones que extendieron a México o Argentina el papel asignado por Marini a Brasil. Se supuso que la performance subimperial correspondía a naciones latinoamericanas con cierto desarrollo industrial y consiguiente distanciamiento de los países puramente agro-mineros (Bambirra, 1986: 177-179).
Un gran estudioso de la teoría de la dependencia mantiene ese criterio, resaltando la envergadura alcanzada por las empresas multilatinas (Techint, Slim, Cemex) (Osorio, 2009: 219-221). Estima que los bloques regionales y las uniones aduaneras han potenciado la vocación subimperial de todos los estados que albergan ese tipo de compañías (Osorio, 2007). Pero el peso de esas firmas no ubica necesariamente en el mismo casillero subimperial a países con perfiles geopolíticos, militares y estatales muy distintos.
En los últimos años este problema desbordó el ámbito latinoamericano. La aparición del bloque integrado por los BRICS abrió el debate sobre la validez de la categoría subimperial para ese conglomerado.
Autores que valorizan el enfoque de Marini retomaron sus objeciones a la simple caracterización de los integrantes de ese grupo como potencias medianas. Recuerdan las insuficiencias de un mote divulgado por la ciencia política convencional (Bond, 2015: 243-247).
Pero una clasificación de los BRICS en el universo subimperial omitiría la heterogeneidad de ese bloque. Uno de los participantes de esa sociedad -China- ya traspasó el estatus intermedio e ingresó en el núcleo de las economías centrales. Este dato impide situar a todo el alineamiento en el estamento estudiado por Marini.
Esa aplicación afronta además otro inconveniente: los BRICS han establecido una alianza económica sin clara proyección geopolítica. Sus miembros mantienen relaciones muy diferentes con las potencias centrales.
Basta comparar la ligazón de India con Estados Unidos con la establecida por China o Rusia para notar ese abismo. Cada componente del conglomerado actúa en función de sus prioridades regionales y la búsqueda de esa preeminencia mantiene abiertos los potenciales conflictos entre China, India y Rusia.
A diferencia del imperialismo colectivo de la tríada, los BRICS no surgieron en escenarios pos-bélicos para garantizar objetivos estratégicos comunes. Ese grupo emergió para conformar un espacio de negociación dentro de la globalización neoliberal. Es una alianza al interior de esa estructura.
Por esta razón todas las cumbres de los BRICS han girado en torno a iniciativas económicas (bancos, inversiones, uso de monedas) y recrean debates empresariales afines al foro de Davos (García, 2015: 243-247). Este curso ha confirmado que el concepto de subimperio no se extiende a un bloque. Es sólo pertinente para potencias regionales que disputan influencia zonal.
REPLANTEO DE UN ESTATUS
Las formas subimperiales han cambiado en un escenario geopolítico signado por la extinción de la guerra fría. Desapareció el propósito anticomunista primordial que condicionaba todas las relaciones de Estados Unidos con sus socios. Los conflictos entre las clases dominantes se procesan ahora en un marco de negocios globalizados y rediseños de fronteras, que contrastan con el congelado mapa de posguerra.
El viejo contexto de bipolaridad aún vigente en el debut del neoliberalismo (1985-89) fue sucedido por una fase de supremacía unipolar (1989-2008) y otra de multipolaridad (2008-2017).
Pero en períodos tan cambiantes ha persistido un dato ordenador del planteo de Marini: la preponderancia militar estadounidense. La primera potencia mantiene el liderazgo de la gestión imperial concertada, que a mitad del siglo XX sustituyó a las viejas confrontaciones inter-imperialistas.
Esa preeminencia persiste junto a la pérdida de primacía económica norteamericana. El garante del orden capitalista mantiene su función protectora de las clases dominantes del planeta. Ya no tiene capacidad de acción unilateral, pero preserva un gran poder de intervención.
Estados Unidos fija por ejemplo las pautas del club nuclear, que penaliza a quienes intentan acceder en forma autónoma a esos recursos. También dirige las coaliciones de Occidente que perpetran ocupaciones o desplazan gobiernos contestatarios. Las agresiones que Bush consumaba con pretextos banales fueron continuadas con modalidades encubiertas por Obama.
La lógica del subimperialismo se adecúa a ese padrinazgo del Pentágono. Pero adopta un contenido amoldado a los crecientes conflictos por la primacía regional dentro de la mundialización neoliberal.
Esas tensiones no tienen la envergadura mundial que caracterizó a la primera mitad del siglo XX (Panitch, 2015: 62). Presentan una escala acotada que no repite lo ocurrido en el pasado. Tampoco prepara la tercera guerra mundial que erróneamente anticipan algunos autores (Sousa, 2014). Los subimperios actúan para reforzar su primacía, sin involucrar a las grandes potencias en conflagraciones generales.
Otro dato del periodo es la ausencia de proporcionalidad entre la supremacía económica y la hegemonía político-militar. Japón y Alemania se han consolidado como dominantes en el primer terreno y huérfanos en el segundo, mientras que Francia e Inglaterra han protagonizado un curso inverso.
Como en la época de Marini los subimperios actuales son potencias regionales en el plano económico y político-militar y estatal. Deben reunir estas dos condiciones y no sólo una de ellas.
No basta con la presencia de empresas transnacionales (Corea, México, Chile), acciones belicistas sistemáticas (Colombia) o esporádicas incursiones guerreras (Argentina durante Malvinas). Sólo quiénes concentran todos los componentes del perfil subimperial asumen ese rol.
Tal como señaló Marini la denominación corriente de esos países -potencias intermedias- no alcanza para caracterizarlos. Pero son naciones que ubicadas en ese estrato. Ninguna es un típico país del Tercer Mundo.
En la actualidad el aspecto geopolítico-militar es determinante del estatus subimperial. Esa condición exige un grado de autonomía suficiente para remover tableros a favor de las principales clases dominantes de cada zona.
Pero la condición subimperial también requiere mantener la sintonía con la primera potencia. Estos dos rasgos subrayados por Marini (asociación con Estados Unidos y poder propio) han persistido.
La propia denominación de subimperio indica una elevada gravitación de la acción militar. Economías poderosas con reducidos ejércitos quedan excluidas de ese estamento. Por eso los subimperios corresponden, en general, a países que ya desenvolvieron en el pasado un rol militar significativo fuera de sus fronteras.
El ejercicio efectivo de ese poder es incierto por el vulnerable lugar de esos países en la jerarquía global. Los gendarmes regionales están corroídos por agudos desequilibrios, que contrastan con la estabilidad alcanzada por los imperios centrales. Esa fragilidad determina la transitoriedad de los subimperios. Pocos candidatos del espectro posible logran corporizar efectivamente esa condición (Moyo, 2015: 189-192).
CONTROVERTIDAS EXTENSIONES
En nuestra reformulación sólo algunos países -como Turquía o India-cumplen actualmente los requisitos del subimperio. Son economías semiperiféricas con gran desenvolvimiento intermedio, que mantienen una estrecha relación con Estados Unidos y buscan aumentar su predominio regional. El componente geopolítico-militar define un estatus que se ajusta a varios enunciados de la teoría marxista de la dependencia.
Otra interpretación propone una mirada ampliada del subimperialismo, como nuevo determinante de conflictos de gran porte. Este enfoque rechaza el sentido que asignó Marini al concepto. Considera que el crecimiento de posguerra redujo la brecha centro-periferia y facilitó un gran desarrollo de los capitalismos nativos. Estima que esa expansión genera confrontaciones subimperiales, que recrean los clásicos choques inter-imperialistas del pasado (Callinicos, 2001).
Con este abordaje se postuló en la década pasada un listado más extendido de subimperios. En Medio Oriente, Irak, Egipto y Siria fueron añadidos a Turquía e Irán. En Asia, la India fue acompañada de Pakistán y Vietnam y en el continente negro Nigeria se sumó a Sudáfrica. En América Latina, Brasil quedó complementado con Argentina.
En esta interpretación todo país con proyección regional y procesos de acumulación significativos participa del universo subimperial. Esta ampliación del concepto pondera el impacto local del fenómeno. Resalta su gravitación zonal y relativiza las conexiones con la estructura global del imperialismo.
Marini propuso un número inferior de subimperios por la doble impronta que asignaba al fenómeno. Definió esa condición por relaciones de asociación y autonomía con las potencias centrales y por acciones de gendarme regional. Por eso su listado excluía a Irak, Egipto, Siria, Vietnam, Nigeria o Argentina. Su enfoque no magnificaba la presencia de los subimperios y evitaba divorciarlos del orden mundial.
En esa mirada había una implícita distinción entre subimperios potenciales y efectivos. Pakistán y Argentina podían contener pretensiones de ese estatus, pero no lograban consumarlo. Bajo gobiernos dictatoriales ambos países mantenían su estrecha subordinación al Pentágono sin desenvolver estrategias autónomas.
Marini evitaba, además, confundir aspiraciones subimperiales con acciones antiimperialistas. Aunque Vietnam afrontaba serios conflictos con sus vecinos, estuvo involucrado en la principal guerra contra Estados Unidos del continente asiático. Por su parte, Egipto y Siria confrontaban primordialmente con Israel, que era el principal exponente de los intereses norteamericanos en Medio Oriente.
La mirada extendida del subimperio omite estas caracterizaciones indispensables, para ubicar adecuadamente la categoría en cada circunstancia. Además, concibe guerras entre esas formaciones como un rasgo de la época actual. Atribuye ese alcance a los conflictos armados que enfrentaron a Grecia con Turquía, a India con Paquistán y a Irak con Irán. Supone que esas sangrías reemplazan a las conflagraciones entre potencias centrales de la era del imperialismo clásico.
Pero esa comparación es inadecuada no sólo por la diferente magnitud de ambos conflictos. Omite la relación que presentan los choques regionales con el papel rector de Washington. Aunque Irak inició la guerra contra Irán con objetivos propios, esa aventura fue propiciada por Estados Unidos para doblegar al régimen de los Ayatollah.
Los subimperios no repiten las viejas rivalidades inter-imperialistas. Se desenvuelven en un período de extinción de esas conflagraciones. Estados Unidos ya no guerrea con Japón por el control del Pacífico, ni con Alemania por la supremacía en Europa. Coordinan una gestión imperial conjunta y a veces enlazada con la acción de subimperios regionales.
La tesis extendida exagera el poder de las configuraciones intermedias. Olvida que esos países actúan por referencia a un imperialismo colectivo liderado por Estados Unidos. No registra que los conflictos bélicos entre subimperios tienden a quedar acotados por los umbrales que fijan las potencias globales.
Una caracterización sobredimensionada de los subimperios conduce, además, a evaluaciones políticas erróneas. Por asignarle a la Argentina un status subimperial se interpretó la guerra de las Malvinas como una confrontación inter-imperial entre potencias de distinta envergadura (Callinicos, 2001).
Esa mirada omitió que el trasfondo de ese conflicto era la usurpación colonial de una porción del territorio argentino. En Malvinas, no colisionó un imperio maduro con otro en gestación. El colonialismo británico reafirmó su atropello de la soberanía del país sudamericano. La legitimidad de una demanda nacional de Argentina queda diluida en la caracterización subimperial de ese país.
INCOMPRESIÓN DE UNA CATEOGRÍA
Un autor crítico del subimperialismo objeta la sustitución del análisis clasista de la explotación por interpretaciones centradas en la sujeción de países. Cuestiona especialmente la existencia de una regla tripartita de opresión nacional, considerando que es falso imaginar una explotación en cadena de Bolivia por Brasil y de Brasil por Estados Unidos. Afirma que para analizar la tensión entre burguesías por el reparto de plusvalía, no hay ninguna necesidad de recurrir a las categorías del imperialismo (Astarita, 2010: 62-64).
Pero esta mirada atribuye a Marini una tesis que nunca postuló. Jamás supuso que el subimperialismo implicaba mecanismos de explotación entre países. Siempre especificó que las empresas multinacionales lucraban con la extracción de plusvalía a los trabajadores de naciones vecinas a Brasil.
Explicó de qué forma ese proceso obedecía a contradicciones del capitalismo. Señaló que el curso de la acumulación chocaba con límites a la realización del valor, que inducían a los capitalistas a compensar desequilibrios desbordando las fronteras.
Marini tampoco reformuló el esquema tripartito de metrópolis-satélites postulado por Gunder Frank. Desenvolvió una tesis marxista singular, que ha sido malinterpretada por las lecturas antidependentistas (Katz, 2017).
Pero el principal problema de esa crítica al subimperialismo es el desconocimiento del sentido geopolítico-militar del concepto. No capta su relevante papel en la jerarquía global imperante bajo el capitalismo contemporáneo.
El objetor supone que basta con señalar la dinámica agresivo-competitiva de este sistema para comprender su funcionamiento. Pero ignora que esa caracterización es tan sólo el punto de partida del problema. El capitalismo opera a escala mundial y depende de un orden coercitivo que requiere dispositivos imperiales.
Por omitir este dato desconoce cómo el análisis del subimperialismo contribuye a esclarecer las múltiples formas actuales de opresión mundial. Esos dispositivos son indispensables para la reproducción del capitalismo.
El subimperialismo es una categoría de ese orden mundial y su validez proviene de la existencia de guerras y conflictos regionales. Al olvidar esa estructura (o suponer que al economista no le corresponde evaluar ese tema), el crítico empobrece el análisis inaugurado por Marini.
Más que analizar cadenas de exacción del excedente entre economías grandes, medianas y pequeñas, el subimperialismo alude al papel geopolítico de las potencias regionales. Es un concepto esclarecedor de la estructura piramidal de dominadores, socios y vasallos que sostiene al capitalismo
CONTRAPOSICIÓN CON SEMICOLONIA
Algunos autores consideran que el subimperialismo contradice la tradicional contraposición entre el centro y la periferia. Resaltan especialmente el atraso de Brasil y recuerdan su distancia con las potencias centrales. Estiman que el país continúa sometido a una condición semicolonial compartida con Argentina y México (Matos, 2009). Esa visión subraya, de hecho, la persistencia del escenario descripto por los marxistas clásicos a principio del siglo XX.
Pero este abordaje desconoce la obsolescencia del viejo retrato de un puñado de potencias sofocando a indistintas periferias. Ese tipo de dominación imperial fue reemplazada hace mucho tiempo por otras sujeciones. Las tres formas típicas de subordinación de la centuria precedente (colonias, semicolonias y capitalismos dependientes) dieron lugar a variedades más complejas de estratificación, que fueron analizadas por un teórico marxista en los años 70 (Mandel, 1986).
El retraso productivo, el rentismo agrario o la estrechez de los mercados no definen actualmente el estatus semicolonial de un país. Sólo indican brechas de desarrollos o modalidades de inserción internacional. Esa categoría no esclarece si un país es agro-minero o industrial mediano. Tampoco clarifica si alcanzó cierto desenvolvimiento del mercado interno o depende de las exportaciones.
La noción semicolonia retrata un estatus político. Ilustra el grado de autonomía con las principales potencias. En las colonias las autoridades son designadas por las metrópolis y en las semicolonias son digitadas en forma encubierta por los centros.
Las colonias son actualmente marginales y las semicolonias persisten sólo en aquellos países que padecen la subordinación total al Departamento de Estado. Honduras es un ejemplo de ese tipo. Lo mismo ocurre con Haití. Pero ese estatus no rige para Brasil que es ocupante de esa isla. No es lógico colocarlos en el mismo plano, olvidando que el principal país sudamericano es miembro del G 20.
Por el margen de autonomía que tienen sus estados, Brasil, México o Argentina están situados fuera del casillero semicolonial. Esa condición se extinguió en el siglo pasado y no reapareció con la preeminencia de gobiernos afines a Washington. El estado es manejado por clases dominantes locales y no por emisarios de la embajada estadounidense.
Es cierto que la economía brasileña depende de recursos naturales y padece un alto grado de apropiación externa. Pero esos rasgos no definen por sí mismos el posicionamiento del país en el orden global. Hay potencias imperialistas con grandes reservas naturales (Estados Unidos) y otras con significativa extranjerización de su economía (Holanda).
Tampoco las crisis económicas recurrentes determinan la ubicación internacional de cada país. Muchas naciones de la periferia inferior languidecen sin grandes turbulencias periódicas y otras del centro afrontan un alto grado de inestabilidad económica.
Quienes sitúan a Brasil en el universo semicolonial resaltan la brecha de productividad o PBI per cápita, que separa al país de las economías avanzadas. Pero una fractura semejante se verifica con las empobrecidas naciones de la periferia inferior. La distancia con Nicaragua o Mozambique es tan significativa como la existente con Francia o Japón.
Marini justamente indagó el universo del subimperialismo para superar la simplificada ubicación de Brasil en la periferia del planeta. En una conceptualización actualizada de distintas ubicaciones geopolíticas correspondería distinguir a las potencias dominantes de los países que cargan con grados muy diferenciados de dependencia. La subordinación de Honduras contrasta con la autonomía de Brasil.
INCONSISTENCIAS DOGMÁTICAS
La reivindicación del concepto semicolonia en contraposición a la noción de subimperialismo, presupone la total actualidad del diagnóstico expuesto por Lenin sobre el imperialismo. Esa mirada se asemeja a la adoptada por la ortodoxia comunista frente a Marini en los años 70. Ambas desestiman los cambios registrados en la dinámica imperial desde la mitad del siglo XX.
En nuestro libro sobre el imperialismo (Katz, 2011) hemos expuesto una actualización con abordajes semejantes a Marini. Registramos los mismos cambios que el pensador brasileño intuyó en la posguerra en tres planos: la existencia de una mayor integración mundial de los capitales, la ausencia de guerras inter-imperialistas y el rol dominante de Estados Unidos. Resaltamos la gravitación del mismo proceso de «cooperación hegemónica» entre las potencias imperiales. Nuestra revalorización del subimperialismo se apoya en esta coincidente mirada.
Algunos críticos objetan nuestro enfoque con los mismos argumentos que cuestionan la tesis subimperial. Aceptan la vigencia de fuertes tendencias a la convergencia entre capitales de distinto origen nacional, pero subrayan la dinámica contradictoria de ese proceso. Destacan que no se han creado clases dominantes transnacionales despegadas de los viejos estados. Consideran que este marco genera tendencias explosivas que habríamos ignorado. No aclaran, sin embargo, cuál ha sido nuestra omisión (Cri; Marcos, 2014).
Desde el momento que la burguesía no forjó clases y estados mundializados esos desequilibrios saltan a la vista. Los objetores se limitan a exponer las mismas tensiones que registramos nosotros y que a su vez recogemos de otros autores.
Pero su retrato de ese curso es llamativo. Por un lado aceptan la preeminencia de empresas multinacionales y por otra parte postulan su irrelevancia. Resaltan la asociación internacional de capitales y al mismo tiempo subrayan la continuidad de la rivalidad. Con esa dualidad no especifican cuál es la tendencia predominante.
Los objetores entienden que ambos procesos coexisten con la misma fuerza del pasado. Pero en ese caso prevalecería una continuidad del escenario leninista, que ha sido alterado por la mayor integración de los capitales. Ejemplifican la persistencia de las viejas rivalidades, en las disputas que actualmente oponen a Alemania con Estados Unidos por el manejo de las crisis monetarias. Afirman que omitimos esas contradicciones.
Pero nuestro enfoque no desconoce esos choques. Simplemente los contextualiza en un escenario de ausencia de guerras entre potencias. Postulamos que las conflagraciones que inspiraron las tesis de Lenin no se verifican en la actualidad. Por eso nadie vislumbra la repetición de conflictos armados entre Estados Unidos, Francia, Alemania, Japón o Inglaterra.
No queda claro si los críticos opinan lo contrario y pronostican la reaparición de confrontaciones entre los ejércitos que integran la OTAN. En lugar de precisar ese diagnóstico retratan las divergencias suscitadas por las cotizaciones del euro y el dólar. Pero es evidente que esas discrepancias financieras no se equiparan con los choques, que desembocaron en la Primera o Segunda Guerra Mundial.
No alcanza con exponer generalidades sobre las tensiones inter-imperiales. Hay que mensurar su envergadura y potencial desenlace. Por eso señalamos que carecen de corroboración las hipótesis de reiteración de lo ocurrido a comienzo del siglo XX.
La triada ejerce actualmente un chantaje nuclear contra terceros que no extiende a sus miembros. Los conflictos económicos en el seno de esa alianza no se proyectan a la esfera militar. Nadie quiere desarmar el sistema de protección capitalista que controla el Pentágono y una eventual confrontación con Rusia o China, tampoco repetiría los conflictos inter-imperialistas del pasado.
En vez de abordar estos problemas, los objetores se limitan a constatar la existencia de tendencias opuestas. Registran la mayor integración mundial de capitales y al mismo tiempo objetan la disipación de las guerras inter-imperialistas.
Pero con esa exposición de cursos diversos no evalúan las consecuencias de sus propias formulaciones. Si hay mayor entrelazamiento burgués mundial y también idénticas posibilidades de guerras, no se entiende la lógica de la indagación.
Esa inconsistencia deriva de suponer que el capitalismo contemporáneo es un calco del vigente en la centuria pasada. Para conservar la lealtad a la teoría clásica del imperialismo -con datos que modifican ese escenario- crean un nubarrón de oscuridades.
Ese eclecticismo se extiende a la evaluación del rol estadounidense. Los críticos reconocen el abismo de fuerzas militares que separa a la primera potencia de cualquier otro concurrente. Pero no deducen ningún corolario de esa singularidad.
Resaltan el agotamiento del liderazgo norteamericano sin compartir los pronósticos de reemplazo de esa supremacía. Optan por la ambigüedad. Rechazan las teorías del declive y también las tesis de continuidad de la primacía norteamericana.
Con ese posicionamiento repiten lo obvio (Estados Unidos ya no cuenta con la fuerza de posguerra), sin explicar por qué razón el dólar perdura como refugio ante las crisis, las compañías yanquis lideran el desarrollo de la tecnología informática y el Pentágono persiste como pilar de la OTAN.
Para subrayar analogías con el escenario leninista los críticos registran «trazas kaustkianas» en nuestro enfoque, señalando afinidades con el «modelo ultra-imperialista». Estiman que esta visión supone imaginar un «imperio sin desafíos», en la «gestión de un capitalismo estable y fuerte» (Chingo, 2012).
Nuestro texto abunda en datos y evaluaciones de los desequilibrios que genera el imperialismo actual. Una simple lectura de esas caracterizaciones desmiente cualquier impresión de estabilidad del sistema. Pero ordenamos esas contradicciones en la lógica de un sistema económico más internacionalizado y gestionado de manera colectiva bajo el comando estadounidense.
A diferencia de los enfoques dogmáticos, Lenin situaba cada problema en la especificidad de su tiempo. Por eso resaltaba la peculiaridad bélica de los conflictos frente a las expectativas pacifistas de Kautsky. Esta contraposición podría actualizarse contrastando las visiones antiimperialistas, con las ilusiones socialdemócratas en el intervencionismo imperial «humanitario».
En lugar de intentar esa aplicación, los críticos trazan una divisoria entre intérpretes de la crisis (ellos) y teóricos de la estabilidad (nosotros). Esta clasificación carece de sentido.
Para comprender el imperialismo actual hay que asumir riesgos analíticos, reconocer hallazgos y abandonar tesis perimidas. Nuestros objetores soslayan estos compromisos y quedan afectados por el mal que nos achacan: navegar en la ambigüedad. Al reconocer una cosa y lo contrario, no aportan sugerencias sobre la dinámica actual de la opresión imperial y sus complementos subimperiales.
Marini delineó varias ideas para comprender esos procesos. ¿Pero cómo operan en la actualidad? Plantearemos nuestra respuesta en el próximo texto.
16-3-2017.
RESUMEN
Marini asignó al subimperialismo una dimensión económica compensatoria del sub-consumo y otra geopolítico-militar de protagonismo brasileño. Reconsideró la teoría clásica del imperialismo y registró la nueva hegemonía regional de ciertas formaciones intermedias.
La mundialización neoliberal diferencia a esas economías por su lugar en la cadena de valor. El subimperialismo actual no tiene aplicaciones puramente económicas, ni se extiende a bloques de países. Rige para gendarmes asociados y autónomos de Estados Unidos. No se repiten las conflagraciones inter-imperialistas del pasado. Los mecanismos de dominación global se han diversificado y la semicolonia ha perdido relevancia conceptual.
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Fuente del Artículo:
https://www.aporrea.org/ideologia/a243740.html