Por: Jaume Carbonell
La infancia tiene derecho al tiempo libre y al juego. Pero en la sociedad actual este bien común es cada vez más escaso.
“Javier, de 6 años, de Bogotá, al cabo de unos meses de ir a la escuela primaria, le dice a su madre: ‘Mamá, quiero ir a la escuela un día a la semana porque en un día aprendo lo que me enseñan y los demás días los necesito para jugar’. Un análisis sin complacencias y tristemente cierto de lo que a menudo es la escuela. Períodos larguísimos en los que, a menudo, se aprende poco y mal. Un lugar donde, muchas veces, se aprende a no amar lo que se estudia. Un tiempo robado al juego en libertad con el que, sin duda, los niños y niñas aprenden mucho y sientan las bases de lo que en casa, en la escuela y en la ciudad podrán aprender.”
Así encabeza Frato-Tonucci -el psicólogo-investigador dibujante que, con tanto humor como agudeza, da voz a los pensamientos infantiles- uno de los apartados de su último libro de viñetas Los niños y las niñas piensan de otra manera (Graó, 2017). Esta crítica a la escuela primaria se anticipa ya en los primeros años de institucionalización escolar, en la mal llamada “guardería”, que ilustra, por ejemplo, con una niña que, con rostro agotado y con la lengua fuera, suelta: “Más que jugar, ¡Aquí trabajamos de sol a sol”. Y huelga decir que en secundaria se considera una pérdida de tiempo, un anatema. No hay tiempo para el juego; y menos aún para el que requiere cierta dosis de libertad e imaginación. El mundo adulto, junto a la creciente y poderosa industria del ocio infantil, lo regula y lo controla todo, hasta el más mínimo detalle: los tiempos y espacios, cualquier fiesta o actividad. Como en todas las obras anteriores de Tonucci-Frato fluye esta crítica a la negación de la infancia, así como al derecho que tiene al tiempo libre y al juego, tal como establece la Convención de los Derechos del Niño (artículo 31).
Este posicionamiento está muy presente en las narrativas pedagógicos del siglo XX, y más recientemente ha sido replicado por el movimiento de la lentitud, que nace en las ciudades y se extiende a otros campos como el de la alimentación y la educación. Carl Honoré, en Bajo presión (RBA, 2008) muestra, a partir de numerosos estudios científicos, observaciones y entrevistas personales, hasta qué punto se ha destruido la magia y la inocencia de la niñez -o lo que es lo mismo: su calidad de vida y felicidad- para compensar imaginarios y expectativas frustradas del mundo adulto. El resultado es conocido. Niños y niñas con sobrecarga de actividades extraescolares y agendas de ejecutivos. Padres y madres helicópteros que andan siempre con prisa de aquí para allá. Infancias que no tienen tiempo de reflexionar, de divertirse e, incluso, de aburrirse. Familias con una hiperprogramación del tiempo libre de sus hijos. Tiempos invertidos donde la rigidez sustituye la espontaneidad, los lugares cerrados a los lugares abiertos y el asfalto a la naturaleza. Estas disociaciones las explica muy bien Heike Freire en Educar en verde. Ideas para acercar a niños y niñas a la naturaleza (Graó, 2011).
Carl Honoré ilustra con una anécdota muy elocuente el rechazo que ejerce la obligatoriedad prematura de asistir a actividades escolares: “El otro día observaba cómo una madre arrastraba a su hija de tres años desde un jardín cercano a nuestra casa. La niña sollozaba y gritaba: ‘No quiero ir al ballet. Quiero ir a casa a jugar’”. O muestra a dónde conduce la soledad e individualismo tecnológico con esta otra anécdota aún más jugosa: “Los jóvenes de hoy tienen 400 amigos en Facebook, pero ni uno solo para bajar a jugar al parque”.
Hay encuestas recientes que confirman con datos y cifras esta tendencia. Una de ellas es la que se ha pasado a 4.000 niños y niñas de 10 a 12 años en Barcelona que revela que la cantidad de tiempo libre es uno de los elementos de su vida que valoran más negativamente. En concreto, el 53% no se siente satisfecho con el tiempo de que dispone para decidir él mismo a qué lo dedica (Institut Infància i Adolescència de Barcelona, Parlen els nens i nenes: el benestar de la infància a Barcelona). Probablemennte si la encuesta se hiciera en Buenos Aires, París o Madrid se obtendrían similares resultados. Eso sí, la infancia de la pobreza conforma un relato diferente, porque sólo excepcionalmente accede a la oferta de las actividades extraescolares. ¿Qué hacer para ralentizar estas dinámicas tan aceleradas y para que la infancia, desde su legítimo derecho de soberanía para tomar sus propias decisiones, recupere el lugar y el protagonismo que le corresponden? Existen cantidad de propuestas para abrir la escuela al entorno, para paliar los déficits de naturaleza o para convertir los patios cuadriculados en espacios de aventura. Aunque también sirven los rituales simbólicos: ¿qué tal si se organiza una semana libre de deberes y actividades extraescolares? ¿O se declara el día sin móviles u otras tecnologías? ¿O se pide a los Reyes Magos estas tres cosas: más tiempo para jugar, espacios menos artificiales y más naturales y más amigos y amigas? ¿Qué perderíamos y ganaríamos con ello? A jugar, que el tiempo apremia.
Fuente: http://eldiariodelaeducacion.com/pedagogiasxxi/2017/12/13/no-tienen-tiempo-de-jugar/