Por: Ramón Vera.
El vértigo se va apoderando del país. Nada parece entenderse en ese parloteo del diablo, en ese punto ciego, donde no hay relación entre las palabras y los actos, entre los actos y sus consecuencias.
Ante la imposición de políticas públicas por parte de gobiernos y corporaciones que sumen a los pueblos y comunidades en coyunturas no definidas por ellas, nada parece ser lo que es.
Sólo tiene posibilidades de certidumbre la dimensión de las luchas que, desde el ámbito rural o desde las ciudades y sus entrecruzamientos, ejercen los pueblos y sus comunidades para buscar entender lo que les ocurre, hacer sentido de la situación que enfrentan, discutir las maneras de darle la vuelta a los embates y tejer las articulaciones pertinentes para salir bien libradas. Hasta la próxima, claro, hasta que el recrudecimiento las obligue a tomar medidas más radicales, más extremas, más angustiadas o más esperanzadoras.
Como dice con agudeza el arquitecto y fotógrafo Oswaldo Ruiz, “son tantas las microhistorias que fluyen en cada lugar que configuran la macrohistoria que pesa sobre el país”.
Los conflictos se suceden en cualquier región y pueden asumir la forma de una hidroeléctrica, el acaparamiento de toda una cuenca, la contaminación de un río, la devastación de extensiones enormes de bosque —por la deforestación de los talamontes, por el desarrollo inmobiliario o su modo extremo que es la construcción desaforada de series de casas inamovibles de cartón-piedra que rompen el círculo de la vida que todo hogar debería significar.
Los conflictos llegan como carreteras que imponen su lógica contra la historia antigua de los caminos, senderos y veredas que se borronean conforme avanza el trazo que lo corta todo, lo cancela todo: un tajo que desaparece las tradiciones y los trasiegos de miles de pasos.
También es el robo directo de la vida de las personas y comunidades, por la violencia que se nos impone, por la invasión de nuestros terrenos y territorios con invernaderos de monocultivo industrial con mano de obra esclava, o por la retorcida deshabilitación que desploma la sustentabilidad (o la rentabilidad) de las actividades que nos eran cruciales a las comunidades para resolver lo que más nos importa.
Las políticas públicas tan corruptoras, tan invasivas, parecen directamente diseñadas para coartar, baldar, ceñir, reprimir, herrumbrar, borronear, prohibir lo más importante, lo que entraña más memoria, lo más atávico o sagrado.
Sus mentados programas el gobierno los impone y al hacerlo le impone sus reglas de operación a los pueblos, algo que lleva a que los bebés no puedan nacer en los términos definidos por sus mamás y sus familias, a tener que viajar y gastar para cobrar las migajas que les brinda el Estado por ser pobres, desechables, impertinentes y redundantes. Que los lleva a dividirse y asumir su individualidad por encima de su lógica comunitaria colectiva y compartida. Que les exige el esfuerzo de negarse a sí mismos y su historia comunitaria, para poder tener un día siguiente. Que les impide ejercer su territorio y sus cuidados como antes lo hicieron porque eso trastocaría los estándares, las mediciones y sobre todo los criterios, que en términos internacionales se definen como adecuados y que no quieren que ejerzan los pueblos.
Los nuevos tratados de libre comercio que se ciernen sobre México cierran la posibilidad de réplica o expresión de descontento, porque son los mecanismos paralegales que impiden que la gente se defienda por los cauces institucionales de la “legalidad” de un sistema cuyo método y destino son corrupción. Puro desvío de poder que le abre margen de maniobra a las corporaciones y nos cierra la posibilidad de defendernos. Que declara ilegal la custodia ancestral de las semillas o inadecuada la producción independiente de alimentos mientras le concede estatus de desarrollo limpio a las empresas más contaminantes y tóxicas como los criaderos industriales.
Los tratados de libre comercio se han convertido en los instrumentos más contundentes del desvío de poder. Son la carretera que llegará al extremo de privatizar todo el gobierno, gestión, servicio, administración o represión.
Los mecanismos son múltiples como las llamadas instancias de resolución de conflictos que le confieren mayor estatus a las empresas que a los Estados y las naciones (con toda su población). La lógica subyacente es la exigencia de que cualquier ganancia que no haya podido obtenerse (debido a los cuidados de cualquier Estado para defender el bienestar de su población o la sustentabilidad de ambiente), deberá compensarse con grandes sumas y muchas veces repararse, es decir, reinstaurar las condiciones de operación de los depredadores.
Estamos en un momento muy álgido porque todo lo que promueve el gobierno nos enajena o nos arranca del cuerpo social, nos niega una convivialidad en aras de violencia, imposición o rotura de los hilos de la vida. Todo lo que nos mueva a la creatividad, o promueva o encamine a la autonomía nos es prohibido, vetado, menospreciado. Y como premio de consolación se afirma que se nos consulta (para cubrir con requisitos internacionales de operación, no para ejercer con justicia).
Ahora hasta una ley general de consulta nos quiere imponer el gobierno federal cuando que desde 2011 Carlos González señalaba enOjarasca que la consulta “en realidad representa la continuación de las políticas legislativas tendientes a otorgar certeza jurídica a la ocupación y el despojo capitalista de los territorios”, porque tiene como finalidad lograr el “consentimiento previo, libre e informado”, cuando que el consentimiento tiene su contraparte en la negativa y ésa no se contempla. Dice Carlos González: “El consentimiento que las comunidades habrán de otorgar y que deberá de traducirse en acuerdos firmes se refiere primordialmente a los actos de gobierno que actualmente están propiciando la apropiación capitalista de los territorios indígenas: obra pública, expropiación de tierras, otorgamiento de concesiones y permisos para la explotación de recursos propiedad de la nación e imposición de modalidades a las propiedades de los núcleos agrarios. Se trata entonces de concertar el despojo ordenado y legal de los pueblos originarios después de que durante años han sido llevados deliberadamente a la miseria más extrema, en ausencia del reconocimiento constitucional de sus derechos fundamentales y en medio de una sospechosa y violentaguerra en contra del narcotráfico”.
Lo paradójico entonces es que mientras ciertas instancias estatales buscan imponernos una ley de consulta, desde la derecha quieran erradicar toda posibilidad de consultar. Así se nos muestra con claridad en los dichos de un tribunal en una sentencia jurídica que debería defender a los pueblos de la operación nociva de una corporación y que en cambio afirma que “el derecho a la consulta a las comunidades indígenas es una prerrogativa reconocida a favor de las personas físicas que en su conjunto forman parte de una comunidad o de un grupo indígena, precisamente por la necesidad de perpetuar su identidad cultural, el cual es un elemento del que carecen las personas morales [… además este Tribunal insiste en que] lo anterior no significa que el Estado deba consultar a los Pueblos y Comunidades Indígenas siempre que se vean involucrados en alguna decisión estatal, pues se llegaría al absurdo de tener que consultarlos incluso para la emisión de alguna ley o decisión administrativa”.
Esto es sumamente grave porque afirma el carácter individualista del Estado mexicano y porque insiste en que no necesariamente se debería consultar de las imposiciones. Esto nos deja en medio de un marco de referencia jurídico muy restrictivo.
El fondo del asunto es que las instancias responsables de cualquier proyecto nos deberían previamente informar con amplitud y libertad permitiendo que accedamos a todos los elementos necesarios como para consentir o negarnos a sus proyectos en apego a principios muy concretos de autonomía. Sus mecanismos deberían ser reales, no simulados, no coercionados, y no necesariamente pasan por la consulta. De asumir modos de consulta, ésta debería ser vinculante, no sólo indicativa.
Porque la consulta no es suficiente. Está en juego algo más que nuestra realidad cosificada. Toda acumulación inició como un despojo y vuelve a iniciar en cualquier parte como un despojo que tendríamos que entender y detallar. Solemos pensar el despojo como otro de esos procesos que pensamos como cosas.
La tierra, se dice. Despojaron de la tierra a una comunidad. Bueno, qué quiere decir despojaron de la tierra a una comunidad; despojar de la tierra a una comunidad implica una cantidad impresionante de relaciones destruidas de un momento a otro, y esa ruptura fundamental, esa enajenación brutal, ese desligar o arrancar de golpe a la gente de sus procesos de vida, de convivencia o de esperanza es justo la violencia que ejerce el sistema. Cualquier enajenación, cualquier erosión, cualquier menosprecio, cualquier ruptura de los saberes de comunidades o pueblos, de todas las relaciones que acompañan esas cosas concretas que supuestamente son las más diáfanas, es robarle la vida a la gente. Consultarnos si nos quitan o no la vida sin que nuestra respuesta tenga consecuencia alguna, es sumar burla al memorial de agravios. Nuestra negativa o consentimiento es siempre nuestra potestad más fundamental como seres humanos, y ninguna ley de consulta o la idea de que se nos puede imponer cualquier cosa sin consultarnos, nos lo va a quitar.
Fuente: https://desinformemonos.org/nuestra-potestad-mas-fundamental-como-seres-humanos/
Imagen: https://desinformemonos.org/wp-content/uploads/2016/10/Consulta-Gro.jpg