La educación de los argentinos

Por Gladys Seppi Fernández

 

Diagnosticar el mal puede reducirse a dolorosas palabras: educación mediocre o, directamente, mala educación generalizada.

Como sucede con cualquier enfermedad, por el lado menos pensado aparece el síntoma. Los detonantes de la mala educación de los argentinos, el espejo en el que nos reflejamos, aparecen siempre y nos inundan, pero se hicieron más visibles en Rusia, como actos de patoterismo, irracionalidad, falta de respeto.

Entonces nos indignamos; “nosotros no somos” así, protestamos; “ese pequeño grupo no nos representa”, nos defendemos.

Sin embargo, tal vez sea hora de no dejar pasar estas descomposturas que muestran lo rasgado de la educación del argentino. Atender el síntoma para empezar a curar la enfermedad.

Diagnosticar el mal puede reducirse a pocas palabras, ciertamente dolorosas: educación mediocre o, directamente, mala educación generalizada.

El mal se viene gestando desde hace muchas décadas. ¿Ocho? ¿Siete? Es tiempo suficiente para que demasiados –personas mayores, adultos, jóvenes, adolescentes y niños– tengamos impresas las marcas que nos distinguen: productos de la demagogia familiar y luego escolar, que todo lo hace a medias y califica de acuerdo con la propia medida de los educadores: un 10 aunque se merezca un 4. Un resultado mediocre.

Tal vez nos dejamos engañar por el aprobado fácil, el pase y el certificado de estudios ganado a medias, que nos autoriza a ejercer un oficio o una profesión.

Un aviso que circula en las redes advierte de que en nuestro país, y por lo que venimos analizando, “los pacientes mueren a manos de médicos recibidos en nuestras universidades, las obras bajo tierra estallan porque los responsables no se hacen responsables… y la justicia se pierde en manos de malos jueces”. “El colapso de la educación es el colapso de la nación”, concluye.

Lo triste es que los argentinos no terminamos de concientizarnos de semejante enfermedad, aunque suframos las consecuencias.

Sufrimos cuando llevamos a un hijo al hospital y, en medio de pasillos mal o nada preparados, tenemos que esperar por horas la atención de una enfermera malhumorada que no nos trata bien y de un médico demasiado apurado para creer en la bondad de su diagnóstico y en la posibilidad de la curación.

Sufrimos en toda repartición pública, un banco, oficinas municipales, gubernamentales, educativas, cuando las esperas son insoportables y, llegado el turno, no se satisface nuestra necesidad.

Todos padecemos nuestra argentina enfermedad, porque a todos alguna vez nos toca ser los clientes, el público, el paciente. Nada decimos cuando somos el hijo o el alumno de nuestros poco exigentes maestros que facilitan el camino con una nula prevención del futuro, todo para hoy, lo que produce un escaso desarrollo neuronal y pobre desempeño.

Nuestros músculos intelectuales son débiles, mal preparados para el crecimiento y la superación.

¿Será porque la escuela argentina no ha encontrado aún sus para qué, sus fines, y como consecuencia no tiene conductores idóneos ni directivas claras? Lo cierto es que entrega a la sociedad bocanadas de productos a medio terminar.

La imaginamos, entonces, como un carro empantanado en el mismo terreno cenagoso que ella crea, sin saber cómo salir del fango y qué camino seguir, porque no hay camino. No se lo ve.

Ella misma ha formado –¿debemos decir mal formado?– a los que la conducen. Ella permitió las trampas en los exámenes, las copias, no exigió nada, o sólo el menor esfuerzo.

De ella, los conductores que hoy tenemos. Ministros de Educación, directivos, profesores, maestros… ¿dónde se formaron? ¿Qué fines persiguieron? ¿Qué principios los guían? ¿Qué valores los sostienen, dan fuerza a su trabajo, los apasionan?

Los mismísimos ministerios y las secretarías educativas, las asesorías que abundan, las direcciones escolares y hasta los docentes, son mayoritariamente cargos ocupados por personas no idóneas, ausentes o cumple-horarios, incapaces de dar soluciones y, mucho menos, de innovar y aceptar buenas propuestas. Buena memoria, repeticiones, escasa participación, nula creatividad.

¿Cómo pretender, entonces, que los que nos representan dentro y fuera del país sepan adaptarse a las circunstancias y a los modelos propuestos por países organizados, si se han nutrido en el todo vale argentino, placentero y cómodo, tan a resultas del amiguismo, escaso de méritos e incapaz de castigar o de premiar sus acciones?

Un desperdicio, porque hay importantes talentos, gente que actúa en forma aislada hasta perder el aliento, y sin aliento alguno.

Una pena, porque si no advertimos de una buena vez la situación de peligro en que nos encontramos, al carro empantanado que nos lleva a todos se lo va a llevar la correntada de nuestra historia hueca.

Fuente del artículo: http://www.lavoz.com.ar/opinion/la-educacion-de-los-argentinos

 

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