Por: Daniel Buzón
A decir verdad, apenas lo conocían. El tío Hernando, todavía con el zahón, los llevó a la alberca donde se abrevaban dos mulos: las manos venosas y calludas sobre el lomo eran más elocuentes que el gaznate fibroso y ríspido de los cuadrúpedos. Cruzaron el valle tras la cañada del riacho, que vadearon mojándose el calzado, y se acercaron al establo de las vacas pasiegas, a las que los tábanos martirizaban. Bosta entre pajas, más fresca que reseca, apestaba y dificultaba el pasaje. El tío Hernando pegó un manguerazo hercúleo contra el suelo y arrinconó la mezcolanza de inmundicia hacia una pared, cerca de un desagüe y un capazo.
Los dos muchachos caminaban junto a su tío con desigual porte. Uno, seguro de su ascendiente y méritos, hombreaba con gallardía, serenamente ávido de emulación respetuosa. El otro, conformado con su posición de segundón, de ningún modo intentaba ya presentar una figura resuelta, sino que evitaba ser al menos un lastre a causa de su ligera adiposidad. Sancho echaba de vez en cuando un vistazo ensoñador al horizonte punteado de olivares, mientras su primo Alfonso mantenía una presuntuosa conversación con aquel centauro fajado, quien a las duras penas contestaba directamente sin añadir algo incomprensible, que pasaba enseguida a explicar de modo también esquivo, por sobrentendidos. Si bien Alfonso departía ralamente y con dificultad con el tío de ambos, no desaprovechaba cualquier ocasión para animar a su primo a no quedarse atrás pensando en las musarañas. Sancho no respondía porque había amortiguado ya en el propio su carácter dominante.
Sancho fue ridiculizado por algunos de aquellos sujetos hasta el desahucio de su amor propio.
Tras el establo se desplazaron hasta la ribera del pantano, tupida de lentiscos, hojarasca, y jalonada de varios chopos. El tío Hernando se abrió camino, expeditivo, hasta una roca que a su modo flotaba sobre el agua y que le servía de espigón para pescar a menudo, en los hondos recodos de su jubilación sempiterna.
—Mañana nos traemos las cañas si queréis y echamos aquí el día.
—Si a este lo dejan los papás —añadió Alfonso a traición.
Tuvo Sancho la lejana debilidad, por un momento, de comparar a los padres de ambos, hermanos más jóvenes del tío Hernando, que habían medrado en la capital y que poco parecido guardaban con él. Su padre no era menos, pero su persona le infundía en el bazo el reconcomio de una deuda, sobre todo estos días de vacaciones en el pueblo junto a la familia, que pensó que serían distraídos, la deuda de haberle privado de una instrucción más funcional y tangible, menos afectuosa, que le desembarazara de la caries de cierto trato social. Nada, sin embargo, que su inteligencia no juzgara ya vano y previsible: en el instituto, un grupo dispar de muchachos de tercero y cuarto de la ESO amedrentaban y humillaban periódicamente a otros alumnos de segundo y tercero, entre los que se contaba Sancho. El singular placer que encontraban en privarle del recreo y en perseguirle por las calles aledañas al instituto (detalle este último inconfesado) lo había arrojado a la mudez y a la desmotivación, que alarmaron al tutor. El psicopedagogo, que dirigía el programa Tenunamigo, perfectamente encuadrado en el proyecto de centro, había hecho votar, entre los acosadores y las víctimas, un comité integrado por dos alumnos que organizaban bajo su supervisión charlas de reconciliación. La tranquilidad había vuelto, por tanto, al jefe de estudios, en cuyas clases de valores éticos, durante una exposición para las unidades de solidaridad y emprendeduría digital, Sancho fue ridiculizado por algunos de aquellos sujetos hasta el desahucio de su amor propio. Todo el entusiasmo que, en vaga relación con la materia y por inducción de su padre, había puesto por su cuenta en la lectura de algunos textos legales de carácter fundamental, fue pisoteado como una larva.
El tío miró de soslayo, suavemente, al más soturno de sus sobrinos, y se los llevó a los dos de vuelta al establo, en cuya parte trasera les mostró la porqueriza donde comía la piara hocicando tumultuosa en el pilón. Alfonso estaba encantado de ver la obscena voracidad de los cerdos, porque a él se le presentaba como un paradigma de torcida incivilidad, si bien no había sido educado en la violencia. Indeciblemente cariñoso con su hermana, podía concebir un mezquino afán de competencia acaso inculcado por (o contra) su padre, que sólo sabía desahogar, sin darse cuenta, mediante felones puyazos. Sancho en cambio dejaba flotar su ánimo desceñido sobre la franca corpulencia alborotada y rosácea de los animales, permitiendo que un relajo de súbita inocencia le invadiera.
Durante la comida, Sancho echó de menos a sus padres, que aún iban a tardar dos días en volver. Cuando la tía Marga, esposa de Hernando, quiso cocinarle otro segundo plato porque notó que el estofado de ternera no le apetecía, aprovechó Alfonso para zaherirle, ya por deporte, pero con tal sutileza que la madre de éste no se dio cuenta o no juzgó necesario amonestarle, mientras el padre miraba por la ventana con aire suficiente y desentendido. La prima jugaba en el sofá con la gata.
Más tarde, hacia el crepúsculo, el tío Hernando acompañó a los dos muchachos y al padre de Alfonso al cerro desolado, desde donde se avistaba, bajo torturados celajes, una hondonada formidable, frondosa de soto, que atravesaba el río brumoso frente a la hierática sierra enmantada de robles y pinos. Recordó a su hermano cómo, cuando él y el padre de Sancho apenas habían nacido, debía traer a pacer por esos andurriales, con diez años, las ovejas del abuelo. Si merodeaba algún lobo se quedaba lejos, pero cierta vez brotó del amanecer uno de entrecejo muy prieto, carnoso, con grandes ojos de vidrio amarillo. El hombre se entretuvo en los aderezos dramáticos de la anécdota, puede que para vanagloriarse. También para impresionar a los críos con cierta opaca aspiración. Si bien la manada no se acercaba al cortijo, lo cierto es que aquel ejemplar jugueteó con el perro pastor como lobo ojeador que hostiga al jabalí a la espera de que lleguen sus compañeros para perpetrar la carnicería. Al niño que era lo había hendido el terror, al rayar del alba, del inminente torbellino de predadores. Aunque no lo pareciera, en el cortijo era difícil que se oyeran voces de auxilio dadas desde aquella cima. Señaló entonces un otero de módica altura a la izquierda, donde descollaban una encina y una escuálida borda derruida que él reedificara después, junto a la cual habían asomado de pronto dos siluetas lobunas. Cuando Alfonso se protegía con una sonrisa incrédula y Sancho miraba de hito en hito a su tío, los lobos, súbitamente, desaparecieron de escena en el relato y el niño recogió el rebaño a la majada en relativa calma.
Alfonso suspendió sobre Sancho una sonrisa lánguida mientras envolvía en una frase inane el cintarazo de una alusión a su peso.
Las cuatro figuras descendieron también por la ladera suave, vestida de forraje, hasta el caserío, a tramos encalado de blanco y a trechos de obra vista, empenachado por una torre no muy airosa. El padre de Alfonso se golpeó en la espinilla contra el poyo de la entrada y profirió algún reniego que disparó la risa de su hijo. Por la noche, Sancho apenas pegó ojo: acechó desde la cama a las tinieblas, que dormían plácidas sobre la dehesa, la colina, el viento, los olivos. Se sentó en la salita del televisor cuando alboreaba. Durante el desayuno, el tío Hernando trajo tres cañas de pescar bajo un semblante dadivoso. El padre de Alfonso se entusiasmó con la idea, de la que no sabía nada. Tras calzarse todos unas botas quizá prescindibles y pertrecharse con cestos y fiambreras, alcanzaron la ribera, embalsamada en una luz radiante y tierna. Les acompañaba un lebrel todavía muy joven. Sancho se vio desplazado educadamente a la derecha del tío Hernando, que le cedió un buen rebaje de la roca. Se montaron ninfas y se pescaron dos nutrias y alguna trucha. Se convirtió en un espectáculo algo bochornoso el monopolio que Alfonso hacía de la sacadera, por lo que Sancho, poco interesado en competir, se llevó un resbalón en el bajío y caló en el agua media pierna, al mismo tiempo que se magullaba una mejilla con la tierra. Más que el tirón físico fue otra vez una bofetada la fresca altanería con que su primo, menos corpulento, infligía estos agravios.
Mientras se comían los bocadillos, si alguna avispa acudía, el tío Hernando la dejaba corretear tranquilamente por sus manos, hasta que, harto, mató dos de dos palmadas que acababan en una fricción rotunda. Tras el café en tetera, el padre de Alfonso tuvo que irse y se volvió al cortijo con algunos aperos, dejando de súbito a los dos muchachos en una suerte de tierra incierta, en la cual Sancho parecía abocado a una lóbrega expectativa de alevosías insospechadas de parte de su primo, puesto que el otro tío se alejó unos cuantos metros a lo largo de una poza adyacente. Alfonso suspendió sobre Sancho una sonrisa lánguida mientras envolvía en una frase inane el cintarazo de una alusión a su peso. Aun más, incitó al galgo, que por allí merodeaba, a morderle, no del todo en broma, recreándose en infundirle miedo. Las hojas de los álamos temblones chirriaron un movimiento convulso, un pájaro irreconocible cruzó el río como la sombra de una pedrada. Era el anverso del temor más que el temor mismo lo que en el fondo inquietaba a Sancho, como una parodia verde de cualquier intimidación que pudiera sufrir. Y eso le estaba empezando a hormiguear en la tráquea. No obstante, el horror a los aguijonazos seguía vivo en virtud de una estructura a la que se sentía encadenado y de la que su primo conocía todos los resortes.
Rompió una rama de tomillo y el aroma le alentó. El tío Hernando volvió zigzagueando por la orilla. Mientras el perro se le arrimaba a una pierna, Alfonso le pidió que los llevara a los dos de nuevo a la cima del monte, donde viera a los lobos. Aunque empezaba a atardecer, el tío finalmente transigió y Sancho no quiso negarse, acaso por vergüenza. Desde aquel apartadero del río, ascendieron por una senda flanqueada por monte bajo que tras varios escalones de piedra los llevaba a una especie de risco. Desde ahí pudieron avistar la choza. Eran todavía las cuatro de la tarde, el sol se desparramaba con majestad. Las chicharras, agarradas a la corteza de algunas encinas y robles, cantaban rabiosamente. El galgo se lanzó a la carrera por la otra falda de la montaña hasta perderse entre los arbustos que limitaban el campo. Los tres caminaron en dirección al cerrillo mientras Alfonso pedía más detalles sobre la experiencia de marras. El tío callaba, como si la historia hubiera sido una linda filfa o como si ahora ya no pudiera confundirse con el paisaje, es decir, como si la mirada sobre ella ya no fuera civilizada, ni siquiera natural, sino animada.
El tío Hernando se sentó en un rodillo de era, en desuso, mientras echaba la vista a los matorrales por donde correteaba el can. Al cabo de un rato, suspiró mientras apoyaba las manos sobre los muslos, en ademán de levantarse, y advirtió a los muchachos de que debía bajar junto a la casa a segar una de las últimas hazas de cebada, puesto que era la mejor hora. Alfonso insistió en quedarse un poco más, porque, al parecer, no podía dejar de rodear la barraca con un palo en la mano. El tío accedió, no sin reservas, siempre que bajaran ellos solos al cabo de un cuarto de hora. De todas maneras, se llevaba al galgo para que no se les extraviara. Sobre Sancho osciló el vislumbre de un dilema, entre acompañar sin más ambages a su tío, puesto que no le encontraba sentido a permanecer, o probar la comezón que le bullía en el pecho. Esto último le extrañaba, porque la sensación parecía arraigada en sus distantes fobias, esas que crecían a pesar de su personalidad circunspecta y cada vez más resistente. ¿Es que le gustaba que le humillaran, como había llegado a barruntar alguna vez?
Colocó una mano sobre el pecho de Alfonso, que tendido en el poyo pateaba con furia y braceaba queriendo golpearle la cara.
El perro acudió al silbo ronco y la faja salvó de un salto renco la pared de un bancal. Se perdieron ambos por otra trocha que pasaba tras de varias pitas hasta alcanzar más por lo derecho las cercanías del cortijo. Alfonso rodeó otra vez la choza y pareció vagamente sorprendido de la candidez de su primo, que volvía a darle campo ancho para alguna perrería. Sólo que ahora, en lo alto de la loma, acaso el mayor aliciente de sus envites, la presencia de otras personas que evidenciaran su superioridad sobre Sancho se había desvanecido. No había, pues, más estímulo que jugar con su pusilanimidad. Acercarse con el palo o recordarle los lobos podía servir. De todos modos, esa necesidad de asistentes le hizo sentir la importancia de una urdimbre social. Ahora estaban en los lindes. No podía entender muy bien el sentido de ese matiz pero en cualquier caso aún fue capaz de clavar una mirada de guasa sobre el otro.
Sancho respiraba tranquilo, perfectamente desahogado. Percibía que ahora no sólo no tenía el menor valor el afán de burla de Alfonso, pero es que se esfumaban de un soplo cuantos abusos hubiera experimentado. No habían sido nunca físicos, ni siquiera reales, sino meras convenciones en un medio artificial. Al resquebrajarse esa especie de velo, Sancho se vio caer en la misma cerrazón previa al alba en que se subieron al otero aquellos dos lobos. Devolvió entonces la mirada a su primo. Éste se detuvo desorientado. Estaba a unos cinco metros, con la vara. Durante unos segundos se comunicaron en silencio. Alfonso comprendió qué había entrevisto hacía poco. El semblante de Sancho se ensombreció, con decisión, como algo necesario. Su primo abrió los ojos con cierto espanto y corrió unos metros hacia atrás. Sancho se alzó rápidamente para alcanzarle. Ninguna palabra medió, persiguió uno y huyó el otro calladamente. La fragilidad súbita de esa escapada tropezó con una raíz y, quizá sin sentido, confió encontrar refugio en la choza, cuando el agro se extendía, acaso salvador. O quizá no. Sancho trepó el cerrillo pisando los talones a su primo y al entrar en la caseta vio caer a Alfonso, del todo indefenso, sobre un poyo desigual colocado junto a la pared derecha. Había dentro un trillo roto y una hoz, vieja, al parecer embotada y oxidada. Sólo una luz tenue, decadente e indecisa se colaba por la puerta y una abertura en el techo. Alfonso empezó, de pronto, a gritar bien fuerte, de puro terror. Sancho pensó un instante en el galgo. Le pareció oírlo llegar a todo correr, apostarse a la puerta y ladrar alborotado en su contra. De todos modos, colocó una mano sobre el pecho de Alfonso, que tendido en el poyo pateaba con furia y braceaba queriendo golpearle la cara, amarrándosele a la camiseta, arañándole los brazos. Agarró la hoz, que no tenía mango, y la soltó dos veces con un tiro macizo sobre su primo, quien chilló más allá de toda esperanza. El tercer golpe fue certero, sobre la sien, donde se clavó unos centímetros la punta algo roma de la curva cuchilla. La sangre salió apenas vigorosa, con un simple borbotón y cuatro regueros que les mancharon a ambos en la cara y en el tronco. A Sancho también en las manos. La última percusión le había tumbado sobre Alfonso, porque éste también, al final, le tiraba del brazo con que le sujetaba.
El cuerpo agonizante de su primo cayó definitivamente al suelo. Todavía no se había girado pero estaba convencido de que el lebrel le esperaba a la puerta, desafiante, aunque sin proferir un ladrido. Esto le devolvía ladera abajo y la antigua red de temores se anudaba de nuevo. Por fin se rodeó, pero no había absolutamente nada. Sólo se divisaba a lo lejos la vieja senda que conducía al soto de la ribera. Algunas ramas de la encina pendían intemporales sobre esa vista serena.
Fuente: http://letralia.com/letras/2016/11/12/educacion-para-la-ciudadania/
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