Es un tercer piso, una antigua clínica en la que cuidan de más de 15 niños que han tenido que escapar de las bombas.
Mantener una conversación en el tercer piso del edificio que alberga el centro de acogida Welcommon, en Atenas, resulta casi imposible. Mientras afuera cae la noche, más de 15 niños corretean por los pasillos de esta antigua clínica, formando un escándalo atronador de gritos y forcejeos que, si no fuera por la falta de derrumbamientos, podría ser categorizado de cataclismo.
«Y así siempre, son un auténtico terremoto«, admite con una sonrisa el director del centro, Nikos Chrysóyelos, tras mandarles bajar el tono por cuarta vez en menos de un minuto.
Son refugiados sirios, criaturas de entre cinco y siete años que han crecido rodeados de fuego y miseria, entre el estruendo de las bombas y las ráfagas de disparos. Chavales cuya casi única referencia es la guerra, la angustia y la violencia.
Dentro de una de las salas, trabajadores y residentes del centro prestan atención a una proyección que muestra las actividades culturales recientemente organizadas. Una de ellas acaba de tener lugar en el mismo espacio de la proyección. Colgados de las paredes lucen a modo de exposición dibujos, fotografías y murales realizados por algunos de los jóvenes que, junto a sus familias, viven en este edificio.
«Con esta actividad, por ejemplo, hemos querido que los chicos expresen lo que sienten, lo que desean o lo que recuerdan de la huida de sus países de origen y su travesía hasta aquí», explica el director Chrysóyelos. Varias de las pinturas son obra de las hermanas Malva y Heba Suleiman, que llegaron a Welcommon hace nueve meses tras un año de viaje en el que dejaron atrás su Siria natal.
«El presente es sombrío, pero nunca perdemos la esperanza», comentan delante de una composición acrílica elaborada por ambas. Sobre el lienzo, la silueta negra de una pareja se resguarda de una lluvia policromática de mil tonalidades.
Justo al lado, otro dibujo, este a lápiz, retrata su viaje por el Egeo hasta llegar primero a Turquía y después a Grecia. De aspecto gris, la única nota de color la ponen unas gotas rojas que caen debajo de una lancha que surca los mares. En el cielo, un versículo del Corán y decenas de marcas que simbolizan las almas de los caídos en el fatal periplo.
Un periplo que para ellas acabará, al menos en términos espaciales, cuando sean reubicadas en Dinamarca, país en el que se les ha concedido su petición de asilo y donde planean estudiar Bellas Artes.
Apoyo didáctico y emocional, necesarios para su desarrollo
«Las tareas de educación y socialización con los chavales es fundamental para su desarrollo personal y su porvenir«, cuenta Jordi Tolra, responsable de un equipo de jóvenes voluntarios que ha viajado de Barcelona a Atenas para brindar su apoyo a los refugiados del centro en una estancia de 10 días.
Durante ese tiempo, los voluntarios interactúan con los refugiados sentándose a comer con ellos, colaborando en actividades y, en definitiva, ofreciéndoles soporte emocional y didáctico.
«La mayoría de estos chicos lleva muchísimo tiempo sin estudiar, algunos incluso años. Si pierden completamente el hilo educativo a la larga pueden ser pasto de un futuro gris, caer por ejemplo en las drogas o en la delincuencia», añade.
Tolra insiste en la importancia del aspecto psicológico en el tratamiento sanitario de los refugiados y critica la falta de recursos dedicados a algo muy necesario. «Llegan en condiciones terribles después de haber vivido un auténtico infierno y apenas hay nadie que atienda estas necesidades», lamenta.
Además de los talleres de pintura, el centro organiza cursos en inglés, árabe y griego, visitas a museos, excursiones y hace especial hincapié en un aspecto: enseñar a los pequeños a jugar sin violencia.
«Tienen mucha tendencia a destrozar cosas, sea lo que sea. En este sentido intentamos que aprendan a ser respetuosos con los demás y que rectifiquen costumbres y hábitos que han adquirido por las experiencias vividas y la falta de educación recibida», hace saber Chrysoyelos. Mientras lo cuenta, un puñado de chiquillos se empujan entre ellos a voz en grito. La escena es típica teniendo en cuenta su edad, pero el excesivo bullicio permite deducir algo: el trabajo será largo y difícil.