Venezuela: Condenan a 16 años de prisión a 6 luchadores sociales que protestaban por salarios dignos

Por: Braulio Polanco

Varias Organizaciones No Gubernamentales (ONG) informaron la tarde de este martes 1 de agosto que los trabajadores y luchadores sociales Alcides Bracho, Alonso Meléndez, Emilio Negrín, Gabriel Blanco, Néstor Astudillo y Reynaldo Cortes fueron condenados a 16 años de prisión.

Estos activistas, que habían estado exigiendo en las calles salarios dignos y protestando contra el instructivo Onapre, fueron detenidos en julio de 2021 y han sido condenados por los delitos de conspiración y asociación para delinquir.

“El sistema de justicia de Venezuela está viciado”, publicó la ONG Provea en su cuenta de Twitter, donde afirmó que la condena fue “arbitraria” y detalló que se utilizaron presuntas capturas de WhatsApp para justificar “conspiración”.

“El único testigo de la denuncia NUNCA se presentó en 1 año y 2 meses”, agregó Provea.

Por su parte, el Observatorio Nacional de Derechos Humanos denunció en su Twitter que la juez Grendy Duque del Tribunal Segundo de Terrorismo “condenó a los 6 luchadores sociales sin elementos de convicción en su contra y tras un proceso judicial plagado de violaciones al debido proceso”.

Los seis detenidos se encuentran en la sede de la Policía Nacional Bolivariana en La Yaguara.

Condenan a 16 años de prisión a 6 luchadores sociales que protestaban por salarios dignos

Comparte este contenido:

Las heridas abiertas de la guerra sucia

Por: Luis Hernández Navarro

Apesar de la diferencia de edades y de las ciudades de origen, sus recuerdos concuerdan. Ambos son guerrerenses y luchadores sociales. El profesor Vicente Estrada Vega, estudiante de la Normal Rural de Ayotzinapa y compañero en distintos momentos de Lucio Cabañas, nació en Taxco, Guerrero, y creció en Tixtla. Su padre fue minero. Tiene 87 años. El antropólogo Abel Barrera, defensor de derechos humanos, vio la luz en Tlapa, hace 62 años. Su familia se dedicaba al comercio. Forma parte de la Comisión de la Verdad.

Vicente cuenta: “Conozco desde niño la tonada de los soldados que protegen al estado. Viví mi niñez en Tixtla y ahí jalaban a los indios de por Atliaca. Vi cómo los agarraban, los maltrataban, los amarraban con un palo atravesado y los arrastraban; cómo los colgaban y los fusilaban.

“Fui a Los Piloncillos, que es un caso histórico. Está a 60 kilómetros sobre caminos muy adentro de la Sierra. La gente se había ido al campo. Ya no estaban los hombres que trabajan. Ahí llegó el Ejército. Fue como a las 9 de la mañana. Engañó a la gente. Gritaron “¡Viva el Che Guevara!”. En realidad iban a matarlos. Agarraron a los que pudieron, como a siete gentes y los asesinaron ahí en la cancha.

El pueblo agarró y se fue a la comandancia a preguntarles a los militares: ¿por qué? El general, o lo que haya sido, pretextó: nosotros no fuimos. Nunca mandamos tropa. Los campesinos le respondieron: “¡Cómo no! Nosotros vimos que eran los guachos los que mataron a nuestros compañeros”.

“Supe cómo agarraban y les decían a los campesinos: ‘súbete a la palmera y corta cocos’. Y ya arriba, los cazaban, los mataban. Es muy triste.”

Corría la década de 1970. Abel rememora sus tiempos de seminarista. Vio cómo la policía judicial y el Ejército bajaban de la Montaña a indígenas amarrados como si fueran animales. Los traían caminando, salvajemente golpeados, con la ropa raída y los pies desnudos y ensangrentados.

Los uniformados, que se ostentaban como la ley y el orden, con pistola al cinto, los acusaban de haber matado, robado o violado. Los llevaban hasta la comandancia, en pleno zócalo, y después de torturarlos, los dejaban atados en la calle para el escarnio público. No era un hecho casual. Sucedió una y otra vez. Algunos de los detenidos ni siquiera llegaban hasta la ciudad. Simple y sencillamente los colgaban en el camino.

Desde que en 1994 se formó el Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan, Abel ha escuchado, literalmente, cientos de abusos de policías y soldados en toda la geografía guerrerense, contra indígenas, campesinos, maestros, ecologistas y mujeres. Los informes que documentan esas gravísimas violaciones suman miles de páginas.

Zacarías Osorio Cruz es un ex militar mexicano asilado en Canadá. Fue parte del Cuerpo de Paracaidistas del Ejército. Especialista en tiro, recibió, en varias ocasiones, una instrucción tajante por parte de sus superiores: desaparecer a campesinos y luchadores sociales guerrerenses.

Recibía ciertas órdenes y me elegían porque mi especialidad era disparar. La orden era que tenía que desaparecer a esta gente, que tenían que morir porque le traían problemas al alto mando, declaró bajo juramento al solicitar refugio político en aquel país.

Zacarías realizó su primera operación en Atoyac, Guerrero. Los desaparecidos fueron, según él, quienes encabezaban a ciertos grupos que querían manifestar su descontento con el gobierno. Estos eran los que eran arrestados y puestos en nuestras manos.

Los operativos en los que Osorio Cruz participó no fueron obra de un escuadrón de la muerte que actuara al margen de las fuerzas armadas. Fueron acciones de guerra en forma, realizadas por militares en servicio, en cumplimiento de órdenes oficiales.

Una de las piezas más dramáticas del rompecabezas de esta guerra contrainsurgente fueron los vuelos de la muerte, en los que soldados y miembros de la aviación arrojaron al océano Pacífico a opositores y presuntos guerrilleros. Años después del testimonio de Osorio, la Comisión de la Verdad (Comverdad) formada por el Congreso de Guerrero, recuperó de evidencias de estas barbaridades.

Entre las evidencias que la comisión obtuvo hay tres relatos, dos de sobrevivientes y uno más de un piloto de la Fuerza Aérea Mexicana, que arrojan luz sobre las tinieblas de estos sobrevuelos. Metían a las víctimas en sacos de ixtle llenos de piedras. Algunos iban aún vivos. Los aviones descendían para tirar los cuerpos mar adentro. En las comunidades costeras empezaron a aparecer restos humanos.

La comisión encontró también un reporte “en el que se señala que, cuando empezaron aparecer cuerpos mutilados, quemados, torturados, se especulaba en la sociedad si pertenecerían al hampa y serían venganzas. Sin embargo, el mismo informe dice que discretamente se llegó a conocer que eran personas relacionadas con Lucio Cabañas. La lista de las atrocidades perpetradas por los militares es interminable.

En la ceremonia de instalación de la Comisión para el Acceso de la Verdad, el Esclarecimiento Histórico y el impulso a la Justicia de las Violaciones Graves a los Derechos Humanos cometidas de 1965 a 1990, el general secretario Luis Crescencio Sandoval anunció que se autorizó a inscribir los nombres de militares fallecidos con motivos de los hechos del pasado en el Monumento a los Caídos de las Fuerzas Armadas. La indignación entre los familiares de las víctimas explotó.

“Me quiero equivocar –dice Vicente Estrada cargando sobre sus hombros una larga lista de agravios de militares–, pero este gobierno no va a resolver el asunto de los desaparecidos. Conozco al Ejército. Para que cambien, debe empezar por hacerse una autocrítica profunda de qué es lo que han hecho mal ante el pueblo. Pero hasta ahora no se les ha visto el interés. Nosotros vamos a seguir con el mismo problema”. Más claro, ni el agua. Las heridas siguen abiertas.

Twitter: @lhan55

Fuente: https://www.jornada.com.mx/2022/06/28/opinion/019a2pol

Comparte este contenido:

Buen viaje, don Horacio Guarany

Por: Ilka Oliva Corado

Siento un amor profundo por Suramérica y, eso es gracias a Violeta Parra que me embrujó con su poesía y su canto. Junto a ella Mercedes Sosa, otro de mis grandes amores.

Me acabo de enterar de la muerte de Horacio Guarany, y vienen de golpe los recuerdos de los primeros años de mi destierro, la fría soledad y la desolación del auto exilio, las noches de pesadillas e insomnio, las madrugadas gélidas en la lejanía. La añoranza por mi terruño amado en un país desconocido, en medio de un mar de culturas e idiomas, sola en mi soledad.

La melancolía por los celajes de mi Guatemala, las montañas verde botella, las calles empolvadas de mi arrabal, los cerros de mi natal Comapa, aquello que fue mi raíz y mi sustento durante los primeros 23 años de mi vida, ya no estaba ahí. Yo estaba lejos, a miles de kilómetros sin un punto fijo, sin tierra firme, sin horizonte alguno y con mis alas rotas. Sintiéndome fracasada e inservible.

Una agonía perenne con carácter de irreversible me consumía lentamente, un rechazo automático a lo que no era propio, y me hundí en el alcohol que fue mi compañero fiel en aquellos años de depresión profunda. El único que me mantenía sedada para no sentir ni pensar, para no saberme extranjera y en la diáspora sin camino qué seguir. Herida y moribunda.

Años duros con fuertes batallas emocionales fueron aquellos, una lucha de vida o muerte contra los infiernos internos que se presentaron poderosos para aniquilarme.
Y en aquella oscura soledad aparecieron Violeta Parra y Mercedes Sosa que me presentaron a los cantores de la Suramérica que tanto amo, entre ellos Horacio Guarany.

Una Suramérica desconocida en su totalidad para mí, que fui conociendo poco a poco gracias a una computadora que fue la primera estafa que viví en este país, esa computadora era mi recurso para entrar al mundo del internet y descubrir todo aquello que me maravilló de la trova suramericana. Como el insomnio no me dejaba dormir y cuando lo lograba las pesadillas de la frontera me despertaban, a sacudones, entre gritos y sobresaltos, entre lágrimas y renuncia; acudía a la computadora que me mantenía ocupada toda la noche y toda la madrugada hasta el amanecer, que era otro tormento porque no había paso para el inconsciente.

Gracias a la estafa de esa computadora mi mente se mantuvo ocupada mientras escuchaba música de los trovadores de Suramérica y leía de otros parajes ajenos a mi infancia en mi arrabal.

Gran diferencia generacional me separaba de los trovadores de la Latinoamérica soñadora, y sin embargo se convirtieron en mi refugio. Su poesía y su música le dieron vida a mi corazón migrante y destrozado. Acompañaron el terrible dolor del desarraigo.

Gracias, don Horacio Guarany, por haber sido mi refugio junto a los trovadores del Sur, en aquellos años de desamparo, que en la cuerda floja ayudaron a fortalecer mi carácter y mi espíritu. Mi amor y mi reverencia a la Violetona Parra y a Mercedes Sosa, por tanto.

La poesía y la música, curan, claro que sí.
 
Fuente: Blog de la autora: https://cronicasdeunainquilina.com/2017/01/13/buen-viaje-don-horacio-guarany/

Comparte este contenido: