Por: Carmelo Marcén
En EEUU se tiran cada año 1.600 millones de bolígrafos. China fabrica 38.000 millones en ese tiempo. La mayor parte están hechos de plástico. Tal vez es hora de hablar de sus usos.
En tiempos ya le dedicamos aquí un artículo, preocupados por el escaso reconocimiento universal que disfrutaba a pesar del papel que ha desempeñado en la educación. Pero debo confesar que hacía tiempo que no mantenía comunicación con él, ocupado en entender asuntos más grandes como el cambio climático, la pérdida de la diversidad o el consumismo que está acabando con el planeta.
Me vino otra vez al encuentro porque en casa me preguntaron a qué contenedor debía llevarse un bolígrafo de plástico una vez utilizado. De entrada dije que al amarillo, pues la mayoría llevan partes plásticas y metálicas. En mi familia nos picó la curiosidad y contamos los bolígrafos que teníamos. La sorpresa fue mayúscula: ¡Eran 68!, ahora que casi todo lo escribimos en el ordenador y lo guardamos en archivos o nos lo imprime la impresora. Los había de todos colores y modelos: más o menos anatómicos, con muelle o sin él, silenciosos o con clic anunciador de estar dispuestos al uso, y recargables o no. Entre estos, unos portaban una carga estilizada y otros la tenían con sección circular mayor.
Admiro a los bolígrafos desde que me hicieron más fácil la escritura; los de más edad aprendimos con ellos a anotar cosas con algo que no fuera un lápiz y a dejar constancia de nuestros sentimientos y proyectos. Por mi reconocimiento hacia ellos, supe que fue el húngaro László Bíró quien los imaginó al observar el viaje de una piedra por un charco y patentó en 1938 un artilugio que iba a revolucionar la escritura y, por extensión, la cultura universal. La persecución nazi lo hizo huir desde su país a Argentina. Desde allí “los lapicitos a tinta Birome”, así se llamaban, llegaron a EE.UU., donde, como casi siempre, se hicieron con las patentes más prometedoras.
Para quienes hace muchos años que abandonamos la escuela, no se nos olvida el impulso de las marcas americanas como Reynolds y Parker –la aristocracia de la escritura– y sobre todo la francesa Bic. Hay que contar que el señor Marcel Bich vio hacia 1950-1961 en la punta esférica de Byrone una manera de poner en la mano de todo el mundo un bolígrafo que le permitiese la escritura ágil y por eso compró la patente para Europa. De todo ello quedó constancia en aquel cantarín anuncio que los chicos y chicas de hoy deben escuchar. Tanto éxito ha tenido el Bic que figura en un lugar importante del MOMA (Museo de Arte Moderno de Nueva York) y en el Centro Pompidou de París (Museo Nacional de Arte Moderno).
Indaguen con el alumnado cómo ven el bolígrafo: pídanle que escriba una frase sobre él o que le dedique calificativos. Anoten lo uno y lo otro en la pizarra y jueguen con estas ideas; es posible que así se valore la importancia de las cosas pequeñas. De paso, les pueden informar que hoy casi todos están fabricados con poliestireno, aunque la bolita deslizante suele ser de acero y el capuchón de propileno. Hagan un cuenteo de los bolígrafos que portan chicos y chicas en sus estuches. Anoten el número total, a cuantos salen por persona, separen los que sean o no recargables, miren si alguno de ellos está fabricado con un material diferente al plástico. Cuenten al alumnado la carta que ha escrito a mi clase para relatarnos sus pesadumbres, que el tiempo y las nuevas modas no hacen sino aumentarlas. Se lamenta de que, a pesar de seguir prestando sus servicios con humildad y sin excesivo costo, se ha visto arrinconado por los ordenadores y tabletas. Me dice que da igual que sus diseños sean elegantes y modernos, su figura más o menos anatómica, con o sin tecnología punta, etc. Muchas veces ni se usa; cuando sí se hace, si la carga de tinta no fluye como debiera o se termina, todo él acaba en la basura. Tiene razón, la acelerada “sociedad del ahora mismo” en la que estamos inmersos desdeña lo todavía útil, aunque sustituirlo por algo igual o similar suponga un aumento considerable de materia y energía, además de provocar efectos contaminantes como la acumulación de tóxicos en el medioambiente.
Pero el mensaje más contundente que quería hacerme llegar el bolígrafo era su adhesión a una campaña para reducir el mundo plástico. En ella se propone que no se fabriquen bolígrafos de un solo uso y que se elaboren con plástico 100% reciclable, además nos invitaba a instalar contenedores para su recuperación en todos los centros educativos, asociaciones de barrios, papelerías, ayuntamientos, etc. Nos informaba de que cada año se desechan unos 1.600 millones de ellos en Estados Unidos de América –lo asegura la EPA, que es la Agencia de Protección Ambiental–, que en China se fabrican unos 38.000 millones.
En la misma carta, nos anima a pasarnos por una papelería o por la sección de material escolar de la gran superficie comercial, para fotografíar su plastificado estuchado y proyectar en clase las imágenes, para ver si nos dicen algo. Así podremos saber si predominan los de un solo uso y ver si portan o no instrucciones de reciclado o recarga; también nos decía que nos fijemos si en esos comercios venden cargas para renovar una y otra vez su uso. Al final, con letras grandes, nos informaba de que no deben arrojarse al contenedor amarillo, que ha conocido una empresa, Terracycle, que los recoge y trata sus materiales; en su web informan de sus puntos de recogida, que en ocasiones están en colegios o ayuntamientos, y de la forma de hacérselos llegar si no se pueden llevar a esos lugares.
Finalizaba la carta con un consejo que debería hacerse universal y recordarse siempre: ¡Fuera ya de la escuela los bolígrafos de un solo uso!
Fuente e imagen: https://eldiariodelaeducacion.com/ecoescuela-abierta/2019/05/17/el-boligrafo-escribe-a-mi-escuela-para-alertar-del-uso-del-plastico/