Ciudadanos o esclavos: sindicatos y dignidad del trabajo

odos los grupos sociales, desde los transportistas a los médicos, desde los campesinos a las grandes empresas, tienen tendencia espontánea a identificar y defender sus intereses colectivos. El capitalismo neoliberal les asigna el vocablo de grupos de interés o lobbies y pretende degradar a ese rol el papel de los sindicatos. Pero objetivamente son mucho más que eso.

El hecho de vivir del propio trabajo ha constituido durante mucho tiempo un cemento suficiente para favorecer una identidad común que surge del conflicto con el capital. Siempre fue, no obstante, una identidad trabajada tarea que ha correspondido a los sindicatos de clase, organizaciones volcadas en integrar lo disperso, dotándole de una unidad que nunca surgió de forma espontánea.

Observar el mundo desde los ojos del trabajo es una tarea que requiere integrar a los diferentes colectivos resaltando lo que comparten: una perspectiva que concibe el mundo como una patria común sin depender del origen de las personas ni de su capacidad económica, sin servidumbres de ningún tipo; que entiende la libertad como la ausencia de explotación y dominio de unos sobres otros; que entiende el interés general como el resultado de la cooperación voluntaria de las mayorías en un entorno de equilibrios, hoy necesariamente vinculado con el medio ambiente. Al final, descendiendo a lo concreto, late el sueño de concebir la empresa como una organización de personas libres organizadas para crear y compartir riqueza.

La lucha por esa construcción del futuro  a largo plazo se articula en una dialéctica en las que se alternan propuestas de resistencia, confrontación o colaboración integradas en un mismo discurso. Cuál debe ser hoy ese discurso es la cuestión.

La tarea de reajustar el discurso del trabajo en tiempos complejos. 

La complejidad y globalidad de los procesos productivos y tecnológicos ha diluido la solidaridad primaria asociada a formas de trabajo y explotación simples. Lo que entendemos por crecimiento se ha convertido en un proceso de apropiación del excedente que trasciende a las empresas y que aspira a extraer plusvalías del ciudadano en todos los espacios de su vida: cuando va al banco, se compra una vivienda o pretende curar sus dolencias, en su hogar o en el transporte, cuando trabaja y cuando se dedica al ocio.

El desarrollo del último capitalismo está lleno de contradicciones. Cuanto mayor es la productividad del trabajo, mayores son los beneficios empresariales y mayor la apropiación por el capital del valor creado; cuando mayor es la presencia del trabajo intelectual, mayor su sobrecualificación, mayor su precariedad y mayor su exclusión en la gestión de las empresas;  cuando mayor es la globalización de la economía y mayor capacidad ofrecen las tecnologías para trabajar en red, mayor es la fragmentación de los procesos y mayor es la penosidad del trabajo sufrido en solitario.

En la medida que el nuevo poder empresarial se fortalece también se difumina y oculta, se hace invisible pero se siente en todas partes. Es un poder que todo lo ve porque la tecnología se lo permite. Mientras los primeros directivos se sienten dioses con su poder absoluto, la empresa se convierte en una organización obsesionada por la vigilancia, el control y la penalización por incumplimientos.

La forma en que se ejerce el poder acaba impregnándolo todo: construye íntimamente al sujeto, moldea al trabajador. Cuando las fronteras del tiempo y lugar se diluyen, el trabajador-ciudadano pasa a ser una mercancía potencialmente trazable las 24 horas del día. Entonces, los derechos laborales y los derechos ciudadanos se entremezclan y funden. Afectan a la vivienda, la movilidad, los cuidados, la privacidad, la desconexión o la intimidad.

Paradójicamente, aunque la sobreexplotación se instala en el mundo la invisibilidad del poder favorece que el sentimiento de «estar explotado» se mitigue. En su lugar, resucitan otras sensaciones que podemos identificar con las de frustración, exclusión, marginación, ninguneamiento, desprecio, indiferencia… La dignidad humana recupera protagonismo. El movimiento de lo indignados que se extendió por el mundo en la década pasada fue un movimiento ciudadano, pero ahondaba sus raíces en la indignidad del trabajo actual.

Los efectos de la precarización de los trabajadores del conocimiento

Es evidente que estos cambios obligan a ampliar el foco al mensaje sindical mientras atiende sus asuntos de siempre y en particular, hoy, la pérdida de poder adquisitivo como manifestación urgente de la crisis energética y de relocalización de procesos productivos.

El reto es inmenso. Las capas intermedias de profesionales sienten envilecida su situación por la externalización del conocimiento que, por un lado, devalúa su trabajo hasta confundirlo con el de operadores de aplicaciones y plataformas, sin capacidad de aportar valor, mientras, por otro, se les margina en análisis y estrategias departamentales, trasladadas a consultores. Afectadas de una precarización creciente acabarán fomentando plataformas para defender sus intereses si los sindicatos de clase no son sensibles  a su situación. Incorporar esas preocupaciones en elecciones sindicales y convenios es fundamental para integrarlas en una nueva idea de empresa.

Hay que acabar con la concepción monárquica de la empresa y la verticalización creciente de las relaciones laborales, un lugar donde minorías de control asumen el gobierno y deciden por todos. La cúpula directiva que detenta el poder se apropia de la bandera de «lo común» como si el trabajo no fuera empresa, como si avanzar hacia la mejor organización capaz de crear riqueza no fuera el objetivo de los principales interesados en su desarrollo, que son los trabajadores.

La unidad de los diferentes colectivos y capas de trabajadores pasa hoy por hacer confluir sus demandas laborales  e interesarles en el cómo producir y en el qué producir en una lógica de participación en el gobierno de las empresas.

El trabajo es hoy, objetivamente, el grupo social  más interesado en una  mejora continua de la calidad de los activos intangibles (organización, procesos, know how) que es la fuente principal de innovación y de especialización productiva. Y esos activos que no puede adquirirse en el exterior y deciden el éxito de las empresas, precisan de un clima colaborativo que fomente la participación, la inteligencia colectiva y la convergencia de esfuerzos.

Empresa republicana frente a empresa monárquica

Probablemente no estemos en un momento en el que podamos aspirar a un cambio esencial hacia la democracia económica. Difícil imaginar una empresa autogestionada ni plenamente democrática, en la que, por ejemplo, hubiera mecanismos de elección del CEO, pero sí, al menos, aspirar a una organización intermedia, con mecanismos de poder delegados, institucionalizados y participativos que incluyen la codecisión y la participación en el capital.

A ese tipo de empresa que podemos llamar republicana se le puede exigir un clima laboral participativo que dignifique el trabajo. El sistema productivo vigente en el norte y centro de Europa indica que innovación, eficiencia y participación caminan juntos. Reclamar trabajo digno, es identificar al trabajador como ciudadano adulto y libre, no como un siervo asustado o como un esclavo sometido, y a la empresa como el lugar donde se nos ofrece la oportunidad de compartir objetivos para mejorar productos y procesos y crear riqueza.

Hacer sindicalismo será, probablemente cada vez más, ampliar derechos de participación para establecer un contrapoder democrático en la empresa y en la organización del sistema productivo.

Ignacio Muro. Economista. Miembro de Economistas Frente a la Crisis. Experto en modelos productivos y en transiciones digitales. Profesor honorario de comunicación en la Universidad Carlos III, especializado en nuevas estructuras mediáticas e industrias culturales. Fue Director gerente de Agencia EFE (1989-93). @imuroben

Fuente: https://rebelion.org/ciudadanos-o-esclavos-sindicatos-y-dignidad-del-trabajo-2/

Comparte este contenido:

Nuevas marginalidades

El conflicto: razón de lo humano

Las relaciones entre los seres humanos no siempre son precisamente armónicas; la concordia y la solidaridad son una posibilidad, tanto como la lucha, el conflicto, la competencia. La dieciochesca pretensión iluminista de igualdad y fraternidad no es sino eso: aspiración. La realidad humana está marcada, ante todo, por el conflicto. Nos amamos y somos solidarios… a veces; pero también nos odiamos y chocamos. ¿Por qué la guerra, si no fuera así? ¿Por qué cada dos minutos muere en el mundo una persona por un disparo de arma de fuego? Poner el amor como insignia máxima de las relaciones humanas no deja de tener algo de quimérico (¿inocente quizá?): ¿acaso estamos obligados, o más aún, acaso es posible amarnos todos por igual, poner la otra mejilla luego de abofeteada la primera? Nadie está «obligado» a amar al prójimo; pero sí, en todo caso -eso es la obra civilizatoria- a respetarlo.

Diversos autores, en diferentes momentos históricos y con distintos contextos, han expresado esta verdad. «El individuo sólo puede convertirse en lo que es a través de otro individuo; su misma existencia consiste en su «ser-para-otro». No obstante, esta relación no es en absoluto una relación armónica de cooperación entre individuos igualmente libres que promueven el interés común en persecución de la propia conveniencia. Es más bien una «lucha a vida o muerte» entre individuos esencialmente desiguales, en la que uno es el «amo» y el otro es el «esclavo». El dar esta batalla es la única manera como el ser humano puede acceder a la autoconciencia, es decir, el conocimiento de sus potencialidades y a la libertad de su realización», dirá Herbert Marcuse («Razón y Revolución») sintetizando la dialéctica del amo y del esclavo (capítulo IV) de la «Fenomenología del Espíritu» de Hegel, que permitió a Marx entender el sentido de la historia humana y a Lacan su llamado de «retorno a Freud».

Analizando las sociedades dirá Freud en «El malestar en la cultura»: [es imposible] «excluir la lucha y la competencia de las actividades humanas. Estos factores seguramente son imprescindibles«. [Una situación libre de conflictos] «sólo es concebible teóricamente, pues la realidad es complicada por el hecho de que desde un principio la comunidad está formada por elementos de poderío dispar, por hombres y mujeres, hijos y padres (…), por vencedores y vencidos que se convierten en amos y esclavos«agregará en «El por qué de la guerra». Respondía así a una pregunta de Albert Einstein, tan genial como Freud, ambos igualmente de origen judío, quien se acongojaba por la persecución antisemita promovida por los nazis en la Alemania de pre-guerra, preguntando al fundador del psicoanálisis el porqué de ese odio visceral contra alguien. No olvidar, al respecto, que el Vaticano -centro de la Iglesia católica que preconiza el amor entre toda la humanidad- apoyó la atrocidad antijudía. Quedarse con la idea de «amor al prójimo», además de primaria, precaria o inocente, puede llegar a ser peligrosa: en nombre del amor se pueden cometer las peores barbaridades.

La realidad nos enseña, a sangre y fuego, que a veces, solo a veces, hay paz, o eso que llamamos «paz», y que la tensión está siempre presente. El paraíso bucólico de que nos hablan los pacifismos no hace parte de nuestro mundo. El conflicto, entendido al modo hegeliano recién citado, o como lo entiende el psicoanálisis en otra dimensión de análisis, es el motor de las relaciones humanas, por tanto, de la historia. «La violencia es la partera de la historia«, pudo decir Marx en esa línea. De ahí que la pomposa declaración del «fin de la historia» (Francis Fukuyama), algún tiempo atrás en boga cuando recién caía el Muro de Berlín, resulte arrogantemente osada, y por supuesto condenada a sucumbir como una moda más, como de hecho ya sucedió (el mismo Fukuyama se retractó luego).

Aunque injusta y condenable (¿modificable?) la estructura del mundo es ésta: «elementos de poderío dispar» en «lucha a muerte». Esa es la estructura, el fondo, el escenario sobre el que se teje la historia. Toda la cultura nos da cuenta de este fenómeno. En algún lugar de ese movimiento estamos ubicados, como amos o como esclavos (explotadores o explotados, varones o mujeres, discriminadores o discriminados, adultos o jóvenes, «desarrollados» o «subdesarrollados»). Pero puede suceder que alguien quede por fuera del mismo (del movimiento, ¡no del conflicto!). Ese quedar fuera es la marginalidad.

La experiencia humana se construye sobre esa conflictividad; los elementos enfrentados están integrados en una dialéctica única: son tan imprescindibles el amo cuanto el esclavo. Esa totalidad es la forma en que se despliega la vida, la de todos y cada uno; es, por tanto, la normalidad, el término medio estatuido y aceptado. Una comunidad, cualquiera que sea (una pequeña tribu de cazadores y recolectores que no llegó a la agricultura o la más compleja sociedad tecnotrónica, mal llamada «post industrial»), en todo tiempo y lugar, para ser tal necesita una organización que le permita existir y perpetuarse. Todos sus miembros participan de esa normatividad; si alguien queda por fuera es un desintegrado, un marginal. El conflicto, en cualquiera de sus manifestaciones, no es externo a la constitución humana sino, por el contrario, estructural. Si algún humano no tomara parte en él no participaría del todo social.

La marginalidad

Las sociedades se protegen a sí mismas; la cultura reproduce semejantes. Por tanto lo extraño, lo extemporáneo tiende a ser neutralizado. El mecanismo ad hoc es la segregación, la exclusión. Minuciosamente nos enseña Foucault («Historia de la locura en la época clásica») que en la modernidad occidental (capitalismo industrial) se perfeccionó el espacio de marginación de la «irracionalidad» desarrollándose para ello los dispositivos «científicos» pertinentes: el asilo y el médico alienista. La locura no es sólo la enfermedad mental; es todo aquello que «sobra» en la lógica dominante. Así, describiendo a la Salpêtrière -el mayor asilo de Europa en el siglo XVIII-, Thénon dice: «acoge a mujeres y muchachas embarazadas, amas de leche con sus niños; niños varones desde la edad de 7 u 8 meses hasta 4 o 5 años; niñas de todas las edades; ancianos y ancianas, locos furiosos, imbéciles, epilépticos, paralíticos, ciegos, lisiados, tiñosos, incurables de toda clase, etcétera.«.

Queda claro que «marginal» pueden ser innumerables cosas. Así, por ejemplo, Marx hablaba en 1852, en su obra «El 18 de brumario de Luis Napoleón Bonaparte», de un subproletariado, que él llamó Lumpenproletariät (en alemán: Lumpen significa «trapo», «andrajo»), o sea «marginales» que no constituían precisamente la flor y nata de la lucha revolucionaria, el germen de la transformación social en ciernes, el proletariado esclarecido que el decimonónico pensador fundador del socialismo científico veía como la fuerza que transformaría la sociedad. Para describir ese grupo marginal, fue categórico: «Bajo el pretexto de crear una sociedad de beneficencia, se organizó al lumpemproletariado de París en secciones secretas, cada una de ellas dirigida por agentes bonapartistas y un general bonapartista a la cabeza de todas. Junto a roués [disolutos, depravadosarruinados, con equívocos medios de vida y de equívoca procedencia, junto a vástagos degenerados y aventureros de la burguesía, vagabundos, licenciados de tropa, licenciados de presidio, huidos de galeras, timadores, saltimbanquis, lazzaroni, carteristas y rateros, jugadores, alcahuetes, dueños de burdeles, mozos de cuerda, escritorzuelos, organilleros, traperos, afiladores, caldereros, mendigos, en una palabra, toda esa masa informe, difusa y errante que los franceses llaman la bohème: con estos elementos, tan afines a él, formó Bonaparte la solera de la Sociedad del 10 de diciembre, “Sociedad de beneficencia” en cuanto que todos sus componentes sentían, al igual que Bonaparte, la necesidad de beneficiarse a costa de la nación trabajadora.

Ahora bien: ¿quién sobra? ¿Quién, cómo y en virtud de qué decide que alguien sobre? O, por último: ¿puede «sobrar» un ser humano? ¿Qué significa eso?

La sociedad «produce» sus marginales. En nuestra cosmovisión occidental de raigambre eurocéntrica (hoy día ya global, impuesta sobre todas las otras culturas aún existentes en el planeta) la razón es la pauta que guía la marginación; las divergencias respecto a ella son sancionadas como insensatas, inservibles. La consigna es: «el sueño de la razón produce monstruos«, evocando aquella célebre pintura de Francisco Goya y Lucientes. Por cierto, puede entrar en esa divergencia todo lo que se desee (el «etcétera» de la enumeración de Thénon o, a decir de Marx, «toda esa masa informe, difusa y errante«).

Toda sociedad mantiene un cúmulo de pautas y valores que constituye su normalidad; la sociedad industrial, más que ninguna otra (seguramente debido a lo intrincado de su funcionamiento) preserva su normalidad apartando severamente los «cuerpos extraños». En sociedades menos complejas es menor el espacio para la marginalidad; en un mundo super especializado, con una marcada división del trabajo (quedó radicalmente atrás la sociedad de cazadores y recolectores; hoy día es ya casi una exigencia tener postgrados universitarios para ciertos puestos), mundo hondamente competitivo, es más posible que alguien quede en el camino de la integración. En un mundo tan polifacético y complejo, con megaciudades de 20 o 30 millones de habitantes, hay más campo para los sub-mundos; así es que encontramos sub-mundos del hampa, de la mendicidad, de las drogas, de la vida en las calles, toda la cultura underground (¿habrá que agregar de los «incurables de toda clase»?)

¿Quién constituye hoy ese lumpenproletariado? ¿Quién es hoy día el marginal? Reflexionando sobre esto, Fidel Castro se preguntaba: «¿Puede sostenerse, hoy por hoy, la existencia de una clase obrera en ascenso, sobre la que caería la hermosa tarea de hacer parir una nueva sociedad? ¿No alcanzan los datos económicos para comprender que esta clase obrera -en el sentido marxista del término- tiende a desaparecer, para ceder su sitio a otro sector social? ¿No será ese innumerable conjunto de marginados y desempleados cada vez más lejos del circuito económico, hundiéndose cada día más en la miseria, el llamado a convertirse en la nueva clase revolucionaria?«. Es imperioso responderse estas preguntas.

La solidaridad, la tolerancia, el altruismo en su sentido más amplio, si bien se dan a veces, no son, precisamente, lo que más abunda en la experiencia humana. La tendencia a segregar nos sale con demasiada facilidad. «La comunidad humana se mantiene unida merced a dos factores: el imperio de la violencia y los lazos afectivos» dice Freud en una sopesada reflexión de su madurez («El por qué de la guerra», 1932). Amor y odio van de la mano, indisolublemente. Lo extraño, ante todo, produce rechazo. De ahí a su estigmatización sólo hay un paso. Hoy día no se queman en la hoguera del Santo Oficio de la Inquisición a los poseídos («incurables de toda clase» y «etcéteras») sino que se los margina con mayor refinamiento: se los confina (asilos de toda laya: manicomios, cárceles, reformatorios, geriátricos, casas de caridad). Sin ironía: eso es un mejoramiento en la condición humana (encerrado con un chaleco de fuerza ¿es mejor que quemado en la pira?). Pero el discordante sigue siendo el leproso de antaño: encapuchado y con campana para anunciar su paso. Son numerosos los países cuyas constituciones aseguran la no discriminación de las minorías en desventaja. Pero aunque eso esté escrito, la experiencia cotidiana muestra que la exclusión, la marginación, el aislamiento social siguen presentes (piénsese en el racismo del capitalismo de los países llamados centrales, por ejemplo: Estados Unidos y Europa Occidental) La beneficencia, por cierto, es una forma más de segregación.

Podríamos concluir que la marginación es un proceso «natural» de la sociedad complejizada que apoya en características propias de lo humano. Asusta, y por tanto se margina, tanto un vagabundo como un delirante o un débil mental, un homosexual cuanto un seropositivo, una prostituta o un delincuente.

Hacia una nueva marginalidad

No son marginales un soldado que regresa de la guerra o un desocupado; ellos tienen la posibilidad de volver a integrarse al tejido social del que, por razones diversas, se han distanciado. Y en sentido estricto tampoco lo es el anacoreta que eligió la vida solitaria y alejada. La marginalidad conlleva la marca de lo reprochable moralmente, de lo anatematizado, lo que «no debe hacerse», lo «molesto» para la sociedad «sana y ordenada». De ahí que se la aísle, incluso físicamente, confinándola en lugares específicos. El aislamiento en cualquiera de los dispositivos que la sociedad moderna ha ido creando para toda esa masa marginal -cárcel, manicomio, reformatorio, geriátrico, hogar de huérfanos- es sabido que no está concebido para rehabilitar; de hecho, aunque eso ocasionalmente pueda suceder, no es el cometido final de todos los mecanismos de segregación. Su único objetivo es «sacar de en medio», poner al margen, quitar esa «cosa» molesta, fea, desagradable, inmanejable en la cotidianeidad adaptada y bien portada.

Por tanto, marginales son los que circunstancialmente asustan (delincuentes, drogadictos, pandilleros) o, compasivamente vistos, mueven a la ternura (el mendigo desarrapado, el niño de la calle, el «loquito» que anda hablando solo). Pero desde hace algunos años el mundo va tomando tales características que hacen que el fenómeno de la marginalidad deje de ser algo circunstancial para devenir ya estructural. Hoy día asistimos a la marginación ya no sólo del harapiento o del mendigo en la puerta de la iglesia, del «borrachito» perdido que pide limosna para su traguito del día, sino de poblaciones completas. Se habla de áreas marginales, barrios completos, con miles y miles de personas que pasan toda su vida en esa condición de «marginalidad». Si bien nadie lo dice en voz alta, la lógica que cimenta esta nueva exclusión parte del supuesto de «gente que sobra». El temor malthusiano del siglo XIX parece tomar cuerpo en políticas concretas que prescriben no más gente en el planeta (y si se puede menos, mejor). La tendencia en marcha pareciera ser un mundo dual: uno oficial, el integrado, y otro que sobra.

El proceso por el que se llega a esta situación seguramente está ligado al especial desarrollo de la actual productividad: una técnica deslumbrante que termina prescindiendo del sujeto que la concibe. El ser humano comienza a sobrar. Existe un sexo cibernético en el que el otro de carne y hueso no es necesario; la imagen virtual reemplazó a la pareja. ¿La robótica y la hiper automatización prescindirán de la gente? Queda más que claro que lo anunciado por Marx hace un siglo y medio es irrebatible: el desarrollo del sistema capitalista no ofrece salida a la humanidad, por cuanto se produce cada vez más y las condiciones materiales de vida están en condiciones de ser suplidas para la totalidad de la población mundial, pero el modo de producción necesita destruir riqueza para mantener las ganancias (y llegan las guerras) haciendo «sobrar» a la gente antes que repartiendo equitativamente el producto del trabajo social. Visto en términos éticos puede resultar disparatado, pero esa es la cruda realidad: ¡hay poblaciones marginales! ¿Marginales a qué? A un sistema que no puede integrarlas.

En toda sociedad medianamente desarrollada que ya superó su estadio primigenio de cazadores y recolectores, es decir: grupos humanos sedentarios que producen más de lo estrictamente necesario para la sobrevivencia diaria, encontramos formas cada vez más complejas de organización. Integrarse a esas formas dominantes es lo normal y esperable; la inmensa mayoría lo hace (quedando un resto que, o se integra deficientemente, o no se integra nunca -los locos, los raros, los delincuentes-). En otras palabras: siempre hay un espacio, pequeño por cierto, para la no-integración. Freud decía que la neurosis (nuestro modo «normal» de ser), es decir: la entrada en la cultura, en el orden de la Ley, es el costo de la civilización. Podría agregarse que también la psicosis (la locura) y la trasgresión (todas las formas de actos delictivos). Pero aquí se habla de «marginales» en términos individuales; lo patético es que ahora nos enfrentamos a una marginalidad global. ¿Puede haber acaso poblaciones «marginales», «sobrantes»? ¿Acaso países marginales?

El peso relativo de los países pobres (el Sur) es cada vez menor en el concierto internacional. Las materias primas pierden valor aceleradamente ante los productos con alta tecnología incorporada que elaboran los del Norte -obligando a consumir a los del Sur-. Los pobres son cada vez más pobres; y cada vez quedan más confinados a las áreas marginales. ¿Sobran? La pobreza va quedando más delimitada y ubicada en ghettos (quizá nueva forma de asilo). Pero trágicamente esos bolsones no son minorías discordantes, sino que van pasando a ser lo dominante. En las grandes urbes del Tercer Mundo (y también, aunque en menor medida, en el Norte) las zonas marginales crecen imparablemente. En algunos casos albergan ya importantes cantidades de la población de algunas ciudades (una cuarta parte en muchas ciudades latinoamericanas). Evidentemente el fenómeno no es marginal. Valga el dato: 1 de cada 2 nacimientos en el mundo tiene lugar en los llamados asentamientos urbano-marginales; y hay 3 nacimientos por segundo.

El Banco Mundial definió la pobreza como «la inhabilidad para obtener un nivel mínimo de vida«. Probablemente pueda ser inhábil (o menos hábil) una persona especial (un ciego, alguien que perdió un miembro, alguien con Síndrome de Down). Pero no lo son poblaciones completas. La imposibilidad de conseguir un nivel mínimo de subsistencia radica, en todo caso, en condiciones que trascienden lo personal. La pobreza creciente que agobia a sectores cada vez mayores en el mundo no es sólo falta de habilidad para procurarse el sustento; habla, más bien, de un nuevo estilo de marginalidad.

La forma que ha ido tomando el desarrollo del mundo en la actual era post industrial de capitalismo neoliberal (que la actual pandemia de coronavirus no habrá de cambiar) es curiosa, y al mismo tiempo alarmante. Asistimos a una revolución científico-técnica monumental, que se despliega a una velocidad vertiginosa, pero donde lo que debería ser el centro de todo: el ser humano concreto de carne y hueso, queda de lado. Era de las telecomunicaciones, del mundo digital, de la ingeniería genética que en cualquier momento podrá generar vida artificialmente, pero problemas milenarios de la humanidad no se pueden resolver con el capitalismo. Se gastan fortunas inimaginables en armamentos (que algunas empresas reciben como lucrativos beneficios) mientras muchos no alcanzan la dieta mínima para sobrevivir. Se busca agua en el planeta Marte mientras en la Tierra mueren 11,000 personas diarias de diarrea por falta del vital líquido. Algo falla en la idea de progreso. Algo anda mal si se puede llegar a aceptar naturalmente la existencia de áreas marginales (barrios, poblaciones, quizá países, ¿continentes?)

Para la geopolítica de las potencias capitalistas (Estados Unidos, Europa Occidental), lo que años atrás era un simple dato sociodemográfico -o, visto de otro modo: un elemento que contribuía a su acumulación de capital-, es decir: personas migrantes desde la pobreza del Sur (Latinoamérica, África, Medio Oriente) que llegaban a trabajar en condiciones de absoluta precariedad con sueldos miserables, hoy día es una preocupación política geoestratégica: las migraciones irregulares masivas son un distorsionador de la gobernabilidad capitalista. Por tanto: ¿sobra esa gente? ¿Sobran los países desde donde provienen? Nadie lo dirá abiertamente, por supuesto -no es «políticamente correcto»-, pero eso es lo que mueve muchas acciones de impacto global. Se dijo, por ejemplo -aunque sea pura especulación conspiracionista- que el VIH-SIDA fue un arma bacteriológica diseñada para exterminar poblaciones en el África. Aunque eso pueda ser totalmente descabellado, el solo hecho que alguien pueda pensarlo muestra que esas ideas tienen sustratos, fundamentos. Lo dicho por Thomas Malthus hace dos siglos sigue presente en la ideología de muchos detentadores de poder, en tomadores de decisiones; en otros términos: «hay demasiada gente en el mundo y la comida no va a alcanzar para todos, por tanto…. ¿eliminar a los sobrantes?».

Cada vez más población queda marginada de la riqueza que la humanidad genera. La marginación del nuevo estilo produce islas de esplendor resguardadas celosamente de mayorías «excedentes». Y mientras cada vez más gente quede al margen del festín, más serán las posibilidades de inestabilidad y eventuales estallidos. No es la intención del presente texto presentar las soluciones a tan difícil problema, pero sí aportar algo en el debate al respecto. A modo de conclusión -e invitando a continuar el análisis- digamos que, aunque la felicidad y la concordia humanas son más un mito que una experiencia concreta, serán de todos modos absolutamente inalcanzables mientras haya alguien que piense -o actúe considerando- que sobra gente en el mundo. Recordemos las estrofas de la Marcha Internacional Comunista: la Tierra debe ser «patria de la humanidad».

Fuente: https://rebelion.org/nuevas-marginalidades/
Comparte este contenido:

¿Crisis de dirección o Crisis de dirigentes?

Por: Fernando Buen Abad

Con el surgimiento de la Revolución Bolchevique, y la Unión Soviética, el mundo experimentó (también) una transformación cultural y comunicacional que sacudió todos los cimentos históricos. Por negarlas o combatirlas, por valorarlas y seguirlas… en todos los ámbitos de la teoría o de la práctica, se dejó sentir un viento “nuevo” que conmocionó las formas de pensar y hacer política –en su sentido más amplio- y de transformar al mundo. Un pueblo organizado de mil maneras (obreros y campesinos) decidió no seguir siendo oprimido… y una clase opresora no pudo seguir oprimiendo. Cambió el rumbo, cambió la dirección y cambiaron los dirigentes. ¿Qué falló?

Había que remover instituciones y costumbres, preconceptos y definiciones, instauradas por la ideología de la clase dominante como ejes rectores de la vida y del papel de cada persona en su relación con la riqueza toda y especialmente con la riqueza producida por el trabajo. Había que sacudir escombros y telarañas, momias y creencias tan hondas como la parálisis fatalista y de resignación que se generaba en pueblos acosados por una guerra económica de saqueo y privación escoltadas con armas y represión permanente. Incluso armas ideológicas. Había que construir un imaginario social “nuevo” (o dicho de otro modo actualizar la historia de las luchas emancipadoras) con seres humanos dispuestos a rehacer en su cabeza, su corazón y su panza un modo distinto de relacionarse para producir lo que necesitamos todos y distribuirlo para el bien de todos. Cambiar la dirección de todos los beneficios.

Había un programa y un partido con un marco (digamos provisionalmente filosófico) que organizaba democráticamente todos los esfuerzos con rumbo a una sociedad sin clases sociales. Sin opresores y sin oprimidos, donde además de modificar el modo de producción, tendría que cambiar las relaciones de producción en manos de personas dispuestas a ser felices -con toda la dificultad que ello implicaba- en una realidad sometida históricamente a todas las infelicidades. O, dicho resumidamente, tomar una dirección nueva –realmente nueva- para la humanidad y para el planeta. Claro que no sería fácil y claro que no sería “rápido”.

La sola idea de tomar una dirección distinta para los seres humanos y todos sus hábitat, que a muchos parecía imposible, utópico, mesiánico o loco…y a otros parecía esperanzador, deseable, posible y realizable; exigió claridad meridiana en el qué hacer y en el cómo hacerlo. Exigió -y exige- mucha precisión en el orden de las prioridades y los plazos, en la profundidad y en la amplitud de las transformaciones. Exigió y exige un cambio de raíz en la mentalidad y una disposición proactiva a toda prueba. Exigió y exige desarrollar instrumentos capaces de movernos hacia delante en la ciencia, en las artes, en la teoría y en la praxis. Era imposible transitar hacia la nueva dirección con un mapa del pasado a menos que tal mapa sirviera, críticamente, para recordar a dónde no debería irse. En ese campo de exigencias nuevas se tensó fuertemente la relación entre la dirección y los dirigentes. Y el problema nos dura hasta la fecha.

En algunos lugares (y frentes ideológicos) el concepto “dirección” se entiende como un genérico que incluye, necesariamente, a los dirigentes. Pero la práctica ha demostrado que, entre el proceso que implica la creación de una sociedad donde lo más importante sea el bienestar de la sociedad misma y la integridad ético-política de los dirigentes; entre lo que se dice y lo que se hace… es decir “del dicho al hecho”, hay un “trecho” plagado con problemas de orden muy diverso, incluyendo el de identificar con minucia los verdaderos intereses y compromisos de los dirigentes para alcanzar los objetivos marcados por la dirección del programa revolucionario. Muchas desviaciones, muchas traiciones, muchas limitaciones -de todo tipo- han demorado y frustrado el avance del trayecto.

Se cuentan a raudales los reformismos, los conciliadores, los disfraces, las revolturas ideológicas y las guerras mediático-psicológicas diseñadas principalmente para demorar, abortar, deformar y asesinar todo aquello que implique pasos (así sean pequeños) en la dirección emancipadora. Algunos dirigentes descarrilaron el viaje y quemaron el mapa de lo nuevo. Lo viejo no superado y lo nuevo que no termina de nacer. En esa disputa (explicada así muy apretadamente) nos hemos visto inmersos muchas décadas y eso nos ha costado vidas y recursos incalculables expresados en daños severos a la naturaleza misma y a la especie humana en su totalidad. Los enemigos de la nueva dirección, en sus delirios propagandísticos han dado por muerto todo lo que suene a transformación y, así, dan por muerto el marco filosófico, sus logros incipientes, sus beneficios y aportes…han llegado a dar por muerta la historia misma.

Pero lo esencial del rumbo nuevo no pueden borrarlo. Está en vivo en la revolución permanente que el pueblo trabajador despliega en cada una de sus rebeldías y revoluciones (grandes o pequeñas) que no resienten más el sometimiento a una clase que nos depreda y nos deprime, que nos expolia y nos humilla. De esa revolución permanente que ocurre en miles de ámbitos distintos, más visibles o menos, de esa lucha pertinaz e incesante esperamos el nacimiento de los dirigentes de nuevo tipo, de los que no traicionen y de los que hagan, de la dirección marcada por el pueblo trabajador, un arte nuevo de la dirigencia. Que manden obedeciendo, que no quepa en su cabeza, ni en su corazón, otra premisa que seguir el rumbo que se mandata desde las bases. Que sean vasos comunicantes para la creación de una cultura y una comunicación de lo común, de lo comunitario, de las comunas como fase superior de la felicidad humana.

No se trata de un simple “conflicto de intereses” porque está en juego la degradación, la desmoralización y la ruina de los pueblos. Es una situación de vida o muerte para la clase que representa el único futuro viable de la Humanidad. La contradicción entre dirigentes y dirección comprende peligros inaceptables que no pueden ser resueltos con simples “concesiones” ni espejismos de “unidad” de coyuntura. Si los dirigentes no responden a la dirección marcada por las bases, y no se producen cambios, el pueblo trabajador queda expuesto a peligros históricos cada vez mayores, como el neo-fascismo. Un antídoto necesario es que la dirección transformadora, mandatada por la comunidad de las bases, sea la cultura y la comunicación que profesen los dirigentes permanentemente. No aceptemos otro camino.

Fuente: https://www.telesurtv.net/bloggers/Crisis-de-direccion-o-Crisis-de-dirigentes-20190102-0003.html

Comparte este contenido:

Rusia: El 82% de la riqueza mundial en 2017 fue a parar a manos del 1% de los más ricos

Rusia/22 de Enero de 2018/mundo.sputniknews.com

 El 82% de la riqueza global generada en 2017 se concentró en manos del 1% más rico de la población mundial, según un informe de Oxfam publicado de cara al Foro Económico Mundial que tendrá lugar en Davos, Suiza, del 23 al 26 de enero.

El 50% de la población más pobre del planeta, unos 3.700 millones de personas, no se beneficiaron en absoluto de dicho crecimiento.

«El boom de los milmillonarios no es signo de una economía próspera, sino un síntoma del fracaso del sistema económico», cita el informe a Winnie Byanyima, directora ejecutiva de Oxfam Internacional.

En América Latina y el Caribe el 10% más rico de la población acapara el 68% de la riqueza total, mientras el 50% más pobre solo tiene acceso al 3,5% de la riqueza total.

Las fortunas de los milmillonarios latinoamericanos se incrementaron en 155.000 millones de dólares a lo largo del último año y serían suficientes para acabar casi dos veces con toda la pobreza monetaria en la región.

Fuente: https://mundo.sputniknews.com/economia/201801221075611412-economia-mundial-ricos-pobres/

Comparte este contenido:

Panamá: La principal causa de la desigualdad es el sistema educativo

Panamá/23 de Enero de 2017/La Estrella de Panamá

En los últimos 12 años creció la migración juvenil generada por el desempleo en las áreas rurale.

La principal causa de la desigualdad en Panamá es el sistema educativo, así lo señaló el consultor en inserción laboral, René Quevedo, como reacción a la noticia publicada por este medio, de que el país se encuentra en el ránking de las 10 naciones con desigualdad en el mundo, según el último reporte del Banco Mundial.

Según Quevedo, en los últimos años en Panamá no han coexistido simultáneamente las altas tasas de crecimiento económico, con la generación de empleo y la alienación social.

De acuerdo con experto, los jóvenes panameños han sido el segmento de la población más afectado por la desigualdad, y son los grandes marginados del boom económico.

A pesar de la multimillonaria inversión en educación y formación laboral, señala Quevedo, el porcentaje de empleo juvenil disminuyó 5 puntos en un lapso de 12 años. La falta de pertinencia de un sistema educativo que no está generando las competencias que el sector productivo requiere, está sirviendo de plataforma para una creciente alienación laboral de jóvenes panameños y la perpetuación de la pobreza, factores que inciden en que Panamá sea hoy el décimo país más desigual del mundo.

Según Quevedo, las brechas que produce el sistema educativo panameño fueron advertidas en el Informe de la Alta Comisión de Empleo en noviembre 2014. Entre 2006 y 2015, señala el investigador, el Estado panameño asignó $9,601 millones al Ministerio de Educación y $657 millones al INADEH, es decir, una inversión estatal en educación y formación vocacional de $10,258 millones para este periodo.

A pesar de ello, advierte Quevedo, la participación de jóvenes en el crecimiento del empleo disminuyó abruptamente. Entre marzo 2005 y marzo 2009, 1 de cada 3 nuevos empleos generados por la economía benefició a un joven de 15 a 29 años, pero entre marzo 2009 y marzo 2016, la cifra descendió a apenas 1 de cada 20, agrega.

El experto continúa advirtiendo que adicionalmente, la mitad de los jóvenes que comienza sus estudios secundarios no los culminan. En 2015, esta cifra representó 13,682 desertores.

El analista dio a conocer también que, un informe del Banco Mundial, arroja que el 95% de los graduandos humildes incursiona en el mercado laboral. En contraste, el 64% de aquellos jóvenes de estratos socioeconómicos medio y alto ingresa a la universidad antes de cumplir 25 años, lo que demuestra que la educación universitaria en nuestro país ha sido un privilegio para pocos, no un derecho para muchos, añade.

La incursión prematura de jóvenes a un mercado laboral para el cual no están preparados, los condena a una vida de precariedad, informalidad y temporalidad laboral, así como a empleos manuales de baja calidad y remuneración, limitando su movilidad social, y esto explica porque 1 de cada 4 panameños sea pobre, arroja la evaluación de Quevedo.

Según cifras que maneja el experto, el 82% de los empleos generados durante los últimos 12 años fue urbano, y apenas el 3.2% del total benefició a jóvenes rurales, lo cual ocasionó una importante migración juvenil hacia las ciudades, particularmente Panamá.

De acuerdo a Quevedo, el boom de los proyectos de construcción motivó a muchos jóvenes con escasa educación a abandonar el campo. Según sus cifras, mientras trabajador agrícola devenga un promedio de $272.90 mensuales, en la construcción puede obtener $681.09.

Esto —dijo— genera una migración que contribuye al aumento del hacinamiento y la demanda de servicios públicos en entornos urbanos, y efectos nocivos, como los embarazos precoces y la delincuencia, al estar acompañada de una dramática reducción espacios laborales para jóvenes, que componen la gran mayoría de quienes migran en búsqueda de mejores oportunidades.

Este fenómeno ha servido, añade el investigador, de catalizador del precarismo y la invasión de tierras en cinturones de miseria, alrededor de las ciudades, generando, hoy día, 425 asentamientos informales, donde viven aproximadamente 600 mil personas o el 15% de la población del país.

Quevedo también advierte que las deficiencias del sistema educativo y formativo para atender las demandas del sector productivo, han creado las condiciones para una creciente incursión de extranjeros en el mercado laboral panameño. Este fenómeno recalca, fue advertido por la firma Nathan Associates en 2012 a la junta directiva de la Autoridad del Canal de Panamá, sobre el impacto económico del proyecto de ampliación, al concluir que entre el 28 y 45% de los nuevos empleos a ser generados por la economía panameña entre 2013 y 2025, requerirán la importación de recursos humanos.

Advertía igualmente, sostiene Quevedo, de ‘un importante efecto secundario de la mano de obra importada, es que algunos trabajadores domésticos sean despedidos, o no puedan encontrar trabajo, debido a que sus salarios esperados son más altos que el de los trabajadores extranjeros’

Ambas tendencias ya vienen sucediendo, acentuando la sistemática alienación de jóvenes humildes del ámbito laboral y agravando el sentimiento anti inmigrante, cada vez más palpable en la población, concluye Quevedo.

La mala distribución de la riqueza se incrementó en Panamá, revela un reciente informe elaborado por el Ministerio de Economía y Finanzas (MEF), impreso con fecha de diciembre 2016.

Según el reporte oficial, titulado ‘distribución de ingresos de los hogares’, en 2015, el 10% de las familias más rica de Panamá tenían 37.3 veces más ingresos que el 10% de las familias más pobre del país.

Los niveles de desigualdad económica que arroja el informe del MEF en 2015, son superiores a los del 2014, cuando las cifras de este ministerio revelaron que el 10% de la población más rica tenía 33.9 veces más que el 10% de la población más pobre.

En su informe, el MEF reconoce que se produjo una mayor concentración de los ingresos en las familias con mayor riqueza en 2015, respecto a 2014, y concluye en su evaluación socioeconómica que, sin los subsidios que otorga el gobierno a la población más pobre, el rostro de la mala riqueza en Panamá sería peor.

‘Al igual que en años anteriores, sin las transferencias estatales la desigualdad de los ingresos entre los hogares hubiese sido superior’, concluye el MEF en su último informe sobre la distribución de la riqueza en Panamá.

Según los cálculos oficiales, sin los subsidios, el coeficiente de concentración de la riqueza se hubiera ubicado en 0.03 puntos en 2015, por encima de 0.49 que finalmente resultó. Esto, concluye, hubiese significado que el 10% de las familias con mayores riquezas hubieran percibido 55.7 veces más ingresos que el 10% de las familias más pobres, en vez de 37.3 veces, como finalmente resultó en los cálculos.

De acuerdo a la evaluación realizada, en las áreas rurales, las transferencias continúan teniendo mayor impacto. Sin estas, el índice de Gini, un indicador que mide la desigualdad de los ingresos en un país, sería 0.53 y no 0.47 (0.06 puntos de diferencia), cono finalmente resultó en las estimaciones del MEF.

Fuente: http://laestrella.com.pa/economia/principal-causa-desigualdad-sistema-educativo/23981579

Comparte este contenido: