La Covid-19 cuestiona el sentido de la vida

La Covid-19 cuestiona el sentido de la vida

Leonardo Boff

La irrupción de la Covid-19 alcanzando a todo el planeta y causando la muerte a más de un millón de vidas sin poder ser veladas ni recibir el cariño último de sus familiares, además de infectar a otros muchos millones de personas, plantea la inquietante pregunta: ¿Cuál es el sentido de la vida? ¿Por qué todo este sufrimiento? ¿Qué nos quiere decir la naturaleza con este virus invisible que ha puesto de rodillas a todas las potencias militares, haciendo ineficaces sus armas de destrucción masiva? La Covid-19 cayó como un meteoro sobre el sistema del capital y el neoliberalismo. Sus mantras fueron destrozados. ¿Sirvió para algo el lema de Wall Street “la codicia es buena”? Nadie come computadoras, ni se alimenta de los algoritmos de la inteligencia artificial.

¿Cuáles eran los dogmas de la fe capitalista y neoliberal?: Lo esencial es el mayor lucro en el menor tiempo posible, la competencia feroz, la acumulación individual o corporativa, el saqueo cruel de los recursos de la naturaleza, dejando las externalidades por cuenta del Estado, la indiferencia ante la tasa de iniquidad social y ambiental, la postulación de un Estado mínimo para escapar de sus leyes limitantes y poder acumular más libremente.

Si hubiésemos seguido estos mantras, el exterminio de vidas humanas habría sido incalculable. Sin políticas públicas, las personas serían tragadas por un destino atroz.

¿Qué nos ha salvado? Aquellos valores y actitudes ausentes en el sistema del capital y el neoliberalismo: darnos cuenta de que no somos “dioses” sino totalmente vulnerables y mortales, expuestos a lo imprevisible. Lo que cuenta no es el lucro sino la vida; no es la competencia sino la solidaridad; no es el individualismo sino la cooperación entre todos; no el asalto a los bienes y servicios de la naturaleza sino su cuidado y protección; no un estado mínimo, sino el estado suficientemente pertrechado para atender las demandas urgentes de la población. Dicho directamente: ¿qué vale más la vida o el lucro? ¿La naturaleza o su expoliación desenfrenada?

Responder a estas preguntas inaplazables es interrogarse sobre el sentido o el absurdo de nuestra vida, personal y colectiva. El aislamiento social es una especie de retiro existencial que la situación nos ha impuesto. Se crea la oportunidad de hacer estas preguntas ineludibles. Nada es fortuito en este mundo. Todo guarda una lección o un sentido secreto que debe ser revelado, por más desconcertante que sea la realidad. Lo que no podemos permitir es que este sufrimiento colectivo sea en vano. Funciona como un crisol que purifica el oro, que acrisola nuestra mente, y pone en jaque ciertos hábitos para ser revisados y otros nuevos para ser incorporados, especialmente en lo que se refiere a nuestra relación con la naturaleza y el tipo de sociedad que queremos, menos perversa y más solidaria.

Todo el mundo habla de la medicina, de la técnica, de los insumos y especialmente de la búsqueda ansiosa de una vacuna contra la Covid-19. Pocos hablan de la naturaleza. Pero es necesario considerar el contexto del brote del coronavirus. No está aislado. Vino de la naturaleza que durante siglos fue saqueada irresponsablemente por el proceso industrial del capitalismo y también del socialismo, en la falsa suposición de que la Tierra tendría recursos ilimitados. Hemos deforestado despiadadamente y destruido así los hábitats de miles de virus que viven en los animales e incluso en las plantas. Al perder su “morada natural”, buscan en nosotros un sitio para sobrevivir. Así hemos conocido una amplia gama de virus como el zica, el chikungunya, el ébola, las series derivadas del SARS, como el de la Covid-19, entre otros.

Se trata de un contraataque de la naturaleza o de la Madre Tierra contra la humanidad, con el que quiere darnos una severa advertencia: “detengan la agresión despiadada, que destruye las bases físico-químicas-ecológicas que sostienen vuestra vida; de lo contrario podríamos enviarles virus mucho más letales que podrían diezmar a miles de millones de ustedes, de la especie humana, y afectar gravemente a la biosfera, ese fino manto un poco mayor que el filo de una navaja que garantiza la continuidad de la vida”.

¿Prevalecerán estas advertencias vitales o el afán de acumular y asegurar intereses materiales? ¿Tendremos suficiente sabiduría para responder a la alternativa que el Ser que hace ser a todos los seres nos presenta?: “Te propongo la vida y la muerte, la bendición y la maldición; elige la vida para que puedas vivir con tu descendencia” (Dt 30,19).

Portadores de una fe en un Dios “apasionado amante de la vida” (Sab 11,26) apostamos todavía por un sentido de la historia y de la vida. Ellas escribirán la última página de la saga humana, construida con tanto esfuerzo en este planeta.

Esto, sin embargo, no debe desviar nuestra mirada de lo que está ocurriendo en el escenario mundial y específicamente en el brasilero, donde un jefe de estado negacionista no tiene como proyecto cuidar de su pueblo y de nuestra exuberante naturaleza. Con desprecio e ironía se comporta como Nerón que presenciaba como Roma ardía tocando la cítara.

A pesar de todo esto, nuestra esperanza no muere. Como afirma la Fratelli tutti del Papa Francisco: “La esperanza nos habla de una realidad enraizada en lo profundo del ser humano, independientemente de las circunstancias concretas y los condicionamientos históricos en los que vive” (nº 55). Aquí resuena el principio esperanza, que es más que una virtud, es un principio, un motor interior que proyecta nuevos sueños y visiones, tan bien formulados por el filósofo alemán Ernst Bloch en El principio esperanza. Esta esperanza nos recuperará el sentido de vivir en este pequeño y amado planeta Tierra.

Aunque somos seres contradictorios, hechos simultáneamente de luz y de sombras, creemos que la luz triunfará. Muchos bioantropólogos y neurocientíficos nos confirman que somos por esencia seres de bondad y de cooperación. Prevalece una bondad fundamental en la vida.

El hombre común, que conforma la gran mayoría, se levanta, gasta un tiempo precioso en los autobuses, va al trabajo, a menudo duro y mal pagado, lucha por su familia, se preocupa por la educación de sus hijos, sueña con un país mejor. Sorprendentemente, es capaz de hacer gestos generosos, ayudar a un vecino más pobre que él y, en casos extremos, arriesgar su vida para salvar a una niña inocente amenazada de violación. En él está actuando el principio esperanza.

En este contexto, no me resisto a citar los sentimientos de uno de nuestros más grandes escritores modernos, Erico Veríssimo. En su famoso “Contempla los lirios del campo”.

Si en ese momento un habitante de Marte cayera a la tierra, se asombraría al ver que en un día tan hermoso y suave, con un sol tan dorado, la mayoría de los hombres estaban en oficinas, talleres, fábricas… Y si le preguntase a alguno de ellos: ‘Hombre, ¿por qué trabajas tan furiosamente durante todas las horas de sol?’ – escucharía esta singular respuesta: ‘Para ganarme la vida’. Y sin embargo, la vida allí se ofrecía a sí misma, en una milagrosa gratuidad. Los hombres vivían tan ofuscados por los deseos ambiciosos que ni siquiera se daban cuenta. Ni con todas las conquistas de la inteligencia habían descubierto una manera de trabajar menos y vivir más. Se agitaban en la tierra y no se conocían, no se amaban como debían. La competencia los convirtió en enemigos. Y hacía muchos siglos, habían crucificado a un profeta que se había esforzado por mostrarles que eran hermanos, sólo y siempre hermanos. (Ver Lírios do Campo, Civilização Brasileira, Rio de Janeiro 1973. p. 292).

La irrupción de la Covid-19 reveló estas virtudes, presentes en los humanos pero especialmente en los pobres y las periferias, porque se refugiaron allí, ya que la cultura del capital reina en las ciudades, con su individualismo y falta de sensibilidad ante el dolor y el sufrimiento de las grandes mayorías de la población.

¿Qué se esconde detrás de estos gestos diarios de solidaridad? Se esconde el principio esperanza y la confianza de que, a pesar de todo, vale la pena vivir porque la vida, en su profundidad, es buena y fue hecha para ser llevada con coraje que produce autoestima y sentido de valor.

Hay aquí una sacralidad que no viene bajo el signo de lo religioso sino bajo la perspectiva de lo ético, del vivir correctamente y del hacer lo que debe ser hecho.

El reconocido sociólogo austríaco-norteamericano Peter Berger, ya fallecido, escribió un libro brillante, relativizando la tesis de Max Weber sobre la total secularización de la vida moderna con el título: Un rumor de ángeles: la sociedad moderna y el redescubrimiento de lo sobrenatural (Voces 1973/2013). Allí describe numerosos signos (los llama “rumor de ángeles”) que muestran lo sagrado de la vida y el significado secreto que siempre tiene, a pesar de todo el caos y las contradicciones históricas.

Siguiendo a Peter Berger voy a dar sólo un ejemplo banal, conocido por todas las madres que cuidan a sus hijos por la noche. Uno de ellos se despierta asustado. Tiene una pesadilla, se da cuenta de la oscuridad, se siente solo y se deja llevar por el miedo. Grita llamando a su madre. Esta se levanta, toma al niño en su regazo y en un gesto primordial de magna madre le acaricia y le da besos, le dice cosas dulces y le susurra: “Hijito, no tengas miedo; mamá está aquí. Todo está bien, no pasa nada, querido”. El niño deja de sollozar. Recupera su confianza y poco después se duerme, tranquilo y reconciliado con la oscuridad.

Esta escena común esconde algo radical que se manifiesta en la pregunta: ¿no está la madre engañando al niño? El mundo no está en orden, no todo está bien. Y sin embargo estamos seguros de la madre no engaña a su hijo. Sus gestos y sus palabras revelan que, a pesar del desorden imperante, reina un orden profundo y secreto.

Así que creemos que los tiempos de la Covid-19, tan dramáticos, pasarán. Esperamos, y cómo esperamos, que por debajo y dentro de ellos se va fortaleciendo un orden escondido que irrumpirá cuando todo pase.

De esta manera, la sociedad y toda la humanidad podrán caminar hacia un sentido mayor, cuyo diseño final se nos escapa. Pero siempre hemos intuido que existe y que será bueno. Él será quien escriba la última página con un final feliz. Como escribió el filósofo del Principio Esperanza, Ernst Bloch, verificaremos que el verdadero génesis no fue al principio de las cosas, sino al final. Sólo entonces será verdad: “Dios vio todo lo que había hecho y le pareció muy bueno” (Gen 1,31).

Fuente de la Información: https://www.servicioskoinonia.org/boff/articulo.php?num=1007
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En busca del sentido de la vida.

Por: Vicente Berenguer

¿La vida tiene sentido? ¿Cuál es el sentido de la existencia? Son preguntas que cualquier buscador de la verdad o persona con inquietudes existenciales tiene muy presente a lo largo de su vida. ¿Quién soy yo?, se sigue preguntando el filósofo que somos todos o mejor dicho, el filósofo que todos deberíamos ser.

Si hablamos sobre el sentido de la vida deberemos distinguir dos planos: el primero hace referencia al, podíamos llamar, sentido objetivo de la vida, es decir, a si la existencia tiene por sí misma sentido. Este es un debate que nos apasiona y que alimenta nuestro intelecto, y en él podremos debatir sobre cuestiones como por ejemplo si nos espera una vida futura o no, si hay algo que me trasciende y del que formo parte o no, si estoy sola o solo o si por contra estoy conectado con algo más, si hay un dios, varios dioses y qué tipo de dios o dioses puede haber. Este debate sin duda nos enriquece y le resultará necesario a todo aquel buscador que “vaya” detrás de la verdad. Este sería un primer plano que como digo nos resulta necesario a muchos. Pero junto con esta primera dimensión, en lo que concierne a la búsqueda del sentido tenemos una segunda vertiente, y esta es qué sentido le damos cada uno de nosotros a los acontecimientos que nos suceden en la vida y a la vida misma.

Debemos partir de la base, (y recordando una vez más que ahora nos encontramos en la segunda vertiente  del asunto, la dimensión práctica) que somos arrojados al mundo: no se nos pregunta si deseamos venir, ni cuándo deseamos hacerlo…en definitiva “se nos” arroja a la existencia sin contar con nosotros mismos. Somos arrojados a este mundo sin saber ninguno de nosotros si hay motivos para venir o no, si es todo azar o no lo es…pero las situaciones van sucediendo. Los acontecimientos suceden en nuestras vidas, ¿y qué podemos decir en este segundo aspecto acerca del sentido de la existencia?

Lo primero que debemos decir al respecto es que aquí no existe un mundo objetivo sino propio o de cada cual. No nos estamos moviendo pues en el que hemos denominado sentido objetivo sino que ahora nos referimos a nuestro propio mundo. ¿De qué estamos hablando cuando decimos que cada uno vive en su mundo? ¿Es que acaso no estamos viviendo todos en una realidad compartida? Evidentemente que esto es muy cierto y así debe seguir siendo, pero no es menos cierto que cada uno de nosotros está permanentemente, como diría Ortega y Gasset, construyendo su mundo o sus convicciones radicales o haciendo Metafísica siendo inevitable el que esto sea así, es decir, no pudiendo escapar al hecho de estar permanentemente construyendo nuestra propia «realidad». Construimos mundo para posteriormente vivir en él y de ahí que personas que aparentemente lo poseen “todo” sean infelices y por contra otros que poseen bien poco sean dichosos. Y más aún, estamos construyendo constantemente mundo, el nuestro, para poder vivir posteriormente en él, pero ni tan siquiera solemos ser conscientes de que hemos sido nosotros mismos los constructores de la realidad en que vivimos viviendo de este modo en la completa inconsciencia.

Es inevitable hacer mundo o diseñar nuestra propia realidad, hacernos a nosotros mismos cada día, y aquí entra de manera decisiva la cuestión del sentido. Porque en nuestra permanente formación de nosotros mismos estamos, lo sepamos o no, realizando lecturas de los acontecimientos de la vida, interpretaciones de lo que nos va sucediendo pudiendo variar estas desde las más favorables para nuestro crecimiento y desarrollo humano hasta las más nefastas para nosotros mismos. Y es aquí donde entraría en juego el sentido de lo que nos sucede y el sentido de la vida misma. Y es que lo que nos va sucediendo no tiene por sí mismo sentido. Recordemos que hemos sido arrojados a este mundo sin darnos ninguna indicación, ningún mapa, ningún consejo y que aquí nos van sucediendo cosas, pero lo que nos sucede no trae consigo el sentido. Y he aquí el punto central, porque si absolutamente necesario el hacer mundo o Metafísica, el realizar lectura o interpretación de los hechos…deberemos ser cada uno de nosotros los que otorguemos un sentido a los hechos pero también y sobre todo a la vida misma. Es por tanto nuestra tarea el dar sentido a lo que nos vaya sucediendo a lo largo de nuestro camino y dar un sentido favorable para el cuidado de nuestro ser. 1

Hemos introducido aquí un elemento básico en toda esta “ecuación” y es la cuestión del ser, elemento que nos ayudará a la hora de convertirnos en buenos constructores de nosotros mismos. Y es que si es verdad que hemos sido arrojados a este mundo sin ninguna indicación, también lo es el que todos tenemos una responsabilidad para con nosotros mismos, para con nuestro ser, y esta responsabilidad es cuidar de él, “alimentarlo” de la mejor manera que nos sea posible siendo esta una tarea espiritual que no religiosa: es nuestra tarea. Y en esta cura sui o cuidado de sí mismo es absolutamente necesario convertirnos en grandes arquitectos de nosotros mismos, en grandes cuidadores de nuestro propio ser, y para ello será determinante el tipo de filosofía de vida de cada uno, es decir, si se están realizando lecturas positivas de lo que va ocurriendo (si es un buen metafísico o no) o si mismamente se está otorgando a la vida el sentido que permita evolucionar, crecer.

Y es en esta tarea de cuidar a nuestro ser donde se requiere de cierta espiritualidad –que no religiosidad– en el sentido de conectarse con uno mismo, cuidarse y reconocerse como lo que se es, alguien que por encima de todo tiene una misión: permitir y fomentar la felicidad de su ser que a la postre es la suya. Pero para ello, me reitero una vez más, debemos aprender, una vez tomada consciencia de que cada uno construye su mundo para vivir en él, aprender a conceder un significado a todo lo que nos vaya aconteciendo que no dañe nuestro interior; pero sobre todo deberemos ser capaces de dotar a nuestra existencia misma de sentido, el sentido de que a lo largo de toda nuestra vida tenemos una gran misión: cuidar de nuestro ser.

En conclusión: diremos de nuevo que venimos al mundo sin instrucciones pero con una misión que se desvela: cuidar de nuestro ser. Y en este cuidado de nosotros mismos y en la toma de conciencia de que es inevitable construir nuestra realidad o construirnos a nosotros mismos deberemos, ya que esa es nuestra responsabilidad, aprender a realidad interpretaciones positivas de lo que nos va sucediendo, es decir, situarnos en ángulos o puntos de vista favorables sobre lo que nos va pasando. Porque los hechos siempre presentan distintos puntos en los que uno se puede situar, y deberemos ir siendo capaces de “elegir” los ángulos de visión que nos beneficien. Pero sobre todo deberemos ser capaces de dotar a nuestra existencia de sentido, el sentido de proteger, cuidar y alimentar a nuestro ser que vivirá además en comunión con el ser de los demás, permitiendo así que a “él”, –y nosotros mismos junto con él– le sea posible alcanzar la felicidad.

Nota:

1 Sin duda que la inclusión del término “ser” en este artículo dota al mismo de una dimensión espiritual que bien podría suscitar rechazo en algunos lectores. Desde mi punto de vista en estos casos podría ser sustituido el término no perdiendo el texto ni un ápice de su, nunca mejor dicho, “sentido”, pero a pesar de que pueda suscitar un cierto rechazo en según qué lectores, me sigue pareciendo muy útil el término ya que permite una mirada exterior a nosotros mismos y sobre nosotros mismos.

Vicente Berenguer, asesor filosófico

vaberenguer@gmail.com

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Reseña de Película: El color del paraíso.

Asia/Irán/18.04.2017

El Color del Paraíso es una película iraní dirigida por Mayid Mayidí que relata el conflicto entre un padre viudo que quiere rehacer su vida y un hijo ciego que supone un obstáculo para sus planes.
En ella se puede evidenciar, el sentido de la vida, y la realidad de Dios que se esconde.

Guión: Majid Majidi. Intérpretes: Mohsen Ramezani, Hosein Mahjob, Salime Feizi. 90 min. Jóvenes.Esta espléndida película iraní ganó en el año 2000 el Gran Premio del Festival de Montreal y otros muchos galardones en diversos festivales. Se trata de la cuarta película realizada por el actor, escritor y director iraní Majid Majidi, discípulo de Mohsen Makhmalbaf y Abbas Kiarostami, que ya demostró su calidad en Baduk (1992), El padre (1996) y Niños del paraíso, esta última candidata al Oscar 1998 a la mejor película en lengua no inglesa.

Mohammad es un niño ciego de ocho años que estudia en Teherán. Inteligente e hipersensible, ha desarrollado extraordinariamente los demás sentidos y sufre con la rudeza de su padre, un carbonero viudo que ve a su hijo como una maldición de Dios. Esa frialdad marca las vacaciones de Mohammad en su pueblo natal, perdido en las tierras altas del norte de Irán. Allí, el chaval intenta ganarse a su padre –que está obsesionado con volver a casarse, mientras disfruta del cariño de sus dos hermanas pequeñas y de su abuela, una mujer trabajadora y religiosa. Habrá quien considere

El color del paraíso como otro cuentecito iraní, aburrido y críptico; pero, probablemente, es uno de los grandes títulos de los últimos años. Ciertamente, su minimalismo narrativo, su ritmo parsimonioso, su seguimiento exhaustivo del sufrimiento infantil, sus naturalísimas interpretaciones y su desenlace abierto son similares a los de otros films recientes producidos en Irán. Pero aquí ese neorrealismo se enriquece mucho con las personalidades de los protagonistas. Así, la ceguera externa de Mohammad lleva a Majidi a prestar una mayor atención a la música y los sonidos, y a intentar reflejar visualmente los sentidos del tacto, el olfato y el gusto.

Por otra parte, la ceguera interna del padre de Mohammad hacia toda la belleza que le rodea es subrayada por Majidi a través de una fotografía sensacional, con un lirismo apabullante. Todo esto, redondeado por una nítida planificación y un montaje atrevido, provoca numerosas secuencias de alta emotividad, algunas marcadas incluso con un cierto tono onírico, más propio del realismo mágico. En realidad, El color del paraíso –desde el pajarillo herido al espeluznante desenlace es una espléndida parábola sobre la lucha entre el amor y el egoísmo, y sobre el papel en ella de la oración –principal arma de la abuela– y del sufrimiento, asumido hasta el heroísmo por el niño ciego. Por eso no son simples detalles ornamentales la invocación inicial “En el nombre de Dios” ni la irrupción final de una singular iluminación mística, a lo Carl Dreyer.

Son más bien el prólogo y el epílogo perfectos de una obra maestra que, tras su aparente tristeza, rezuma alegría, grandeza y ternura. (Aceprensa y Pantalla 90).

Fuente: https://youtu.be/1uVhjjYCq5A?list=PLfOh-UWcwNETuntmfkKCYb79QKQ0c_UqC

Imagen:

 http://lacatarina.udlap.mx/wp-content/uploads/2016/10/efORAFMNrERBfM0E7oR0bMpampG.jpg

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