Por María Acaso
Hace unos días me invitaron a dar una charla en el Master on Education en el centro universitario donde actualmente estoy realizando una estancia de investigación, The University of Adelaide en Australia. La asignatura tenía por nombre Pedagogical engagement and learning y asistieron unos cuarenta estudiantes. Todos fueron muy puntuales y, antes de la hora que aparecía en los horarios, llegaban al aula. Se fueron organizando por afinidades estudiantes provenientes de áreas geográficas relativamente cercanas a Australia como Indonesia, Kuala Lumpur o China siendo llamativa la ausencia de estudiantes de nacionalidad australiana. Todos ellos vestían de una manera muy similar; todos excepto dos alumnas que llevaban su rostro tapado a excepción de sus ojos.
Nunca me había encontrado en una situación similar y tengo que decir que impartir esa clase fue un ejercicio muy incómodo que me llenó de sensaciones contradictorias, un suceso que ha tenido lugar casi al mismo tiempo que medio mundo estaba comentando los modos de vestir de las deportistas olímpicas musulmanas en Río así como el caso realmente increíble ocurrido en Niza en el que otra mujer musulmana fue invitada a quitarse la prenda denominada como burkini para poder permanecer en la playa.
La primera razón de mi incomodidad fue la autocensura que apareció de manera instantánea: de repente pensé que tendría que cambiar muchas de las imágenes que había seleccionado para proyectar, ya que muchas de ellas podrían herir la susceptibilidades de las estudiantes con el rostro tapado. ¿Hubiera pensado lo mismo si hubieran ido con la cara descubierta? Y, en segundo lugar, me incomodó mucho no poder leer su comunicación facial, no poder recibir el feedback necesario en cualquier acto de comunicación, y especialmente necesario en los actos de comunicación que suceden en contextos educativos, donde muchas veces los consensos, los disensos así como cualquier signo de participación en la experiencia se efectúa a través del rostro.
Llevar la cabeza o la cara tapada mediante un pañuelo es una manera clara de visibilizar la posición subrogada de las mujeres en el espacio público en los países que profesan religiones musulmanas. En cuanto una niña tiene la menarquia, es obligada por los ritos y costumbres que la rodean a adoptar un tipo de vestimenta. Desde mi punto de vista, no es tan importante el tipo de vestimenta en sí comoel acto de violencia simbólica del poder masculino que obliga a una mujer libre a tomar la decisión de adoptar una serie de símbolos concretos cuando permanece en el espacio público.
En nuestra sociedad nos ocurre algo parecido pero de manera diferente. En nuestro caso, tal y como ha teorizado la escritoraFátema Mernissi, la imposición que asumimos es la talla treinta y ocho junto con otras representaciones simbólicas (siempre rodeadas de dolor e incomodidad)como la depilación, los tacones, los tintes o las uñas largas, sin hacer continuar con las faldas tubo, los miriñaques y otros dispositivos de control histórico sobre el cuerpo femenino.
En nuestro caso, la obligación no es llevar el cuerpo tapado, es llevarlo destapado: no es tapar el pelo con el yihab, es lucirlo cuanto más largo, más sedoso y más incómodo posible; no es invisibilizar el pecho, es distorsionarlo hasta tamaños realmente perversos que nos obligan a pasar por el quirófano. Pero estas normas invisibles que nos alejan de nuestra libertad de elección al mismo nivel que las mujeres musulmanas, en nuestro caso se establecen a través del lenguaje visual (y aquí me permito la licencia de recordar que las religiones musulmanas son iconoclastas) mediante las revistas de moda, la prensa del corazón, la publicidad, el cine, las series y en general todos los productos visuales que configuran los mundos visuales que nos rodean, lo que la filósofa Marina Garcés denomina como el Imperio del Ojo.
Estas normas operan, con la misma violencia, aunque en direcciones opuestas, para todas nosotras, normas que nos obligan a impedir el deseo en el caso de las mujeres musulmanas y a fomentarlo en el caso de las no musulmanas. Normas que no elegimos, que son impuestas y que se traducen una vez más en símbolo del sometimiento ante el patriarcado, porque, imaginemos por un momento que este proceso ocurriese al revés y fuesen los hombres musulmanes los que tuviesen que vestir con burka, o que los hombres no musulmanes tuviesen que lucir tacones, depilarse, operarse el pecho, llevar el pelo largo y teñirse las canas en cuento aparecen.
En cualquier caso, todo esto ocurre en el espacio público, en las calles, las plazas, las playas, las olimpiadas, los parques, los medios de transporte, los comercios, pero, y esta es la pregunta que origina este post,…¿debemos dejar qué ocurra en los contextos educativos entendidos como espacios públicos y muy especialmente en la universidad?
Las razones que han llevado a las autoridades de Niza a prohibir la presencia de una mujer con burkini en una playa pública son, desde mi punto de vista, igual de autoritarias y patriarcales que las razones de quienes obligan a las mujeres musulmanas a llevarlo. Pero una playa es muy diferente que una universidad. Una playa es un espacio para el ocio, donde los rituales de comunicación se establecen dentro de este paradigma. El contexto de una institución educativa y de un aula universitaria en concreto, es muy diferente y por lo tanto, creo que es necesario problematizarlo y preguntarnos si es lícita la presencia del burka o el chador en el aula porque son los contextos en los que las mujeres musulmanas tapan su rostro los que deben definir su uso.
Sin aventurarme a analizar otros contextos, los educativos son espacios de conocimiento y, por lo tanto, espacios que deben de operar al revés que la playa o las olimpiadas. Espacios que nunca deben de validar al profesor como autoridad a intervenir, porque estaríamos reproduciendo la lógica patriarcal que estamos criticando,sino espacios que deben brindar la posibilidad de reflexión crítica para que sean ellas, las estudiantes con el rostro tapado, las que decidan qué hacer con sus vestimentas y con sus cuerpos.
En ningún caso la autoridad del aula debe de tomar decisiones por las estudiantes sino crear un clima de trabajo y de aprendizaje donde se les ofrezca la posibilidad de repensar las normas y decidir tras este proceso de reflexión.
Tanto las Olimpiadas como la playa de Niza han sido lugares donde, una vez más, las mujeres han sido tratadas como objetos dispuestos a acatar las normas masculinas. Por oposición, lo que debemos de procurar desde los contextos educativos (que son, no lo olvidemos, contextos intelectuales) es ofrecer a estas mujeres la posibilidad de entenderse como sujetos, como sujetos de conocimiento y autonomía plena, sujetos capaces de detectar, analizar y transformar los hábitos que configuran la urdimbre de las culturas, hábitos que nos impiden en muchas ocasiones visibilizar estas normas como presupuestos simbólicos que pueden ser alterados.
Creo que en este tema subyace un problema de libertad de elección.Como profesora yo tengo la libertad de respetar o no respetar la decisión de las estudiantes por llevar la cara tapada, pero esto es una contradicción en sí misma puesto que ejerzo una libertad que para ellas está prohibida. En mi condición de académica feminista, debería de haber sido para mi una necesidad abordar la problemática del chador desde una postura crítica pero, sin paternalismos, tal y como aborda Elizabeth Ellsworth en su artículo Why Doesn’t This Feel Empowering? (1989). En dicho artículoElizabeth invita al lector a repensar la idea de que obligar a alguien a ejercer una postura crítica desde una posición de poder, es un proceso igual de paternalista y violento que aquel que se critica.
Nadie puede empoderar a otra persona, solo existe la capacidad de crear el clima para que los sujetos nos empoderemos a nosotros mismos, a nosotras mismas. Estos procesos de reflexión regenerativa que tanto necesitamos, no se desarrollan (la mayoría de la veces) en las playas, ni en los parques, ni en los comercios, pero sí se desarrollan en las aulas, porque las aulas son los espacios desde los que debemos de propiciar la autonomía intelectual de los y las estudiantes, proceso que consiste no en instarlas a quitarse el burka, el yihad, el chador sino, muy al contrario, en propiciar unas bases de reflexión epistemológica para que sean ellas mismas quienes decidan al respecto respetando profundamente esta decisión.
Cuando seamos capaces de crear contextos públicos de reflexión y debate, recuperaremos las aulas como verdaderos espacios de conocimiento en vez de perpetuarlas como lugares de sometimiento. Construyamos espacios desde donde se nos haga necesario sopesar el sentido que tiene ir a la playa, a las olimpiadas o al parque con chador. Recuperemos la universidad para aquello para lo que fue creada: repensar el sentido de la cultura en la que vivimos.
*Todas las imágenes de este post son obra de la artista iraní Shirin Neshat