Por: Geraldo Elorriaga
La corrupción política, la ignorancia social y el fanatismo religioso impiden al continente avanzar en el respeto a los derechos humanos. Los tímidos progresos de Sudáfrica aportan un rayo de esperanza
Lo llaman derechos humanos, pero suele ser una cuestión de mera supervivencia. Las calles africanas se llenan de individuos que protestan, fundamentalmente, por medidas que amenazan la subsistencia de la población. Las marchas semanales que amenazan al Gobierno sudanés estuvieron motivadas, en su inicio, por la subida de la barra de pan de una a tres libras, unos seis céntimos de euro, mientras que las revueltas sociales en Zimbabue remiten a una subida del carburante y el aceite doméstico. No olvidemos que la requisa de las mercancías de un vendedor ambulante desencadenó la caída del régimen tunecino y el fenómeno de la Primavera Árabe.
La precariedad condiciona tanto la conducta de las masas como de sus dirigentes. La última reforma del Código Penal en Angola, recientemente aprobada, acaba de despenalizar la homosexualidad y ampliar los supuestos necesarios para acceder al aborto legal, incluyendo la violación. El cambio político de la antigua colonia portuguesa evidencia algo más que un talante progresista. El rumbo del nuevo presidente Joao Lourenço parece íntimamente ligado a su necesidad de acceder a las líneas de crédito de los países occidentales.
La lucha por las libertades civiles goza de mayor recorrido allí donde las condiciones económicas y educativas han impulsado el tejido social. Las clases medias han impulsado las demandas políticas y, a menudo, han liderado y reconducido protestas populares que, como en el caso de Sudán, han surgido como respuesta inmediata a medidas impopulares.
La realidad política africana es convulsa porque, a menudo, la fachada institucional tan sólo maquilla un escenario complejo. La democracia formal de muchos de sus Estados no se corresponde con realidades autoritarias donde una elite acapara el poder y se resiste a compartirlo. En este sistema, las reformas legislativas se convierten en papel mojado ante la escasa capacidad para hacerlas efectivas. La corrupción, la falta de una Administración que llegue hasta el ciudadano, las trabas de la burocracia y la ignorancia lastran su plasmación efectiva y el progreso.
Excluidos de la educación
El aborto, la despenalización de las relaciones homosexuales o la equidad de género, además, se enfrentan a la animadversión de la opinión pública, que los considera valores occidentales ajenos a su cultura e, incluso, los rechaza abiertamente. El conservadurismo social se ha convertido en una herramienta de enganche para cultos de procedencia cristiana y musulmana, que suelen condenar a quienes se enfrentan a la corriente mayoritaria. Las minorías religiosas, tribales o sexuales suelen ser las víctimas de esta falta de tolerancia, tan útil para las clases dirigentes.
La educación resulta la clave para la transformación social. Unos noventa millones de jóvenes -la mitad de los menores africanos- no asisten a una escuela, según datos del Banco Mundial, y otros 40 millones la abandonarán en próxima década. La falta de formación mediatizará no sólo su futuro personal, sino también el de los Estados que habitan. Su escasa capacidad crítica no facilitará el cambio de mentalidad y la demanda de un sistema mejor de derechos y libertades.
El análisis de la situación en seis países nos muestra las lacras y carencias habituales en todo el continente. Algunas son específicas, relacionadas con su turbulento pasado, pero otras son compartidas y hablan del mantenimiento de la violencia como instrumento de dominación, la intolerancia y el sometimiento de la mujer.
El crecimiento económico favorece la cicatrización de las heridas de la guerra y aplaca la sed de justicia que aún experimenta Costa de Marfil. Porque el país del golfo de Guinea, uno de los más prósperos de la región, ejemplifica la incapacidad de muchos Estados africanos para dar respuesta a las violaciones de los derechos humanos que causa un conflicto interno. No se han dirimido responsabilidades por la guerra civil de 2011, que provocó masacres y desplazamiento de civiles. Las consecuencias, además, se proyectan en la actualidad, con la proliferación de bandas armadas que extorsionan a la población.
El país también es un modelo de desarrollo legislativo ineficaz, con medias contra la violencia sexual que no resultan prácticas por la pervivencia del estigma social y el difícil acceso a los tribunales. La modernidad de esta potencia emergente también contrasta con la pervivencia de tradiciones como la mutilación genital femenina, que afecta al 88% de las mujeres de la zona septentrional, la poligamia, soportada por el 28% de las esposas, y el matrimonio levirato, que implica el casamiento forzado de la viuda con el hermano del difunto.
Los caminos de la justicia mauritana son inescrutables y una mujer de aquel país que denuncie una violación corre el riesgo de acabar en prisión. Esta república islámica prohíbe las relaciones sexuales fuera del matrimonio y una interpretación restrictiva de este delito, conocido como ‘zina’, puede convertir a la víctima en culpable. Existe un proyecto de ley contra la violencia y el acoso, pero aún se halla pendiente de aprobación parlamentaria.
A este país, donde convergen poblaciones de origen árabe y otras subsaharianas, se le achaca un importante déficit en el capítulo de los derechos humanos. A la discriminación social, económica y política de las comunidades de origen meridional y piel oscura se suma la pervivencia de formas de esclavitud, derogadas por la ley, pero que permanecen vigentes y afectan a decenas de miles de personas. Además, las prácticas homosexuales, la blasfemia, el sacrilegio y la apostasía son merecedoras de la pena capital. El bloguero Mohammed Mkhaitir permanece en prisión desde hace cinco años tras criticar el uso que, a su juicio, realiza el Gobierno islámico para discriminar a las minorías.
La Primavera Árabe supuso un soplo de libertad en un país hasta entonces férreamente controlado por el Ejército, un poderoso aparato político, social y económico. Pero la apertura no cristalizó. El triunfo de los islamistas provocó la reacción militar y el golpe del general Al Sisi se tradujo en un regreso a las viejas fórmulas. Amnistía Internacional denuncia prácticas frecuentas como la detención arbitraria, la tortura, las desapariciones y ejecuciones extrajudiciales.
La población sufre la presión de los cuerpos de seguridad y la no menos violenta del Estado Islámico, responsable de matanzas de policías y civiles. Junto a los problemas políticos, existen otros de tipo social ampliamente arraigados. Los problemas de seguridad se ceban con las mujeres; no en vano El Cairo es considerada la capital mundial del acoso sexual. La Administración ha llegado a culpabilizar a las víctimas, acusándolas de provocar su propia desdicha. La mutilación genital femenina es ilegal, pero su índice del 90% de afectadas tan solo resulta superado por Guinea y Somalia. La falta de libertad religiosa se ceba con la minoría cristiana copta, objetivo de terroristas y de la discriminación de una Constitución que confiere al islam la condición de religión de Estado.
La potencia de África Oriental, dotada con una variedad de culturas e importante desarrollo asociativo, no escapa a las carencias habituales. La presión del yihadismo radical coarta la libertad de prensa, sometida a la censura por motivos de seguridad, y acentúa la autonomía de los cuerpos policiales, sospechosos de perpetrar todo tipo de abusos con absoluta impunidad. Oscar Kamau y John Paul Oulu, dos activistas de los derechos humanos empeñados en dar a conocer esta guerra sucia, fueron asesinados en 2009, y tales crímenes aún no han sido resueltos. El derecho a la vida aparece condicionado por la frágil situación de las comunidades del norte, afectadas por la sequía y el hambre. Uno de cada tres kenianos sufre desnutrición. Este escenario resulta ideal para que Uhuru Kenyatta, su presidente, arguya que la abolición de la ley que penaliza el sexo gay no constituye una cuestión de derechos humanos. Al parecer, la emergencia humanitaria también impide que él mismo y su partido sean juzgados por las atrocidades cometidas tras las elecciones de 2007.
La celebración de elecciones periódicas y la concurrencia de partidos suele dar lugar a una democracia formal, que no necesariamente implica ser real. Uganda mantiene ese carácter y, al mismo tiempo, mantiene limitaciones a la libertad de prensa, y las fuerzas de seguridad son criticadas por acosar a la oposición. La república ribereña de los Grandes Lagos también sufre problemas comunes a buena parte del continente, como el trabajo infantil, lacra que afecta al 36% de los niños entre 5 y 14 años.
El espíritu conservador de la sociedad, a menudo rentabilizado por las sectas carismáticas, se manifiesta en iniciativas políticas como una ley contra la homosexualidad, aprobada en 2014, que criminalizaba tanto estas relaciones sexuales como a las ONG que apoyaran al colectivo. Estados Unidos y varios países europeos amenazaron con retirar sus ayudas y el Tribunal Constitucional invalidó la norma. Pero la homofobia se ha exacerbado en el país y los medios locales han llegado a publicar cientos de fotos de presuntos gais.
El país más rico del continente es también el más avanzado en materia de protección del individuo, con una regulación excepcional dentro del continente. La Constitución, aprobada en 1994, incluye una Comisión de Derechos Humanos, obligada a abordar todas las denuncias en este ámbito y establecer reparaciones, pero también a investigar de forma proactiva cualquier tipo de atentado contra la libertad y llevar a cabo una acción educativa.
El fin del régimen del ‘apartheid’, que discriminaba en función del color de la piel, dio lugar a un nuevo marco normativo con talante progresista. Sudáfrica es el único país del continente que ha legalizado el matrimonio gay. Pero el país del arco iris tampoco escapa a males comunes, como son la inseguridad ciudadana, la brutalidad policial y el clientelismo o la capacidad de la burocracia para distribuir subvenciones en función de afinidades políticas. Además, la violencia sexual adquiere dimensiones alarmantes. Uno de cada cuatro varones adultos reconoce haber cometido abusos contra mujeres, incluida la habitual ‘violación correctiva’ de lesbianas.
Fuente: https://www.laverdad.es/sociedad/africa-esclava-intolerancia-20190411120142-ntvo.html