www.amnesty.org/31-08-2016/
“Tengo bultos en los pechos, en la garganta y en el útero…” – Halimeh hablaba en voz baja pero, mientras pronunciaba rápidamente estas palabras, observé una tristeza inmensa en sus ojos castaño oscuro. Estábamos sentadas en las rocas junto al océano, atentas a los perros silvestres que ladraban en las cercanías, bajo el calor abrasador de esta remota isla del Pacífico. Sentía su miedo, tan habitual para cualquier mujer en la treintena que comprueba sus pechos por la mañana y sabe que algo no va bien.
Halimeh huyó de Irán hace tres años, después de que, según asegura, varias de sus amistados fueran ejecutadas allí por convertirse al cristianismo, algo que ella quería hacer también. Se dirigió a Australia, un país en el que esperaba encontrar paz y verse libre de la persecución religiosa.
En lugar de eso, tras un viaje agotador a través de Malasia e Indonesia, una peligrosa travesía oceánica en la embarcación de un traficante, y seis meses en un centro de detención para inmigrantes en la isla de Navidad, la enviaron a Nauru, un Estado-isla diminuto y remoto en el que Australia lleva años desterrando a los solicitantes de asilo que intentan llegar a sus costas.
Al igual que muchas personas en todo el mundo, sentí repulsión ante la magnitud y la falta de humanidad de los abusos y la desatención documentados en los “Archivos de Nauru” expuestos recientemente por The Guardian.
Pero, en mi caso, esa publicación tocó una zona especialmente sensible, ya que tan sólo un mes antes había presenciado con mis propios ojos estos patrones de atroces abusos. Me trajo de nuevo a la mente a Halimeh y las otras 57 personas a las que entrevisté durante la semana que pasé en la isla. Mujeres, hombres, niñas y niños con historias personales que harían estremecer incluso a los lectores más impasibles; personas que huyeron de guerras, que perdieron a familiares y amigos, que fueron torturadas por regímenes represivos, y ahora se encuentran atrapadas en Nauru, en una situación de angustia y desesperación respecto a su futuro.
Más de 1.200 mujeres, hombres, niñas y niños de países como Irán, Irak, Pakistán, Somalia, Bangladesh, Kuwait o Afganistán pasaron meses o años en terribles condiciones en un campo de detención financiado por Australia. Vivían hacinados en tiendas mohosas donde los guardias llevaban a cabo registros periódicos, como en una prisión, y limitaban sus duchas a dos minutos: transcurrido ese tiempo, los obligaban a salir.
Sin perspectivas de abandonar esta isla empobrecida –más pequeña que algunos aeropuertos por los que he viajado–, estos centenares de personas se enfrentan, en la práctica, a un futuro de detención indefinida y arbitraria. A consecuencia de ello, se están derrumbando, física y emocionalmente. Aunque llevo 15 años trabajando en la mayoría de las zonas de conflicto de todo el mundo, nunca he visto semejantes índices de trauma mental, automutilación e intentos de suicidio, tanto entre adultos como entre niños.
Los problemas de salud sencillamente no se abordan: hablé con gente que había sufrido varios ataques cardíacos, complicaciones graves de la diabetes, enfermedades renales, fracturas de hueso no tratadas, e infecciones. En la mayoría de los casos, lo único que conseguían eran análisis de sangre y Panadol.
Halimeh me dijo que, en 2014, había sido enviada a Melbourne, donde había pasado cuatro meses entre un campo de detención para inmigrantes y un hospital. “El médico me dijo que necesitaba operarme de los pechos”, dijo, con la mirada fija en el océano que se extendía ante nosotras. “Dijo que no podía regresar [a Nauru], pero inmigración decidió traerme de vuelta de todos modos.” Su estado siguió deteriorándose. En 2015 la enviaron a Papúa Nueva Guinea para que le realizaran una endoscopia y una colonoscopia, que confirmaron algunos de sus problemas médicos… y luego la devolvieron otra vez a Nauru.
Ahora los bultos están creciendo y tiene una secreción preocupante en los pechos, pero Australia le niega el tratamiento, e incluso un chequeo adecuado.
Por impensable e inhumano que parezca, esta desatención parece formar parte de la estrategia. Los políticos australianos han declarado categóricamente que jamás permitirán que las personas refugiadas enviadas a Nauru se asienten en Australia. “Siento que nos mantienen como rehenes”, dijo Halimeh. “Nos hacen sufrir como ejemplo para otras personas que puedan pensar en huir a Australia.”
Lo peor es que, por lejos que quede Nauru, en realidad está mucho más cerca de lo que parece: los políticos europeos de derechas han estado promocionando el “modelo australiano” de procesamiento de las solicitudes de asilo fuera del país como una solución a la “crisis” de refugiados europea. Con el mismo pretexto de “salvar vidas”, los países europeos ya están cerrando fronteras, estableciendo acuerdos con Estados, como Turquía, que no pueden ofrecer a las personas refugiadas protección adecuada, y delegando en otros sus responsabilidades.
Esta última exposición detallada de en qué consiste en realidad este “modelo australiano”, que ha recibido amplia cobertura en Europa, es importante. Para cientos de personas refugiadas que se encuentran en prisiones insulares australianas, aporta una esperanza renovada de que Australia por fin cumpla sus obligaciones internacionales y les permita asentarse en un lugar donde puedan obtener la asistencia que necesitan y la protección que merecen.
Para Halimeh, significa que todavía podría recibir la cirugía y el tratamiento vitales antes de que sea demasiado tarde. Y para cualquier Estado europeo que contemple medidas similares, es una advertencia clara de lo mal que van las cosas cuando se permite que el miedo y las agendas populistas pisoteen valores humanitarios básicos y el derecho internacional a pedir asilo.