Violencia feminicida y ambiental


Por: Francesca Gargallo Celentani


Hablar de violencia en México es como hablar de la cuerda en casa del ahorcado. El tema se soslaya, seguramente no se saca a relucir en una plática familiar, menos en época de pandemia o frente a unas anheladas vacaciones. Pero está siempre ahí, es el oxígeno de un aire rarefacto que, cuando las y los familiares de personas desaparecidas y las madres y feministas contra el feminicidio sacan a relucir, indigna, asusta y revela que ha afectado a la casi totalidad de las personas que viven en México. 27 homicidios por cada 100.000 habitantes, un incremento del 1.7% anual de los feminicidios, una parte del territorio controlada por la delincuencia, secuestros, extorsiones, trata de personas, persecución en las comunidades indígenas, preocupa a quien la ve crecer por la impunidad que brinda la omisión en la procuración de justicia.

En el medio de una zona violenta que va del sur de Estados Unidos a Nicaragua, con una frontera enorme con el primer consumidor de drogas del mundo, un territorio que muchos desplazados en las últimas décadas dejaron despoblado y por tanto apto para la “cocina” de drogas y el escondite de personas tratadas, México es también un país que está en el ojo de los intereses estadounidenses y, por tanto, es constantemente monitoreado.

En su frontera sur, sin embargo, están tres de los países más violentos del mundo de donde la población huye por violencia política de Estado y empresas que actúan como instituciones, violencia económica y violencia colectiva y territorial de pandillas. Con estos comparte violencias identificables: las violencias feminicidas y transfeminicidas y la violencia contra defensoras y defensores de derechos humanos y de la naturaleza.  Las y los dirigentes comunitarios son particularmente vulnerables. Si bien la mitad de las 212 personas defensoras del agua y la tierra asesinadas en el último año lo fueron en Colombia y Filipinas, Honduras, Guatemala y México les siguen. Corrupción, impunidad y machismo tienen mucho que ver. Los intereses sobre la tierra y los recursos naturales responden a la demanda de los consumidores y cada vez son más pesados. Minería, agronegocios, represas, termoeléctricas o la explotación de madera buscan entrar cada vez a nuevos territorios, en los cuales las empresas, de acuerdo con políticos corruptos, usan todos los medios, entre ellos los de la delincuencia organizada, para imponer sus proyectos o castigar a los dirigentes que se lo impiden.

La violencia contra las mujeres no es menos brutal y se entrecruzan en toda la región. El 6 de abril se reabrirá el juicio contra David Castillo, mandatario del asesinato de la dirigente lenca, feminista comunitaria y defensora ambiental Berta Cáceres. Durante cinco años, los tribunales hondureños lo protegieron postergando la presentación de pruebas, que lo hunden. La pregunta que flota en el aire es ¿quién estaba detrás del mandante? ¿Acaso la poderosa familia Atala, dueña de la empresa que logró concesiones ilegales sobre el río Gualcarque que Berta Cáceres y el pueblo lenca defendieron? Los mandantes no siempre se mandan solos.

En las ciudades mexicanas es imposible no percibir la rabia que despierta la violencia regional entre cada vez más jóvenes que se organizan. En particular, la violencia policial y parapolicial contra las mujeres en México ha generado respuestas internacionales, no solo insospechados y tendenciosos apoyos de fuerzas políticas disímbolas que esperan, sosteniendo las protestas públicas de las feministas, golpear al gobierno. Pero es imposible recuperar el feminismo por la derecha. Frente al hecho que la policía de una ciudad como Aguascalientes, pequeña capital de un pequeño estado ganadero e industrial a 500 kilómetros al noroeste de la capital, el 8 de marzo persiguió montada en motocicleta, como moderno cuerpo de vaqueros, y armada de palo a 6.000 manifestantes que se defendieron con las cruces con los nombres de las 90 víctimas de feminicidio del Estado, parece caricaturesco frente a que cinco meses antes, el 10 de noviembre de 2020, la policía de Cancún, ciudad turística a 2.350 kilómetros al sureste de la capital, disolvió a tiros una manifestación espontánea contra dos feminicidios ocurridos durante el fin de semana.

Meses después, a pocos kilómetros de ahí, en la playa de Tulum asesinaron a Victoria Salazar, una refugiada salvadoreña a la que sometieron hasta asesinarla. La policía de Jalisco tortura a las mujeres presas según patrones de violencia sexual y de género que maximizan el daño, haciéndolo irreversible. El recuento de la violencia policíaca, negada hasta la evidencia, en ocasiones usando el pretexto de que las policías que se envían a las manifestaciones son “también” mujeres es enorme. Amenazas de violación, intimidación, tocamientos, insultos, golpes, intentos de desnudamientos acompañan casi siempre las persecuciones y detenciones de mujeres.

Las feministas lo saben. De hecho, el cambio en las formas de las manifestaciones urbanas en agosto de 2019 se debió a agresiones policiacas a mujeres en una patrulla y en un museo. Entonces estalló la rabia: Si te dañan, lo rompo todo. Me defienden mis amigas, no la policía. Violan mujeres, protegen monumentos. ¡Si fuera policía, yo lo abortaría! Estas consignas y muchas más son la directamente dirigidas a la policía. Las feministas saben también que, a pesar de ello, a la policía se le reclama un trabajo: la procuración de justicia, pues la violencia golpea en muchos más frentes: parejas y ex parejas, transeúntes, agentes del crimen organizado, compañeros y maestros de escuela…

Fuente: https://desinformemonos.org/violencia-feminicida-y-ambiental/

Comparte este contenido:

La ética de la violencia feminista

Ser hombre y pensar, escribir o articular un discurso cualquiera en torno del género, y sobre todo acerca del feminismo, suele ser difícil porque siempre (o por lo menos la mayoría de las veces) conlleva intrínseco el riesgo de apelar a cualquiera de las siguientes posiciones (todas ellas políticas, en el más extenso sentido de la palabra):
  1. Juzgar las formas y los contenidos de la lucha ajena partiendo de la total incomprensión de lo que significa, por ejemplo, que la sexualidad y el cuerpo de las mujeres se encuentren, en cada espacio de la cotidianidad, a todas horas, en disputa y en cuestión por la propia masculinidad; es decir, partiendo desde la invisibilización y el no-reconocimiento de la identidad en resistencia.
  2. Recentrar los ejes y las articulaciones de la resistencia femenina en rededor de los márgenes de acción de la masculinidad, sin importar qué tan progresista ésta última se autoafirme.
  3. Anular el ejercicio de la subjetividad femenina, desplazándola como el centro de gravedad del movimiento mismo, para vaciarla de sus contenidos concretos en simples abstracciones y tipos ideales.

Por supuesto, estos y otros tantos recursos se configuran y nutren, en principio, en el seno mismo de una posición de enunciación y de intervención en la vida pública y en los imaginarios colectivos compartidos que es a todas luces privilegiada respecto de aquellas identidades que históricamente han sido excluidas, dominadas y explotadas (cualquier otro adjetivo es derivado de estos tres) por las estructuras y los procesos sociales que históricamente surgieron —y se han mantenido vigentes hasta el presente— atravesadas por una lógica de género jerárquica en las que múltiples masculinidades subordinan a múltiples feminidades (y a otras masculinidades) para asegurar la reproducción sistemática y ampliada de sus condiciones de posibilidad y de su propia existencia en cuanto tal.

Hoy día, inclusive, reconocer ese privilegio praxeológico y discursivo es ya un espacio común, al que cada vez se recurre con mayor frecuencia por una diversidad de masculinidades, para intentar abstraerse de la lógica de operación del patriarcado y asumir una posición de exterioridad respecto de los ejercicios de poder y de las prácticas de violencia de las que aquel se vale para parasitar las relaciones intersubjetivas entre los géneros, tanto los binarios como los no-binarios.

Ello, en este sentido, da cuenta de que si bien los esfuerzos por pensar a la propia masculinidad desde el ser-hombre es algo que en efecto se está llevando a cabo (no solo para desmontar las lógicas patriarcales en todas sus contingencias, respecto de la falsa oposición hombre/mujer, sino también como una estrategia de supervivencia desde las coordenadas de otras formas de experimentar la masculinidad); es cierto, asimismo, que la tarea se encuentra aún muy lejos de ser capaz de fundar dinámicas de acompañamiento horizontales que no reifiquen a las feminidades y que no terminen, por lo demás, reproduciendo el sistema vigente bajo el velo de la corrección política y la infantilización de las agraviadas —con tal de no ser objeto de sus críticas y denuncias y exigencias.

Afirmarse, pues, como una identidad (o mejor: como una masculinidad) exterior a la tensión que la lucha feminista abre en su resistencia a las lógicas patriarcales de la sociedad moderna capitalista contemporánea no es, por ninguna razón, un acto menos atroz que el sojuzgar, el condenar y el criminalizar eventos como los ocurridos el pasado fin de semana en la Ciudad de México, con motivo de la digna rabia que despertó entre las mujeres el más reciente (y la expresión no es azarosa) caso de violación a una de ellas; esta vez, por una manada de Porkys adscrita a una de las instituciones policiales capitalinas.

Y es que, en efecto, lo primero significa cerrar el diálogo y el cuestionamiento tan necesarios que las compañeras ponen en juego, para el conjunto de la sociedad, cada vez que toman el espacio público y se manifiestan. Implica, por lo tanto, fundar unilateralmente un monólogo en el que se encapsula a la lucha feminista para mirarla (y no reconocerla ni aceptarla) sólo a la distancia, como algo a lo que se es ajeno y que, en consecuencia, no supone ninguna interpelación. Lo segundo, por su parte, no tiene otra cara que la del más profundo y reaccionario conservadurismo que, enquistado como está en su posición de poder, no hace más que responder con grados cada vez mayores de violencia, de dominación y de explotación ante aquello y aquellas que lo desnudan en toda su falsedad.

Y así lo demostraron, de hecho, las dos tendencias que dominaron la discusión (por lo menos en redes y medios similares y derivados, pero no sólo) que se desprendieron de las últimas protestas: la ampliación y la profundización del machismo y el falocentrismo, por un lado; y las exigencias (veladas o no) de una despolitización del feminismo, por el otro. Es decir, simultáneamente: la radicalización discursiva del imaginario y los sentidos comunes que en este país alimentan la desaparición, la violación y el feminicidio en escalas cada día más grandes y por medios crecientemente más sanguinarios; y la desarticulación del dolor, la rabia, el temor y la angustia que nutren a la resistencia colectiva e individual a través de la exigencia en pos de su institucionalización y pacificación.

Los cristales rotos en edificios públicos, las pintas en estaciones de transporte público (concesionado a privados con el capital y las capacidades técnicas y logísticas suficientes para echar a andar de nuevo esas estaciones seis horas después de suintervención política por parte de las feministas), y las consignas escritas en monumentos históricos, por supuesto coadyuvaron a que esas dos tendencias se magnificasen (con la ayuda de la narrativa particular de las cadenas televisivas y la prensa) en proporciones tales que, durante dos días, no sólo fueron los eventos protagonistas de las discusiones en el debate público nacional, sino que, además, llevaron al extremo de lo absurdo la necesidad de visibilizar y concientizar a la sociedad sobre el valor supremo de una vida humana frente a un mundo material superfluo, banal y venial: construido, en estrictos términos benjaminianos, como un vestigio de barbarie (y la barbarie también tiene género).

Las agresiones a periodistas (hombres y mujeres, por igual) se sumaron a la ecuación. Pero quizá habría que pensar, por lo menos como una problematización seria y legítima, que la similitud de la narrativa entre distintos medios que cubrieron los hechos ofrece mucho material para pensar en términos de lo que supondría una estrategia de comunicación que busca relegitimar el rol central de las corporaciones y los capitales privados en la definición de la agenda política en este país (luego de poco más de once meses de gobierno de una administración que no se cansa de acicatear a la prensa y a las televisoras por sus claras filias y fobias en las redes del poder político mexicano).

Pero más allá de eso (que en los márgenes de lo absurdo podría parecer una conspiración de los medios para victimizarse frente a la sociedad), un tema de mayor trascendencia es que esta sociedad sigue sin comprender el contenido profundamente ético que se encuentra en juego en la violencia que se desdobla en cada nueva manifestación feminista. Violencia que, para desgracia del conservadurismo nacional, no tiene punto de comparación con la violencia sexual, de género y feminicida que se vive como cotidianidad en el país. Porque, por más que se la quiera emparentar o asimilar con estas formas que tienen al país sumido en un abismo de desaparición y ahogado en cadáveres de mujeres mutiladas, ésta, es decir, la violencia de la protesta, se distancia cualitativamente de aquella en el reconocimiento que hace de la necesidad de resistir y enfrentar estructuras, relaciones y dinámicas sociales que se sostienen sobre la muerte y la desaparición: hechos que ni en este espacio-tiempo ni en ninguno otro son desmontables por la vía pacífica.

Por eso, quizá, la indignación colectiva frente a la intervención política del Ángel de la Independencia causa tanto desconcierto a cualquier criterio que tenga un respeto ético mínimo por la vida de hombres y mujeres por igual, como condición de existencia colectiva e individual. Porque no es sólo el absurdo de la incomprensión de que el espacio público está ahí para ser tomado y apropiado por la sociedad, para ser intervenido de manera que refleje, con la mayor fidelidad posible, los problemas que la aquejan y recobrar, así, por cuanto monumento, su función mnemotécnica. Es, también, la farsa que se halla de fondo en la propia indignación de amplios sectores de la sociedad que no tuvieron empacho en expresar su más hondo racismo, clasismo y sexismo; aunque esos mismos sectores sean objeto, ellos también, de las dinámicas contra las cuales se protestó el fin de semana.

Y es que, por supuesto, no faltaron quienes buscaron obtener dividendos políticos desde el momento en que se supo de la violación hasta que las manifestaciones terminaron (lo cual, de ninguna manera, excusa a la Jefa de Gobierno de la Ciudad de México por la serie de respuestas que ofreció: desarticuladas, expresadas más como reacciones tardías, descalificaciones y criminalizaciones que como proposiciones).

Lo más probable es que el resto del sexenio esa dinámica domine el debate y atraviese a toda protesta social que se genere porque en ello se juega la legitimidad de agendas que, si se quiere, se perfilan reformistas, pero que al final del día son alternativas a las dinámicas que han venido dominando el desarrollo de la convivencia colectiva en este país, los últimos años. Después de todo, a diferencia de lo que ocurre con la derecha en el gobierno, cuando es la izquierda (o algo que se pretende a sí mismo izquierda) la que gestiona la estructura estatal y el andamiaje gubernamental, todo está por disputarse, pues nada está, por principio de cuentas, definido de antemano —al menos no más allá de ciertas concesiones al capital que le permitan administrar el gobierno. Es la pugna por esos múltiples sentidos y direcciones políticas aún por definir lo que se está colando en cada movilización y descontento, aún si los eventos que atraviesa, en cuestión, en apariencia tienen poco o nada que ver con el programa de gobierno en turno.

Por eso, algunas lecciones que tendrían que quedar abiertas para trabajarlas en lo que sigue, por lo menos desde la trinchera de este privilegio genérico desde el cual se discurre, quizá tendrían que ver más con la necesidad de no renunciar a ser interpelados, siempre partiendo del imperativo de corresponder a esa interpelación con creatividad y desde una perspectiva de horizontalidad para no profundizar la barbarie en la que ya vive esta sociedad.

Lo primero, porque es claro que no basta con desmontar el patriarcado sólo dentro de las prácticas de convivencia entre mujeres: no es desde ahí desde donde se organiza la desaparición, las violaciones y los asesinatos. Y lo cierto es que, para hacer de esta lucha algo totalizante, no basta con invitar al universo de masculinidades a hacer conciencia de género, de raza y de clase por sí mismas, como un ejercicio autocrítico de su toxicidad. La lógica de ordenamiento de la vida cotidiana del machismo requiere de un tipo de cuestionamiento, de un tipo de violencia (ética) sistemática, que se le enfrente y sea capaz de penetrar a las capas más profundas de interiorización y normalización de la exclusión, la dominación y la explotación de la mujer.

Y lo segundo, por su parte, porque es un hecho que, ante el cuestionamiento femenino, la respuesta primordial del varón ha sido sostenidamente la misma: la negación de la sujetidad de las mujeres. Por eso no es casual que, ante el reclamo en torno del ejercicio de su sexualidad, hoy las mujeres estén experimentando un recrudecimiento, un incremento cualitativo y cuantitativo de la violencia feminicida justo en el momento en que ellas reclaman para sí la total soberanía de su cuerpo: la manera que tiene el machismo de demostrar que su cuerpo no les pertenece es desapareciéndolo, violándolo y asesinándolo. La respuesta de éste es proporcional a la resistencia de aquellas.

Desarticular dicha respuesta no es sencillo. Pero por ello es importante no desconocer que, para conseguir dicho objetivo, la lucha debe tener como su condición de posibilidad el ejercicio de la violencia feminista. Después de todo, nada cambió nunca, en la historia de la humanidad, sin que antes ciudades e imperios enteros fuesen llevados a las ruinas. Y este imperio, en particular, avasalla y satura la experiencia de la vida cotidiana.

– Ricardo Orozco, Consejero Ejecutivo del Centro Mexicano de Análisis de la Política Internacional, @r_zco

Fuente: https://www.alainet.org/es/articulo/201750

Imagen tomada de: https://periodicotribuna.com.ar/17595-la-violencia-del-feminismo-llega-a-rosario.html

Comparte este contenido: