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Educar en valores éticos

Establecer una asignatura de valores cívicos en la educación española es una buena noticia porque de esa manera los futuros profesionales tendrán un espacio para reflexionar sobre las metas y valores de su actividad

El 17 de junio pasado llegó a Valencia el buque Aquarius con 630 inmigrantes a bordo, rescatados días antes en el Mediterráneo. Aunque el viaje era largo, otros puertos más próximos no se prestaron a recibirlos y fue el puerto valenciano el que lo hizo. Naturalmente, los comentarios de todo tipo inundaron las páginas de la prensa, las cadenas de radio y televisión y las redes sociales, desde los agoreros cansinos que insistieron, como siempre, en pronosticar un efecto llamada que acarrearía toda suerte de males, hasta el entusiasmo de una ciudadanía, orgullosa de saberse y sentirse solidaria.

Los tres poderes sociales —el ciudadano, el político y el económico— se unían para atender a los más vulnerables. Era el momento mágico de las sinergias entre las fuerzas sociales a favor de lo mejor que tenemos los seres humanos. Era un brote valioso de hospitalidad.

Claro que aquello era solo un comienzo, y a partir de ese punto debía empezar el proceso de organizar, discernir y, en su caso, llevar a cabo la integración, porque la acogida es un bien menor, cuando no se ha logrado resolver los problemas en los países de origen para que nadie se vea obligado a dejar su hogar, pero integrar a los recién llegados era todavía la asignatura pendiente.

Recuerdo la ingeniosa respuesta de un profesor latinoamericano a quien pregunté cómo no mejoraba la situación de su país, teniendo en cuenta la creatividad de sus gentes: “Es que”, me dijo, “tenemos muchas iniciativas, pero pocas acabativas”. Y tenía razón, pero no solo para su país, sino para muchos otros; entre ellos, España y esa precaria unión supranacional, que es la Unión Europea.

«Una sociedad demuestra qué materias considera indispensables cuando las incluye en las aulas»

Los problemas políticos y económicos han venido poniéndole trabas desde el comienzo, pero hoy en día se han sumado las deficiencias éticas: la falta de acuerdo real en los valores de los que queremos vivir, que son los que constituyen nuestras señas éticas de identidad. Como diría José Luis Aranguren, nuestra moral vivida, además de nuestra moral pensada.

En la forja de esa moral es una pieza clave la educación, tanto formal como informal, tanto la que se plasma en currículos escolares y universitarios como la que se propaga a través de la vida cotidiana.

Porque las personas no nacen ciudadanas, sino que se hacen. La persona —recordaba Kant— lo es por la educación, es lo que la educación le hace ser. Y en este tiempo en que en España se debate sobre una reforma de la ley de educación, que venga a superar deficiencias de la LOMCE, es una buena noticia saber que una asignatura de “valores éticos y cívicos” va a formar parte de los planes de estudios escolares como un capítulo en la formación de todo el alumnado.

«Hay que reforzar la filosofía, pues con ella empezó el conjunto de la sabiduría secularizada»

A fin de cuentas, hace años constaba una asignatura con el título “La vida moral y la reflexión ética”, que se ocupaba del conjunto de valores éticos compartidos en las sociedades pluralistas y democráticas, es decir, de su ética cívica, y de los proyectos que desde ella se han ido incorporando. Una asignatura que contaba con el apoyo de todos los grupos sociales.

Cuál sería el hilo conductor de esa materia no es difícil de imaginar: reflexionar sobre la superioridad de la libertad frente a la esclavitud, el adoctrinamiento y la manipulación; degustar el valor de la igualdad entre las personas, que tienen dignidad y no un simple precio, sea cual fuere su raza, religión, edad, género o su orientación sexual; respetar activamente, y no solo tolerar, las ideas de quienes piensan de forma distinta, pero moralmente aceptable; apreciar el diálogo como camino para resolver los conflictos, cuando están puestas las condiciones para que el diálogo sea auténtico, y tomar nota de que la apuesta por la justicia no es un mero consejo, sino la exigencia indeclinable que constituye el quicio de cualquier sociedad pluralista y democrática. Si la justicia falla, como valor y como virtud social, la sociedad está desquiciada. Con claro perjuicio para todos, pero sobre todo para los más vulnerables.

Contar con una materia semejante en el currículo escolar es imprescindible, entre otras razones, porque una sociedad demuestra qué materias considera indispensables para la formación cuando las incluye en un plan de estudios; en este caso, para ayudar a formar una buena ciudadanía, conocedora de sus derechos y de sus responsabilidades y capaz de vivirlos en la práctica.

La escuela y la universidad bien pueden vincularse con actividades que encarnen la moral pensada en la moral vivida como parte del currículo escolar. El trabajo conjunto con organizaciones cívicas solidarias se hace aquí imprescindible.

Es verdad que educamos en tiempos de incertidumbre, ignoramos qué habilidades y competencias científicas y técnicas serán las más adecuadas para encontrar un lugar en el mundo laboral, pero sí que sabemos que es desde los valores éticos mencionados desde los que debería orientarse el quehacer de las ciencias y las técnicas.

Por eso sería aconsejable introducir en el temario de la educación española una asignatura de ética en cada uno de los grados universitarios y en la formación profesional, de modo que los futuros profesionales tengan un espacio para reflexionar sobre las metas y valores de su actividad.

Naturalmente, la ética, que es “filosofía moral”, igual que hay filosofía de la ciencia o de la técnica, es una parte de la filosofía, ese saber de tan larga y acreditada historia que con ella empezó el conjunto de la sabiduría secularizada, al menos en Occidente.

Mantener la asignatura de filosofía como obligatoria en primero de bachillerato y aumentar su peso en segundo es una de las reivindicaciones, más que justificadas, de la Red Española de Filosofía, a las que hace unos días dedicó un espacio Juan Cruz en las páginas de este diario.

Pero en su calidad de ética para la Enseñanza Secundaria Obligatoria, con un alumnado más joven, es necesario potenciarla muy especialmente para que tome cuerpo en la vida social esa Declaración Universal de Derechos Humanos, que el 10 de diciembre cumplirá 70 años, y que tiene por base explícitamente la dignidad de las personas, la dignidad de todos los miembros de la familia humana.

Fuente: https://elpais.com/elpais/2018/07/23/opinion/1532365199_568677.html

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La educación como problema

Por Adela Cortina

El problema número uno de cualquier país es la educación. Y en el nuestro el asunto anda revuelto desde instancias diversas que afectan a todos los niveles educativos, incluida la Universidad. Es tiempo de pensar la educación y pensarla a fondo.

La LOE deja la puerta abierta para que las comunidades autónomas recorten horas de materias como la Filosofía, apertura que aprovechan algunas comunidades como la valenciana para reducir su horario; los enfrentamientos por la Educación para la Ciudadanía recuerdan el Motín de Esquilache; Bolonia va a traer una Universidad adocenada, en la que, por mucho que se diga, la calidad acaba midiéndose por la cantidad.

El número de alumnos se ha convertido en decisivo para determinar la calidad de una materia o un postgrado, con lo cual no hay lugar para la especialización. Una cosa es saber mucho de poco, saber cada vez más de menos y acabar sabiéndolo todo de nada; otra cosa muy distinta, saber sólo generalidades, porque eso -se dice- es lo que prepara para adaptarse a cualquier necesidad del mercado.

Acabamos limitando escuela y Universidad a desempeñar tareas, no a asumir la vida

Éste es el mensaje de Bolonia, asumido con inusitado fervor por carcas y progres, y después nos quejaremos del neoliberalismo salvaje.

Los nuevos aires insisten en preparar a los alumnos para desarrollar competencias tanto en los estudios técnicos como en las ciencias y las humanidades. El viejo debate sobre si educar consiste en formar o en informar ha pasado de moda, porque ya sabe cualquier maestro o profesor que lo suyo es preparar chicos y chicas competentes. ¿Competentes, para qué? Para desempeñar ocupaciones asignadas por el mercado laboral, claro está.

Por eso, si usted tiene que diseñar un plan de estudios de cualquier nivel educativo o un postgrado, el apartado más largo y complicado será, no el que se refiere a los contenidos de las materias, sino el que se relaciona con las «competencias». ¿Para qué ha de ser competente el egresado?

Competencia es, al parecer, un conjunto de conocimientos, habilidades y actitudes, necesarios para desempeñar una ocupación dada y producir un resultado definido. Consulté a un compañero de Pedagogía, excelente profesional, y, con una buena dosis de ironía, me puso un ejemplo muy ilustrativo: alguien es competente para hacer una cama cuando sabe lo que es un somier, un colchón, lo que son las sábanas, se da cuenta de cómo es mejor colocarlas y además le parece algo lo suficientemente importante como para intentar dejarlas bien, sin arrugas y sin que el embozo quede desigual. Era sólo un ejemplo, por supuesto, pero extensible a actividades más complejas, como construir puentes y carreteras, elaborar productos transgénicos, hacer frente a una denuncia, plantear un pleito, curar una enfermedad y tantas otras actividades que corresponden a quien tiene un puesto de trabajo. Preparar gentes para que ocupen puestos de trabajo parece urgente.

Sin embargo, sigue pendiente aquella pregunta de Ortega sobre si la preocupación por lo urgente no nos está haciendo perder la pasión por lo importante. Si en la escuela hay que enseñar a hacer tareas como manejar el ordenador o conocer las señales de tráfico, cosa que los estudiantes van a aprender de todos modos por su cuenta y riesgo, o si hay que incluir en el currículum materias de Humanidades, que preparan para tener sentido de la historia, dominio de la lengua, capacidad de criticar, reflexionar y argumentar. Que no son competencias para desempeñar una ocupación, sino capacidades del carácter para dirigir la propia vida. Nada más y nada menos.

Por otra parte, se insiste, con razón, en que el conjunto de la educación se dirige a formar buenos ciudadanos, y hete aquí que eso no es ninguna ocupación, sino una dimensión de la persona, aquella que le permite convivir con justicia en una comunidad política. No tanto vivir en paz, que puede ser la de los cementerios o la de los amordazados, sino convivir desde la justicia como valor irrenunciable. Y para eso hace falta aprender a enfrentar la vida común desde el conocimiento de la historia compartida, la degustación de la lengua, el ejercicio de la crítica, la reflexión, el arte de apropiarse de sí mismo para llevar adelante la vida, la capacidad de apreciar los mejores valores. Cosas, sobre todo estas últimas, que no pertenecen al dominio de las competencias, sino a la formación del carácter.

No es una buena noticia entonces que se quiera reducir la Filosofía en el Bachillerato, ni lo es tampoco que se pretenda eludir la ética cívica o esa Educación para la Ciudadanía que debería ayudar a educar en la justicia, no sólo a memorizar listas de derechos, constituciones y estatutos de autonomía, que son por definición variables, sino a protagonizar con otros la vida común.

Por fas o por nefas, acabamos limitando la escuela y la Universidad a preparar presuntamente para lo urgente, no para lo importante, para desempeñar tareas y no para asumir con agallas la vida personal y compartida.

Fuente del artículo:  https://elpais.com/diario/2008/05/28/opinion/1211925605_850215.html

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El deterioro de la Universidad

Por: Adela Cortina

Que la universidad española necesita reformas es indiscutible, como también que es necesario analizar cuidadosamente hacia dónde se debe reformar, no sea cosa que se deteriore en vez de mejorarla; por eso es una buena noticia que se haya abierto un vivo debate sobre ella en el espacio público. De entre la gran cantidad de temas que precisan reflexión, es urgente el que se refiere a la duración de las carreras, por razones obvias.

El Real Decreto, aprobado el 2 de febrero pasado, propone flexibilizar la oferta universitaria, con carreras más cortas y, por tanto, más baratas, para que los alumnos puedan entrar antes a ese mercado de trabajo que les está esperando como al agua de mayo. Todo ello se resume en esa fórmula, difundida desde los comienzos del Plan Bolonia, que no puede ser más falaz y que, sin embargo, la sociedad ha asumido sin más.

Las fórmulas “3+2” y “4+1” inducen a pensar que las carreras siguen durando 5 años, como antes, pero que desde el Plan Bolonia 4 de esos años se dedican al grado y 1 al postgrado, y que el decreto permite dedicar 3 al grado y 2 al postgrado. Pero no es así. Ahora las carreras duran 4 años y con el decreto podrán quedar en 3. Con esos tres años se obtendría el grado y, por tanto, la facultad de ejercer la profesión. La facultad, que no el ejercicio, porque para ejercerla es preciso encontrar un puesto de trabajo.

Los másteres, sean de uno o dos años, no forman parte de la carrera ni son necesarios para ejercer la profesión sino en muy pocos casos. Por ejemplo, en el caso del célebre “Máster de Secundaria”, que debe cursar cualquier graduado que desee dedicarse a la docencia en ese nivel, sea de Humanidades, de Sociales o de “Naturalidades”, por decirlo con Ortega. Se trata del antiguo Curso de Aptitud Pedagógica (CAP), que no complementa los contenidos de ninguna de las carreras, sino que tiene naturaleza pedagógica.

Los másteres no forman parte de la carrera ni son necesarios para ejercer la profesión sino en muy pocos casos ¿Ventajas de la nueva propuesta? Se dice que la nueva modalidad del grado resultaría más barata, lo cual es obvio, siempre que no suban las tasas, y todavía sería más económica si se redujera a dos años, a uno o a ninguno. Sólo que semejantes ahorros no redundan nunca en la calidad en un asunto tan serio como éste, que no puede quedar al cálculo monetario, porque no necesitamos mano de obra barata, sino profesionales bien formados, que se sepan a la vez ciudadanos de una sociedad de la que viven y para la que han de adquirir su saber.

Desde que en los siglos XII y XIII naciera la institución universitaria en ciudades como Salerno, Bolonia, París, Oxford o Salamanca ha ido proponiéndose unas metas que necesitan tiempo, estudio y debate sereno. La primera fue la formación de los profesionales indispensables para las necesidades de la época. Éste era el sentido de obtener una licenciatura, una licentia para ejercer la profesión, habiendo adquirido la facultas exigida para hacerlo. Ni la Academia de Platón ni el Liceo aristotélico, ni siquiera las Escuelas Palatinas creadas por Carlomagno, tuvieron el poder de decidir quién estaba facultado para ejercer la profesión. Un poder que ni puede ni debe ser político, ni puede ni debe ser económico. Las universidades son de la sociedad y están a su servicio, por eso necesitan ser autónomas y ejercer esta autonomía con responsabilidad y rendición de cuentas.

Con el tiempo a esta meta se sumaron otras. Las universidades han de transmitir conocimientos, espolear el afán investigador, cultivar la preocupación por descubrir qué es lo verdadero y lo justo a través del debate abierto, intentando con ello superar el fundamentalismo de quien se niega a argumentar. Han de esforzarse por formar ciudadanos responsables de su sociedad.

Las universidades han de transmitir conocimientos, espolear el afán investigador

Ciertamente, desde fines del siglo pasado se ha producido una revolución en las universidades que, junto con otras variables, introduce la necesaria atención al mercado productivo. Pero “junto con” no significa “reducirse a”. La universidad no puede ser una expendeduría de títulos orquestada desde el mercado, porque lleva en su ADN esas otras metas que está obligada a perseguir. Para hacerlo necesita tiempo y sosiego.

No es casualidad que carreras como la de Medicina no se vean afectadas por el decreto, además de prolongarse en ese excelente programa MIR, que todas la profesiones deberían imitar. Afortunadamente, aquellos a los que corresponde se percatan de que poner la salud en manos de graduados de tres años es suicida para una sociedad, y ojalá no se les ocurra cambiar de idea. Pero tan suicida es reducir a tres años la preparación de otros profesionales.

Se dirá que al fin y al cabo el decreto no hace sino una propuesta, pero lo cierto es que el final es fácil de adivinar. Las universidades con posibilidades acortarán el grado a tres años y propondrán másteres costosos y competitivos, financiados privadamente o por medio de su comunidad autónoma; las que no tengan esa posibilidad habrán de reducir el grado a tres años y apenas ofertarán másteres. Crecerá la desigualdad y el deterioro de la universidad será inevitable.

Fuente: https://elpais.com/elpais/2015/02/26/opinion/1424960491_863807.html

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La patología del odio

Por: Adela Cortina

Las fobias sociales son enfermedades que se deben superar. Convertir en creencia la idea de la igual dignidad es el modo ético de superar los conflictos entre el discurso de la intolerancia y el respeto a la libertad de expresión.

Hacia 1944 vio la luz el libro autobiográfico de Stefan Zweig El mundo de ayer. Memorias de un europeo.En él recordaba el comienzo del siglo XX desde el peculiar observatorio en el que había vivido como austríaco, judío, escritor, humanista y pacifista. Y consideraba un deber moral contar ese relato para aviso de navegantes, porque nada podía llevar a pensar en los umbrales del nuevo siglo que ya en su primera mitad se iban a producir dos guerras salvajes en suelo europeo. Los jóvenes educados en la Austria imperial, en un ambiente seguro y estable, creían periclitado cualquier episodio de barbarie y no veían en el futuro sino signos de progreso. No podían sospechar que ya se estaba incubando el huevo de la serpiente.

Ese relato resulta familiar a quienes hemos vivido la experiencia de la transición española a la democracia. En los años setenta del siglo pasado creíamos haber ingresado en la senda del progreso social y político, quedaban atrás los conflictos bélicos, propiciados por ideologías enfrentadas, por la desigualdad en oportunidades y riqueza, y se abría un camino de cambios a mejor. Hoy, sin embargo, es urgente aprender de europeos como Zweig para tomar conciencia de que las semillas del retroceso pueden estar puestas y es necesario frenar su crecimiento destructivo. Como bien dice Federico Mayor Zaragoza, la Unión Europea debería ser el catalizador de la unión mundial. Una de esas semillas destructivas, como en el tiempo de Hitler y Stalin, es el triunfo de los discursos del odio.

Se entiende por discurso del odio cualquier forma de expresión cuya finalidad consiste en propagar, incitar, promover o justificar el odio, el desprecio o la aversión hacia determinados grupos sociales, desde una posición de intolerancia. Quien recurre a ese tipo de discursos pretende estigmatizar a determinados grupos y abrir la veda para que puedan ser tratados con hostilidad, disuelve a las personas en el colectivo al que se agrede y lanza contra el conjunto su mensaje destructivo.

Tal vez el rótulo “odio” no sea el más adecuado para referirse a las emociones que se expresan en esos discursos, como la aversión, el desprecio y el rechazo, pero se trata en cualquier caso de ese amplio mundo de las fobias sociales, que son en buena medida patologías sociales que se deben superar. Se incluyen entre ellas el racismo, la xenofobia, el antisemitismo, la misoginia, la homofobia, la aversión a los miembros de determinadas confesiones religiosas, o la forma más común de todas, la aporofobia, el rechazo al pobre. Y es que las emociones, a las que tan poca atención se ha prestado en la vida pública, sin embargo la impregnan y son especialmente manipulables por los secuaces del flautista de Hamelín. Así fue en la primera mitad del pasado siglo y está siéndolo ahora cuando los discursos fóbicos proliferan en la vida compartida.

Desde un punto de vista jurídico, el principal problema estriba en el conflicto entre la libertad de expresión, que es un bien preciado en cualquier sociedad abierta, y la defensa de los derechos de los colectivos, objeto del odio, tanto a su supervivencia como al respeto de su identidad, a su autoestima. El problema es sumamente grave, porque ninguno de los dos lados puede quedar eliminado.

En principio, por decirlo con Amartya Sen, la libertad es el único camino hacia la libertad y extirparla es el sueño de todos los totalitarismos, lleven el ropaje del populismo o cualquier otro. La experiencia de países como China, Corea del Norte o Venezuela no puede ser más negativa.

Pero igualmente el derecho al reconocimiento de la propia dignidad es un bien innegociable en cualquier sociedad que sea lo bastante inteligente como para percatarse de que el núcleo de la vida social no lo forman individuos aislados, sino personas en relación, en vínculo de reconocimiento mutuo. Personas que cobran su autoestima desde el respeto que los demás les demuestran. Y, desde esta perspectiva, los discursos intolerantes que proliferan en países de Europa y en Estados Unidos están causando un daño irreparable. Por sus consecuencias, porque incitan al maltrato de los colectivos despreciados, y por sí mismos, porque abren un abismo entre el “nosotros” de los que están convencidos equivocadamente de su estúpida superioridad, y el “ellos” de aquellos a los que, con la misma estupidez, consideran inferiores.

Naturalmente, el derecho está abordando desde hace tiempo estas cuestiones, preguntándose por los criterios para distinguir entre el discurso procaz y molesto, pero protegido por la libertad de expresión, y los discursos que atentan contra bienes constitucionales. Como se pregunta también por las políticas de reconocimiento desde el marco de las instituciones.

Sin embargo, el derecho, con ser imprescindible, no basta. Porque el conflicto entre libertad de expresión y discurso del odio no se supera solo intentando averiguar hasta dónde es posible dañar a otros sin incurrir en delito, hasta dónde es posible humillar su imagen sin llegar a merecer sanciones penales o administrativas. En realidad, las libertades personales, también la libertad de expresión, se construyen dialógicamente, el reconocimiento recíproco de la igual dignidad es el auténtico cemento de una sociedad democrática. Tomando de Ortega la distinción entre ideas y creencias, que consiste en reconocer que las ideas las tenemos, y en las creencias somos y estamos, podríamos decir que convertir en creencia la idea de la igual dignidad es el modo ético de superar los conflictos entre los discursos del odio y la libertad de expresión, porque quien respeta activamente la dignidad de la otra persona difícilmente se permitirá dañarla.

En su libro El discurso del odio se preguntaba Glucksmann si el odio merece odio y respondía que para combatirlo basta con sonreír ante su ridículo. Sin embargo, y regresando al comienzo de este artículo, no creo que haya que sonreír ante el odio, ni siquiera con desprecio. Porque es destructor y corrosivo, quiebra el vínculo humano y provoca un retroceso de siglos.

Cultivar un êthos democrático es el modo de superar los conflictos entre la libertad de expresión y los derechos de los más vulnerables. Porque de eso se trata en cada caso: de defender los derechos de quienes son socialmente más vulnerables y por eso se encuentran a merced de los socialmente más poderosos.

Fuente: https://elpais.com/elpais/2017/03/16/opinion/1489679112_916493.html

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Dignidad sin precio

Por: Adela Cortina

El cerebro es tremendamente plástico y el hecho de que tenga unas tendencias no quiere decir que no podamos modificarlo y encauzarlo en un sentido u otro. Con mi libro Aporofobia pretendía constatar que existe esa tendencia al rechazo del pobre y que está en nuestro cerebro, y es que sabemos que el cerebro es plástico. Que es posible modificarlo si se tiene voluntad de hacerlo, cultivar la tendencia hacia la justicia y la ética.

Lo cierto es que las puertas se cierran ante los inmigrantes pobres, que no tienen que perder más que sus cadenas. También ante los gitanos en barrios marginales y rebuscan en los contenedores, cuando en nuestro país son tan autóctonos como los payos, aunque no pertenezcan a la cultura mayoritaria.

El problema no es de etnia, de raza ni de extranjería. Es el pobre, el áporos, el que molesta. Es la fobia hacia el pobre la que rechaza a las personas, las razas y aquellas etnias que habitualmente no tienen recursos.

Pero es posible favorecer la tendencia hacia la justicia y la ética a través de la educación y de políticas institucionales al efecto, aunque hay autores que piensan que esto es insuficiente. Para cambiar y cultivar esas tendencias, ven óptimo intervenir y mejorar moralmente el cerebro con fármacos. El tema de la biomejora es lícito, pero hacerlo o no es una discusión también ética. Yo estoy en desacuerdo.

Nuestro Estado social de derechos debería intervenir en las políticas sociales, pensadas para proteger a los más vulnerables. Hay cantidad de grupos que montan residencias, gestionan pisos para personas sin hogar.

Frente a lo que se ha llamado el discurso del odio, la aporofobia es el sentimiento de superioridad de unos frente a otros. Esa situación de desigualdad, convencidos de que yo soy superior y el otro es inferior. Hay que rehabilitar las palabras.

La compasión es un buen término, aunque hayan querido cargarle connotaciones negativas. Compadecer significa padecer con. Compadecer su alegría, compadecer su tristeza, comprometerse a aliviar el sufrimiento. Como somos iguales, tenemos sintonía. Cuando otros se alegran, me alegro. La compasión así entendida es buena.

La clave de la compasión es aliviar el sufrimiento.

Fuente: http://www.ultimasnoticias.com.ve/noticias/opinion/adela-cortina-dignidad-sin-precio/

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El vigor de la razón dialógica

Adela Cortina

Karl-Otto Apel recordaba que los seres humanos se hacen desde el diálogo, no desde el monólogo impositivo. No vale con sentir, hay que argumentar

El 15 de mayo murió en su casa de Niedernhausen, a los 95 años, Karl-Otto Apel, uno de los mejores filósofos de los siglos XX y XXI. Nacido el 15 de marzo de 1922 en Düsseldorf, su biografía intelectual viene jalonada por estudios de historia, germanística y filosofía, con Erich Rothacker, en la Universidad de Bonn, y más tarde por la elaboración de una propuesta filosófica, que tiene por hilo conductor la atención al lenguaje como el lugar desde el que los seres humanos hacen ciencia y ética, desde el que son posibles la comprensión y la acción.

Su trabajo de habilitación (1961) versa sobre la idea del lenguaje en la tradición del humanismo de Dante a Vico, y en los años de profesor en Kiel, Saarbrücken y Fráncfort, donde permaneció desde 1972 hasta convertirse en profesor emérito en 1990, se adentró en los caminos de la hermenéutica de Dilthey, Heidegger y Gadamer, en el pragmatismo de Peirce, en la filosofía del lenguaje de Humboldt, Wittgenstein, Searle o Austin.

En diálogo con ellos, y muy especialmente con Kant, elaboró la propuesta que apareció en La transformación de la filosofía (1973), a la que siguieron Diskurs und Verantwortung (1988), en que aplica la ética del discurso a distintos ámbitos; un volumen de Auseinandersetzungen (1998), de cuya parte final —las discusiones con Habermas— hay versión española de Norberto Smilg en Comares; Paradigmen der Ersten Philosophie (2011) y, recientemente, Transzendentale Reflexion und Geschichte (2017).

Apel recordaba que los seres humanos se hacen desde el diálogo, no desde el monólogo impositivo. No vale con sentir, hay que argumentar

Estos son algunos datos sobre el legado de un pensador que unía su vigorosa aportación filosófica a una cordial personalidad. Casado con Judith, una mujer extraordinaria, tenía tres hijas, a las que adoraba; disfrutaba compartiendo el tiempo con sus amigos, se enfurecía cuando perdía la selección alemana y le gustaba el vino tinto, pero sobre todo podía pasar horas enteras discutiendo apasionadamente de filosofía, porque creía en su importancia para la vida de las personas y de los pueblos. Como su colega y gran amigo Jürgen Habermas, experimentaba la necesidad de evitar recaer en situaciones como la del nacionalsocialismo, que surgió, entre otras cosas, del rechazo al pensamiento, a la argumentación y la crítica. Se decía en aquel tiempo —contaba Apel— que Hitler había sabido conectar con el “sano sentir” del pueblo, y por eso se desaconsejaba argumentar y dar razón. Bastaba con obedecer al Führer, al caudillo, que encarnaba la voz del pueblo.

La consecuencia —el Holocausto— no pudo ser más deplorable, por eso la filosofía tenía que recuperar su fuerza crítica, su responsabilidad de dar razón en el ámbito teórico y en el práctico, su capacidad de fundamentar frente al totalitarismo y al dogmatismo de lo irracional. Tenía que tomar la iniciativa para impedir ese expectante dejar ser a cualquier caudillo que conecte con la dimensión irracional del pueblo. Para impedir que Auschwitz se repita.

De ahí que Apel se haya esforzado por recordar, junto a Habermas, que los seres humanos se hacen desde el diálogo y no desde el monólogo impositivo; que es preciso argumentar, y no solo sentir, para descubrir cooperativamente qué es lo más verdadero y lo más justo.

En esta línea irían su antropología del conocimiento, su hermenéutica y pragmática trascendentales, la semiótica como filosofía primera, la teoría de los tipos de racionalidad, la teoría consensual de la verdad y la ética del discurso, en su doble nivel de fundamentación y aplicación a distintos problemas contemporáneos.

Para algunos de los que en los setenta del siglo pasado empezamos a oficiar de filósofos, estas propuestas fueron un soplo de aire fresco. Presentaban una alternativa vigorosa al positivismo, empeñado en negar la racionalidad del mundo moral y político, por no ser un mundo de hechos comprobables; pero también al individualismo neoliberal, basado en el solipsismo metódico, incapaz de descubrir el vínculo de intersubjetividad que une a los seres humanos; al relativismo escéptico en el mundo moral, que ningún ser humano es capaz de vivir en serio; a la tecnocracia y el mercantilismo de la razón instrumental. Daban cuenta de la pretensión de universalidad que anida en el corazón de quien ante situaciones indignantes las tacha de injustas y está dispuesto a dar razón de su crítica. Porque presupone pragmáticamente, lo quiera o no, que en una situación ideal de argumentación sería posible encontrar la respuesta más adecuada.

La propuesta de Apel ha sido y es decisiva en el hacer de estudiosos de todo el mundo, especialmente de Iberoamérica y Europa. Baste recordar a jóvenes filósofos como Kettner, Hösle o Forst; el diálogo cordial con Javier Muguerza, los trabajos de tantos filósofos españoles; entre ellos, del grupo de Valencia y Castellón, al que pertenezco. Como también la dedicatoria de Habermas al comienzo de Conciencia moral y acción comunicativa: “De entre los filósofos vivos, ninguno ha influido más en mi pensamiento que Karl-Otto Apel”. Contar con la persona, la filosofía y la amistad cordial de Apel ha sido un gran regalo por el que no cabe sino dar las gracias.

Fuente del articulo: http://cultura.elpais.com/cultura/2017/05/23/babelia/1495553808_193154.html

Fuente de la imagen:

http://ep01.epimg.net/cultura/imagenes/2017/05/23/babelia/1495553808_193154_1495554962_noticia_normal_recorte1.jpg

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El esfuerzo por el lenguaje es una exigencia ineludible

Adela Cortina

Cortina, Premio Nacional de Ensayo en 2014 y primera mujer que ingresó en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, ha pronunciado la lección inaugural del XII Seminario Internacional del Lengua y Periodismo, organizado por la Fundación San Millán de la Cogolla y la Fundación del Español Urgente (promovida por la Agencia EFE y BBVA).

Ha citado «el derecho de cada persona a comprender aquello que le afecta para poder asumir su respuesta de forma autónoma» y «el derecho a que su respuesta sea tenida realmente en serio por personas, con nombres y apellidos, que se hacen responsables de ello».

Cortina ha afirmado que recurrir a «un lenguaje claro, llano y bien cuidado» es una cortesía y un deber indeclinable de los gobiernos, las administraciones públicas, los poderes del Estado, como el legislativo y el judicial; los profesionales, los medios de comunicación, las empresas y las entidades financieras.

«Es, sencillamente, una exigencia de justicia, porque resulta imprescindible para que los afectados en cada campo puedan ejercer su autonomía, que supone comprensión y posibilidad de participación activa», ha explicado.

La exigencia de claridad, ha añadido, es un derecho de los afectados en aquellos ámbitos en los que las decisiones tienen consecuencias relevantes para sus vidas y en los que los hablantes o escribientes han contraído una especial obligación con ellos.

Ha asegurado que la comunicación clara genera un vínculo de confianza entre los distintos poderes del Estado y los ciudadanos; y ha abogado por «redactar los textos situándose en el lugar de los destinatarios, pensando en sus necesidades, intereses y perfiles»; y por «verificar si los mensajes son comprensibles recurriendo a mecanismos de participación».

Respecto a los gobiernos y las administraciones públicas, ha dicho que suelen utilizar en sus documentos «una jerga de rufianes», con «un lenguaje abstruso y unilateral», aunque “tal vez lo hagan sin intención».

A ello ha sumado «el lenguaje judicial, hermético, duro y casi ofensivo, que ignora, de hecho, la presunción de inocencia»; la reclamación de claridad en el lenguaje sanitario y textos comprensibles en el mundo empresarial y financiero.

«La claridad es derecho de los afectados y obligación de los poderosos, pero también la veracidad es derecho de los primeros y obligación de los segundos», según Cortina.

Ha apostillado que se necesita la claridad, «más todavía en nuestras sociedades democráticas y a la altura del tercer milenio», pero «para alcanzar la plenitud de la vida son indispensables también la veracidad, la verdad y la justicia».

Ha defendido que en el siglo XXI, en sociedades democráticas y pluralistas, «no es de recibo» recurrir a jergas excluyentes y predicar a la vez el discurso de la inclusión.

Y sobre todo en ámbitos tan necesitados de lenguaje inteligible y llano como son los de la administración pública, el mundo legislativo, la educación, las entidades financieras, la sanidad, las empresas, las redes y los medios de comunicación.

«Es el entendimiento mutuo entre los sujetos del habla el que debe dirigir la vida pública y también el quehacer científico, técnico y profesional», según Cortina.

Lenguaje claro: de la cortesía del filósofo al derecho de los ciudadanos
Texto íntegro de la conferencia inaugural del XII Seminario Internacional de Lengua y Periodismo.

1. El lenguaje nos constituye. Somos un diálogo
Traspasar los umbrales de este Real Monasterio es pisar tierra sagrada para quien, como es mi caso, aprendió a saber sobre sí misma y sobre su entorno en español. Compartir el recinto de San Millán de Yuso, aunque sea por unas horas, con las Glosas Emilianenses, en las que cristalizaron por escrito los esbozos de la lengua que hoy hablan como primera al menos 470 millones de personas y 80 más como segunda, no puede sino despertar un sentimiento de respeto. Y más todavía participando en un seminario que trata de reflexionar sobre aquello que nos constituye como seres humanos: sobre el lenguaje. Que no es un simple instrumento para la comunicación, sino el humus indeclinable en el que vivimos, nos movemos y somos.
Ciertamente, el ser humano es un animal social, y no sólo gregario, precisamente porque está dotado de ese lógos, que es razón o palabra. Con él puede deliberar sobre lo justo y lo injusto, sobre lo conveniente y lo dañino. Y en esto –como decía Aristóteles- consiste la casa, el oikós, es decir, la vida de la familia y la amistad, el origen de la economía y la crematística. Pero también en esto consiste la pólis, la comunidad política, que congrega distintas familias y diversas etnias, y se distingue de unas y otras porque tiende por naturaleza al bien común, y debería, por lo tanto, esforzarse por alcanzarlo.
También el Lógos es la clave desde el origen según el Evangelio de San Juan. En el principio era el Verbo, todo se hizo por él y nada de cuanto existe se hizo sin él. Y desde el lógos –con minúscula ahora- interpretamos el mundo, social y natural, en conjunción con los demás seres humanos. No desde un agregado de individuos aislados entre sí, inexistentes en la nuda realidad, no desde una suma de subjetividades, sino desde el vínculo de la intersubjetividad que nos constituye. Porque la razón humana no es monológica, sino dialógica; incluso los monólogos que vamos rumiando en solitario son diálogos internalizados. El príncipe Hamlet dialoga consigo mismo en uno de los más célebres monólogos de la literatura universal, y consigo misma se debate Carmen a lo largo de esas cinco horas en las que parece hablar con Mario, como cuenta el deslumbrante relato de Miguel Delibes. Sabemos de nosotros mismos preguntándonos y respondiéndonos, y sin duda hablando con otros. «Somos –como bien decía Hölderlin- un diálogo».
¿Cómo no será esencial para nuestra vida que el lenguaje sea claro si es el vehículo privilegiado del diálogo y la comunicación?
2. El Sexto Ciclo de Kondratiev
Sin embargo, al hilo del tiempo hemos ido transitando de la ciudadanía que delibera en la pólis, a la que se articula en democracias representativas en los Estados nacionales, y, por último, a esa conversación global, en la que resulta imposible poner vallas al campo de los interlocutores actuales y virtuales. Al menos desde los años setenta del siglo pasado se viene bautizando a ese mundo de redes como Sociedad de la Información, como Era del Acceso y también como Sociedad del Conocimiento. ¿Son adecuados estos rótulos? Recordar la propuesta de Nikolai Kondratiev puede ser una ayuda para responder a la pregunta.
Según Kondratiev, desde la Revolución Industrial el desarrollo económico adopta la forma de grandes ciclos de cambio tecnológico, que son los motores del progreso, pero también son la causa de las crisis cuando se agota la dinámica del crecimiento de un ciclo sin que haya tomado impulso el siguiente. El quinto ciclo empezaría en los años setenta del siglo XX y vendría alimentado por la tecnología de la información y las comunicaciones, que hizo posible la revolución digital. La era de las TIC habría dado lugar a una nueva Economía del Conocimiento, en la que ingentes cantidades de datos pueden almacenarse, procesarse y transmitirse a escala mundial en provecho de prácticamente cualquier sector de la economía (educación, salud, finanzas, entretenimiento, producción, logística, agricultura y muchos más). Se habría abierto paso, pues, a una Sociedad del Conocimiento.
Sin embargo, y aunque esto sea verdad, información no significa inmediatamente conocimiento, ni el acceso y la conexión suponen sin más comunicación, menos aún diálogo. La información se sustancia en hechos y en sucesos, que requieren interpretación, y no deja de ser un instrumento. Información es poder y es mercancía. Los big data, los macrodatos sirven para predecir estadísticamente actitudes de los consumidores, preferencias turísticas, catástrofes naturales. Pero el sentido, por decirlo con Ortega y Gasset, es la materia inteligible del mundo humano, y no lo presta la acumulación de datos, no lo da la cantidad de informaciones. En las cosas humanas la clave es siempre la causa formal y la casusa final, la forma en que los sujetos elaboran la información y el fin al que la destinan. Forma dat esse rei, la forma da el ser a la cosa. Es la interpretación y valoración de los datos para generar conocimiento aprovechable con un fin el que los hace relevantes para el quehacer humano. Interpretación, comunicación y meta son esenciales para componer conocimiento.
Y bien podría ocurrir, como sugieren autores como Jeffrey Sachs, que estemos transitando del quinto al sexto ciclo de cambio tecnológico. El sexto sería un ciclo de tecnologías sostenibles, que incluyeran formas de producir y movilizar energía, de transportar mercancías y personas, así como de aliviar las enormes presiones y destrucciones impuestas por el hombre a los ecosistemas de la Tierra. Poner en marcha el ciclo de las tecnologías sostenibles sería una de las claves para lograr lo que se ha dado en llamar desarrollo sostenible.
Éste sería el núcleo de esos Objetivos del Desarrollo Sostenible que propusieron las Naciones Unidas en 2015 en una agenda que marca como plazo para alcanzar las metas el año 2030. Y es bien interesante que los líderes mundiales en su propuesta aclaren que «Los objetivos del desarrollo sostenible deben estar orientados a la acción, ser concisos y fáciles de comunicar». Como también conviene recordar que, según la UNESCO, la Sociedad del Conocimiento debe apuntar a lograr transformaciones sociales, no sólo a propiciar información. El fin del conocimiento aprovechable a comienzos del Tercer Milenio consistirá en descubrir necesidades sociales y en encontrar soluciones para satisfacerlas. Podemos decir entonces que el conocimiento valioso será social o no será.
Pero elaborar la información de modo que se convierta en conocimiento, proponerse los Objetivos del Desarrollo Sostenible y tratar de alcanzarlos supone llevar a cabo una tarea de comunicación en el nivel global que no sólo haga accesibles los contenidos, sino comprensibles por todos aquellos a quienes afectan, que en ocasiones son todos los seres humanos. Si el esfuerzo por el lenguaje claro ha sido una necesidad permanente, porque es el modo de entendernos entre nosotros y a nosotros mismos, se ha convertido en una exigencia ineludible de este tiempo nuevo.
Es, pues, una buena noticia que desde los años setenta del siglo pasado haya ido surgiendo en distintos países y sectores sociales ese Movimiento del Lenguaje Claro o Llano, que se propone establecer una mayor simetría entre gobiernos, Administraciones Públicas o legisladores y ciudadanía, entre profesionales y destinatarios de la actividad profesional, entre empresas o entidades financieras y sus grupos de interés, entre medios de comunicación y oyentes, lectores o espectadores, entre interlocutores en las redes. El movimiento se propone dar a los afectados por esas actividades el protagonismo que les corresponde y que de hecho no ejercen, en parte porque las informaciones que les llegan, sean orales o escritas, están envueltas en el misterio de un lenguaje críptico y monológico, que camina en una sola dirección y descarta el diálogo posible. La iniciativa del Lenguaje Llano pretende, con todo acierto, infundir confianza y a la vez conseguir que los afectados dejen de ser en realidad siervos y se conviertan en lo que de palabra son, es decir, ciudadanos. Sin el lenguaje claro y llano en determinados sectores no existen sociedades democráticas, trenzadas sobre el tejido de la isegoría, la isonomía y el diálogo simétrico, menos aún un desarrollo sostenible.
Podríamos dar a este tiempo un nombre que ojalá fuera bien merecido. Sería una Nueva Ilustración, una nueva Aufklärung, dispuesta a extender la claridad de las luces a cuantas propuestas orales o escritas afecten a las personas a través de un inteligible uso público de la razón, de forma que puedan comprenderlas y aceptarlas o rechazarlas, como también ofrecer otras distintas. Dicho en un lenguaje ya consagrado, el interés por la emancipación del género humano exige conocimiento, y no sólo información, comprensión y no sólo acceso, comunicación, y no sólo conexión. Es en la necesidad de la claridad para la comunicación en la que queremos detenernos un momento.

Foto: EFE/Manuel Bruque
3. El éxito de las acciones comunicativas.
Atendiendo a la Teoría de la acción comunicativa, que diseñó Jürgen Habermas en conexión con la Teoría de los actos de habla de Austin y Searle, para que una acción comunicativa tenga éxito el oyente debe aceptar cuatro pretensiones de validez que el hablante eleva en la dimensión pragmática del lenguaje, lo quiera o no. Y la primera de ellas, condición de posibilidad de que las demás entren en juego, es justamente la pretensión de inteligibilidad. Si un mensaje resulta incomprensible, ni siquiera es posible discutir si el hablante es veraz, la proposición, verdadera, o la norma, justa; quedan entre paréntesis las otras tres pretensiones de validez que acompañan a la acción comunicativa: veracidad, verdad y corrección. Porque, a fin de cuentas, el télos del lenguaje, su meta, es -dicho en la lengua de Goethe- la Verständigung. Ese rico vocablo que en español se traduce a la vez como entendimiento y acuerdo.
La inteligibilidad de lo dicho es entonces el puente tendido entre dos orillas, entre dos sujetos al menos –hablante y oyente-, que sobre este punto se encuentran en una situación de simetría desde una perspectiva pragmática. En esa dimensión pragmática del lenguaje, que no trasparece en la sintáctica y la semántica, quienes intervienen en una acción comunicativa se reconocen mutuamente como interlocutores válidos, con el mismo derecho a participar, si se terciara, en el juego de una conversación en la que deberían ser de hecho igualmente protagonistas.
Y es justamente ese puente entre los interlocutores, que deberían ejercer en la vida real su igual derecho a entenderse desde una situación de simetría, el que salta en pedazos cuando bajo sus pilares se coloca el explosivo de la opacidad y la confusión, cuando se intenta derribar con aquella «jerga de rufianes» de la que hablaba Walter Benjamin, con el lenguaje críptico de alguna de las diversas germanías. Nos encerramos entonces en alguno de los múltiples Patios de Monipodio que en el mundo existen, donde los truhanes comparten una esotérica lengua que sólo ellos entienden y resulta incomprensible para los extraños. Una lengua que levanta un muro insalvable entre los habitantes del patio y los ajenos, como tan bien han sabido relatar en sus textos Cervantes, Quevedo, Mateo Alemán, o los autores de Estebanillo González y Lazarillo de Tormes, maestros indiscutibles en esta jerga para iniciados.
Ocurre, sin embargo, que patios como el de Monipodio podrían ser necesarios para la supervivencia de los pícaros en aquella España del Siglo de Oro, que lo era por la brillantez de sus artes y conquistas, no por la riqueza de la mayor parte de la población, sumida en la miseria. Frente a un contexto adverso, el pícaro necesitaba como defensa esa jerga exclusiva y excluyente para crear sus fraternidades, sus germanías cerradas.
Pero en el siglo XXI, en sociedades democráticas y pluralistas, que dicen tener por divisa el respeto igual a la autonomía de los ciudadanos, que se precian de aspirar a construir un mundo inclusivo, no es de recibo recurrir a jergas excluyentes y predicar a la vez el discurso de la inclusión. Sobre todo en ámbitos tan necesitados de lenguaje inteligible y llano como el de la Administración pública, el mundo legislativo, el de la educación, la esfera de las profesiones, muy especialmente las jurídicas y sanitarias, el campo de las empresas y la entidades financieras, o el universo de las redes y los medios de comunicación. En todos ellos debería cobrar cuerpo la convicción de Ortega:
«El hombre tiene una misión de claridad sobre la tierra (…). La lleva dentro de sí, es la raíz misma de su constitución. Dentro de su pecho se levanta perpetuamente una inmensa ambición de claridad» –como Goethe, haciéndose un lugar en la hilera de las altas cimas humanas, cantaba:
Yo me declaro del linaje de ésos
Que de lo oscuro hacia lo claro aspiran.
Claridad no es la vida, pero es la plenitud de la vida.
¿Cómo conquistarla sin el auxilio del concepto? –continuaba Ortega. «Claridad dentro de la vida, luz derramada sobre las cosas es el concepto. Nada más. Nada menos».
Y llevaba razón. Pero, a mi juicio, deberíamos completar su pregunta con esta otra: ¿cómo conquistar la claridad sin voluntad de hacerlo? Porque, a fin de cuentas, la opción por la claridad está en manos de la voluntad libre, como tantas otras, y es urgente apostar por ella para evitar males irreparables. El primero de ellos consiste en convertir el lenguaje hermético en ideología; el segundo, en privar a los ciudadanos de un derecho que les corresponde.
4. Oscuridad como arma ideológica
En algún momento entendió Herbert Marcuse que la ciencia y la técnica, por su misma estructura, se habían convertido en ideología a lo largo del proceso de modernización occidental. «El concepto de razón técnica –llegó a decir- es él mismo ideología». Tomando la sugerencia de Marcuse, podríamos decir, por analogía, que el lenguaje oscuro, opaco, abstruso puede ser fruto de la desidia y la negligencia, de la incompetencia y la falta de preparación, de un mal hábito ancestral y heredado, pero también puede ejercer la función de una calculada ideología. Quien lo utiliza desde una posición de superioridad social puede dominar a quienes se encuentran en un escalón inferior y mantener por tiempo su dominación. Es, en este sentido, un arma ideológica de destrucción masiva. Justamente el polo opuesto a la divisa de la Ilustración, al lema del Siglo de las Luces «¡ten la audacia de servirte de tu propia razón!», que en una sociedad democrática debería dirigirse a toda la ciudadanía, y no sólo a los sabios. ¿Cómo pueden servirse de su propia razón para aceptar, rehusar, criticar o participar en una conversación los ciudadanos que están atados de pies y manos verbales, porque se encuentran sumidos en el desconcierto de la incomprensión? ¿Y quién se atreverá a criticarles como si fueran culpables por su incapacidad para servirse de su inteligencia sin la guía de otro?
Audentis fortuna iuvat, qué duda cabe, pero no hay lugar para la audacia ante lo incomprensible, ante el discurso hermético. Y precisamente en el intento de desactivar toda posible protesta y resistencia esgrimiendo el arma del lenguaje críptico, reside la fuerza de la opacidad como ideología. Que es a la vez un recurso del dogmatismo, porque ¿qué mejor forma hay de convertir una afirmación en dogma incuestionable que hacerla incomprensible?, ¿qué mejor forma de inmunizarla frente a cualquier posible crítica que hacerla ininteligible?
Consideraba Hobbes, con buen sentido, que las sociedades, para evitar las guerras y optar por la paz, necesitan acordar un lenguaje común, porque las disensiones proceden en buena medida de esa anarquía de los significados que conduce inexorablemente a un conflicto de subjetivismos. Para instaurar una sociedad pacífica es necesario un lenguaje político compartido. De ahí su empeño en que el soberano oficiara de Gran Definidor, capaz de crear significados comunes, capaz de configurar un mundo moral «objetivo» desde la comprensión de los términos. Buscar definiciones y significaciones claras, como en la geometría y la aritmética, era tarea del filósofo político. Ciertamente, la propuesta hobbesiana de un sistema absolutista en que el soberano fija los términos políticos es sumamente discutible, pero su cuidadoso esmero en aclarar cuantos términos emplea en sus escritos es digno de alabanza y de imitación. Y no sólo eso: es muestra de que le importaba hacerse entender, le importaba que su propuesta de un poder pacificador fuera comprendida para terminar con las disensiones y alcanzar una paz duradera. Las cuestiones de palabras, como bien decía Fernando Cubells, un excelente profesor de la Universidad de Valencia, son solemnes cuestiones de cosas. Pero para manejarlas bien hace falta voluntad de claridad.
Esto no significa sin duda caer en el extremo contrario y sucumbir a la tentación univocista de pretender fijar un solo significado para cada término en el lenguaje natural. Y no sólo porque también existen con todo derecho los términos equívocos y los análogos, cuya significación depende del contexto, sino porque no hay una correspondencia biunívoca entre el lenguaje y la realidad, ni es verdad que los límites de mi lenguaje sean los límites de mi mundo. Menos todavía si suponemos que las proposiciones representan los hechos del mundo y que sólo son verdaderas proposiciones aquellas que son susceptibles de verificación. Podemos decir, por el contrario, que los juicios de valor, con los que se teje el sentido profundo de la ética y la política, no remiten a hechos, y, sin embargo, son razonables o irrazonables porque aumentan el conocimiento y cabe argumentar sobre ellos. Conocer los distintos juegos del lenguaje, atendiendo a las diversas comunidades lingüísticas, y saber en cuál de ellos estamos jugando es entonces esencial.
Pero también es cierto, como defiende Karl-Otto Apel, que existe un metalenguaje sin el que resultan imposibles la comunicación, la comprensión y la emancipación. Es el entendimiento mutuo entre los sujetos del habla el que debe dirigir la vida pública y también el quehacer científico, técnico y profesional. Es el reconocimiento recíproco del derecho a ser coprotagonistas de la vida compartida por parte de quienes se saben sujetos autónomos, y no objetos manipulables. Éste es un presupuesto que admite, lo quiera o no, cualquiera que argumenta en serio. De donde se sigue que la inteligibilidad de lo dicho, posible por el lenguaje claro, es conditio sine qua non de la emancipación.
5. De la cortesía del filósofo al derecho de ciudadanos y afectados.
Pero precisamente la indeclinable aspiración a la simetría, sin la que no existe verdadera comunicación, el empeño en reducir la desigualdad de oportunidades y capacidades reclamado por un diálogo con sentido, es lo que nos obliga en el siglo XXI a practicar un cambio radical en la forma de construir el lenguaje en aquellos ámbitos en que su opacidad o su transparencia tienen consecuencias para la vida de las personas, muy especialmente, en la esfera pública.
En esa Nueva Ilustración, que empezaría en los años setenta del siglo XX, la claridad no es ya sólo la cortesía del filósofo, sino sobre todo un derecho de los ciudadanos, de los administrados, de los afectados por cuestiones jurídicas, de los pacientes, los consumidores, los lectores de periódicos y los navegantes en las redes del mundo virtual. La claridad del lenguaje no es sólo una concesión graciosa que se otorga ad libitum, sino un derecho incuestionable de quienes deberían ser situados en la posición de simetría que les corresponde. El derecho de cada persona a comprender aquello que le afecta, para poder asumir su respuesta de forma autónoma, y el derecho a que su respuesta sea tenida realmente en serio por personas, con nombres y apellidos, que se hacen responsables de ello.
A fin de cuentas, en esto ha consistido a menudo el progreso a lo largo de la historia: en ir convirtiendo en deberes de justicia aquellas obligaciones, que nacieron siendo deberes de beneficencia. La atención a los pobres, que empezó siendo dádiva graciosa de gentes solidarias, se ha convertido en exigencia de justicia para el Estado social. Podríamos decir por analogía que recurrir a un lenguaje claro, llano y bien cuidado no es sólo una cortesía, sino un deber indeclinable de los gobiernos, las Administraciones Públicas, los poderes del Estado, como el legislativo y el judicial, de los profesionales y los medios de comunicación, de las empresas y las entidades financieras. Es, sencillamente, una exigencia de justicia, porque resulta imprescindible para que los afectados en cada campo puedan ejercer su autonomía, que supone comprensión y posibilidad de participación activa. La exigencia de claridad es un derecho de los afectados en aquellos ámbitos en los que las decisiones tienen consecuencias relevantes para sus vidas y en los que los hablantes o escribientes han contraído una especial obligación con ellos.
No es éste el momento oportuno para entrar en cada una de esas esferas de la vida social, pero sí de esbozar a vuelapluma el sentido que tiene en algunas de ellas la exigencia de un lenguaje claro y bien cuidado.
En lo que hace a los gobiernos y las Administraciones Públicas, suelen utilizar en sus documentos una jerga de rufianes. Tal vez lo hagan sin intención, pero en su modo de proceder recuerdan la llegada de Víctor Hugues a las Antillas para introducir el decreto de abolición de la esclavitud y la igualdad de derechos de todos los habitantes de la isla, sirviéndose de la guillotina como argumento irrebatible. Lo cuenta Alejo Carpentier con pluma maestra en El Siglo de las Luces, ese relato del ingreso de la Ilustración en el Nuevo Mundo: «Luciendo todos los distintivos de su Autoridad, inmóvil, pétreo, con la mano derecha apoyada en los montantes de la Máquina, Víctor Hugues se había transformado, repentinamente, en una Alegoría. Con la Libertad, llegaba la primera guillotina al Nuevo Mundo».
¿Cómo se puede defender realmente la igualdad entre los hombres con la guillotina? ¿Cómo se puede conseguir que los ciudadanos hagan suyos mensajes de dirección única, que en realidad no intentan ser comprendidos? Al parecer, interesa que estén publicados para que nadie pueda eximirse de cumplirlos, porque el desconocimiento de la ley no exime de su cumplimiento, pero tampoco libra de cumplirla la incomprensión de una ley, redactada en lenguaje críptico y arcano. Los gobiernos y Administraciones públicas introducen entonces una radical asimetría entre gobernantes y ciudadanos usando la jerga de rufianes de un lenguaje abstruso y unilateral. Como sucede también con el lenguaje judicial, hermético, duro y casi ofensivo, que ignora de hecho la presunción de inocencia.
Por eso es una buena noticia, entre otras, que la Real Academia Española y el Consejo General del Poder Judicial hayan propiciado la publicación de un Libro de estilo de la Justicia, destinado a mejorar la claridad del lenguaje jurídico. Dirigido por Santiago Muñoz Machado, el texto se propone «democratizar» el lenguaje jurídico y ayudar al buen uso del español por parte de jueces, abogados y otros operadores jurídicos, porque entiende acertadamente que la claridad de los textos es un deber para el jurista. Evitar la arbitrariedad y la confusión es necesario para garantizar la seguridad jurídica.
En este mismo sentido merece capítulo aparte la redacción de leyes cuya ambigüedad es tal que en la práctica resulta imposible aplicarlas. De ahí proviene en la vida corriente un insuperable vacío legal, coartada óptima para cualesquiera interpretaciones, guiadas por los más variados intereses.
Por otra parte, la comunicación clara genera un vínculo de confianza entre los distintos poderes del Estado y los ciudadanos, que se sienten tratados en pie de igualdad, aumenta la eficiencia de las instituciones, pero sobre todo ahorra a la ciudadanía incertidumbre, ansiedad, dinero para contratar a un experto que ayude a entender el mensaje abstruso, promueve la transparencia, el acceso a la información pública y la rendición de cuentas.
Se trata entonces de redactar los textos situándose en el lugar de los destinatarios, pensando en sus necesidades, intereses y perfiles, como también de verificar si los mensajes son comprensibles recurriendo a mecanismos de participación. En estos tiempos en los que se promueve hasta la saciedad el Gobierno Abierto, uno de cuyos grandes empeños es la práctica de la transparencia para reducir la corrupción, no hay mejor comienzo para ese viaje que las alforjas de un lenguaje llano, cuidado y abierto al diálogo. Un lenguaje que es el que recomiendan también los líderes mundiales para comunicar en el nivel global los Objetivos de Desarrollo del Milenio, como dijimos al comienzo de esta intervención.
Por mencionar un segundo campo, el de la sanidad, cuyos protagonistas son los profesionales, los gerentes, la industria farmacéutica, y en lugar destacado los pacientes, reclama claridad como pocos. Sin ella es imposible cumplir con los principios éticos -no maleficencia, beneficencia, autonomía y justicia- y con las metas que le dan sentido.
¿Cómo no dañar al paciente, cómo hacerle bien sin saber qué entiende por su bien en una situación concreta, sin atender al ejercicio de su autonomía, que debe ser dialogada?
Afortunadamente, prácticas como el consentimiento informado, la redacción de voluntades anticipadas o la planificación anticipada de decisiones al ingresar en el centro sanitario expresan respeto a la autonomía del paciente y deseo de ayudarle a morir en paz. Pero para que respeten realmente la autonomía, y no queden en meros requisitos legales, deben redactarse en un lenguaje claro, preciso, pero no vulgar, pensando en un paciente sencillo y razonable. Y la misma claridad se hace indispensable en los prospectos de los fármacos, herméticos y disuasorios hasta extremos insospechados.
En cualquier caso nunca se debe obviar el diálogo entre los profesionales y el paciente o los familiares, que son los protagonistas de las decisiones de salud. Cada vez más ese diálogo se extenderá al espacio de internet a través de plataformas creadas para responder a consultas y aclarar dudas, no sólo para ofrecer información. Y en todas ellas el propósito inicial es que el lenguaje sea claro y sencillo.
Por último, pero no en último lugar, el mundo empresarial y el financiero precisan cada vez más reputación para ser competitivos, y la reputación exige no sólo actuar bien, sino también saber comunicarlo. Se multiplican entonces las memorias de Responsabilidad Social, nacen los códigos y los comités éticos, pero también se escriben relatos que cuentan la historia y logros de la organización en beneficio de la sociedad. Memorias y narraciones, dirigidas a los afectados por la actividad de la organización, deben ser sin duda comprensibles.
6. Plenitud de la vida: no sólo claridad, sino también veracidad, verdad y justicia.
Sin embargo, por ir poniendo fin a esta intervención, diremos que con todo esto no basta. La claridad es derecho de los afectados y obligación de los poderosos, pero también la veracidad es derecho de los primeros y obligación de los segundos. Y más todavía en estos tiempos de supuesta posverdad. Si los mensajes son claros, pero hay contradicción entre lo que se dice y lo que se hace o lo que se pretende hacer, la confianza de los afectados se evapora con toda razón. Y la confianza es el principal capital ético de los países, difícil de conquistar, fácil de dilapidar.
A pesar de Hobbes, el Estado no es el Gran Definidor creador del lenguaje, ni lo son los que ostentan el poder en cada campo. El lenguaje ha de atenerse a la realidad social, porque las cuestiones de palabras son solemnes cuestiones de cosas.
Y con esto regresamos al comienzo de esta intervención, a los requisitos para que una acción comunicativa tenga éxito. Decíamos allí que lo escrito o lo dicho debe ser inteligible, y pusimos entre paréntesis de momento las pretensiones de veracidad, verdad y justicia, porque queríamos ocuparnos del lenguaje claro, llano, sencillo. Pero ahora tenemos que recuperarlas, porque la claridad no basta, no es suficiente la inteligibilidad.
«Alumbra, lumbre de alumbre, Luzbel de piedralumbre» son las primeras palabras de esa inquietante obra de Miguel Ángel Asturias, El Señor Presidente.
Alumbra, sí, luz sí, pero –continúa el texto- alumbra sobre la podredumbre de una sociedad amordazada. Y ese comienzo augura una historia clara y diáfana en su brillante expresión, pero tenebrosa por el contenido del relato hasta el casi insoportable final. Y es que necesitamos la claridad, como bien decía Ortega, más todavía en nuestras sociedades democráticas y a la altura del tercer milenio. Pero para alcanzar la plenitud de la vida son indispensables también la veracidad, la verdad y la justicia. Nada más, pero tampoco nada menos.

Fuente:
http://www.elmercuriodigital.net/2017/05/adela-cortina-el-esfuerzo-por-el.html#.WQ5Hd9I1_Mw
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