Discriminación v sus consecuencias judiciales

Por: Tahira Vargas García 

Resulta de gran importancia la aprobación de una ley de igualdad y antidiscriminación como la sometida a la cámara de diputados por el congresista Juan Dionicio Rodríguez Restituyo y un conjunto de organizaciones de la sociedad civil.

La existencia de prácticas discriminatorias en nuestro país ha sido normalizada e invisibilizada hasta tal punto que existe la oposición a que se reglamente y se sancione la misma.

En distintos estudios con poblaciones vulnerables (ODH/PNUD/MEPyD 2011) (Vargas/ONUSIDA 2012) (Vargas/ONE 2016) se identifican múltiples prácticas discriminatorias sufridas por muchas personas en silencio y que han provocado su exclusión del ámbito laboral, educativo, social y en varios casos intentos de suicidio.

En la mirada a la deserción escolar (ONE/Vargas 2016) se plasman como una de las causas principales la discriminación vivida por niños, niñas y adolescentes en centros educativos por distintas razones como son: su color de la piel, orientación sexual (LGBTI), pobreza, discapacidad, hijos e hijas de trabajadoras sexuales, migrantes, madres adolescentes o adolescentes activas sexualmente.

“Yo dejé la escuela cuando estaba en 6to curso. No volví más. El profesor todos los días me daba cocotazos y me decía maricon. Todos los días mis compañeros se burlaban de mí , me empujaban, se agrupaban para darme golpes. Un día se combinaron y me empujaron desde la escalera y me di un golpe en la cabeza. Nadie hizo nada. Me lo merecía dijo la directora. Me fui y tuve mucho miedo de volver a estudiar. No quería volver a sufrir lo mismo”. (Vargas/ONUSIDA 2012)

Las personas e instituciones ejercen continuamente discriminación y exclusión hacia personas con perfiles diversos sin responsabilizarse del daño y las graves consecuencias en sus vidas.

Sufrir la discriminación en hospitales y centros de salud es parte del dolor y la desesperación de muchas personas viviendo con VIH, en situación de calle, usuarias de drogas, trabajadoras sexuales, personas LGTBI sobre todo mujeres trans y migrantes. Los relatos de burlas, humillaciones, negación a ofrecerle servicios son continuos. Se han dado casos de muerte por falta de atención de personas usuarias de drogas, mujeres trans y en situación de calle en centros hospitalarios. En algunos casos tienden a ser excluidos de estos centros por su apariencia física, su vestimenta o por su condición. (Vargas/ONUSIDA 2012)

Lo mismo ocurre en el sistema de justicia. Cuando una mujer trabajadora sexual, en situación de calle, usuaria de drogas, migrante o mujer trans o va a poner una denuncia por violencia de género no le dan respuestas, se burlan de ellas o simplemente la despachan con un “iremos por allá” o “regrese cuando le vuelva a pegar”, frases frecuentes en fiscalías y cuarteles policiales.

Las practicas discriminatorias deben tener consecuencias y sanciones legales. Nuestra constitución condena la discriminación y la exclusión hacia las personas por ser diferentes en su identidad étnico-racial, sexual, condición social-económica, religión, entre otras. La ausencia de un régimen de consecuencias contra las múltiples prácticas discriminatorias en empresas, comercios, centros educativos, universidades, centros de salud, sistema de justicia y policía nacional ha generado su normalización y con ello la desigualdad y exclusión social.

Resulta de gran importancia la aprobación de una ley de igualdad y antidiscriminación como la sometida a la cámara de diputados por el congresista Juan Dionicio Rodríguez Restituyo y un conjunto de organizaciones de la sociedad civil. De esta manera podemos garantizar el respeto a los derechos de todas las personas independientemente de su perfil o condición en una sociedad que se define constitucionalmente como democrática.

Este artículo fue publicado originalmente en el periódico HOY 

Fuente: https://acento.com.do/opinion/discriminacion-v-sus-consecuencias-judiciales-8873348.html

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El Salvador: Ser mujer trans en un país donde su esperanza de vida es de 33 años

Centroamérica/El Salvador/14 Febrero 2019/Fuente: El país

La activista Bianka Gabriela Rodríguez lucha por los derechos LGTBi en El Salvador, uno de los lugares más peligrosos de Latinoamérica

Bianka Gabriela Rodríguez, mujer transexual y activista salvadoreña de 25 años, mantiene durante la entrevista un tono amable que acompaña regularmente con una sonrisa. El gesto solo se le ensombrece al final, ante la pregunta de cómo es que parece optimista después de haber recordado una infancia que hubiera doblegado a muchos, los asesinatos atroces de dos compañeras de lucha por los derechos del colectivo LGTBi, un amplio catálogo de violencias y discriminaciones cotidianas y el escalofriante dato de que la esperanza de vida de las mujeres trans en El Salvador es de 33 años, 40 menos que para la población general del país, según la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. “Siempre digo que aunque haya marea alta al final tiene que bajar, pero es triste que muchas mujeres trans hayan tenido que morir para conseguir los derechos que tenemos ahora, los pocos”, contesta.

La conversación tiene lugar el primer miércoles de febrero en la antigua estación de trenes del barrio de Benalúa, en Alicante, sede de Casa Mediterráneo, una institución promovida por el Ministerio de Asuntos Exteriores a la que Rodríguez ha sido invitada a participar junto a otras 18 mujeres latinoamericanas, del África Subsahariana y el Magreb, además de españolas, en un debate sobre la violencia contra las mujeres en zonas de conflicto y los liderazgos femeninos en la construcción de la paz. Una jornada organizada por la Generalitat valenciana con la colaboración de la Fundación Mujeres por África y la entidad anfitriona.

El Salvador forma, con Guatemala y Honduras, el triángulo norte centroamericano, la región más peligrosa de Latinoamérica para las personas LGTBi, según la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. La principal amenaza, afirma Rodríguez, presidenta de la asociación Comunicando y Capacitando Mujeres Trans (Comcavis Trans), son las maras –las pandillas juveniles altamente organizadas que controlan amplias zonas del territorio– y lo que describe como “grupos de exterminio” vinculados a la extrema derecha. “Muchas mujeres trans se ven empujadas al trabajo sexual al no haber podido estudiar ni tener acceso a empleos formales. En la calle, las maras las asedian, las golpean, abusan de ellas y tienen que pagarles una cuota para que les dejen trabajar en las cuadras”. La policía, añade, constituye normalmente otra fuente de extorsión y el nivel de esclarecimiento de los crímenes de que son objeto es ínfimo: “Desde 2015 se han registrado 40 asesinatos de mujeres trans que siguen en la impunidad”.

Entre los homicidios sin resolver figura también el de la activista Tania Vásquez, que desapareció tras salir de una reunión de la asociación que dirige Bianka Rodríguez hace seis años. Vásquez fue hallada al día siguiente en un parque de San Salvador envuelta en un plástico negro y atada de pies y manos. Había sido torturada y violada, le habían cortado los genitales y se los habían colocado a la altura de los pechos. En mayo de 2015, otra activista LGTBi, Francela Méndez, integrante de la Red Salvadoreña de los Derechos Humanos fue asesinada a golpes en el municipio salvadoreño de Sonsonate. El autor o los autores del crimen le cortaron el cabello con un machete.

La discriminación persigue con frecuencia a estas mujeres después de la muerte. Rodríguez explica que la familia de Tania Vásquez no quiso reconocer el cuerpo ni hacerse cargo del entierro, y fueron sus compañeras de Comcavis Trans las que compraron el féretro. “Hay muchos casos de asesinadas en los que la familia no quiere hacerse responsable. Y si lo hacen, suelen enterrarlas con el género masculino; les cortan el pelo, no las maquillan, las visten con ropa de hombre”.

Huérfana de padre, la madre de Rodríguez reprimió desde niña su identidad encerrándola días enteros en una habitación. “La escuela era la única vía de libertad que yo tenía. Cuando cumplí 15 años, como todas las niñas, empecé a usar brillo en los labios y un poco de polvo. Una maestra la mandó llamar y mi madre me dijo enfrente de toda mi escuela que no me podía aceptar porque ella había tenido un niño, no una niña, y que para ella yo era una aberración”. Poco después, Rodríguez se fugó de casa. Encontró trabajo en una panadería, donde la explotaban y dormía sobre los sacos de harina y azúcar. A los 18, su abuela materna la acogió, la animó a retomar los estudios y le permitió desarrollarse como mujer.

Para explicar la discriminación institucional que padecen las mujeres trans en El Salvador, Rodríguez abre el bolso y saca el pasaporte, en el que al lado de su foto figura un nombre masculino. “Cada vez que voy a la dirección de migración para salir del país, al verlo los agentes se codean, se burlan. Y eso, además de incomodar, es una forma de violencia. Lo mismo pasa con el Documento Único de identidad. Tenemos muchos problemas para acceder a trabajos porque no se nos reconoce el derecho a que aparezca en él nuestro nombre y nuestra identidad”.

El prejuicio que da por sentado que todas las mujeres trans tienen el VIH y la discriminación adicional que sufren las personas portadoras del virus también les cierra el paso a las consultas médicas y a la atención sanitaria, afirma Rodríguez. “Nuestra organización ha tenido que intervenir ante las instituciones de salud porque hay mujeres trans que llegan a los centros apedreadas, acuchilladas o con heridas de bala y no son atendidas porque el personal se niega a tocarlas”.

Imagen tomada de: https://ep01.epimg.net/sociedad/imagenes/2019/02/11/actualidad/1549878197_752515_1549879133_noticia_normal_recorte1.jpg

Fuente: https://elpais.com/sociedad/2019/02/11/actualidad/1549878197_752515.html

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