Ciencia y conciencia

Por: Julen Rekondo

ALGO más de cien años atrás, lord Kelvin, uno de los científicos más prestigiosos de su tiempo, aconsejaba a los jóvenes con talento que no se dedicaran a la física, pues todo estaba prácticamente descubierto. En su discurso Dos nubes (1900), Kelvin señaló dos pequeños problemas relacionados con la naturaleza de la luz que quedaban por resolver en el sólido edificio de la física. El primero sería pronto resuelto por la teoría de la relatividad; el segundo, por la mecánica cuántica. Pero ambas teorías, lejos de completar el edificio de la física clásica, abrieron una brecha irreparable en sus cimientos, cuyas consecuencias aún estamos lejos de haber plenamente asimilado.

En el cambio de siglo, la física newtoniana era el modelo de conocimiento que las otras ciencias querían imitar. El mundo era un gran mecanismo compuesto por indivisibles átomos que se movían por un espacio y tiempo de coordenadas absolutas, todo ello regido por leyes al alcance de la mente humana. Nada de ello sobreviviría al siglo XX.

Una de las claves de la ciencia moderna es la creencia en elementos fijos, indivisibles e indestructibles que, combinándose, dan lugar a la multitud de seres que encontramos en nuestra experiencia. Átomo significa precisamente indivisible. La creencia en tales elementos indivisibles tomaría fuerza en Europa a partir del siglo XVII y en buena parte es una proyección de la conciencia emergente en aquella época: a medida que los europeos se iban aislando de la naturaleza y se volvían más individualistas, empezaron a entender la realidad como un gran conjunto de elementos independientes. Las transformaciones de la ciencia y las transformaciones de la conciencia son inseparables.

ni indivisible ni absoluto Hace más de un siglo se descubrió que los átomos no son tales: ni indivisibles ni sólidos. El modelo atómico de Rutherford proponía en 1911 la conocida estructura de electrones alrededor de un núcleo central. A su vez, el núcleo se compone de protones y neutrones, que resultan de complicadas combinaciones de numerosas partículas, aunque se las llame elementales, no son los elementos indivisibles que estaba buscando la física: no son objetos microscópicos, sino procesos que emergen de un mar de intrincadas relaciones que se expresan en términos de probabilidades. En realidad, lo que llamamos un electrón no tiene mayor realidad material que el disco que vemos cuando una hélice gira a gran velocidad: ni el disco ni el electrón existen en sí mismos.

La otra gran teoría del siglo, la relatividad, brindó sorpresas no menores. Mostró que la masa es una forma de energía comprimida (como lo evidencian las armas y centrales nucleares) y que el tiempo y el espacio no son entidades separadas, sino relativas e interdependientes. No hay puntos de referencia absolutos: viajando en tren podemos cruzarnos con otro tren que viaja en dirección contraria y no saber si se mueve nuestro tren, el otro o ambos. Del mismo modo, afirmar que A se mueve respecto a B o B respecto a A sólo depende del marco de referencia que convenga (la teoría de la relatividad de 1905 muestra esto para movimientos uniformes en línea recta; la teoría de la relatividad general de 1915 lo amplía a todo tipo de movimientos).

En velocidades cercanas a la de la luz el tiempo se ralentiza, la longitud se acorta y la masa aumenta. La velocidad no finita de la luz (un rayo de sol tarda un poco más de ocho minutos en llegar del astro a nuestro cuerpo) y la falta de un marco de referencia absoluto derriban la idea de que hay un tiempo uniforme que transcurre igual para todos. Podemos estallar simultáneamente dos estrellas, X y Z, pero si hay astrónomos en otras galaxias, para algunos la estrella X habrá estallado primero, mientras que para otros Z habrá explotado antes. Las tres observaciones son correctas en relación a sus respectivos puntos de referencia. No tiene sentido preguntar quién tiene en el fondo razón, pues toda observación y todo conocimiento sólo valen en relación con el contexto concreto.

Pero los rompecabezas creados por las teorías de la relatividad y cuántica no se acaban ahí. Al contrario que lo que suele creerse, la física del siglo XX y lo que llevamos del siglo XXI es profundamente contradictoria y está lejos de ofrecer un modelo coherente de la realidad. De hecho, la relatividad y la mecánica cuántica son sencillamente contradictorias: para la relatividad la realidad es continua (no a saltos), causal (a todo efecto precede una causa), local (no puede haber acción a distancia) y predecible; y para la mecánica cuántica la realidad es discontinua, acausal, no local y a menudo impredecible. Esta situación hizo a decir a Einstein que “es como si la tierra se abriese bajo nuestros pies, sin que haya por ninguna parte una fundamento firme sobre el que construir algo”.

Si la primera mitad del siglo XX quiere decir sobre todo física, en la segunda mitad la biología empieza a tomar la iniciativa. A principios de los años 50, Watson y Crick describen la estructura de doble hélice de la molécula de ADN. Si los físicos buscaban la realidad última en el átomo, los biólogos buscarán la clave de la vida en los genes y en el ADN que lo compone. En este sentido, surge la genética y la ingeniería genética, que contienen numerosos aspectos positivos (entre ellos los fines terapéuticos) con otros que no lo son tanto, aunque un análisis más profundo requeriría de otro artículo y abordar el tema de forma separada y no como un todo.

Si hasta principios del siglo XX la ciencia era sinónimo de progreso con fe ciega, ello cambió a partir de la bomba atómica de Hiroshima lanzada el 6 de agosto de 1945, se acaba de conmemorar el 71º aniversario, seguida tres días después por la de Nagasaki. La ciencia, supuestamente un proyecto democrático y al servicio de todos y todas, se va volviendo más intolerante y cada vez más al servicio de los intereses militares, los gobiernos y las multinacionales.

Las protestas contra la energía nuclear de antes y hoy todavía, y las protestas más recientes contra la manipulación genética, al menos en lo que respecta a los alimentos transgénicos y algunas otras cuestiones, muestran la desviación de la ciencia hacia los intereses anteriormente citados.

No obstante, conocido este peligro de viraje, sería sin embargo suicida adoptar una actitud anticientífica, pues el ser humano no puede ni debe dar marcha atrás en su capacidad para conocer racionalmente la realidad. Ahí está también la mejor posibilidad de respetarla.

Mientras crecen desde hace décadas enfoques científicos que nos llevan a una utilización de la ciencia que supone el incremento de las desigualdades y el deterioro progresivo del planeta, el otro pone rumbo hacia la sociedad sostenible. Es decir, una sociedad que se organiza y se comporta de tal forma que, a través de las generaciones, consigue garantizar la vida de sus ciudadanos y ciudadanas.

Fuente: http://www.deia.com/2016/08/18/opinion/tribuna-abierta/ciencia-y-conciencia

Fuente de la Imagen: https://www.google.co.ve/search?q=ciencia+y+conciencia&biw=1024&bih=485&noj=1&source=lnms&tbm=isch&sa=X&ved=0ahUKEwjl5KqWxNbOAhVE4SYKHXv_AXAQ_AUICCgB#imgrc=W5d-VpWPcoXDyM%3A

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Julen Rekondo

Especialista medioambiental. Premio Nacional de Medio Ambiente de 1998