Chile / laventana.casa.cult.cu / 21 de Septiembre de 2016
Diez años han pasado desde que irrumpiera en la escena pública chilena el movimiento de los estudiantes secundarios, al cual se sumarían prontamente los universitarios. Impacto nos produjeron entonces las imágenes de niños y adolescentes que, sin dejar de lado su uniforme escolar, paralizaron las clases y tomaron pacíficamente los colegios en varias regiones del país. Ese uniforme utilizado en el sistema público, de colores blanco y azul oscuro que les ha significado el apelativo de “pingüinos”, aparecía ahora como el símbolo de jovencitos y jovencitas politizados, que revertían bruscamente la imagen a esas alturas instalada de jóvenes apáticos frente a las cuestiones sociales y políticas. Ahora, se nos aparecían por doquier niños, niñas y adolescentes que demandaban a las autoridades del país la reposición de un derecho conculcado desde el golpe militar de 1973: el derecho a la educación gratuita y de calidad.
Esa generación fue la que llegó prontamente a los planteles universitarios en los años siguientes. Así lo vivimos quienes ya entonces estábamos ejerciendo la docencia superior, pudiendo constatar de manera privilegiada la importancia decisiva de ellos y de ellas en el gran movimiento por la educación pública que se tomó los recintos educacionales (colegios y universidades) y que copó los espacios públicos por medio de una sorprendente masividad, a través de intervenciones urbanas y sobre todo de las cada vez más concurridas marchas que llenaron de personas y colores las principales arterias de nuestras ciudades.
Este movimiento masivo, heterogéneo, coordinado por referentes organizacionales que enfrentaron entonces y sobre todo hoy la difícil tarea de constituir una plataforma común sin desconocer esa diversidad, acaparó la atención internacional por un hecho no menor que tempranamente fue intuido incluso por las noticias más escuetas: que en Chile se había incubado y ahora estallaba una inconformidad que contradecía la estabilidad y buena prensa que hasta entonces había tenido el “modelo chileno”. Este modelo no era otro que el capitalismo neoliberal que pretende combinar una pretendida democracia política (bastante cuestionada desde hace años entre los sectores más críticos por la falta de correspondencia entre votos y autoridades electas, el llamado sistema binominal, que introducía una distorsión inaudita con la finalidad de sobre representar posiciones de centro-derecha y de derecha dura en el Parlamento) con la libertad económica, lanzando a la esfera del consumo ámbitos tan sensibles como la educación, la salud y la previsión social. Esto a costa de reducir a un mínimo histórico las responsabilidades sociales del Estado, a la par que crecía su acción decidida a favor de la iniciativa privada. La experiencia chilena demostraba así la falacia de una de las premisas ideológicas del neoliberalismo: su pretendido desprendimiento del Estado y de la política.
Algo pasaba entonces con ese modelo exitoso que en el resto del continente había tenido instalaciones más resistidas desde el campo social y político, careciendo de la solidez y continuidad alcanzado en Chile, donde la acción de la dictadura militar, desapariciones y torturas mediante, fue condición indispensable que los entusiastas ideólogos del poder tienden a invisibilizar en aras de una pretendida eficiencia de la senda “correcta” luego del experimento socialista de la Unidad Popular.
Este es el horizonte histórico que hace posible y que a la vez expresa el movimiento estudiantil o, más ampliamente, el movimiento por la educación pública en Chile, denominación que reconoce el apoyo de otros actores, lo que ha sido sin duda uno de los logros de los estudiantes. Un asunto fundamental, estimo yo, es que sus discursos y demandas nos sitúan en el plano del neoliberalismo como experiencia cotidiana, que constituye un existir precario, agobiante, sentimientos que desde el estallido de este y de otros movimientos se impone al momentáneo goce que produce el arrojo al consumo de bienes materiales y simbólicos. Porque el movimiento de los estudiantes no expresa el problema de la pobreza más precaria, aunque en algunos aspectos la contenga, sino la impotencia que significa tener que pagar cifras desorbitantes por cursar una carrera universitaria en un sistema de educación superior devenido en un mercado desregulado, que ha dado lugar al lucro y al engaño. Es este un sistema total que ha absorbido a las instituciones públicas, porque en Chile en todas las universidades se paga (a veces esas cifras son el equivalente al costo de una casa para familia de clase media baja), debilitando la línea divisoria entre lo público y lo privado. Las evidencias acumuladas con los años transcurridos desde la reforma de 1981 mostraban cada vez con mayor contundencia que ese principio ideológico de que lo bueno se paga y que los logros (individuales) deben ser el resultado del esfuerzo (también individual) y no del regalo, difundido a través de todos los medios posibles tanto por la dictadura militar como en la transición democrática, era una falacia.
El neoliberalismo, en tanto sistema, ha sido estudiado desde perspectivas críticas en Chile hace ya varias décadas: su proceso violento de instalación, la transformación profunda que significó y el grado de consolidación alcanzado durante el período que se abre con el retorno de los gobiernos civiles a partir de 1990 (a tal punto que se habla hoy de Chile como un caso de neoliberalismo avanzado). Sin embargo, menos atención ha tenido su estudio como experiencia cotidiana por parte de los sujetos y comunidades concretas: el horizonte de expectativas que abre, las frustraciones, la precariedad social, en resumen, lo que significa la profunda pérdida de la democracia social alcanzada en el período nacional-popular y sobre todo con la experiencia socialista boicoteada dentro y fuera de Chile durante los mil días de Salvador Allende.
Como señalé más arriba, tiendo a comprender y valorar la experiencia del movimiento estudiantil como la visibilización de aquello, del vivir en un sistema de valores que había naturalizado, con bastante éxito, la pérdida de esa democracia social y sobre todo de las utopías que hasta 1973 buscaban profundizarla. El movimiento por la educación pública viene a reponer en parte un ideario que parecía extinguido: el de los derechos sociales, de la justicia y la igualdad de oportunidades. La instalación de esos códigos en el espacio público –con innovadoras formas de manifestación política- y su amplia aceptación social, especialmente en el 2011, significa un quiebre ideológico de envergadura impulsado por generaciones que nacieron bajo esta configuración social y política.
Probablemente poco y nada se ha logrado en términos de transformación efectiva del sistema educacional heredado de la dictadura militar y perfeccionado por los gobiernos elegidos; probablemente hoy ese movimiento está viviendo un momento crítico como producto de la ofensiva ideológica, policial, comunicacional y a las propias debilidades internas, pero seríamos miopes si no logramos calibrar históricamente lo que hasta el momento ha significado.
Por ejemplo, otro asunto relevante para ser destacado a la hora del balance, es la manifestación de varios desafíos para la sociedad chilena actual y futura, que seguramente se replican en el conjunto de los países latinoamericanos. Me refiero a la articulación política de los diferentes actores que confluyeron en el movimiento, que le han dado vida y que a la vez constituyen su base, actores que visibilizan problemáticas y fricciones sociales que el movimiento estudiantil contiene pero al que no necesariamente le ha prestado atención ni mucho menos ha resuelto: me refiero a las demandas específicas de las mujeres (los distintos feminismos), de los jóvenes indígenas, colectivos artísticos y agrupaciones políticas que representan una enorme diversidad ideológica al interior de la izquierda, esto además de las orgánicas más convencionales. De ello se desprenden asuntos cruciales que han tenido escaso impacto en las interlocuciones con el Estado y con las autoridades de los propios planteles, como el de la educación no sexista y no racista, que imponen al movimiento estudiantil un horizonte ético más amplio que la demanda por el derecho a la educación, fundamentado en un principio de justicia social que amerita ser coherente con las opresiones que se producen al interior del propio estudiantado que se moviliza.
El momento actual, diez años después de la “revolución pingüina” -como entusiastamente fue bautizado el movimiento de los estudiantes secundarios el año 2006- es complejo, incluso podríamos decir crítico. Es un movimiento cercado, desgastado, reprimido, pero a la vez increíblemente vivo considerando sus diez años de trayectoria (sólo el movimiento mapuche lo excede en tiempo de existencia). Si tuviera que escoger una imagen de estos años, me quedo sin duda con la jornada de protesta del 4 de agosto del 2011, una noche en que tras la marcha frustrada por la represión policial retornaron los “cacerolazos”, que evocaron las jornadas de protesta contra la dictadura de Pinochet en plena década de los 80 (cuando el pueblo disidente se apropió de una forma de protesta usada por la burguesía contra Salvador Allende). Esa noche fría del 2011, que sentimos como una jornada épica pero a la vez desoladora, nos tocó experimentar en carne propia la violencia policial que durante el mismo período de consolidación del neoliberalismo se ha ejercido en contra de los sectores más excluidos de la sociedad, especialmente en la región de la Araucanía, ejercida sobre las comunidades mapuche que luchan hasta hoy contra las expresiones más depredadoras de ese mismo modelo (las empresas forestales, hidroeléctricas y el Estado que defiende los intereses privados). Esa noche fría concentra a nivel de las emociones los aciertos y los límites del movimiento estudiantil, de un lado, la alegría que produce la justicia de las demandas, por el otro, la impotencia frente a la violencia que nos dispersaba. Entre esos extremos se juega todavía la posibilidad de concretar, algún día, demandas ampliamente aceptadas en el seno de la sociedad chilena, lo que hasta el momento ha sido sin duda el mayor logro del movimiento por la educación pública.
Fuente:http://laventana.casa.cult.cu/noticias/2016/09/20/diez-anos-de-movimiento-estudiantil-en-chile/